domingo, 7 de octubre de 2012

Monadología como mercadología (y 2)

   Si lo que vimos en la primera parte de esta entrada es verdad respecto de los instrumentos de análisis, no deja de serlo respecto de los planteamientos habituales sobre los mercados. Es un dogma neoliberal que la información se distribuye de modo homogéneo, puesto que está "ahí" y sólo hay que descubrirla. Los críticos del neoliberalismo señalan que la información se concentra allí donde hay concentración de dinero, con lo que no hay distribución homogénea de información y, por tanto, tampoco de oportunidades. Ambos tienen razón. La información se distribuye de modo homogéneo dentro de unos círculos concéntricos cuyo perímetro viene trazado por la cantidad de dinero disponible para la inversión. De un modo burdo podemos decir que hay tres de estos círculos. El primero y más numeroso es el conjunto de pequeños y medianos inversores cuyas fuentes de información son las noticias que pululan por los periódicos o Internet. Entre ellos puede haber diferencias notables en lo referente a la cantidad de dinero y de información disponible, pero estas diferencias son menores de las que guardan, como conjunto, con los integrantes del segundo círculo, el de los agentes que se dedican a efectuar compras y ventas en el mercado. Finalmente, están los grandes potentados, directores de los grandes fondos de inversión, presidentes de grandes entidades financieras y otros actores capaces de determinar con sus decisiones las tendencias que seguirán los anteriores. Es cierto que un pequeño inversor tiene las mismas oportunidades que cualquier otro, pero, en absoluto puede competir con el empleado de un banco que maneja una cantidad de dinero de éste invirtiéndola en bolsa y no digamos con el presidente del mismo. Por tanto, los mercados no son eficientes en un sentido general y sin restricciones. Lo son en la distribución de ganancias entre los actores que manejan las mismas herramientas de análisis y entre los que tienen una cantidad de información y de dinero comparable.
   Insisto, Stevens es inteligente y calla más de lo que dice. Por eso el libro comienza advirtiendo a los lectores, sin llegar a decir una palabra, de las consecuencias que para sus bolsillos puede tener todo lo anterior. El modo que suele hacerse eso tradicionalmente es recitando los consejos de la doctrina neoliberal sobre "cálculo de riesgos". Ése fantástico charlatán que es Nassim Taleb contaba en El cisne negro (maravilloso ejemplo de cómo escribir un libro para no decir nada), una anécdota esclarecedora sobre lo que es el "cálculo de riesgos". En el transcurso de una jornadas sobre dicho tópico, organizadas por un conglomerado de casinos de Las Vegas, se le mostraron, previa firma de un compromiso de confidencialidad, todas las medidas de seguridad que se seguían en las diversaas salas de juego. Las medidas, le aseguraron a Taleb, cubrían todos los riesgos posibles. No obstante, también le confesaron que habían pasado dos situaciones apuradas. La primera fue cuando un empleado, en lugar de entregar cada día a sus superiores el obligatorio formulario para Hacienda, los fue guardando en un cajón. La broma le costó a la entidad una multa que casi la arruina. La segunda ocurrió cuando unos mafiosos secuestraron a la hija de uno de los mayores accionistas. La conclusión, correcta, que saca Taleb es que resulta absurdo hablar de prevención de riesgos. El riesgo, por definición, es el conjunto de circunstancias que no podemos prever. Hablar de prevención, de cálculo de riesgos, es, simplemente, un modo de tranquilizar a quienes están destinados a correrlos, a la vez que se libera de responsabilidades a quienes sacan beneficios de que los demás los corran.
   Pues bien, exactamente, ¿cuántas cosas hay que cambiar en el libro de Stevens para convertirlo en un buen tratado de nigromancia? Veamos, las líneas de los gráficos se pueden sustituir fácilmente por líneas de la mano. El reconocimiento de patrones, el descubrimiento de indicios, la identificación de las tendencias predominantes, son algo tan aplicable a lo uno como a lo otro. Charles Dow ya descubrió el secreto de todo buen nigromante, a saber, la capacidad para beneficiarse de los sentimientos del mercado (o del cliente). Todos esos "puede" que Stevens utiliza cuando habla de que los patrones, los indicadores "pueden" servir (o no) para predecir el comportamiento del mercado, es posible dejarlos sin alteración en lo que se refiere a las líneas de la mano. Las profecías que se autocumplen son el secreto del éxito en ambas disciplinas. Muchos inversores juegan en bolsa (y hacen fortuna) siguiendo los consejos de sus astrólogos. No estaría mal que alguien del MIT investigase qué disciplina tiene mayores porcentajes de acierto, el análisis técnico o la nigromancia.
   Ahora, hagamos como hace Stevens, pongámoslo todo junto. De una parte, tenemos unos mercados que funcionan gracias a métodos de análisis cuya "objetividad" consiste en que todo el mundo utiliza las mismas herramientas y, por tanto llegará a las mismas conclusiones; tenemos, por tanto, un sin fin de profecías que se autocumplen; tenemos una "ciencia" que en poco se diferencia de la más tramposa adivinación mágica; tenemos actores económicos capaces de determinar tendencias; tenemos cálculos de riesgos que no calculan nada; tenemos mercados que reparten eficazmente beneficios en función del capital que se posea; tenemos a la muy socialista familia Papandreu especulando con seguros sobre impagos mientras uno de sus miembros dirigía Grecia hacia el impago de la deuda; y tenemos países atrapados en una espiral de recortes por recomendación de quienes los han lanzado a necesitar esa espiral de recortes. De otra parte, tenemos diabéticos griegos que acuden a Médicos Sin Fronteras porque no tienen para pagar su dosis diaria de insulina. ¿A qué conclusión llegamos?

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