domingo, 29 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (¡y 5!)

   Salvando las distancias, me ha ocurrido un poco lo que a Leibniz con la Teodicea, comencé creyendo que tenía un par de cosas que decir sobre la felicidad y esto ha acabado con más capítulos que la serie esa de Amar los huevos revueltos. Lo peor es que se han quedado unas cuantas cosas en el tintero. Amarrarlas todas llevaría a alargarme más de lo que resulta pertinente. Me limitaré, pues, a anticipar la posible respuesta a algunas críticas muy evidentes.
   Empezaremos por el final. Ciertamente hay historias personales que, da igual cómo se las cuente, son terribles. Ser capaz de encontrar una perspectiva que haga narrable una de esas historias con algo mínimamente positivo es, entonces, un reto, muy difícil en la mayoría de los casos, aunque no imposible. Habrá, con todo, vidas para las que sí sea, de verdad, imposible. ¿Qué hacer entonces? Bien, hay un truco que no deja de ser arduo aunque factible: si no puede encontrar una perspectiva que haga de su vida algo agradable de recordar, invéntese una vida. Es lo que han hecho siempre infinidad de escritores. ¿Recuerdan a Cervantes? Su padre era sordo, estuvo en la cárcel por deudas y no tenía "sangre limpia". Cervantes, hijo, pasó su infancia de un lado a otro, probablemente, sin poder consolidar amistades, fue perseguido por la justicia, perdió el movimiento de una mano, fue hecho prisionero de guerra, esclavizado y torturado en Argel, tuvo un par de matrimonios infelices y lo encarcelaron como a su padre. En una cárcel española, este héroe de los ejércitos españoles, hizo lo único que podía hacer, inventarse la historia de alguien más hidalgo, triste y desgraciado que él, la historia de Don Quijote. No es una excepción, más bien, es un regla. Buena parte de los grandes escritores de todos los tiempos lo fueron para huir de sus propias y terribles historias. Fabulando vidas que no fueron las suyas, hallaron el modo de exorcizar los demonios, de soportar su propio dolor, de disfrutar de una cierta estabilidad emocional. Lo hemos dicho ya, inventar y recordar son dos procesos muy semejantes.
   Señalamos que una vileza no hace a una persona vil, que una sucesión de fracasos no hace de una persona un fracasado... luego, ¿una sucesión de borracheras no hace a una persona alcohólica? El autorrelato no es bueno por sí mismo, sencillamente, es lo que estamos haciendo en todo momento. Lo que resulta bueno por sí mismo es cobrar conciencia de esa elaboración continua, porque eso nos permitirá distinguir entre el modo salvífico y el modo tóxico de narrarnos nuestra vida.
   Otro flanco abierto a las críticas tiene que ver con Adorno y una larga tradición de filosofía de izquierdas. Para ellos, la felicidad era algo vergonzante. Hablar de felicidad después de Auschwitz o, más simplemente, después de una jornada de trabajo, forma parte de la típica hipocresía burguesa. Nadie puede ser feliz antes de la revolución porque lo contrario supone reconocerle a la formación capitalista contra la que se lucha, la posibilidad de ofrecer felicidad, siquiera, a un puñado de seres humanos. Además, dado el materialismo de que hacían gala, difícilmente podían imaginarse una felicidad fundamentada en algo más que en lo que decían sus antagonistas, esto es, la acumulación de bienes. Por tanto, cualquier propuesta de ser felices, sonaba a sospechosa traición de los ideales. Ser feliz era ser egoísta, tonto y/o criptoburgués.
   Conforma todo lo anterior un modo de ver las cosas que no comparto. Cederle a lo establecido, de entrada, el poder de hacernos infelices, es aceptar su idea de que los seres humanos rinden más y mejor cuando son infelices, que la felicidad debe ser la zanahoria que mueve al burro en una dirección elegida por otro, que seremos felices teniendo cosas que no tenemos. Nuestro jefe puede hacérnoslas pasar canutas, obligarnos a desperdiciar el tiempo en inutilidades, despedirnos y dejar a nuestros hijos sin sustento. Entregarle, además, el poder de decidir sobre si vamos o no a ser felices es darle demasiado poder. No, la felicidad debe estar en nuestras manos y no debemos permitir a nadie ni a nada que nos la arrebate. Y, desde luego, lo que prefieren nuestros hijos no es que traigamos dinero a casa, lo que prefieren es vernos felices.
   Es difícil eliminar la sospecha de que una persona feliz, con independencia de los hechos concretos que la rodean, mostraría un cruel egoísmo. No creo que esta sospecha deba inquietarnos si aprendemos a distinguir dos tipos de egoísmo. Por una parte está el egoísmo que yo llamaría de las personas cortas de vista. Este es el egoísmo del que se come el último trozo de tarta sabiendo que otra persona también lo desea. Por otra, está el egoísmo inteligente. Las personas verdaderamente egoístas, rara vez se comen el último trozo de tarta si sospechan que otra persona lo desea. Saben que, como mínimo, compartir ese trozo de tarta, aumenta las probabilidades de que lo vuelvan a invitar a comer tarta. Ya lo hemos dicho, el objetivo de ser feliz es que, las personas felices, suelen tener una irrefrenable tendencia a actuar bien y quien considere sinónimos felicidad y egoísmo tendrá que demostrar que actuar bien puede ser pernicioso.
   En los propios textos de Adorno se asoma la idea de que, dado el estado actual de cosas, el hecho de ser feliz es absolutamente revolucionario. Si se consiguiese extender la felicidad hasta alcanzar un porcentaje mínimo de la población, el efecto sería tan devastador, que difícilmente el sistema de poder imperante podría soportarlo. Resulta extremadamente fácil demostrar esto. Si alguna vez han utilizado la provocadora táctica de responderle al superior que les abronca con una cándida sonrisa y un rotundo "me da igual, yo soy feliz", sabrán lo que suele ocurrir. Quien está intentando acogotarles recurrirá a la cruda violencia o a las amenazas más brutales. No lo hace porque crea que esa respuesta refuerza su poder. Bien al contrario, lo hace porque sabe perfectamente que su aparente poder se acaba de esfumar en el aire. ¿Qué ocurriría si ésa se convirtiese en nuestra respuesta habitual a todos los intentos de hacernos sentir mal, de conducirnos por un camino que no hemos elegido, de convertirnos en personas que no queremos ser? ¿Qué ocurriría si respondiésemos así, a los agravios, a los anuncios, a quienes nos exigen ser más productivos, más competitivos, más agresivos? ¿Cuántas cosas dejaríamos de comprar y aún de desear? ¿A qué se dedicarían los fabricantes de productos de lujo?

domingo, 22 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (4)

   Tener un fin en la vida nos ayuda a justificar los esfuerzos, a racionalizar los malos momentos y a no fijarnos demasiado en cosas que, de otro modo, nos parecerían trascendentales e inquietantes. Pero para llegar a la felicidad hacen falta también otros componentes. Cuántos y en qué cantidad depende, en buena medida, de la persona de la que se trate. Sin embargo, dos de ellos deben entrar inevitablemente en la fórmula. El primero lo hallaron los estoicos. Estos filósofos, cifraron el objetivo del sabio en la imperturbabilidad, en la absoluta tranquilidad de espíritu. Para ello recomendaban alejarse de las pasiones y llevar una vida enteramente racional. Sinceramente, no creo que los seres humanos pudiésemos ser felices comportándonos como si fuésemos Robby, el robot de Planeta prohibido. Sin embargo, algo de tranquilidad de ánimo sí que hace falta para alcanzar la felicidad. La proporción que se necesita es, aproximadamente, la que reduce a la mitad nuestras preocupaciones. Voy a explicarme.
   El término "preocupación" tiene dos sentidos, emparentados aunque diferentes. El primero implica ocuparse con antelación de algo. Nos preocupamos por un viaje cuando reservamos habitación en un hotel, compramos un billete de avión, hacemos la maleta... Pre-ocuparse de algo en este sentido es bueno, de hecho, es imprescindible para que las cosas rueden por el camino adecuado. El otro sentido del término "preocupación" es la inquietud o temor que genera un acontecimiento presente o futuro. Nos preocupamos en este sentido si nos da miedo volar y, desde el momento en que compramos el billete, estamos dándole vueltas a la cabeza con lo que va a suponer para nosotros ese trance. En este sentido, las preocupaciones son malas, nefastas de hecho. "Preocuparse" en este sentido significa vivir anticipadamente el dolor o sufrimiento que va a conllevar una situación todavía por venir. Pueden ocurrir dos cosas, la primera es que resulte que la experiencia en cuestión no sea para tanto, con lo que habremos pasado unos días de sufrimiento absolutamente inútiles. La segunda es que la experiencia sí fuese para tanto, es decir, con nuestra preocupación habremos pasado dos veces un trago que no queríamos pasar ni siquiera una vez.
   Los estoicos recomendaban alejar todas las preocupaciones con un razonamiento muy simple. Si el problema en cuestión está en nuestras manos, no hay que preocuparse porque lo resolveremos. Y si no lo está, ¿para qué preocuparse? va a ocurrir de todas maneras... Obviamente, este argumento no dice nada, porque lo que realmente nos mantiene en vilo es si el problema que nos traemos entre manos va a caer en la primera categoría o en la segunda. Quizás lo mejor es pre-ocuparnos de tomar todas las disposiciones que nos puedan llevar a salir ilesos de la tormenta y, una vez hecho esto, abandonarnos tranquilamente a disfrutar del paisaje porque, al fin y al cabo, ni se nos puede exigir nada más ni tampoco podríamos haberlo hecho.
   Si ha conseguido despejar de preocupaciones el futuro, el otro ingrediente de la felicidad le resultará fácil de conseguir, pues se trata de despejar de preocupaciones también nuestro pasado. En esencia se trata de eliminar esa malévola tendencia de nuestra memoria a machacarnos con recuerdos dolorosos. Conseguirlo pasa por comprender que, en realidad, no recordamos las cosas como fueron, sino como las hemos contado (a nosotros o a los demás) una y otra vez. Los recuerdos no son testimonios de lo ocurrido, sino partes de algo que en psicología se llama el "autorrelato" o la "autonarración". En el género de vida que llevamos es muy normal la esquizofrenia autonarrativa. Uno va al banco a contarle al encargado de darnos el crédito que nuestra empresa tiene más de mil clientes y genera unos beneficios de seis cifras anuales. A continuación nos entrevistamos con un inspector de Hacienda y le contamos que casi todos nuestros clientes son morosos y que hemos ganado un 50% menos que el año anterior. Lo más probable es que ambas historias sean verdaderas, por tanto, ¿cómo va nuestro negocio? Pues... depende de cómo lo contemos. Otro tanto ocurre con nuestras vidas.
   No se trata de mentirnos a nosotros mismos ni de pintar nuestra historia con bonitos y falsos colores rosas. De lo que se trata es de aprender a narrarnos nuestra propia historia de modo que, por un lado, queden resaltados esos logros que todos tenemos y, por el otro, se dote a todo lo demás de un carácter constructivo. Cierto que hubo una ocasión en que nos comportamos de un modo vil y que el recuerdo de aquellos hechos nos causa dolor. Ahora bien, precisamente ese dolor, me muestra que no soy una persona vil, que aprendí de aquello y que gracias a esa experiencia sé mucho mejor quién soy y cómo me comportaré en el futuro, es decir, fue una experiencia necesaria. O, si lo prefieren, me expresaré como lo hacen los psicólogos. El modo correcto de contar la historia es "yo intenté conseguir un trabajo mejor y fracasé" y no "yo soy un fracasado". Este pequeño tránsito es fundamental porque convierte nuestro pasado en algo que no determina el futuro y nos lleva a buscar las causas de nuestras desgracias más allá de un destino inevitable o una conspiración universal.

domingo, 15 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (3)

   Supongamos que algo de lo que he dicho hasta ahora tiene sentido. Supongamos que, efectivamente, los libros de ética serían más leídos y seguidos si comenzaran dando la receta para la felicidad y, después, explicando en qué consiste ser bueno. ¿Cuál podría ser esa receta? Debe ser algo simple y alcanzable por la inmensa mayoría de los lectores, de lo contrario, perderíamos clientela. De hecho, si quitamos todas las teorías que sitúan la felicidad en el otro mundo, el resto no piden demasiado para ser felices. ¿Cómo podríamos caracterizar la felicidad para que estuviese al alcance de la mayoría? Por varias razones, que sería aburrido argumentar aquí, me inclino a pensar que la felicidad es un estado. Si ahora seguimos a Aristóteles, podemos decir que es el estado superior al cual puede aspirar el ser humano, por tanto, debe apoyarse en lo mejor que tenemos: la mente. La felicidad es un estado mental. Realmente acabamos de descubrir el Mediterráneo. La práctica totalidad de los filósofos lo habían dicho ya. Pero si la felicidad es un estado mental, entonces, no hace falta que ocurra nada en nuestras vidas, no hace falta que consigamos nada, no hace falta que compremos nada para alcanzarlo, basta con pensar de la manera adecuada. ¿Cuál es la manera adecuada de pensar? Vayamos por partes.
   Difícilmente se puede ser feliz durante largo tiempo si se va en contra de los hechos. En concreto hay dos hechos de los que no se puede escapar. El primero es que nuestra especie logró sobrevivir esencialmente gracias a esa singular característica de nuestro cerebro que consiste en ser capaz de ver señales allí donde el ninguna otra especie puede verlas. Sin tener gran olfato, sin ser grandes corredores, sin capacidad para mimetizarnos demasiado con el medio, adquirimos la habilidad de dotar de sentido a una huella, algo de pelo animal atrapado en una zarza o unos arañazos en un tronco. El resultado es que tenemos un cerebro que ama el orden, busca continuamente el significado de las cosas, trata de hallar un sentido en todo lo que le rodea, incluyendo las cosas más peregrinas. Existe un arte adivinatorio chino que utiliza palillos arrojados al azar, todos descubrimos caras y figuras en las nubes, aunque el mejor ejemplo de cómo hallar un sentido en algo que, objetivamente, carece por completo de él, son las constelaciones.
   El otro hecho insoslayable es que los acontecimientos del universo carecen de un sentido aparente más allá de lo que marca el segundo principio de la termodinámica, a saber, que la energía se transforma en formas menos utilizables o, dicho de otro modo, que la naturaleza tiende al desorden o, todavía, que la información siempre se degrada. Así que tenemos un cerebro al que le complace el orden en un mundo que hace todo lo posible por alejarse de él. Cómo habérnoslas con esta circunstancia es clave para la felicidad pues, in nuce, aquí está ya la intranquilidad que produce la muerte. Esencialmente existen tres posibles soluciones. La primera es la que bendecimos todos cuando consideramos que los tontos son más felices, esto es, dado que el universo carece de sentido, lo mejor es desconectar los intentos de nuestro cerebro por encontrar un orden en él. La segunda es decir que si bien el universo carece de un sentido aparente, en el fondo, contra toda lógica, sí lo tiene. Esto es lo que hacen los creyentes. Pero hay todavía una tercera opción.
   A Kant corresponde el enorme mérito de haber descubierto el valor filosófico de la expresión "como si". En efecto, el "como si" es la base del deber kantiano. ¿Qué es lo que debemos hacer? Lo que debemos hacer es actuar como si deseáramos que nuestro modo de comportarnos se convirtiese en una regla de carácter universal. Y aquí es donde interviene Nietzsche. Lo que Nietzsche propone no es que nos comportemos como si todo el mundo estuviese mirándonos para tomar nota de qué hacemos e imitarnos. De lo que se trata es de hacer como si el mundo tuviese efectivamente un sentido. ¿Cuál? Muy simple, el que nosotros queramos inventar. Podemos decir que el sentido del universo es hacer la revolución. O podemos decir que consiste en fabricar pececitos de oro para, una vez hechos, desmontarlos escama a escama, fundirlas y volver a empezar el proceso. O, incluso, podemos decir que radica en hacer lo primero hasta que alcancemos una determinada edad y pasar a hacer lo segundo a partir de entonces, que es lo que elige el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad. Lo importante no es qué se elija, lo importante es que se elija, que sea una elección personal y que hagamos de ella el sentido pleno y absoluto de nuestra vida. Con esto ya hemos recorrido la mitad del camino hacia la felicidad.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (1)

   Aunque Aristóteles me parece un filósofo muy interesante, hay un punto en el que nunca he conseguido estar de acuerdo con él. Decía Aristóteles que los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad y que no cabe preguntar para qué queremos ser felices, pues la felicidad se busca por sí misma. Si bien es cierto que eso es lo que solemos responder cuando nos preguntan cuál es el objetivo último de nuestras vidas, rara vez hacemos algo para conseguirlo. Me costaría trabajo decir si he conocido a alguien que, de un modo consciente y deliberado, haya dado un paso tras otro, sin descanso, en el camino hacia la felicidad. De la mayor parte de las personas que conozco, o que he conocido, puedo decir exactamente lo contrario, hacen todo lo que está en sus manos para no ser felices. Existen multitud de hechos que avalan esta tesis. Para empezar, ser felices no puede ser tan complicado. El propio Aristóteles explica que basta con tener las necesidades básicas cubiertas y dedicarse a la contemplación. Con tales presupuestos, media humanidad está en condiciones de ser absolutamente feliz.
   Pero la realidad es otra. Habitualmente, la inmensa mayoría de los eventos que recordamos son tristes, dolorosos o humillantes y este tipo de recuerdos acude de modo espontáneo a nuestra mente. Con independencia de cómo le haya ido en su vida, tendrá que hacer un esfuerzo, en ocasiones intenso, para recordar un buen momento. Nuestra memoria es, de hecho, un maravilloso pretexto para que nuestra felicidad no dure más de unos minutos. Probablemente, sólo se trate de un mecanismo evolutivo que estamos empleando mal. Nuestra memoria se agarra a los malos momentos para que no perdamos la tensión, para que no nos relajemos, algo que, en los bosques en los que nuestra especie ha vivido la mayor parte de su existencia, debió ayudarnos a estar alerta y evitar situaciones peligrosas. Ya no vivimos acechados por depredadores y este mecanismo es más una molestia que otra cosa.
   Encuestas hechas entre universitarios demuestran que, alrededor del 90% de los jóvenes, están descontentos con su apariencia física. Si hacemos un cuerpo con la media de las proporciones de los jóvenes de esa edad, es imposible que el 90% de ellos esté significativamente alejado de esa media. Esta desproporción es un filón para los cirujanos plásticos. Son multitud los clientes que, en realidad, no van a ganar nada importante (físicamente hablando) con la operación en la que van a invertir los ahorros de una vida. Lo explicaré de otra forma. Esas actrices, actores y modelos, que sirven de prototipo de belleza y cuyas narices, pechos y barbillas son copiados mediante cirugía en los rostros de tantas personas, se sienten tan o más insatisfechos con su cuerpo como la media de los ciudadanos.
   Probablemente hubo un momento en su vida en el que Ud. bien podría haberse enamorado de dos personas distintas. Una era una buena persona, generosa, amable, que hubiese estado en todo momento pendiente de sus necesidades. La otra era una persona destinada a martirizarle de todos los modos posibles. ¿De quién acabó por enamorarse? En el amor buscamos siempre la persona de la que no debemos enamorarnos o de la que sabemos que nos va a maltratar. Por eso existen tantos flechazos en el trabajo, nos atrae lo extraordinariamente difícil que se volvería la situación si saliera mal.
   La primera imagen de la felicidad que llega a nuestras cabezas es la de una vida sin problemas. Una vida sin problemas es una vida feliz... o aburrida. A los seres humanos nos gustan los problemas, de modo que hacemos todo lo posible por tenerlos en abundancia, es decir, hacemos todo lo posible para no ser felices. Hemos inventado infinidad de estrategias para sentirnos profundamente infelices. La más fácil es poner un nivel de exigencia tal que haga imposible alcanzar la felicidad. Por ejemplo, podemos pedir que se acabe el hambre del mundo, que no haya niños o animales que sufran, o podemos recordar, como decía Adorno, que cualquier atisbo de felicidad es obsceno después de Auschwitz. Más sutil es considerar que no podemos ser felices si las personas de nuestro entorno inmediato (padres, pareja, familiares) no lo son. En esta estrategia se esconde la secreta esperanza de que alguno de ellos cifre en nuestra propia felicidad la imposibilidad para alcanzar la suya. De este modo el círculo vicioso está servido y nuestra infelicidad garantizada.
   La península ibérica goza de buen clima y de abundantes suelos fértiles, el agua no es demasiado escasa, las mujeres guapas y la gente alegre por naturaleza. A poco que nos hubiésemos descuidado podríamos haber sido un pueblo feliz. Por eso inventamos una estrategia infalible para impedir la felicidad, se llama envidia. Al envidioso no le basta con tener o ser tal o cual cosa. Además, nadie que él o ella conozca debe tenerlo siquiera sea en un grado mínimo. La envidia garantiza la infelicidad perpetua. Así hemos salido todos los que vivimos en este bonito territorio: cejijuntos y con aire cabreado.
   A veces, los seres humanos se encuentran en una situación terrible, por más que busquen, no consiguen encontrar ningún problema a su alrededor. Enfrentados a la posibilidad de ser felices, conseguimos eludirla por el procedimiento de inventarnos los problemas. Hay multitud de ejemplos de problemas inventados. Uno muy típico es buscar una infidelidad de nuestra pareja, infidelidad que, de tanto buscarla, acaba por existir. Otras veces es una enfermedad, esa molestia de estómago después de comer, ese reiterado dolor de cabeza, esa punzada del oído, ese síntoma que es lo más normal del mundo y que carece de toda importancia... a menos que se investigue. Pero el problema inventado más generalizado de nuestra sociedad es la depresión. La depresión puede aparecer por tres motivos: ingesta de algún tipo de medicamento o droga; que, en realidad, no haya ningún motivo para estar deprimido; o que se haya pasado una etapa tan difícil, que, cuando se sale de ella, se teme poder ser feliz y todo. Y, ya lo hemos dicho, si tenemos que elegir entre ser felices o pasarlo fatal, los seres humanos rara vez dudamos, ¡a sufrir que son dos días!