domingo, 24 de junio de 2012

Es tiempo de sacrificios

   Hace unos años, Justin Clemens y Dominic Pettman, publicaron un curioso libro titulado Avoiding the Subject. Media, Culture and the Object (Amsterdam University Press, Amsterdam, 2004). Recuerdo que incluía un extraño capítulo dedicado a algo así como la ubicuidad del conejo en la cultura visual australiana y un apartado que analizaba el concepto de sacrificio siguiendo las pistas ofrecidas por Slavoj Zizek.
   En esta época de sacrificios, no estará de más recordar que "sacrificio" viene del latín "sacro facere", es decir, hacer sagrado. El sacrificio es, pues, un acto por el cual se convierte algo profano en sagrado. Como todo acto, tiene un objetivo concreto y unas pautas de realización más o menos estrictas. En el caso del sacrificio, estas pautas conducen a la ritualización. Aparentemente, estamos hablando de una tradición habitual en pueblos "primitivos", completamente imbuidos en la etapa mágica del desarrollo cultural, ésa en la que todo gira alrededor de la religión. Lo que desvelaba el análisis de Clemens y Pettman es que, lejos de ser síntoma de "primitivismo", el sacrificio es característico de los pueblos "civilizados". Sólo allí donde haya una organización nítida de la sociedad que establezca determinadas prohibiciones, por ejemplo, las concernientes a matar, y donde estas leyes son lo suficientemente fuertes como para imponerse, cobra valor el sacrificio. En caso contrario, perdería todo su significado real, todo su poder de excepción máxima. El sacrificio, convierte en sagrado algo profano, precisamente, sometiéndolo a una transformación excepcional, fuera de lo común, que aniquila lo que de mundano hay en lo sacrificado. No existe, por tanto, sacrificio sin ley. En el fondo, es la ley la que exige el sacrificio. Puede entenderse que la barbarie de la guerra no sólo no se haya extinguido con el progreso de la "civilización", sino que se haya acentuado.
   Hasta aquí, el análisis de Zizek, de Clemens y Pettman, es impecable. Pero en este punto, comienzan a aparecer los extravíos. Zizek está pensando en y ejemplificando con las sucesivas guerras yugoslavas y su punto de partida, por lo demás correcto, es que la distinción entre serbios, croatas y musulmanes, es posterior a la decisión de iniciar una política de exterminio contra un enemigo, en principio, a determinar. Insisto, este punto de partida descansa en una profunda verdad. No se puede decir lo mismo de la conclusión que saca Zizek, a saber, que siempre se sacrifica algo de la propia comunidad, que es la propia comunidad la que ofrece algo, cuanto más propio mejor, como víctima propiciatoria. Esto es a todas luces erróneo, ni casa con los hechos históricos, ni explica por qué no se sacrifica toda la comunidad en conjunto. Como tales consecuencias son implausibles históricamente hablando, Clemens y Pettman retocan los planteamientos de Zizek, pretendiendo que lo sacrificado es reconocido, pero reconocido únicamente en su sacrificabilidad. La consecuencia última es muy clara, si el sacrificio lo es de lo propio y si el sacrificio es algo que nos constituye, el propio sacrificio debiera ser él mismo sacrificado, como llega a ser efectivamente el caso con la desaparición o transformación de los sacrificios en prácticas cada vez menos sanguinarias. Aparentemente, llegamos por aquí a la optimista conclusión de que los sacrificios que nos exigen nuestros gobernantes tienen un límite temporal claro. Pero sólo aparentemente, pues este razonamiento conduce a la paradoja de que los Estados deben resucitar periódicamente el acto sacrificial para volver a sacrificarlo.
   En realidad, lo sacrificado, siempre es lo "otro". Incluso cuando se trata de una parte de la propia comunidad, ésta es señalada, acotada, delimitada, para que pueda ser reconocida como lo "otro". Podemos entender esto fácilmente si nos colocamos en la situación límite, es decir, cuando somos nosotros quienes nos sacrificamos. Sacrificarnos por nuestros padres, por nuestros hijos, por aquellos hacia los que sentimos un deber, implica tratarnos a nosotros mismos en tercera persona, como si alguien ajeno a mí, en realidad, yo mismo en un pasado más o menos reciente, fuera sometido a una pena. Sacrificarnos por otra persona significa tratarnos a nosotros mismos como un otro al cual niego caprichos, deseos o autonomía para decidir su (mi) propio futuro.
   Pero es fundamental para entender el sacrificio y sus implicaciones que a lo "otro" no se lo sacrifica para aniquilarlo, se lo sacrifica para obtener reconocimiento. Y aquí volvemos a la etimología, se sacrifica algo para hacerlo reconocible ante alguien, por ejemplo, ante los dioses, con quienes pasa a compartir, en cierto modo, naturaleza. La finalidad del sacrificio siempre es que la comunidad o el individuo sea reconocido por sí mismo o por los otros como racialmente pura, interlocutor válido, sujeto de deber, o cualquier otra cosa. El sacrificio es un modo de que los demás nos reconozcan, pero también un modo de reconocer a lo "otro", de reconocer la sacrificabilidad de lo "otro". Y, en última instancia, de reconocernos a nosotros mismos en el acto de sacrificar a lo otro. De aquí se deriva la ritualización de todo sacrificio y su conversión en una suerte de creación original que tiene que ser revivida periódicamente para mantener la unidad del Estado, quiero decir, el reconocimiento de su existencia por parte de los propios ciudadanos.
   Por fin, estamos en condiciones de entender a qué se refieren nuestros gobernantes cuando nos advierten que estamos en una época de sacrificios. Lo primero y más importante es que se va a delimitar nítidamente un sector de la población, para arrancarles el corazón de modo civilizado. En este caso, ese sector de la población no va a ser elegido por el color de su piel, su religión o su etnia, es mucho más simple, encerrará a todos aquellos por debajo de un cierto nivel de ingresos.
   En segundo lugar, se los va a sacrificar con un objetivo muy preciso y en un plazo de tiempo lo más breve posible, pues todo sacrificio es un acto. De hecho, hay que someterlos al rito sacrificial antes de que puedan reaccionar. En tercer lugar, se los va a sacrificar, no porque sea necesario, no porque beneficie al país en su conjunto, no porque sea la única posibilidad o el único remedio, sino para obtener reconocimiento, en este caso, para que los merkados, reconozcan la disposición de nuestros gobernantes a sacrificar una parte de su población. Y, finalmente, este acto se va a repetir tantas veces cuantas sea necesario actualizar este reconocimiento. Ciertamente, todo ello es una excepción, pero una excepción que carece de carácter excepcional, pues es la reiterada historia de cualquier país, como puede observarse, en el caso de España, desde su acto inaugural, con la expulsión de judíos y musulmanes, hasta la cruzada franquista.

domingo, 17 de junio de 2012

¿Por qué confiamos?

   Hace algunos años, mi amigo y profesor en la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad Pablo de Olavide, Joaquín García Cruz, inició una investigación sobre confianza y compromiso en el mundo empresarial. Aprendí una barbaridad mientras seguía el camino que él iba abriendo en el bosque que, por aquel entonces, era la bibliografía sobre confianza. Lo primero de todo, por supuesto, la enorme trascendencia de este concepto en el mundo de la ética y la economía. Si trabajamos cada lunes sin recibir una recompensa por ello hasta treinta días más tarde, si le damos la espalda a un desconocido en la calle sin ponernos nerviosos, o si rechazamos la proposición de una atractiva mujer sin plantearnos que, tal vez, nuestra pareja nos espera en casa con una petición de divorcio, es porque confiamos. Cada mañana nos levantamos llenos de confianza en que todo cuanto consideramos seguro y estable lo es con absoluta firmeza. Lo cierto es que la relación es exactamente la inversa, cuanto de inamovible hay a nuestro alrededor se apoya únicamente en nuestra absoluta confianza de que las cosas no van a cambiar. La prueba es que, en el mismo momento en que perdemos esa confianza, todo lo sólido se desvanece en el aire (que decía Marx).
   Esencialmente los seres humanos necesitamos confiar en algo o en alguien. En las primeras formaciones sociales de nuestra especie, los pequeños grupos de cazadores-recolectores, aprendimos a confiar los unos en los otros, dividiendo nuestro trabajo y coordinando las acciones de caza. A los niños se les enseña a confiar en que sus papás siempre estarán ahí para ayudarles y sacarles de cualquier apuro. Cuando somos adultos y nos damos cuenta de que, en realidad, no deberíamos confiar en nada ni en nadie, siempre ponemos un colchón de salvaguardia por debajo que, curiosamente, es el mismo factor que sabemos que nos lo arrebatará todo, el tiempo. Por supuesto, nada nos garantiza que nuestra relación vaya a durar eternamente o que el dinero que hemos invertido no se vaya a volatilizar, pero eso es a largo plazo. Hoy, ahora mismo, todo está bien atado y nada se nos puede escapar.
   Es muy difícil establecer qué factores nos hacen confiar en determinadas cosas o personas y no en otras. Cedemos nuestros ahorros a personas con las que no nos iríamos de copas, nos vamos de copas con amigos a quienes no cederíamos nuestros ahorros y confiamos que nos ayudará a ganar un partidillo de fútbol alguien con quien no queremos compartir ahorros ni copas. Los más desconfiados, acaban sucumbiendo a los trucos de un estafador y personas desbordantes de confianza no son capaces de invertir en nada que no puedan ver o tocar. En ciertas personas confiamos nada más verlas, pero resulta extremadamente difícil restaurar la confianza perdida en alguien con quien llevamos media vida compartiendo colchón.
   Todo lo anterior se vuelve un poco más inteligible si nos damos cuenta de que, en realidad, no confiamos en otras personas o, por lo menos, no confiamos en ellas en tanto que personas, sino en la medida en que se hallan insertas en una situación, en un entramado social u organizativo. La razón es que esa situación, la estructura de esa sociedad o institución, hace su comportamiento predecible. Cuanto más predecible sea el comportamiento de una persona, más confiaremos en ella. Por eso decía Cicerón que la confianza se basa en la justicia y la sabiduría. El hombre sabio, como el hombre justo, rigen su comportamiento por unas reglas muy claras y esto nos induce a confiar en ellos. Pongamos un ejemplo, si un gobierno quiere generar confianza no se puede permitir tener un ministro como el Sr. Wert que siembra sus declaraciones de datos falsos o burdamente manipulados. Un hombre sabio, se informa concienzudamente antes de hablar y si tiene seis meses para elaborar un plan de ajuste, éste no se hará metiendo las tijeras por donde más bulto hay (por ejemplo, el sueldo de su personal), sin buscar formas más inteligentes de reducir gasto. Para ello hay una razón adicional, hacer recaer sobre personas que no han tenido la culpa de algo, la obligación de repararlo, es casi una definición de injusticia. Por tanto, cualquier gobierno que obligue a pagar los platos rotos a personas que no los han roto, estará haciendo lo posible para que los ciudadanos dejen de confiar en él.
   Frente a los dos factores que menciona Cicerón, la comunicación es algo menos relevante para generar confianza, sin dejar de ser importante. Al hablar de comunicación referida a la confianza, de lo que se está hablando no es tanto del contenido de esa comunicación. Más importante es cuándo y la forma en que se haga. La comunicación debe ser frecuente y detallada, la univocidad del mensaje debe ser absolutamente patente, por más que adquiera diferentes expresiones y matices, y, por encima de todo, debe ser un camino de ida y vuelta, es decir, se deben admitir preguntas y sugerencias. Observados estos preceptos, que, efectivamente, se esté contando todo lo que se puede contar o no, resulta poco importante, de hecho no es necesario. Una persona que, como todos nosotros, necesita confiar, ni puede ni, probablemente, quiere, tener toda la información. Como decía uno de los mayores teóricos de la confianza, William Godwin, en su Enquiry Concerning Political Justice and Its Influence on Morals and Happines de 1793, un cierto grado de ignorancia es fundamental para que exista confianza en un gobierno.
   ¿Qué ocurrirá si un presidente del gobierno hace declaraciones cada vez que hay eclipse de luna, si no admite preguntas en sus intervenciones, si los ministros se creen tan listos que sonríen con suficiencia ante cualquier propuesta, si un banco quiebra y en el plazo de una semana se dan tres cifras distintas para nacionalizarlo sin nacionalizarlo, si cada ministro, cada secretario general, cada subsecretario y hasta cada diputado del partido del gobierno dice una cosa distinta a cada momento, si hoy se afirma lo contrario de mañana que, en cualquier caso, resultará lo contrario de lo que se hace, si se habla de un rescate exigido mientras se deja constancia escrita de que se suplicó? Muy fácil, un gobierno de esa naturaleza sólo podrá conducir al país cuyos destino rija al más oscuro de los abismos, porque sus ciudadanos, sus aliados internacionales y los merkados, dejarán rápidamente de confiar en él.

domingo, 10 de junio de 2012

Gracias, Miss Hendricks

   Debería ser obligatorio en todos los centros de secundaria el visionado de la serie Mad men. Obviamente no porque sea una serie muy buena. Sigue la línea que marcó hace tiempo el sobrevaloradísimo David Lynch con Twin Peaks: cuidada ambientación, fotografía exquisita y mucho marear la perdiz sin contar realmente nada. Las televisiones se han lanzado en masa a fabricar series de culto como ésta. De culto porque son como una misa, nadie puede criticarlas sin convertirse en un blasfemo, todas son iguales y asisten en directo a su emisión el mismo número de personas que asisten a un oficio religioso. El caso es que Mad men está ambientada en una agencia de publicidad cerca de los años sesenta, pero de su vaciedad da cuenta el hecho de que lo que se ve en pantalla también podría haber sucedido en una mercería de la época. La enjundia del asunto, cómo el mundo de la publicidad se desmelenó, pasando a crear realidades y manipular mentes, se pierde entre tanto acostarse unos con las otras. Nada se cuenta del tránsito de “beba Ud. Coca-Cola” a vestir de rojo a Santa Claus, ni se menciona el progresivo interés de las agencias publicitarias por lo más puntero de los estudios psicológicos, por no citar la progresiva introducción del sexo en los anuncios. Hay, no obstante, una lección de marketing absolutamente fundamental que aparece en la serie y que no se menciona en ninguna facultad, a saber, que una campaña publicitaria no se diseña para convencer a la gente de que compre, se diseña para convencer a los poderes ejecutivos de la empresa que paga por ella. El cliente en el que debe pensar un técnico en marketing no es el cliente de la compañía que promociona sino su cliente, los propietarios y/o directivos que toman la decisión de pagar, o no, por esa campaña publicitaria. El producto a promocionar es la propia campaña publicitaria. Sin entender esto no se entiende nada del mundo de la publicidad. El poco realismo que hay en la serie se centra precisamente en mostrar que las decisiones clave de las empresas, no se toman por motivos racionales, por análisis fríos, ni por cálculos bien asentados. Todo se basa en la empatía personal, en la capacidad para nublar la mente del otro haciéndole beber más de lo que es capaz de soportar y, cómo no, en proporcionarle la compañía adecuada. Así pueden entenderse anuncios como el famoso “me siento orgullosa de ser mujer”, el tío del detergente que siempre habla con amas de casa o ése famoso anuncio con el que nunca tuvimos muy claro qué demonios era lo anunciado.
   Pero ese atisbo de realismo que recorre implícitamente Mad men no es el motivo por el que debería proyectarse obligatoriamente en los centros de secundaria. La razón por la que se debería obligar a los jóvenes a ver Mad men es porque en ella trabaja Christina Hendricks, mujer que demuestra, capítulo a capítulo, cómo ser explosivamente sexy con una talla XXL mientras se sobrevive en una jungla de machotes y machismo. Ella y sus curvas rotundas deberían ser el modelo a seguir por una generación de jóvenes cuya dieta es la de un plato de macarrones al día. Para entender a qué me estoy refiriendo, hay que poner las cosas en perspectiva. Hace cincuenta años, las mujeres más deseadas del planeta lucían unas formas que las hubiesen excluido hoy día de cualquier papel de primera línea. Liz Taylor, Ann Margret,  Ava Gardner o Sofia Loren, jamás hubiesen entrado en los modelitos que lucen Jessica Alba y compañia. Comparada con ellas a la señorita Hendricks no le sobran más que un puñado de gramos. Pero si se compara la misma Hendricks con el resto de compañeras de reparto puede observarse fácilmente que abulta como dos cualquiera de ellas. Christina Hendricks es una mujer de otra época, un bellezón decimonónico, la excepción a una norma que viene recorriendo la historia de la humanidad desde la implantación de sistemas productivos cada vez más cerca del industrialismo.
   Lo cierto es que ni la señorita Hendricks ni la inmensa mayoría de nuestras mujeres hubiese llamado la atención de nuestros antepasados. Las primeras imágenes pornográficas de las que disponemos son, precisamente, figurillas de mujeres desnudas, de rostro impreciso y que, para los cánones actuales padecerían obesidad mórbida. Durante mucho tiempo, el ideal de mujer atractiva fue precisamente éste, el de una mujer entrada en carnes y de piel exageradamente blanca. Es el modelo de sexualidad de la práctica totalidad de culturas cuyo sistema productivo está basado en la agricultura. La razón es simple, la naturaleza hace que nos atraiga sexualmente lo exótico, lo ajeno, lo que vemos pocas veces. Cuanto mayor sea la variabilidad genética de una población, mayores serán sus probabilidades de supervivencia, así que, todo aquello que no solemos ver, cobra un valor sexual añadido. Pocas mujeres que trabajen en el campo pueden permitirse tener una piel blanca y estar obesas. Conforme el modelo productivo va cambiando, conforme las poblaciones se van asentando en ciudades, el patrón de atractivo sexual también se modifica. En Rubens las mujeres, las “venus”, son todavía obesas, celulíticas, pero en Goya, la maja ya ha sufrido un proceso de estilización que la sigue dejando muy por encima de nuestro canon de lo deseable sexualmente.
   La llegada del capitalismo y, más aún, la incorporación de la mujer al mundo productivo, exigió un cambio radical en los modelos sexuales. El ideal del capitalismo siempre ha sido convertir el sexo en una mercancía a la vez que asexuaba a los productores de la misma. Los protagonistas de Mad men se meten en todo tipo de enredos sexuales, precisamente, porque el sexo en la oficina tiene el morbo de lo prohibido, de lo que bordea la legalidad. La consecuencia es que nuestras opulentas sociedades occidentales, matan de hambre a sus mujeres para hacerlas entrar en un patrón de medidas corporales que es, esencialmente, el masculino. Es difícil encontrar una adolescente que llame “desayuno” a algo compuesto por un trozo de pan de tamaño mediano. A clase, a recibir seis horas de clase, a pasar seis horas y media enclaustradas en un centro público o privado, acuden con un vaso de leche las que más. En el recreo no las encontrará Ud. en la cola para comprar el bocadillo. Un paquete (pequeño) de patatas fritas o similar será todo lo que entre en sus estómagos. Después del recreo es difícil que se concentren en clase alguna. La mayor parte del tiempo se lo pasan pensando en el hambre que tienen. En casa comerán, sí, pero no cenarán. La siguiente ingesta de alimentos puede tardar otras 24 horas. Este es el patrón alimenticio real de muchas adolescentes españolas entre los trece y los diecisiete años. Por eso estoy dispuesto a darle las gracias a Christina Hendricks y a pedirle que, ¡por Dios! no pierda ni un gramo de sus rotundas curvas.

domingo, 3 de junio de 2012

Basura

   Hacia mediados de los años noventa, casi cualquier residencia de estudiantes alemana tenía su sistema de separación de basuras. Por un lado estaban los envases, de todo tipo, con un símbolito de dos flechas entrelazadas a modo de Ying-Yang. Por otro estaban los residuos orgánicos. Aparte se depositaban el papel y los cartones. Pilas y cristales se repartían los dos depósitos restantes. Me hablaron de un centro de investigación en donde había no menos de una docena de cubos de basura diferentes. En los parques podían verse igualmente papeleras con cuatro o cinco secciones para cada tipo de residuos. Alguien medio salvaje como yo, acostumbrado a tirar las cabezas de gambas al suelo de los bares y a mear en las esquinas de la catedral de Sevilla cada madrugada de juerga, no podía dejar de considerar todo aquello cierto síntoma de esquizofrenia.
   Estuve en una residencia en la que se organizaban turnos para tirar los diferentes tipos de basura. Yo quería ir a tirar la basura con la francesita que me enseñó cómo funcionaban las cosas por allí el primer día. Pero, entre ella y una polaca que lo mangoneaba todo, se las apañaban para que el cubo con los cristales lo llevásemos siempre un nigeriano y yo. Me recuerdo casi cogido de la mano del nigeriano, cargando con tres quintales de botellas y peregrinando de un contenedor a otro. Porque el vidrio, como es lógico, se tiraba en diferentes contenedores según fuese su color. En medio de un cierto cachondeo, que ningún alemán hubiese aprobado, sorteábamos a qué contenedor tirar las botellas de colores exóticos. Muchos años después, los contenedores para el vidrio llegaron hasta mi hogar en el salvaje Sur. Pero el Sur demostró ser mucho más avanzado que el civilizado Norte. En Andalucía estamos tan avanzados en el reciclaje que no necesitamos separar los vidrios por colores. Me imagino que aquí tenemos unas máquinas en las que, por un lado se meten trozos de botellas de todos los colores y, dependiendo del botón que se pulse, salen botellas perfectamente transparentes, marrones, verdes o azules. Algo semejante ocurre con el contenedor de las flechitas. Ahí metemos el plástico, con independencia de que tenga o no flechitas. En cambio, los embalajes de cartón con las flechitas se meten junto con el papel... si se puede, claro. Aunque han ido agrandándola, la bocana sigue siendo estrecha y, como no huele, es el que de más tarde en tarde se recoge. El resultado es que no siempre es fácil meter los papeles y cartones en él.
   Hubo una época en que el papel reciclado era casi omnipresente. Se lo podía comprar en cualquier parte, la administración lo adoptó por norma y en el papel higiénico se hallaban trocitos de periódicos. En Alemania se pusieron muy contentos. No por cuestiones ecológicas, no. Se pusieron muy contentos porque el papel reciclado que usábamos era suyo. Por más que se subvencionaba a las empresas españolas, eran incapaces de competir con las germanas, que llevaban mucho más tiempo dando satisfacción a una amplia demanda.. De este modo, cada uno de nosotros pagaba con sus impuestos la subvención a una serie de empresas que recogían y procesaban el papel, pero no lo vendían. Lo vendían las empresas alemanas que, al transportarlo desde allí, anulaban por completo los supuestos beneficios ecológicos del reciclaje. Rápidamente los españoles cogimos onda y hoy en día, el papel que Ud. y yo depositamos en un contenedor azul, suele acabar en China, donde es convenientemente reciclado y devuelto en forma de, por ejemplo, embalaje de ese iPad que está Ud. pensando comprarse. Las estadísticas dicen que España es uno de los mayores consumidores y recicladores de papel de Europa. Lo que la estadística no dice es que el papel que consumimos sea el mismo papel que reciclamos. "Bueno, al menos se está evitando la destrucción de bosques", pensará Ud. Sí, se estaría evitando la destrucción de bosques si el papel se elaborase a partir de hayas y robles. El caso es que la principal fuente de celulosa son los pinos y eucaliptos que, la verdad, más que bosques, en nuestro país conforman plantaciones de uso industrial. Otra cosa, por supuesto, es que muchos bosques quemados por el fuego, hayan sido replantados con pinos y eucaliptos para uso y disfrute de la industria papelera nacional. En cualquier caso, si aún sigue pensando en comprarse un iPad para que se ahorre papel, debo comunicarle que la mayor parte del papel que se consume en el mundo no está destinado a fabricar libros (¡ojalá!) sino el embalaje de su iPad, el papel de regalo que lo envuelve y el ticket de compra, papeles que, estos sí, acabarán en la basura, rumbo a China para volver a iniciar el proceso.
   Por si la cosa no fuese ya bastante confusa, una serie de municipios vascos gobernados por la izquierda abertzale, han decidido implantar un sistema personalizado de recogida y reciclado de residuos. Cada vivienda debe colocar un tipo de basura en un lugar identificado individualmente en un día señalado de la semana. Para cerciorarse de que el sistema funciona, unos operarios se encargan de inspeccionar la basura e iniciar los trámites para multar a quien saque basura que no corresponde o bien las mezcle inadecuadamente. La iniciativa, jaleada por ciertas instituciones dado su valor medioambiental, ha sido criticada por el resto de formaciones políticas. Naturalmente, critican el cómo y el quién, no el qué. El control de la basura es el control de la población y en ese objetivo desde la muy radical izquierda abertzale a la no menos radical derecha españolista, todos están de acuerdo. Y si cree que estoy exagerando, piénselo por un momento. La basura lo cuenta todo acerca de nosotros, nuestro sexo, edad, estado civil, nivel de ingresos, intereses, aficiones, cuáles son nuestros familiares o amigos (¿nunca ha tirado una foto a la basura?), tipo y frecuencia de compras, cuánto nos crecen las uñas y si tenemos por costumbre hurgarnos la nariz. Si Ud. practica el sexo con frecuencia, si su pareja usa preservativo o anticonceptivo, si se tiran Uds. los platos a la cabeza, de todo ello queda registro en la basura. Los servicios de inteligencia lo saben y el primer paso para espiar a alguien es recoger sistemáticamente su basura. Desde luego, cualquiera que viva en uno de esos municipios vascos y pertenezca a un partido no nacionalista o, simplemente, haya agitado una banderita española en su casa para animar a la selección, hará bien en comprarse una buena trituradora de papel.
   Reciclar está muy bien. Ahorra agua, energía y materias primas. Pero el reciclaje es un parche, no la solución. Y ni siquiera llega a parche cuando se hace de él una industria, porque entonces, queridos amigos, la basura se convierte en un bien, un bien con el que se comercia y trafica, un bien que, por definición, siempre será escaso y del que hace falta cantidades cada vez mayores, hasta que quedemos enterrados en nuestros propios bienes, es decir, en nuestras propias basuras. La solución, por tanto, no es el reciclaje. La solución es buscar un nuevo modelo económico en el que riqueza y derroche no sean sinónimos.