domingo, 25 de marzo de 2012

Requiem por el periodismo

   Se han celebrado estos días unas jornadas patrocinadas por cierto grupo editorial, acerca de la situación actual del periodismo. Se intuía que algo no iba bien, especialmente, porque los ingresos por publicidad han caído sensiblemente y, como se sabe, éste es un factor esencial para el periodismo "independiente". Lo cierto es que esas jornadas han hecho saltar todas las alarmas. El tema estrella ha sido la muerte del periodismo. Tal diagnóstico ha generado un estupor sólo comprensible si se lo pone en su debido contexto. Hace ahora 20 años, un memo, no por casualidad, asalariado del Departamento de Estado de los EEUU, publicó un libro de gran impacto llamado El fin de la historia y el último hombre. Partiendo de unos análisis dignos de un mal estudiante de bachillerato, su autor, Francis Fukuyama, lanzaba la teoría (que, por cierto, no es suya, sino de Hegel, quien, a su vez, se limitó a incluir en su sistema una antiquísima tesis milenarista), de que, con la caída del muro de Berlín, habíamos alcanzado (de nuevo) el fin de la historia. La única novedad ingeniosa en este caso es que tras el fin de la historia nos aguardaban los felices tiempos del libre mercado y el juego democrático y no los jinetes del apocalipsis (aunque, la verdad, no sé qué da más miedo). Fukuyama, que conocía mejor las leyes del marketing que los escritos de Hegel, se cuidó mucho de añadir por detrás el corolario de que los historiadores eran un género en extinción. Cuando hubiesen acabado de establecer todo lo que ocurrió antes de 1989, habrían terminado de escribir la historia. Su lugar sería ocupado por los nuevos cronistas sociales, a los cuales se les abrirían las puertas de las academias, simplemente por tomar nota fiel de los discursos de nuestros gobernantes. Tal perspectiva llenó de ilusión a los periodistas, quienes no se cansaron de jalear el talento y brillantez del mencionado ensayo y de su egregio autor.
   El libro cumplió su función: supuso la última puntilla en una izquierda que, a partir de entonces, hasta abandonó su identificación con el lugar de la cámara que ocupan para colgarse la ambigua etiqueta de "progresistas" e hizo que los periodistas abandonaran cualquier cosa relacionada con el periodismo de investigación como algo arcaico y fuera de lugar en las modernas sociedades tecnológicas. Pero, claro, lo malo de ganarse la vida anunciando que se avecina una catástrofe es que, al final, más pronto o más tarde, el día llega y uno tiene que buscarse otras fuentes de sustento. Existen varias posibilidades. Una de ellas es afirmar que la catástrofe no ocurrió gracias a que el profeta de la misma trabajó para que no ocurriera (como hicieron los que se lo llevaron calentito con el efecto 2000). Otra es echarle la culpa a alguien que, lejos de salvarnos, ha pospuesto lo inevitable, agravando así su magnitud. Fukuyama ha elegido esta segunda opción y anda por ahí echando pestes de sus patronos neoconservadores y tratando de demostrar que siempre luchó contra ellos (desde dentro, por supuesto, que fuera hace frío). No obstante, Fukuyama tenía razón. La historia ha muerto, la historia entendida como lucha bipolar capaz de dar sentido a todos los acontecimientos periféricos. Lo que ahora tenemos es lo que, en realidad, siempre tuvimos, antes de la anomalía que supuso la irrupción de los EEUU y Marx en el devenir de los pueblos, una infinidad de historias que se entrelazan, superponen y aíslan de modo confuso y heterogéneo.
   Quienes se han quedado con el culete al aire han sido los periodistas. No han entrado en la academia y, además, han sido sobrepasados por una legión de cronistas mucho más minuciosos, profesionales y cercanos a la noticia, los blogueros. Espantados, descubren que, ellos sí, se han vuelto prescindibles. Una experta señalaba que el periodismo hubiese evitado fácilmente su muerte de no haberse suicidado y esta consideración lanzó, de inmediato, a los periodistas a ver cómo podían interpretarla para aguarla lo más posible. Evidentemente, la mejor manera de hacerlo era afirmar que lo que estaba en vías de extinción no era el periodismo, sino el "mal" periodismo. Sin pretenderlo, se ha puesto el dedo en la llaga. En efecto, ¿qué es el "periodismo malo"? Veamos un ejemplo reciente.
   En las portadas de muchos "buenos periódicos" puede leerse aún las secuelas del "caso Merah", un joven terrorista francés que mató a cuatro judíos (tres de ellos niños). Como informa la prensa, se trata de un islamista que recibió formación en Afganistán, se radicalizó en la cárcel y mataba por Alá. Tras una brillante operación de cotejo de datos, la policía logró cercarlo y, pese a la orden presidencial de llevarlo ante los tribunales, no tuvo más remedio que matarlo de un certero disparo. Ahora se investigan sus posibles conexiones, pues, como todo el mundo sabe, los terroristas islámicos no suelen actuar solos. Mientras, sesudos expertos hablan de las nuevas caras de Al-Qaeda y debaten acerca de si los servicios secretos debieran quebrantar más libertades civiles con la excusa de identificar individuos así, antes de que maten. Todo un caudal de noticias bien contadas... bien contadas para los intereses de los poderes establecidos con quienes los periodistas colaboran de un modo cada vez más descarado.
   Merah fue detenido en Afganistán por recibir entrenamiento sobre el manejo de explosivos, ¿por qué no atentó con explosivos? Aseguró haber matado a judíos por su trato al pueblo palestino, asunto más que secundario en las diatribas de Al-Qaeda que sólo ocasionalmente ha atentado contra intereses israelíes. Está claro que era un islamista radical, pese a que sus conocidos aseguran que, como mucho, respetaba el ramadán. Mató a tres soldados franceses porque las tropas de Francia matan a sus hermanos en Afganistán, aunque los tres muertos eran magrebíes, mucho más hermanos suyos que los pastunes. En realidad, el certero disparo que lo mató fue más bien un ráfaga y va resultando cada vez más evidente que, por más que el presidente diera públicamente la orden de llevarlo vivo a los tribunales, los policías recibieron instrucciones en un sentido diametralmente opuesto. ¿Qué terrorista elegiría como arma para cometer sus atentados un Colt 45, la pistola de los vaqueros del Oeste? ¿Quién era su ídolo, Osama bin Laden, Carlos el Chacal o Terminator? ¿Por qué ningún periodista se ha hecho la pregunta obvia, a saber, si de verdad era un terrorista o, simplemente un sociópata, ansioso de encontrar excusas? ¿Qué hemos presenciado, la voladura del metro de Madrid trasladada a Toulouse o el asalto a un instituto norteamericano por parte de un lunático?
   En todo terrorista hay un importante factor de rencor, de venganza, de resentimiento hacia aquello contra lo que se atenta. Cuando se trata de un terrorista solitario, es muy difícil establecer si este factor es el determinante frente a una ideología que no va estar trufada de los lugares comunes que suelen identificar a los grupos, porque no hay tal grupo. De ahí la necesidad que sienten estos personajes por explicarse, a ser posible extensamente, caso de Unabomber, de Timothy McVeigh  o del asesino de Utoya (*). ¿Hasta qué punto puede hablarse de terrorismo y hasta qué punto son simples perturbados mentales? ¿Por qué ningún periodista ha escrito acerca de estas cuestiones? Muy fácil. El periodista que lo hubiese hecho se habría quedado sin titulares como "el muyahidín de Toulouse" o "el yihadista solitario". Todavía más, ésos eran los titulares que tenían que ser impresos. En medio de una campaña electoral como la francesa, Sarkozy necesitaba esos titulares para mostrar su papel de gobernante serio, decidido y capaz de proteger al pueblo francés. Hollande necesitaba esos titulares para acusar al presidente de haber fracasado en sus políticas de integración y pacificación de la banlieu. Hasta Le Pen necesitaba de ese titular para intentar capitalizar el miedo. La policía necesitaba de esos titulares para evitar recortes en época de crisis. Los expertos en terrorismo necesitaban esos titulares para justificar seis años lanzando alarmas acerca de la proximidad de un atentado en Francia como los que ya habían sufrido los EEUU, Inglaterra y España. Rápidamente, los periodistas acudieron, cual perritos falderos, a dar el titular que se necesitaba.
   Si, efectivamente, está próxima la muerte del periodismo, creo que será otro funeral en el que no lloraré.


   (*) Por cierto, ¿por qué, para los periodistas, los asesinos siempre son personas "normales" y "muy inteligentes"? ¿porque las personales normales son muy inteligentes? ¿porque conviene sospechar de las personas muy inteligentes aunque normales? ¿porque si uno desconfía de las personas normales y de las inteligentes ya sólo puede confiar en los periodistas?

domingo, 18 de marzo de 2012

Ciencia de ultratumba

   En lugar de alguna parida de las que se me ocurren, en esta entrada me voy a limitar a reproducir una carta de mi buen amigo, el veterinario y analista Javier Grande. Dice así:
   "Querido Manuel, en los últimos días se está desarrollando en un periódico de tirada nacional (El País) una auténtica campaña de difamación contra mi persona y la de mi fiel colaborador el Dr. Lemus. Sabiendo que difícilmente voy a encontrar un medio neutral en el que poder exponer mi versión de los hechos, me sirvo remitirte este escrito para que lo publiques en tu blog.
   Como sabrás, el susodicho diario ha lanzado una serie de infundiosos artículos en los que sostiene que nuestro equipo, el formado por el Profesor Blanco, el Dr. Lemus y yo mismo, nos hemos dedicado a falsificar todo tipo de datos sobre los que edificar artículos fraudulentos. Se sostiene allí, por ejemplo, que nuestro fenomenal hallazgo de un 40% de aves infectadas por el virus del Nilo occidental, es "erróneo" o, al menos "muy extraño", pues nadie había hallado nada semejante. Desde luego, es algo "muy extraño" si uno es incapaz de utilizar la metodología adecuada. ¿Qué pasa? ¿que nadie probó a inocular primero el virus en las aves? Como todo el mundo recordará, los artículos en los que Mendel fundamentaba sus famosas leyes, mostraban un recuento de muestras de guisantes, asombrosamente redondo y coincidente con una estadística ideal, lejos de lo que puede reproducirse en cualquier experimento. A la luz de sus datos resulta muy claro que él o algún ayudante, seleccionaron las muestras para dar lugar a esos números. ¿Acaso es nuestra estadística más lejana de la realidad que las de Mendel?
   Se acusa también a Lemus de engrosar su curriculum con artículos inexistentes. En concreto se menciona su "Distocia y cesárea paradorsal en un caimán de anteojos" e "Infección por Butiaxella agrestis en el turón europeo (Mustela putorius)". Vamos a ver, ¿de verdad alguien cree que se le van a poner anteojos a un caimán para hacerle una cesárea o se le va a preguntar a un turón infectado por Butiaxella si es un ciudadano comunitario? ¿Qué importancia tienen seis articulitos más o menos? Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis, que cambió la manera de entender al ser humano, decía basar su metodología en "decenas" de casos de curación por la palabra. Sólo nos legó ocho miserables historiales de "curación". ¡Y qué historiales! El sí que inoculaba la enfermedad en las pobres mentes de sus pacientes antes de "curarlos".
   Y después vienen las descalificaciones personales. Sobre el Profesor Blanco se arroja la sospecha de apadrinar, cuando no encubrir a un embustero. ¿Desde cuándo los catedráticos que firman en primer lugar las publicaciones científicas se las leen antes? Como todo el mundo sabe, si el artículo aparece firmado por Fulanito, Menganito y Zetanito, "Fulatino" es el Sr. Catedrático que, si es una persona capaz y preocupada, hasta se habrá leído el resumen antes de enviarlo y todo. Él será el único nombre reconocido pues, a partir de ese momento los autores del artículo se abreviarán como "Fulatino et al." "Menganito" es el profesor titular o ayudante de Universidad, que ha tenido la idea para el artículo, lo ha escrito y ha diseñado los experimentos. Finalmente, "Zetanito" es el becario que se ha pasado las noches en blanco y los fines de semana a pie de cañón, montando y calibrando los aparatos, recogiendo los datos y verificando la exactitud de los mismos.
   Dicen que es inexplicable que hayamos podido hacer todo esto durante años. ¿Cómo va a ser inexplicable? ¿Alguien consideraría serio un artículo titulado: "Infección por Mycobacterium asiaticum en un tití de manos doradas"? Pues bien, éste es un artículo real, detrás del cual hay una investigación seria realizada en Florida. ¿Cuántos lectores crees que puede tener el Journal of avian medicine and surgery? Es más, ¿cuántos lectores aspira a tener esta publicación científica? Si aspirase a ser una revista de difusión masiva no tendría el precio que tiene (sin ser de las más caras). Tiene ese precio, precisamente, para que no la puedan comprar particulares y sólo se puedan suscribir a ella instituciones. De este modo, la demanda se vuelve inelástica y pueden subir la suscripción lo que quieran cada año. Esas instituciones adquieren prestigio por poder estar suscritas a esas revistas y las revistas se hacen igualmente prestigiosas porque sólo esas instituciones, con fuerte poder adquisitivo, están suscritas a ellas. A cambio, convierten el requisito básico de la ciencia, la publicidad, en el privilegio de una restringida élite. Del prestigio recíproco y retroalimentado se nutren quienes publican en estas revistas, recibiendo su parte alicuota. Este prestigio así recibido les servirá para entrar en instituciones cuya reputación se debe a que en ellas militan personas cuyo crédito proviene, una vez más, de publicar en tales revistas. Esta gigantesca espiral de prestigio autoalimentado y que, en realidad, se sostiene en los intereses (la mayor parte de las veces económicos) mutuos, se convierte en una cascada difícil de parar. Ningún científico al que se le envíe un artículo destinado a una de estas revistas, pondrá muchas pegas si el remitente pertenece a una de esas instituciones con gran reputación, tal actitud podría convertirlo en un árbitro o consultor "conflictivo" y acabar por hacerlo indeseable para tal función.
   Se dice de mí que no he trabajado nunca en dos de esas prestigiosas instituciones en las que Lemus me atribuía cargos. ¿Significa eso que podré acogerme al ERE que el gobierno plantea hacer en ellas? ¡Pues claro que no he trabajado allí! Si soy un fantasma, ¿cómo quieren que pique mi ficha? Por eso agradezco al Dr. Lemus todas las oportunidades que me ha dado, los ectoplasmas estamos discriminados y, habitualmente, no se nos permite publicar. ¿Qué pasa? ¿que por tener una sábana en lugar de bata no puedo ser un buen científico? Pues bien blanquito que luzco.
   El problema, el problema real, es que el proceso de domesticación de la ciencia ha llevado a convertir en un estigma el término "ciencia pura". Más pronto que tarde en su carrera, al científico se le deja claro que tiene que "contaminarse" o, de un modo más crudo, que tiene que aprender a venderse si quiere obtener becas y financiación. Se le inculca así que no debe aspirar al descubrimiento de teorías generalmente válidas, todo lo más, está en posesión de meros productos que, como el papel higiénico, tienen que echar mano del marketing si quieren lograr sus objetivos de ventas. De este modo, las leyes sociológicas presentes en todas las comunidades humanas, incluida la comunidad científica, se convierten en las únicas leyes rectoras de la misma y no pocos comienzan a ver atajos para llegar a la cúspide. A la vez que la ciencia va entrando así en los cauces de lo establecido, se preparan las fanfarrias para su cercano amaestramiento. Su carcasa huera permite ahora amparar contenidos mucho más interesantes. El adjetivo "científico" vende muy bien. Todas las disciplinas de fundamento inevitablemente ideológico, pretenden resguardarse bajo ese paraguas, la economía, la psicología, la sociología... "Científicamente probado" es el eslogan que permite vender detergentes o programas de contorl social, que permite colocar a los obesos al final de las listas de espera o encarcelar a los hijos de los que tienen un gen que los hace antisociales antes de que cometan un delito. No estaría de más que alguien viniese, por fin, a explicar cómo y por qué funciona la ciencia antes de que deje de hacerlo.
   Un abrazo"
   Hasta aquí la carta que me ha remitido el Sr. Grande. Si Uds. se preguntan cómo puedo tener un amigo de esta naturaleza, la respuesta es fácil, a lo largo de mi vida he conocido a muchos fantasmas, fantasmitas y fantasmones.

domingo, 11 de marzo de 2012

Argentinos

   Una de mis lecturas más apasionadas (que no apasionante) de estos días es El pensamiento vivo de Jauretche, del profesor de la Universidad de Buenos Aires, Gustavo Cangiano. Jauretche, agitador intelectual y, al cabo, político peronista, se las apañó para crear un sistema de categorías con el que resultaba poco menos de imposible poner en claro qué estaba ocurriendo en la Argentina de la época. El andamiaje conceptual que utiliza, por ejemplo, para denunciar la brutal separación entre el pueblo llano y las élites políticas e intelectuales es, nada menos, que la dicotomía entre civilización y barbarie. La civilización estaría del lado de los intelectuales de cátedra, de las secretarías generales de los partidos políticos, no importa de qué bando, y de los medios de comunicación en general. De este modo, todas las manifestaciones populares caerían del bando de una nobleza bárbara que Jauretche no pareció cansarse de ensalzar. Si uno pone esto en el contexto histórico del ascenso del peronismo y de los movimientos fascistas, resulta extraño que Jauretche se endemoniara cuando alguien no atinaba a reconocer la verdadera intención de sus escritos.
   Pero, el bueno de Jauretche parece que no se contentó con liar las cosas de este modo. Según Cangiano, su obra está transida por una original metodología mezcla de inducción, relativismo y consideraciones del tipo de que "lo nacional es lo universal desde nuestro punto de vista". La verdad es que original sí que es esta metodología, tanto que yo no he conseguido averiguar cómo demonios puede funcionar. Con ella y con mucho sentido común, ése que, según Descartes, era el menos común de los sentidos, Jauretche parece haber llegado a una especie de epistemología de "los argentinos primero", cuya consecuencia inmediata es la denuncia lo que él llama una "pedagogía de la colonización". A ciencia cierta, no he logrado entender qué es, pero intuyo, que se puede hacer sinónima de "todo aquello que va en contra de mis teorías". La deconstrucción de la misma debe conducir al meollo del pensamiento jauretchiano, esto es, a lo nacional. Este es el momento en que uno ya no puede evitar el esbozo de una cierta sonrisa. ¿Qué puede ser lo "nacional" en un país como Argentina?
   Suele decirse de los argentinos que son italianos que hablan español, visten como franceses, y viven como ingleses. Los que tienen apellido "gallego" llevan a gala la limpieza de su sangre, su autenticidad criolla, aunque lo que de verdad da pedigrí es tener un apellido italiano. Por muy disparatado que parezca, sólo la entrada de España en la Unión Europea les llevó a plantearse que, tal vez, ellos no fuesen tan europeos como pensaban. Pero ese replanteo no duró demasiado. Quizás por eso nadie los puede ver en el resto de Sudamérica. Por lo general, sólo los encontrará sentados en una mesa con otros hispanohablantes si en esa mesa los españoles son mayoría. A nosotros sí, nos resultan simpáticos y próximos. Nos atrae la dulzura de su acento y sus modos europeizantes, especialmente si no los vemos en su salsa. Todavía me acuerdo del ciclo de cine argentino que echaron una vez por La 2 de Televisión Española. No conseguí enterarme de nada durante las seis primeras películas. Ellos suelen decir que las películas "en gallego" deberían llevar subtítulos "en argentino". Pero hay más motivos por los que los argentinos nos caen bien. No es el de menor importancia que hicieron el reparto de riqueza que los españoles siempre tuvimos en la cabeza: el oro y la plata para nosotros y el plomo para los habitantes originarios del país (y para todos los que acabaron por asimilarse a ellos, como los gauchos).
   Desde luego, lo de Jauretche tiene gracia. Precisamente, uno de los problemas clave de Argentina, como del resto de Sudamérica, es el de su identidad nacional. A diferencia de los galeses, de los catalanes o de los Steelers, el único principio unificador de los diferentes Estados americanos es el conjunto de azares históricos que han llevado las cosas hasta donde están. Más que por naciones, América está constituida por barcazas a las que se han ido subiendo náufragos de las más distintas procedencias. Por mucho que pueda pesarnos, el país que ha sabido apañar algo funcional con todo ello han sido los EEUU, sustituyendo los identificadores de cada cultura por estándares mercantiles. Es esto lo que permite que judíos, noruegos y senegaleses sigan comiendo su pan tradicional, siempre que se puedan fabricar todos con las mismas máquinas. El intento de imponer este modelo en Europa sólo puede conducir a nuestro empobrecimiento porque lo que ha hecho de Europa algo de mediano interés es, precisamente, la ciencia, el arte, la pluralidad lingüística y demás intangibles culturales. Pero nos hemos alejado del tema.
   El caso es que Jauretche critica la manía de los intelectuales argentinos por importar modelos explicativos europeos que poco o nada tienen en cuenta la realidad de las tierras australes. Es una crítica certera, si bien, me parece a mí, la razón de por qué lo es, se halla más en la propia idiosincrasia argentina que en los ideales colonialistas de (y ésta es otra)... ¿la Europa del siglo XX? ¿Inglaterra? ¿Alemania? ¿España? ¿Todas ellas de consuno? Sea como fuere este nacionalismo sin nación, que, más bien, es populismo, conduce inevitablemente a Jauretche a su antiimperialismo. El antiimperialismo es algo que nunca está mal... si no es anti-imperialista. Para empezar, ser anti-imperialista debe ser algo así como lo que decía Nietzsche, anteponer un "no" a lo que dicen los otros. Yo me imagino a muchos antiimperialistas esperando ver qué partido van a tomar los EEUU para alzar violentamente la voz de su oposición. Detesto los imperios casi tanto como las fronteras, pero ya lo he explicado, no creo que haya que criticar siempre a los que mandan. Mientras trabajamos para que desaparezcan los imperios, tratemos de condicionar los existentes por una simple terapia conductista. Porque, por otra parte, las épocas sin imperio, como el comienzo de la Edad Media, tampoco parecen especialmente gloriosas.
   Tomar las cosas como suelen hacen los antiimperialistas, conduce a tesituras en las que el propio Cangiano parece haberse visto atrapado. Para muchos antiimperialistas, los EEUU son una especie de rey Midas del mal que convierten en perverso todo aquello que tocan y, eo ipso, cualquier cosa que va contra el imperio es buena, incluyendo los atentados y asesinatos. El resultado es que condenan con el mismo énfasis el golpe de Estado contra Allende y los ataques contra Milosevic. No creo que las cosas sean buenas o malas por quién las hace. Por lo mismo, también me parece inocente pretender que un imperio deba transformarse de la noche a la mañana en un ser angelical que hace el bien y no pretende cobrar nada por hacerlo. Al fin y al cabo, si los EEUU arriesgan sus tropas en Somalia o en Yugoslavia, es lógico que reciban algo a cambio. Otra cosa, naturalmente, es que se ahorque a un dictador (otrora fiel aliado) por el único motivo de arrebatarle su petróleo, dejando por el camino un país sumido en la guerra civil.
   En cualquier caso, queda muy claro que Jauretche, como el propio Cangiano, consiguen lo que quieren, no dejar indiferente a nadie, provocar, exigir una respuesta. Y eso, en esta adocenada época de panes y futbolistas, siempre es algo de agradecer.

jueves, 8 de marzo de 2012

Ciberterrorismo

   El famoso baby-boom que siguió a la Segunda Guerra Mundial, pobló Occidente de una generación de jóvenes que tuvo fácil el acceso a la Universidad. Estos jóvenes salieron suficientemente preparados a un mundo que, en realidad, no los esperaba en absoluto. Pocas empresas pensaron en ellos como compradores potenciales, pese a su incipiente poder adquisitivo. Tampoco tenían esperanzas de un fácil acceso al mercado laboral y, políticamente, nadie se rebajaba a hacer campaña entre barbilampiños. Rápidamente llegaron a la conclusión de que si el mundo no estaba hecho para ellos, tendrían que cambiarlo. Por si fuera poco, esta toma de conciencia acompañó al deseo de los trabajadores de la época de ser tenidos en cuenta por el sistema capitalista como algo más que productores. La conjunción de ambos desajustes vino acompañada en los años sesenta del siglo pasado por otra serie de bloqueos sociales y políticos peculiares de cada país. Italia, por ejemplo, votaba mayoritariamente al Partido Comunista pero, por los acuerdos de Yalta, pertenecía al bloque capitalista, de modo que el resto de partidos se coaligaba para excluir al partido más votado del poder. Otro tanto cabe decir de Grecia. En Alemania, los mismos jueces que aplicaron las leyes racistas del régimen nazi, administraban las leyes emanadas de la democracia. La población católica de Irlanda del Norte vivía una suerte de apartheid por parte de los protestantes y, en España, el estado de excepción y los abusos policiales indiscriminados, acompañaron la vida cotidiana de los ciudadanos vascos hasta más allá de la Transición.
   En un principio, el malestar social de los años sesenta, condujo a huelgas y manifestaciones de todo tipo. Pero es un fenómeno bien conocido que cuando este tipo de protestas populares van perdiendo fuelle, se radicalizan cada vez más, quedando, finalmente, en manos de grupúsculos violentos. La no menos violenta represión policial condujo en multitud de países a la creación de lo que Martha Crenshaw llamaba una "cultura de la violencia", en la que los movimientos terroristas, que asolaron los años setenta, encontraron propicio caldo de cultivo. Así nacieron ETA, la última versión del IRA, la RAF, las Brigate Rosse, etc.
   Probablemente, el desapego de los ciudadanos por su clase política es hoy mayor que en los años sesenta. El 15-M es un buen ejemplo de ello. Resulta difícil mostrar apego por unos políticos que en mayo del año pasado decían que los jóvenes saldrían de las plazas públicas si se les diera trabajo y hoy, teniendo sólo que ofrecerles tasas cada vez mayores de paro, los etiquetan como "el enemigo". Las protestas de la Grecia actual recuerdan mucho aquélla primera época de huelgas y manifestaciones de los sesenta. Tampoco el manejo de las mismas está resultado muy inteligente. En España, la policía se ha empleado contra los jóvenes como si les hubiesen prometido reintegrarles el dinero que les han recortado a todos aquellos que rompieran sus porras en la espalda de algún adolescente. Después, nuestro queridísssimo presidente del gobierno, D. Naniano Rajoy, pidió a los manifestantes que mostraran responsabilidad en sus protestas contra la irresponsabilidad de los políticos. Un lema de una manifestación posterior contra la brutalidad policial fue: "somos el pueblo, no el enemigo". Más pronto que tarde, alguien abandonará la inocencia de tal proclama para sacar su consecuencia lógica: vosotros sois los enemigos... del pueblo.
   ¿Significa todo esto que estamos a las puertas de una nueva oleada terrorista? Más aún, ¿forma parte de la misma el ciberterrorismo que se atribuye a grupos como Anonymous? Desde luego, resulta difícil imaginar a estos jóvenes atados a su Blackberry® e incapaces de abandonar su cuenta de Twitter en la clandestinidad que exigen los movimientos terroristas. Por contra, no hay que ser muy perspicaz para imaginarlos detrás de un ataque de denegación de servicio mientras parlotean con sus amigos en el parque. Ahora bien, ¿puede calificarse el hackivismo o, directamente, los ataques atribuidos a Anonymous o Luzlec como ciberterrorismo? Los Estados ya han respondido a esta cuestión.
   Si se analiza fríamente, la respuesta de los sucesivos gobiernos a los movimientos terroristas, siempre parece sobredimensionada. A lo largo de más de cuarenta años, ETA mató unas ochocientas persona, algo así como la mitad de los muertos en carretera el año pasado. ¿Se ha dedicado ochenta veces más dinero, tiempo y personal a mejorar nuestra red de carreteras que a luchar contra ETA? Pues bien, tras la detención (otra vez) de la supuesta cúpula en España de Anonymous, un alto cargo policial declaraba que su desarticulación había costado muchas horas por parte de mucho personal especializado. Es curioso, si alguien publica mis datos personales en la red, a mí me costará considerable tiempo y dinero conseguir, a lo sumo, que esos datos sean descolgados. Ahora bien, si soy un actor que ha puesto su granito de arena en la defensa de la "pobre" industria cultural, la policía, de motu propio, me ahorrará ese esfuerzo y, además, detendrá a los culpables. ¿No se trata, también, de una reacción sobredimensionada?
   Pese a tantas analogías, la respuesta a la cuestión de si Anonymous es un movimiento ciberterrorista, debe ser respondida negativamente. Hace unos cuantos años propuse que la mejor manera de definir el terrorismo era hacer caso de lo que se dice en ese subgénero de literatura fantástica que son los documentos y panfletos de los movimientos terroristas. En no pocos de ellos se afirma que han cometido tal o cual atentado contra este o aquel símbolo de la postergación de los vascos, de la opresión, del capital, etc. La propia víctima era recubierta con todo tipo de simbolismos, tachándolo de "esbirro del capital", "miembro de las fuerzas de ocupación" o, más simplemente, "perro". En base a ello cabía decir que terroristas son todos aquellos que atentan contra símbolos.
   ¿Lanzar un ataque de denegación de servicio contra la página de PayPal es atentar contra un símbolo? ¿Es la página web de PayPal un símbolo de PayPal o, más bien, PayPal misma? ¿Es una página web un símbolo? En general, toda empresa que se precie trata su página web como parte integrante de su imagen corporativa y hacer sinónimos símbolo e imagen es una bonita manera de liar las cosas, pero tiene poco que ver con el comportamiento que desarrollamos respecto de unos y otras. Acaso, se puede acusar a Anonymous de iconoclastas, si bien de un tipo muy concreto pues no tratan de destruir todas las imágenes, sino algunas muy particulares. Aunque, quizás, el calificativo que mejor cuadra con lo que hace es el de ciberguerrilleros, y no el de ciberterroristas.
   Y, sin embargo, sí estamos asistiendo a claros ejemplos de ciberterrorismo, aunque de dirección diametralmente opuesta. El brutal encarcelamiento del soldado Manning, el precioso montaje sexual contra Julian Assange, el propio cierre de Megaupload y la detención de sus propietarios, tienen mucho de castigo ejemplarizante contra algo terriblemente peligroso para los poderes establecidos, que iba tomando cuerpo en Internet. La situación actual de estos personajes se debe, precisamente, al hecho de haberse convertido en símbolos de ese algo. Todavía más claro, cuando el FBI asaltó la página de Rojadirecta, difícilmente pudieron pensar que estaban acabando con semejante fenómeno. Fue, a todas luces, una acción simbólica, para señalar quién era el enemigo a batir y cuál iba a ser a partir de entonces su estrategia en defensa de la sacrosanta industria audiovisual. Efectivamente, estamos viviendo los primeros pasos de un nuevo terrorismo, un nuevo terrorismo que no se ampara en las manifestaciones populares, sino que va directamente contra ellas, porque no es otra cosa que ciberterrorismo de Estado.