domingo, 29 de diciembre de 2013

Es tiempo de ilusión, es tiempo de mentiras

   La navidad es, básicamente, un período de regresión a estratos primitivos de nuestra cultura. Esto da lugar a una extraña mezcla y el hecho de que la vivamos con normalidad indica que satisface recónditas necesidades de nuestra mente. En primer lugar está el aspecto más evidente, gastamos, comemos y quedamos con gente de un modo desproporcionado y brutal. Hay un cierto aroma a potlach en el aire. El potlach, recordemos, era una festividad de los indios de la costa noroeste de los EEUU. Básicamente la gente se dedica a regalar todo cuanto tenía, de modo que el que más recibía se consideraba ofendido y sólo podía lavar semejante ofensa entregando más de lo recibido. Cuando ya no hay nadie a quien regalar, los bienes (pieles, aceite o esclavos) se destruían. Presentado con frecuencia como un ejemplo contra el materialismo cultural, Marvin Harris recordó que era una ceremonia desconocida hasta que la cultura occidental comenzó a atraer a los jóvenes indios de tal manera que los poblados se quedaban vacíos. Mediante una festividad del derroche, se trataba de mostrar lo abundante y rica de la forma de vida tradicional, con la esperanza de traerlos de vuelta al redil. La navidad cumple precisamente ese papel. Bajo las luces, los adornos y los buenos deseos a las personas que detestamos, tratamos de ocultar el poderoso deseo de abandonar nuestro modo de vida habitual, que nos domina el resto del año.
   Pero la navidad es algo más que el potlach. Es el tiempo de la ilusión. Resulta fascinante descubrir la cantidad de esfuerzo que los adultos emplean en engañar a los más pequeños de la casa, los cuales, por su propia naturaleza, son fáciles de engañar sin tanto esfuerzo. Se les habla de Papá Noel, de los Reyes Magos, de los camellos y de los renos que vuelan y entran por la cerradura de las puertas, se les explica la legión de elfos y de pajes que, por un contrato basura, montan y empaquetan juguetes fabricados en China. Hay todo tipo de libros, de cuentos, de películas, explicando el milagro de los regalos. La verdad es que los niños por debajo de los cinco años ni entienden ni saben de qué demonios se les está hablando. Los adultos se empeñan en sentarlos en el regazo de un desconocido con barbas que, como no podía ser menos, les espanta, sobre todo porque suele ir con una saca, que vaya Ud. a saber si está ahí para echar mano de un regalo o para engullir al niño. Por encima de los ocho años, quien más quien menos ha conocido a ese listillo que llega al colegio diciendo que los Reyes Magos son los papás. En medias quedan esos dos o tres años en que el niño elucubra acerca de Papá Noel, se impacienta con lo que falta para que llegue su visita y se queda en la cama con los ojos cerrados si se despierta antes de tiempo. Los padres, los padres que con dos contratos temporales de trabajo firmaron una hipoteca a cuarenta años con cláusula suelo y dedicaban uno de los sueldos a pagarla, miran a su niños y piensan: “¡qué inocente!” La verdad es que los niños de inocentes tienen poco. Saben que por escribir una carta chorra  les va a caer encima un aluvión de regalos y, como es lógico, por tan ventajoso intercambio están dispuestos a creer en la barriga de Papá Noel, en los renos voladores, en la felicidad de los elfos y en la inteligencia de Mariano Rajoy si hace falta. Al fin y al cabo es el mismo comportamiento que desarrollamos todos cuando estamos dispuestos a creernos que hemos decidido qué política se va a aplicar en el futuro después de votar.
   Hay quienes piensan que alcanzaron la madurez el día en que descubrieron a su padre dormido, abrazado a la copa de coñá que debía beberse Melchor y con los regalos sin envolver. La verdad es que la madurez está más adelante, cuando uno descubre que si Papá Noel y los Reyes Magos no existiesen habría que inventarlos, es decir, cuando llega a la conclusión de que el bien de las personas a las que quiere, implica actuar como si ciertas ficciones fuesen reales. El como si es fundamental para la convivencia. Con frecuencia tenemos que actuar como si no nos importasen nada los dos besos que nuestra novia le acaba de plantar a ese antiguo "amigo" o como si no estuviésemos mirando a esa escultural mujer que nos pasa al lado mientras estamos con nuestra pareja. Pero hay un aspecto en que ese como si es todavía más importante. Decía Kant que en todo momento debemos comportarnos como si el cumplimiento de nuestro deber fuese a recibir una recompensa en esta o en la otra vida. Quizás es ese como si el que tratamos de enseñarles a nuestros hijos al mentirles.
   Pero los regalos, el despilfarro, no son los únicos componentes de las fiestas navideñas. En multitud de culturas tradicionales, el nacimiento de un nuevo ciclo se celebra con fiestas orgiásticas, estruendosas procesiones que intentan expulsar a los demonios del poblado y algún tipo de conjuro por parte del jefe o el brujo. Nosotros, civilizados occidentales, inauguramos el nuevo año con cotillones abundantemente regados de alcohol, infinidad de petardos y cohetes, y discursos hasta del presidente de la comunidad. En nuestras muy ordenadas cabezas de ciudadanos del nuevo milenio, se mezclan de un modo difícilmente comprensible una concepción del tiempo lineal de origen judeocristiano y una concepción del tiempo cíclico, cuyo origen está en la observación de los fenómenos naturales por parte de nuestros más remotos antepasados.
   En fin, no quiero terminar sin desearles unas propicias danzas alrededor del fuego y que el nuevo año, más que próspero y feliz, sea eso, nuevo, y no se parezca a los que hemos vivido últimamente.

domingo, 22 de diciembre de 2013

No es país para investigadores

   Por diferentes motivos, estos últimos meses he conocido a tres jóvenes investigadores españoles. Me ha impresionado que alguien tenga hoy día el valor de decirle a sus familiares que se va a dedicar a la investigación. Les expresé en privado mi simpatía y admiración, que hoy quiero hacer públicas. 
   El primero de ellos es un profesor de instituto que cogió este verano su coche y se plantó en el corazón de Alemania para trabajar con los inéditos del autor objeto de su investigación. Sabía que no tendría tiempo suficiente, así que renunció también a su paga durante un par de meses hasta completar lo que había ido a hacer en tierras germanas. Su investigación, la investigación de la que, de un modo u otro, acabaremos beneficiándonos todos, no la hemos financiado, le ha costado el dinero a él.
   La segunda historia es la de un joven que está intentando iniciar su carrera investigadora. Pretende solicitar una beca para ello y ha tropezado conmigo en su laberíntico intento de rellenar todos los papeles que le piden. En esencia, el protocolo para solicitar una beca de investigación en este país se ha convertido en un proceso kafkiano, absurdo y mastodóntico, cuya única finalidad es desanimar a cualquier individuo con la pretensión de iniciarlo. Eso sí, se ata al pobre incauto que pretenda ampliar las fuentes de conocimiento de la ciudadanía, con gruesas cadenas, a todos los miembros de un grupo de investigación, que no tendrán demasiado difícil utilizarlo como negro en cuantas tareas le convengan.
   El tercer caso es todavía mejor. Me he encontrado a un joven que persigue acrecentar nuestros conocimientos mientras se gana la vida vendiendo casas o, mejor dicho, alimentando el proceso deflacionario de la vivienda que están llevando a cabo, concienzudamente, las empresas inmobiliarias. Cómo puede uno participar en la mentira de que estamos en una crisis y que todo aquello por lo que tanto pagamos no vale nada, mientras busca la verdad histórica, es algo que no me atreví a preguntarle. Siempre he dudado si yo hubiese podido escribir la tesis doctoral que quería a la vez que trabajaba, por lo que siento enorme respeto hacia quienes tienen que compatibilizar ambas cosas.
   Don Santiago Ramón y Cajal ya advirtió que “investigar en España es llorar”. El investigador es en este país un marginado, un predicador en el desierto, un apestado. Hasta aquí nada nuevo.  Lo novedoso es que, en la última década, a la marginación, a la burla, al deseo generalizado de enterrarlo vivo, se ha unido la voluntad de escarnio, el cinismo casi criminal, la intención franca de volverlo loco. Tomemos, precisamente, a Ramón y Cajal, no al insigne genio que hizo lo imposible en un país donde era imposible hacer nada semejante, sino al programa de becas que tomó su nombre. La idea con que se publicitó era excelente, traer de vuelta a la enorme cantidad de investigadores españoles que estaba dando los mejor de su carrera en el extranjero. Habría que ver sus caras al recibir la noticia. Seguro que les embargó la emoción. Podrían hacer lo mismo que estaban haciendo pero cerca de sus familiares y amigos. Podrían devolver a la ciudadanía lo que ésta había invertido en su formación. ¡Quién sabe! tal vez, podrían hasta obtener reconocimiento de sus compatriotas. ¿Cuál fue la realidad? Tras malgastar aquí unos años, sobre todo, rellenando papelotes inmundos, los que no consiguieron pegarse al catedrático de turno, precisamente lo que se habían negado a hacer cuando se marcharon al extranjero, tuvieron que volver a hacer las maletas. A los que lucharon contra viento y marea por quedarse les aguardaba lo peor: apenas asomó la crisis vivieron la vergüenza de que un burócrata de mierda les dijera que “carecían de capacidad de liderazgo”, o una mamarrachada parecida, antes de dejarlos sin beca.
  La crisis, o, por decirlo más exactamente, el deliberado plan de nuestros dirigentes para convertirnos en un país de zafios, ha hecho algo más. Los centros de investigación están recibiendo uno tras otro la carta en la que se les comunica que o se asocian con alguna universidad o con una empresa privada o cierran. El CSIC está en proceso de demolición (a lo mejor también se sospecha de él que está lleno de rojos, masones y ateos, como ciertas secciones de Hacienda o los departamentos de filosofía de los institutos). El investigador que, libre de politiqueos y de la presión del mercado, se puede dedicar a buscar resultados a medio y largo plazo, ha pasado a ser un proscrito. Hay precio por su cabeza. La fortuna astronómica empleada en formar esos investigadores, en dotar esos centros de lo necesario, en conseguir que adquiriesen un cierto nombre y respeto, se tira a la basura como si hubiese crecido en los árboles. Y para que el cinismo no tenga límites, se vende el mayor despilfarro de la historia de este país como un ahorro. Mientras tanto, unos y otros discuten acerca de si España dedica una cantidad ridícula o esmirriada a investigación. La realidad es que esa cantidad sólo da para que el politicastro de turno pueda salir por la tele diciendo que se financia la investigación. No porque sea pequeña o grande, sino porque el año que viene o el otro, será recortada o ampliada, se cambiarán los criterios o las finalidades, se encauzarán por un organismo nuevo o arcaico, de modo que se haga imposible una cierta continuidad en la política investigadora.
  Para esto, para que un día se construya el más lujoso centro de investigación sobre el cáncer y al día siguiente se lo entregue a la piqueta, para que alguien que ha obtenido su cargo a dedo tenga sus cinco minutos de telediario, para que cuatro catedráticos con amigotes en los puestos importantes mantengan su tajada habitual mientras los demás se rifan el botijo, para esto, insisto, mejor que se suprima el presupuesto de investigación y se dedique a carreteras. Todos, incluidos los jóvenes con deseos de investigar que ya no verían crecer falsos espejismos ante ellos, seríamos más felices. Al menos, hasta que las consecuencias de este desastre nos alcancen.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Retratos reales, reales retratos

  Esta historia es tan antigua como la propia historia del arte. Alguien con una buena fortuna, tiene la ocurrencia de que un personaje tan importante como él debería ser inmortalizado por cierto pintor de relumbrón. En realidad, a nuestro adinerado protagonista, le importa muy poco quién sea el pintor y cuál sea su estilo. Lo importante es tener un capricho que ninguno de sus conocidos pueda pagar. Las propuestas del pintor elegido le suelen resultar demasiado atrevidas. El quiere algo clásico, tradicional, reaccionario incluso, de hecho, algo que podría hacer, y mucho mejor, un pintor menos afamado. El pintor, por su parte, se encuentra ante una disyuntiva. Una posibilidad es plegar su arte a los deseos del garrulo de turno, cosa que le permitirá hacerse una clientela entre las amistades de aquél. La otra posibilidad es permanecer fiel a sus ideales estéticos, con la bronca consiguiente. Habitualmente ni el promotor de la obra ni su autor acaban satisfechos con el lance y, caso de que éste haya optado por la segunda posibilidad, el cuadro terminará en el rincón más oscuro de un palacete, hasta que alguien que entienda medianamente de arte, lo alabe ante su dueño, fecha a partir de la cual presidirá el salón principal.
  Una versión reciente de esta historia se ha vivido hace poco en Dinamarca, país del que sólo parecen salir imágenes escandalosas. La casa real quería un retrato modelno, actual, algo que alejase semejante institución de las oscuras tinieblas de la historia y la situase en el rabioso presente. El pintor elegido no podía ser otro que Thomas Kluge, enfant terrible del panorama artístico danés. Su última línea de trabajo son cuadros en los que las técnicas iluminísticas del XVII se aplican con enfoques extravagantes. Kluge no ha pintado realmente un cuadro de la familia real, sino un collage, en el que cada miembro o pareja, recibe un tratamiento independiente. Más que una composición, puede hablarse de una superposición de personajes, planos, puntos de luz y tamaños. Parece querer decírnos que la casa real danesa no es una familia, sino una pluralidad de individuos, con sus peculiaridades, sus ambiciones y sus intereses. El centro corresponde a un príncipe Christian, heredero al trono, solitario y aislado, al que el bueno de Kluge no ha tenido mejor idea que iluminarlo desde abajo.
Familia real danesa, Thomas Kluge, 2013
  Los seres humanos, por motivos obvios, tendemos a articular lo que percibimos como si estuviese iluminado desde arriba. Es un invariante perceptivo, una ley básica de la percepción, de carácter universal (al que, como otros muchos, tratan de ignorar los partidarios de la inconmensurabilidad cultural). El resultado es que cuando se ilumina un rostro desde abajo, nuestro cerebro insiste en hacer como si la luz procediera de arriba, resultado un rostro deforme, salpicado de sombras ininteligibles y, en definitiva, terrorífico. El príncipe Christian no escapa al efecto. Más que un príncipe parece el primo triste de Chucky el muñeco diabólico. Todo el cuadro, en realidad, oscila entre lo grotesco y lo terrorífico, adjetivos que, por otra parte, sirven para definir a cualquier casa real.
  Ni las técnicas ni las conclusiones que se pueden sacar de la obra de Kluge son nuevas. En realidad, tiene ilustres precedentes. Las alteraciones de la composición por motivos puramente estéticos, la pluralidad de focos de luz, el resultado tenebroso (y la consiguiente bronca de los representados) caracteriza nada menos que a La ronda de noche, de Rembrandt, pintada entre 1640 y 1642. 
La ronda de noche, Rembrandt, 1640-2
   En cuanto a lo de abofetear a la familia real con un encargo procedente de la misma, fue una de las señas de identidad de Don Francisco de Goya. El retrato de la Familia real de Carlos IV de 1800 dice todo lo que uno quiera saber sobre los entresijos de lo que estaba pasando en ella. El heredero, Fernando, poco menos que se está colando poco a poco en el centro del cuadro. A su hermado, Carlos María Isidro, le gusta más bien nada estar detrás del delfín. Carlos IV es un calzonazos bobalicón dominado por su mujer a quien Goya retrata fea, dominante y con un cierto aire casquivano. En las Meninas, Velázquez debaja claro su simpatía por los personajes menos rimbombantes de la corte. Goya no salva ni al apuntador que, en este caso, es él mismo, con pinta de sordo que va de oyente.
Framilia de Carlos IV, Goya, 1800

   Y, sin embargo, este cuadro se puede considerar comedido si lo comparamos con el Retrato de Fernando VII de 1814. 
Retrato de Fernando VII, Goya, 1814
   Siempre me he preguntado por qué Fernando VII no fusiló a Goya nada más tener noticias de este cuadro. Incluso siendo muy benévolo se llega fácilmente a la conclusión que estamos ante un chulo de playa, un borrico mezquino y vengativo, dispuesto a arruinar el país para acrecentar su vanidad. Quizás Fernando VII, no fusiló a Goya porque le gustaba verse así o tal vez porque los pintores, como en su día los bufones, son los únicos autorizados para decirle la verdad sin tapujos a los reyes.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Francia

   En cierta ocasión, un intelectual africano caracterizó la diferencia entre el colonialismo británico y el francés de la siguiente manera: los ingleses educaban a blancos y negros por separado, pero cada uno en su idioma natal; los franceses educaban a todos por igual, sin distinción de razas, pero todos en francés. Evangelizar, extender la civilización, luchar contra el salvajismo, fue para los británicos una simple excusa que ocultaba una lectura perversa de Darwin y un racismo poco disimulado. Los franceses, por contra, fueron mucho menos retóricos acerca de los valores de la civilización, de hecho, se los creyeron. En cierta medida veían sus correrías por África, Asia y América como una segunda oleada ilustradora tras la que protagonizó Napoleón en Europa. Esta diferencia fundamental marcó los respectivos procesos descolonizadores. La llegada de extranjeros a la metrópolis fue vista con recelos por los británicos que, con su habitual flema, siempre han guardado la secreta confianza en que, al final, asiáticos y africanos, acaben por admitir que no soportan el clima de las islas y se vuelvan a sus países. Los franceses acogieron poco menos que entusiasmados a todos aquellos que prefirieron la nacionalidad francesa a la correspondiente a su flamante país. Era una confirmación de que los ideales ilustrados conseguían atraer incluso a los habitantes de otras latitudes, una demostración de su valor y de lo justificado que había sido hacer posible que los conocieran muy lejos del París en el que nacieron. A los recién llegados, eso sí, se les exigía una prueba inequívoca de haber aceptado los valores republicanos, es decir, tenían que hablar un buen francés. El color de la piel, los rasgos exóticos, las nuevas costumbres eran bienvenidas siempre que se expresaran correctamente en la lengua de Voltaire.
   Con el paso de los años y la pérdida total de las colonias, más de uno se fue olvidando de cuál era el origen de esta tradicional buena acogida y el hexágono comenzó a poblarse de ciudadanos que sotto voce recelaban de los barrios de extranjeros, particularmente magrebíes, que se estaban formando. Hacia finales de los 70, un avispado político descubrió que se podía ganar un buen puñado de votos diciendo en voz alta lo que hasta entonces se consideraba de mal gusto decir en ese tono. Ese avispado político se llamó Jean-Marie Le Pen. Los partidos tradicionales fingieron taparse la nariz y hacerle el vacío o, dicho de otro modo, se alejaron prudentemente de él hasta ver cómo salía el experimento. Cuando descubrieron que el lepenismo había venido para quedarse, no dudaron en aliarse con él, encumbrarlo o criticarlo, según conviniese y, lo peor de todo, copiaron sus argumentaciones, objetivos y programa político para arañarle votos. El resultado es que la xenofobia se ha ido adueñando del discurso político hasta hacerse la tónica. De un punto del arco político a otro, es habitual oír comentarios, sarcasmos o, directamente, insultos, contra todo tipo de minorías.
   Hay que añadir que Francia no ha pasado un verdadero sarampión dictatorial, de modo que buena parte de la población siente la erótica de las bravuconadas, de la prepotencia, de los “caracteres fuertes”. Hace poco los franceses se enamoraron de un ridículo chulete de playa al que poco le faltó para montarse en un tanque como Yelsin y entrar a la carga en la banlieu, arrollando las barricadas levantadas por mozalbetes. No obstante, Francia sigue sin olvidar lo que fue, y sus propios votantes tardaron en avergonzarse de lo que habían hecho el tiempo de ver su primera foto en el Elíseo. Se fue como el presidente más detestado de la V República y eligieron al anti-Sarkozy por naturaleza, François Hollande. Ha pasado el tiempo suficiente como para que haya vuelto la cantinela de que la situación exige “una mano dura”, un gobierno que se atreva a tomar decisiones, un “carácter fuerte”. Una reciente encuesta demostraba el hartazgo de los franceses con sus políticos, Frente Nacional incluido. Sólo se salvaba la nueva estrella de la política gala, nuestro “compatriota” Manuel Valls, el Sarkozy de izquierdas. El Sr. Valls concilia en su persona todo lo que los franceses quieren ahora mismo. Es tan xenófobo, tan fascista, como el que más, pero, eso sí, es (supuestamente) de izquierdas y eso apacigua las mentes bienpensantes de los que quieren mantener los ideales republicanos. Pronto, quizás tras las próximas elecciones, descubrirán que el modelo Sarkozy, el modelo Valls, el modelo característico de cualquier dictadorzuelo de los que han llenado paginas en los libros de historia, no esconde altos ideales, no esconde propósitos claros, no esconde proyectos de país, es simple ambición de poder sin otro fin que el endiosamiento personal.

domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Qué ha cambiado?

   Esta semana hemos vivido la confirmación oficial de algo que  se rumoreaba desde hacía algunas semanas: España (e Irlanda) ya no necesitan las medidas de emergencia que se adoptaron para ellas. Europa ha celebrado el éxito del rescate de estos dos países y el gobierno español ha obtenido la palmadita en la espalda que estaba buscando. El PP ha comenzado a colgarse medallas y hasta hay quien está empezando a vender optimismo. 2014 está ahí mismo y es el año de la recuperación. Si uno lee estas noticias y vive lejos de España pensará, sin duda, que la crisis ha comenzado a ser cosa del pasado y que ya sólo queda que las buenas noticias macroeconómicas lleguen a los hogares de una semana para otra. La realidad es muy distinta.
   La deuda pública se ha disparado en los últimos años. Cuando eso que se ha dado en llamar "crisis" nos alcanzó de lleno y el pánico cundió en los mercados, apenas suponía el 62% del PIB. En el tercer trimestre de 2013, alcanzó el 92,30%. Pocos dudan de que en los próximos años llegará al 100% e, incluso, puede superar esa cifra. Es extremadamente poco probable que tales porcentajes se reduzcan a medio plazo. Existen básicamente tres factores que han contribuido a este crecimiento geométrico. El primero es la necesidad del Estado de dinero para tapar el agujero que habían dejado en el sistema financiero las cajas de ahorro dirigidas por políticos retirados y otros en formación. El segundo es el aumento de los tipos de interés a pagar por culpa del aumento de la famosa “prima de riesgo”. El tercero es absolutamente incontrolable por parte del gobierno: la contracción brutal del PIB provocada por una retirada masiva de efectivo del mercado por parte del propio Estado. Evidentemente, si la  deuda se calcula respecto del PIB y éste no hace más que disminuir, el porcentaje aumentará. Así, desde 2008, la deuda pública per capita se ha duplicado (ha pasado de los 9.500 € a los 19.000) y otro tanto ha ocurrido en millones de euros (de 436 mil millones a 884 mil millones). En porcentaje, sin embargo, ha pasado del 40,20% al 86% del PIB.
   Exactamente el mismo problema podemos encontrar en el déficit público. Con una progresiva disminución del PIB, el objetivo de alcanzar un 4,5% este año apareció como imposible a las propias autoridades europeas. No obstante, el 6,5% en el vamos a acabar con toda probabilidad está por encima de lo que todo el mundo anunciaba. Claro que esto no es ningún problema si lo comparamos con lo que queda por delante. Europa nos exige estar por debajo del 3% del PIB en 2016. Con un crecimiento esencialmente nulo, estamos ante la exigencia de un ajuste al menos tan drástico como el que se ha producido en estos últimos años. Difícilmente se puede alcanzar un objetivo así sin recortar de nuevo el sueldo de los funcionarios, los servicios públicos, y las pensiones e incrementar los impuestos. De hecho, tras festejar la salida de España de la recesión, la Comisión Europea  ha advertido al gobierno que tiene que ir aclarando de dónde va a detraer los 35.000 millones que hay que quitar de las cuentas públicas de aquí a 2016. Por supuesto el gobierno se ha subido por las paredes. Si en 2011 España estaba gobernada por una mayoría absoluta que permitía hacer todas las barrabasadas que se propusiese sin problemas, 2015 es un año electoral y el partido gobernante no quiere llegar a esta cita con el anuncio de nuevos recortes fresco en la memoria de los electores.
   Falta un tercer elemento. Gracias a la última reforma laboral, la cifra de paro en España es descomunal. Casi uno de cada tres trabajadores potenciales está desempleado. Ni las previsiones más optimistas hablan de una reducción de esa cifra en el próximo lustro. Sin prestaciones por desempleo, sin ayudas, sin perspectivas de una mejora en su situación, viviendo de las pensiones de unos padres que acabarán por verse mermadas, la situación se puede tornar de aquí a poco en explosiva.
   El resumen de todo lo anterior es muy simple, la situación de España es hoy mucho peor que hace tres o cuatro años. Aún más, nada parece indicar que las cifras macroeconómicas vayan a mejorar a corto o medio plazo. Y, sin embargo, el diferencial con el bono alemán, es decir, la famosa “prima de riesgo” ha caído desde el 612 que alcanzó en el 30 de julio de 2012, al 215 del pasado viernes. En numerosas publicaciones económicas se está empezando ya a hablar de España como un país en el que existen grandes oportunidades para invertir y ha saltado a la primera página de los periódicos la entrada de Bill Gates en Fomento de Construcciones y Contratas, S. A.  Dicho de otro modo, todos los indicadores son iguales o peores que tres años atrás, la percepción que se tiene de nuestro país ha cambiado radicalmente. ¿Cómo explicar esto? Muy fácil, los operadores internacionales, los “mercados”, tienen hoy muy claro algo que hace dos, tres o cuatro años no tenían tan claro, a saber, que el inmenso agujero económico que dejó el despilfarro y la corrupción de políticos, banqueros y honrados emprendedores de la construcción, lo vamos a pagar todos aquellos que no participamos en el despilfarro y la corrupción. Es un hecho que los causantes de los males económicos van a quedar impunes financiera y judicialmente.  Aún más, sus ganancias y sus sueldos no han dejado de incrementarse en estos años de crisis. No obstante, en economía las promesas no valen de mucho. Los ciudadanos de a pie tenemos que pagar hasta el último céntimo que se dilapidó. Sólo entonces la economía comenzará a crecer, es decir, comenzará a montarse otra burbuja económica con la que puedan arrebatarnos lo que hayamos conseguido ahorrar quitándole el pan de la boca a nuestros hijos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Valor del trabajo y desempleo

   En una secuencia de Uno, dos, tres, genial película de Billy Wilder de 1961, los delegados comerciales de la URSS ofrecen al director de Coca-Cola en Berlín una caja de puros habanos. “Los cubanos nos envían puros y nosotros les mandamos misiles”, aclaran. Tras darle un par de caladas a uno de los puros, el americano lo tira violentamente al váter exclamando: “¡Pues les han engañado, estos puros son de la peor calidad!”. Con toda calma, uno de los miembros de la delegación soviética responde: “No se preocupe, nuestros misiles también son de la peor calidad”. Este diálogo encierra una de las paradojas típicas del modo en que se entiende en economía clásica el valor de un producto. Veamos, si un tendero vende un trozo de queso por 8€ es porque considera que el valor real de ese trozo de queso está por debajo de los ocho euros pues, de lo contrario, estaría vendiendo a pérdidas. Ahora bien, si el comprador considerase que 8€ es un precio superior al valor real del trozo que queso, no lo compraría. El modo habitual de resolver esta paradoja en economía clásica (marxista o no), pasa por aludir a la abundancia y escasez relativas de queso y de dinero en el caso del comprador y del vendedor o, dicho de otro modo, a sus necesidades objetivas cuya medida exacta sería el precio. En efecto, el equilibrio que se produce a la hora de fijar ese precio se rompe por un conatus derivado de la necesidad del tendero de vender para obtener dinero y del comprador para obtener alimento. El punto en que la escasez relativa de cada uno de ellos se encuentra, fija el precio justo de la mercancía.
   Apliquemos lo anterior al caso de los salarios. El empresario paga un sueldo a sus empleados por realizar un trabajo, pero, obviamente, el precio que paga está por debajo de lo que éstos producen, pues, de lo contrario, estaría abocado a las pérdidas. Pero aquí aparece una variante en nuestra paradoja: el trabajador no tiene la capacidad de ofrecer su trabajo por un precio que él considere superior al trabajo que realiza. La única variable que queda a su alcance es, una vez aceptado el contrato, ofrecer a cambio del salario un trabajo inferior al pactado. Como también el empresario está ofreciendo un precio inferior al que podría, las relaciones laborales se convierten en una partida de póker entre tahúres. El trabajador podría reclamar un salario acorde con su productividad si el empresario no tuviera más remedio que comprarle a él ese trabajo o si todos los trabajadores lo ofrecieran por el mismo precio. El elemento que garantiza que esto no sea así, es decir, lo que introduce un desequilibrio en nuestra paradoja original, es el desempleo. Si se tiene una masa de trabajadores en paro, el puro azar, es decir, circunstancias vitales y caracteriológicas, garantizarán que sus necesidades sean diversas, de modo que el empresario siempre podrá elegir a quién comprarle su trabajo y, por tanto, ser en última instancia quien fija el precio del trabajo.
   Aparece ahora una segunda paradoja, a saber, aquellas sociedades que logran fijar de un modo justo el precio de los salarios, es decir, aquellas sociedades cuyo mercado laboral funciona eficazmente son aquéllas que tienen una elevada tasa de paro. Sociedades donde el paro se sitúa por debajo de 5%, digamos, son sociedades en las que los empresarios se ven obligados a pagar el trabajo de sus asalariados por encima de lo que producen, por lo que tienen todas las papeletas para un colapso rápido y total de su economía. Dicho de otro modo, países como Japón o Alemania muestran mercados laborales extremadamente ineficientes y mejor sería no invertir en ellos pues no pueden tardar demasiado en hundirse. Por contra, países como España y Grecia muestran un modo de funcionamiento óptimo desde el punto de vista capitalista y, en cualquier caso, un mercado laboral extremadamente eficiente. Obviamente no es éste el modo habitual de considerar las cosas. Si la conclusión de nuestro razonamiento es errónea sólo puede deberse a que las premisas de las que hemos partido son erróneas. El precio de un producto no marca su valor porque éste es cualquier cosa menos objetivo.
   Volvamos al principio y sustituyamos nuestro queso por un coche. El vendedor puede haber calculado con bastante exactitud el precio de los elementos de su coche y el trabajo que ha costado ensamblarlo, pero a ello tiene que añadir una cantidad estimada que es la cantidad gastada en publicidad. Esa cantidad es estimada por varias razones. En primer lugar, no es fácil estimar cuántas ventas de un modelo concreto se deben a la publicidad de ese vehículo y cuántas a la publicidad de la marca en su conjunto. En segundo lugar el coste de la publicidad de ese vehículo ha de ser dividido entre el total de vehículos que se pretende vender. Y no se trata de una cuestión menor, hay estimaciones que sitúan el coste publicitario total por vehículo en torno a los 3.000 €. Por tanto, el precio que fija el vendedor depende de su percepción de las ventas futuras y del papel de ese modelo en el total de productos de la marca. Otro tanto cabe decir del comprador, está dispuesto a pagar un precio no por la necesidad que tenga de un coche, sino por la percepción que tenga del mismo, percepción que, en buena medida, viene constituida por la estimación que haga de cuáles son las percepciones que ese vehículo va a generar en su entorno. El punto en que las percepciones de uno otro confluyen, fija el precio en el que ambos están dispuestos a llegar a un acuerdo.
   Por supuesto que los individuos tienen necesidades, pero éstas, en nuestras modernas sociedades, no son necesidades biológicas más o menos objetivas, son necesidades creadas por el propio mercado. Son estas necesidades creadas las que aseguran que el empleado ofrezca siempre su trabajo por debajo de su productividad. En esencia, es una rata que corre sobre un tapiz rodante, intentando alcanzar una meta inexistente. Produce para satisfacer sus necesidades de ayer, a la vez que los objetos de su producción crean nuevas necesidades para mañana. Por eso, las sociedades más eficientes son las que mejor logran estimular a sus trabajadores con la ilusión de que la satisfacción de sus necesidades está extremadamente próxima, es decir, las que menores tasas de paro generan y mejores salarios ofrecen, a eso es a lo que Hull llamó gradiente de meta.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Miedo

   Acabamos de celebrar Halloween, estupendo ejemplo de cómo las culturas vivas proceden a copiar y pegar sin mayores tapujos. A la mañana siguiente, tras la fiesta infantil en la que se invita a reírse de la muerte, hemos acudido serios como un luto a limpiar las lápidas de nuestros muertos y a llevarles flores un día de difuntos más, tratando de negar que se fueron y dejaron de estar entre nosotros. En menos de una generación ambas fiestas se ensamblarán y pocos apreciarán la incompatiblidad de tradiciones culturales que se solapan ya en nuestros cerebros. Son dos formas contrapuestas de consolarnos ante el miedo que infunde la muerte. En realidad, el miedo es una de las emociones básicas de las que ha sido dotado cualquier ser vivo con un mínimo entramado neuronal. Su función biológica es muy clara. Por un lado, intenta preservar al individuo, permitiéndole reaccionar ante los peligros que puedan surgir a su alrededor. Por otra parte, activa todos los componentes fisiológicos que pueden facilitar esa reacción. Al miedo le acompañan, en efecto, una descarga de adrenalina que provoca el cierre de los capilares más cercanos a la piel con objeto de que la aportación de nutrientes y oxígeno se concentre en los músculos. Esto es lo que genera la palidez en el rostro. Por el mismo motivo, la respiración y los latidos del corazón se aceleran. Las pupilas se dilatan para captar mayor información del entorno y la propia actividad neuronal se dispara, preparando la respuesta fisiológica esperada y analizando todos los datos que vienen del exterior. En el caso de los seres humanos es una experiencia común el “pensar más rápido” cuando se tiene miedo. No debe extrañarnos. Resulta difícil imaginar hasta qué punto el miedo ha acompañado a nuestra especie desde que comenzó a caminar por la superficie del planeta. Aquellos seres de aspecto simiesco, con andar torpe y carentes de defensas naturales, debieron parecer condenados al exterminio cuando tuvieron la ocurrencia de bajarse de los árboles. Sin ojos dotados para ver en la oscuridad, se acurrucarían unos contra otros en lo más profundo de una oscura cueva, temblando ante la proximidad de cualquier depredador. Era realmente poco lo que podían hacer frente a él. Tal vez sólo les cupiese desear que su sueño no se viese interrumpido por la cruel dentellada. Aún peor, debían ser capaces de prever lo que se avecinaba cuando el Sol comenzaba a declinar, de anticipar otra noche de duermevela, de imaginar lo que sentirían cuando los feroces colmillos desgarraran su carne. Hasta tal punto debió llegar su terror que les permitió vencer el miedo más universal entre los animales, aquél del que todos están dotados sin excepción, el miedo al fuego. Por mucho que lo dudaran, al final su miedo a ser presas de alguna bestia salvaje, los hizo vencer el miedo a una muerte no menos horrorosa, la muerte achicharrado y se acercaron a él y lo dominaron. Sin duda, los primeros de nuestros antepasados que lograron instalar una hoguera a la entrada de su cueva y dormir, al fin, sin miedo a despertar entre las fauces de un depredador, debieron sentirse como dioses al amanecer y ya no dejaron de buscar nuevos trucos que acrecentaran su poder y su tranquilidad... Inútilmente, como descubrimos hoy. Porque el miedo es una emoción que, una vez desatada, ya no frena jamás su impulso. Propiamente, cuando el niño aprende a tener miedo, el miedo ya no deja de tenerlo a él. A lo sumo, algunos de sus miedos se irán desplazando, cambiando su forma y su desencadenante, pero ya lo acompañarán siempre. Sus miedos serán proporcionales a su imaginación. Cuanta más imaginación tenga, cuanto más capaz sea de crear mundos maravillosos, heroicidades y posibilidades futuras, mayores serán sus miedos.
   Quiero insistir sobre este punto, decir de alguien que tiene miedo a algo es un modo inapropiado de expresarse. La verdad es que, para los seres humanos, el miedo nos posee. Cuando el miedo aparece, los factores racionales se esfuman, la propia velocidad del pensamiento anula su sensatez y, lo que es más importante, las barandillas que nuestra conciencia va poniéndole al mundo para que podamos andar con comodidad se desmoronan. Cuando llega el pánico, los amigos se traicionan, los pacíficos se vuelven asesinos y los abuelos son capaces de saltar muros. No hay nada suficientemente sólido cuando aparece el pánico. Eso que llamamos realidad se desvanece y todo lo espantoso que podamos imaginar se convierte en una posibilidad a punto de cumplirse. En medio del pavor, los enanos se convierten en gigantes, los pocos en muchos, los sonidos más banales en presagios de lo peor, las sombras en monstruos y los ruidos en clamores. Básicamente ya no hay indicio que llegue hasta nosotros que no sirva para incrementar el miedo que se hallaba en al comienzo de todo.
   Lo anterior puede resumirse muy brevemente diciendo que un individuo que viva atemorizado, como una sociedad que viva atemorizada, es fácilmente manipulable. Se puede hacer con ella lo que se quiera porque, esencialmente, cualquier control racional ha resultado abolido. A poco que se agiten un poco los fantasmas consabidos, se la puede conducir hacia donde se quiera. Si el peligro es inminente, si está a punto de ocurrir un terrible atentado o una plaga se avecina o, de hecho, ya ha caído sobre nosotros una invasión silenciosa, poco más resta que señalar en una dirección para que turbas enfurecidas se lancen hacia ella. Hay algo aún mejor, como ya explicamos en otra ocasión, una sociedad atemorizada es una sociedad que gasta, que consume, que compra a unos niveles muy superiores a cualquier sociedad feliz. Ya sólo queda el último elemento y es que, como nuestros antepasados se acercaron al terrible fuego para disipar sus miedos nocturnos, una sociedad atemorizada acudirá a cualquier bestia feroz para que le permita dormir bien por las noches. El miedo es, por tanto, la herramienta que jamás debe faltar en el repertorio del buen manipulador, por muy disparatado que pueda ser..

domingo, 27 de octubre de 2013

Las causas de la corrupción

   Provoca un cierto estupor ver una lista de los países más corruptos del mundo y no encontrar a España en ella. El estupor da paso rápidamente al alivio y el alivio a la intriga, ¿cómo se  podrá vivir en esos países que sí figuran en la lista? El caso es que la percepción de los españoles roza la afirmación de que estamos en el país más corrupto de todos los posibles. Cuando consideramos las cosas de este modo, estamos obviando el factor que, probablemente, nos impide estar a la cabeza mundial de corrupción. Y es que, en España, encontrar funcionarios corruptos no es tan fácil como se pudiera sospechar. Pensemos en el caso de Hacienda. Se trata de una de las oposiciones más duras a las que pueda uno someterse. Quienes las aprueban en la escala básica son formados en la convicción de que pertenecen a una élite, que deben llevar a gala un cierto orgullo del cuerpo y una cierta ética del trabajo no exenta del culto a la honestidad. Por supuesto, eso no les libra de algunos garbanzos negros, pero éstos no representan al funcionario medio. La demostración es que a la mayoría de quienes son pillados en fraude fiscal ni siquiera se les ocurre “tantear” al equipo de inspectores que le ha caído encima. Incluso ha habido algún movimiento por parte de asociaciones de inspectores de Hacienda para protestar contra el exceso de rigor que se les exige contra los pequeños defraudadores mientras que las grandes bolsas de fraude gozan de una cierta impunidad.
   Otro tanto cabe decir del cuerpo de fiscales y jueces, en los que son un problema mucho más abundante las rencillas personales y el cantonalismo que la corrupción sistemática. El caso de las fuerzas de seguridad del Estado es algo más preocupante, pero es obvio que el cáncer no se encuentra ahí. El problema, el problema real, el problema en el que todos pensamos cuando hablamos de corrupción en este país, es la corrupción de quienes están situados por encima de los funcionarios, bien a nivel local, provincial, autonómico o nacional. No hay más que seguir las noticias para ver el menudeo de casos que están llegando a las fases finales de instrucción judicial y a ello hay que añadir lo que cualquiera puede oír en la calle de fuentes de primera mano. Entre ambos niveles, resulta difícil imaginar hasta qué punto ha llegado la corrupción de nuestra clase política. No se trata ya de que los grandes inversores internacionales hayan pagado el apoyo político prestado, cada empresa de medio pelo tiene su lista de políticos en nómina y no parece existir empresario que, tratando de montar desde un parque infantil hasta una pizzería, no haya tenido que tratar con el comisionista de turno. La extensión del problema es tal que no resulta difícil hablar de un sistema político corrupto en su integridad.
   Hace ya tiempo que Schumpeter y otros señalaron la posibilidad teórica de tratar al dinero como si fueran votos y los votos como si fuera dinero. Max Weber eximió al político del deber de la honestidad al encuadrar su actuación dentro del ámbito de la ética de la responsabilidad. Finalmente, Felipe González sacó el lógico corolario de ambas teorías: la responsabilidad por confundir lo democrático con lo crematístico debía ser una responsabilidad política, por tanto, el lugar último para dirimirla eran las urnas. Dicho de otro modo, a los políticos los deben juzgan las elecciones, no los jueces. Desde entonces el PSOE puso de moda dudar de las inclinaciones políticas de cualquier juez que hallase pruebas de su implicación en un escándalo, moda a la que se han sumado formaciones de todo el espectro parlamentario y, últimamente, las centrales sindicales.
  Es todo tan evidente y estamos todos tan de acuerdo que no puede corresponder sino a alguien proveniente del campo de la filosofía llevar la contraria. En efecto, en el siglo IV a. C. Platón ideó un sistema político cuyo punto de partida no era otro que la destrucción de la familia. Griego, es decir, mediterráneo, por tanto, buen conocedor de lo que hablaba, acabó acusando a la familia de todos los males humanos que previamente había achacado al cuerpo. En efecto, a uno y otro lado del mare nostrum, la familia es la institución que nos educa, nos da seguridad, nos protege, nos amortigua los golpes de la vida y, a cambio, nos controla, vigila y se sube a nuestras espaldas por el resto de nuestra vida. Pues bien, pregúntele a cualquier ciudadano de esos que sitúan como principal problema del país la corrupción política, qué haría si alcanzase un cargo y tuviese un hermano, cuñado o primo en paro. ¿No lo enchufaría? ¿No le daría un despacho con aire acondicionado a cargo del erario público? Ahora que ya ha conseguido que se sincere, presiónele un poco. Le confesará también que, de obtener dicho cargo, su objetivo principal no sería otro que llenarse los bolsillos tan rápido como fuese posible. La justificación que le dará es la corrupción misma hecha argumento: “para que lo hagan otros, lo hago yo”. Ya no tardará mucho en obtener la conclusión que lo aclara todo. Al español no le preocupa la corrupción política porque sea galopante, ni porque sea insostenible, ni porque sea inmoral, le preocupa porque no es él el que está robando. Los españoles no sienten desprecio ni repugnancia por su clase política, simplemente, sienten envidia.

domingo, 20 de octubre de 2013

Oprobio

   Se llama Leonarda Dibrani, tiene 15 años y su caso ha incendiado las redes sociales francesas. La noticia tuvieron que darla sus profesores de instituto. Los medios de información estaban mucho más interesados en desinformar acerca de los extranjeros que en dar cuenta de qué ocurre realmente con ellos. Dibrani fue sacada por la policía de un autobús escolar mientras realizaba una excursión con sus compañeros y deportada de modo fulminante. El alcalde de la localidad en la que residía llamó a su móvil y le ordenó que le pusiera con su profesora. A ésta se la conminó a detener el vehículo. Como la profesora se negó, el alcalde pasó el teléfono a un policía que, suponemos, relató a la profesora las leyes que quebrantaría si no daba orden de parar inmediatamente. Al final, accedió y su alumna fue detenida por dos agentes de la Policía de Fronteras delante de todos sus compañeros. ¿Su delito? ser extranjera en situación irregular. La carta abierta de sus profesores, obviamente publicada en un sitio web, recordaba que llevaba más de tres años escolarizada, que hablaba perfectamente francés, que su integración era plena y que estaba a dos meses de conseguir la naturalización. Pero, ¡ay! su padre había cometido un delito menor no especificado y eso, que para un francés significa una multa a lo sumo, para él significaba perder todos los derechos a recibir asilo político y ser reintegrado al infierno del que escapó. La familia podía quedarse en Francia sin el padre o reagruparse en su país de origen, Kosovo. La madre eligió lo segundo y a la policía le faltó tiempo para darle la patada a Leonarda y toda su familia.
   Kosovo es un bonito pseudopaís que declaró su independencia de Serbia unilateralmente y al que reconocen los EEUU, pero no la ONU. Su administración provisional hace como que gobierna, mientras serbios y albaneses hacen como que no se matan y las mafias hacen como que no controlan cada cosa que sucede. En medio de un odio interétnico sin fondo, todos están de acuerdo en algo: hay que darle una solución final al “problema gitano”. Quienes no quisieron quedarse esperándola, quienes no deseaban ser asesinados por ser gitanos, como los Dibrani, escaparon a Europa, a Italia, donde crearon campamentos de ilegales. En 2008, el gobierno del siempre impoluto Silvio Berlusconi, dio la orden de desmantelar esos campamentos, previamente incendiados por “honrados voluntarios”, porque "los romaníes son una etnia conectada a un cierto tipo de delitos. Robos, asaltos, e incluso, como en el caso de Ponticelli, rapto de personas". Antes que regresar a su país, la familia Dibrani pasó a Francia e inició un infructoso trámite cuyo objetivo era escolarizar a los menores, recibir garantías sanitarias y, en definitiva, lograr la integración (que eran los objetivos que Alfredo Mantovano, el sinvergüenza que autorizó el desmantelamiento de los campamentos en Italia, afirmó que tenían sus medidas). Ignoraban que los desaprensivos dispuestos a seguir manteniendo su opulencia a costa de destrozarle la vida a los más desprotegidos no son una exclusiva de Italia. Hace menos de un mes que el muy socialista ministro del Interior francés, el excelentísimo Sr. D. Manuel Valls, decidió subir sus índices de popularidad lanzando bravatas de feriante borracho contra los gitanos. Obviamente, los mandos policiales estaban deseosos de sacar pecho. Entre unos y otros se cruzó Leonarda Dibrani.
   No hay que engañarse, a esta adolescente se la expulsó por ser kosovar, por ser albanesa, por ser gitana y, lo peor de todo, por ser pobre. No estamos hablando de la víctima inocente de unas leyes draconianas. Leonarda Dibrani es el enemigo. Los pobres, los que tienen más fácil caer en la marginación, son siempre el enemigo de los poderosos, de los que pueden tomar lo que les plazca sin que la ley haga otra cosa que darles la razón. Y si son tan pobres que no tienen nada que se les pueda arrebatar, siempre se les podrá quitar la dignidad para que otros suban en las encuestas y puedan disfrutar unos días más de su poltrona, su chófer oficial y su amante cara. El champán sabe mejor cuando se puede tomar costeado por la sangre de unos cuantos gitanos. Queremos integrarlos y para eso los expulsamos. Queremos mantenerlos dentro de la ley y para eso los ilegalizamos. Queremos que coticen a la seguridad social y por eso no les permitimos que tengan un trabajo decente. Queremos que escolaricen a sus hijos y por eso convertimos las escuelas en una ratonera en la que podrán ser localizados a la hora de darles la patada. Queremos que se sientan orgullosos del país de acogida, que muestren respeto a nuestra cultura, que no nos miren siempre como si estuvieran resentidos con nosotros y para eso maltratamos del modo más humillante a sus jóvenes. La Europa que es  la cuna de los derechos, de las libertades, de la democracia, es la tierra del racismo, de la xenofobia, del exterminio sistemático y aplaudido por la inmensa mayoría.
   Pero, por encima de todo, esta Europa construida sobre el liberalismo, sobre la imagocracia, sobre la moneda única, sobre la acción comunicativa de los mercados, es una Europa de cobardes. Cuanto más ricos somos, más miedo tenemos. Estamos tan aterrados que alzamos murallas contra fantasmas, nos atrincheramos contra una invasión inexistente, entregamos nuestro futuro a bandas de psicópatas que sólo han demostrado su habilidad para manejar un miedo que ellos mismos han generado. La ultraderecha, la ultraderecha que causó Utoya, la ultraderecha que mató a Pavlos Fyssas, la ultraderecha que apalea y asesina impunemente en los campos de fútbol de toda Europa, condiciona nuestra vida política, de Suiza a Noruega, de Inglaterra a Francia, de Finlandia, Dinamarca o Suecia a Hungría. Y mientras tanto, mientras intentamos conciliar el sueño, nuestro pánico separa familias, humilla adolescentes y ahoga niños.

domingo, 13 de octubre de 2013

Poliglotismo y polidiotismo

A los compañeros de Baleares, 
con admiración.

  En cierta ocasión, paseando por Jaipur, se me acercó un hombre joven que, en un castellano más que correcto, me preguntó si yo era español. Asentí de mala gana porque sabía a qué venía aquello. No obstante, entablamos una breve conversación, insisto, en castellano, en la que me mostró su sorpresa por encontrar españoles allí en aquella época del año, afirmó no conocer España, aunque se la imaginaba como un país bonito y, como yo sospechaba desde un principio, me invitó a visitar su tienda antes de dejar la ciudad. La India, además de un crisol de religiones, es una torre de Babel, con cientos de lenguas y dialectos. Los niños suelen aprender un par de ellos en casa y otros dos o tres apenas comienzan a moverse por su barrio. Cuando llegan al colegio, indefectiblemente, les enseñan inglés. El resultado es que, con pocas repeticiones, aprenden a manejar algunas palabras básicas. Con algo más, están defendiéndose en cualquier lengua. De todos modos, éstas son las condiciones que hacen posible su sorprendente capacidad para aprender idiomas, no la causa. La causa es la necesidad. Junto con un Estado benefactor en temas como la educación, la India padece un mercado libre regido más que por la ley de la oferta y la demanda, por la ley del más fuerte. En esencia, quien no vende, no come. Ud. tendrá un posgrado en marketing, habrá realizado un máster en técnicas de ventas y se habrá leído todo lo publicado sobre inteligencia emocional, pero si no ha visto a un vendedor indio en acción, apenas conoce los rudimentos de ese negocio. Para ellos, un “no” es un desafío y cuando le dice que sí, lo que está haciendo es desafiar a diez vendedores de la competencia que se lanzarán sin dudarlo a por su yugular. Nadie les ha explicado que la mejor manera de vender es dominar el idioma del cliente potencial, esa información la llevan en los genes.
   En el polo opuesto está España. Los españoles no aprendemos idiomas ni a tiros. Durante años vivimos del turismo bajo la espectacular divisa: “si quieren visitarnos, que se molesten en aprender nuestro idioma”. Los hoteles con personal que manejara el inglés (por supuesto, no iban a pedir exquisiteces como el alemán o el sueco), lo anunciaban con grandes carteles en la recepción por la novedad que suponía. El pobre turista perdido por las calles de Sevilla sería atendido con extremada simpatía, eso sí, en andalú, andalú, andalú. Es difícil explicar las causas de este catetismo tan profundamente arraigado en nuestra mentalidad. Durante la dictadura se nos inculcó lo “imperial” de nuestra lengua en cuyas fronteras no se ponía el Sol. Era, además, una lengua en expansión, próxima a conquistar, cual nueva religión, el poder en el actual imperio. A ello hay que añadir, el atroz miedo del español a hacer el ridículo. Aún hoy, salvo los más descarados o quienes se saben perfectos dominadores de otra lengua, se resisten a hablar lo que saben de un idioma por miedo al “qué dirán”. Por si fuera poco, siempre hemos ido diez años por detrás de Francia en cuestiones culturales y, hasta hace muy poco, pretender que un francés hablase la lengua de Shakespeare era poco menos que mentarle la madre.
   Ahora las cosas se han ido al otro extremo. Vivimos una histeria anglófila en materia lingüística que no deja de ser una nueva versión de nuestro catetismo. Hay que aprender inglés como sea y si no sabes inglés no eres nadie. El inglés, se nos dice, es muy necesario, es la lingua franca, es el idioma que, dentro de muy poco, hablará todo el mundo... Por tanto, los niños tienen que manejarlo con soltura antes de los 10 años. Los centros de enseñanza bilingüe se extienden como la peste, los padres lo exigen. ¿Alguien oyó hablar alguna vez de un centro que impartiera enseñanza de calidad y no fuese bilingüe?
   Ciertamente, la cosa está muy bien, es muy bonita y nadie puede estar en contra de ella en la teoría. Algo muy distinto es la práctica. Veamos, ¿en qué consiste el bilingüismo? Para poner más horas de inglés en el horario semanal de un alumno cualquiera habrá que borrarlas de otras cosas. ¿De dónde? ¿qué horas se van a borrar? ¿Las de religión? ¡Por Dios, no! ¿Quitaremos alguna asignagili como “Proyecto integrado”, la hora de tutoría lectiva? ¡No! ¡por Dios, por Dios! ¡sería antipedagógico!.. ¡Ya está! Hagamos lo siguiente, la mitad de las asignaturas serán impartidas en otro idioma. Así tendremos matemáticas en inglés, física en inglés, historia de España en inglés y, ¿por qué no? lengua castellana en inglés. Para ello se puede contratar profesores nativos para dar esas clases. Pero, claro, eso es muy caro. Con el sueldo que se le paga en este país a un docente, olvídense de contratar a un buen profesor inglés de física. Es mucho más barato si por las buenas o por decreto se obliga al profesorado a aprender otra lengua en sus ratos libres. Si tienen suerte y el presupuesto llega, hasta se les pueden quitar dos horas de clase a la semana (porque con eso da de sobra para aprender otro idioma) y pagarles unos días del verano en el país en cuestión. ¿Qué ocurre con los profesionales que se niegan a pasar por el aro? Se los arrincona o, en el caso de la enseñanza privada, directamente se los despide, con independencia de su valía como docentes. Mejor tener enseñantes mediocres en otro idioma que buenos en el propio
   ¿Que a los alumnos que tenían dificultades en matemáticas ahora la asignatura les resulta imposible al impartirla en otro idioma? ¿Que por mucho que se intente es imposible avanzar igual de rápido en los temarios? ¿Que, al final, hay que repetir en español lo que antes se dijo en inglés para que alguien lo entienda? ¿Y qué más da? ¿Acaso no saben nada de la nueva pedagogía? Las capacidades son lo importante y no los contenidos. Hay que desarrollar capacidades. ¡Los contenidos se aprenden en una tarde! Después, estos alumnos tan “capacitados” llegan a una facultad de ingeniería y cuando un profesor les pide que se aprendan de memoria un libro con las características de cada material, como no tienen hábito de adquirir contenidos, se estrellan y acaban en la carrera de arte dramático, donde los contenidos sí que se aprenden en una tarde. 
   Como me dijo una vez un director de un centro escolar, los alumnos aprenden a pesar de los sistemas educativos, así que es posible que, al final, podamos declarar el inglés segunda lengua nacional. Será muy útil, ya que, con el acervo de conocimientos que le vamos a transmitir a nuestros jóvenes, acabaremos siendo el país de camareros que, desde los alemanes a nuestros sucesivos gobiernos (todos ellos muy patriotas, muy henchidas sus venas por España), desean que seamos. Porque si la intención no fuese esa, si todo no fuese el enésimo truco para volvernos más incultos, más garrulos, más manipulables, se habría arbitrado una solución mucho mejor por simple, barata, eficaz y protectora de la industria cultural española, ésa por la que tanto claman contra la piratería: dejar de doblar cada película, cada serie, cada programa infantil, mantener el idioma original incluso en las retransmisiones de la NBA. Si las televisiones, y no las aulas, fuesen bilingües, como ocurre en Holanda, como ocurre en Portugal, como ocurre en Finlandia, hasta Ana Botella acabaría hablando en inglés.

domingo, 6 de octubre de 2013

¿Es inhóspita la filosofía para las mujeres? (y 4)

   Me parece que haré bien en resumir hasta dónde hemos llegado. Lo primero que debemos tener claro es que cuando se habla de sexismo es muy difícil que algo esté claro. Una cosa es lo que uno dice y por qué, otra lo que una mujer puede llegar a entender y por qué y otra, totalmente distinta, es que si no se lanzan vítores entusiastas a los tópicos feministas, se tiene que estar incurriendo en algún género de machismo. Lo segundo es que en la historia de la filosofía no hay más ni menos sexismo que en la historia de la humanidad en general, lo cual no dice nada bueno a favor de la filosofía, pero tampoco nada tan malo como se suele insinuar. Lo tercero es que los problemas de sexismo en la filosofía norteamericana tienen más que ver con las características del mundo académico norteamericano que con la filosofía en general. Nos queda, pues, averiguar si la situación de la mujer en el mundo académico de la filosofía norteamericana es peor que en otros ámbitos. En caso de que no sea peor habría que explicar por qué tampoco es sensiblemente mejor y, finalmente, por qué, pese a todo, llama tanto la atención el caso de la filosofía. Comencemos, pues.
   Realmente, dudo mucho que, sea cual sea la situación de la mujer en el mundo filosófico norteamericano, sea peor que su situación en el mundo de la economía, por poner un ejemplo. También la historia del pensamiento económico es obra de hombres, los premios Nobel de economía son hombres y mejor no meternos con cuántas ejecutivas, miembros de consejos de dirección o brokers existen en cualquier parte del mundo. Y aquí nos encontramos con algo que no me cansaré de repetir, que el mundo no está hecho a imagen y semejanza de los hombres, sino que hombres y mujeres, tienen que entrar cómo sea en la imagen de los triunfadores que nos ofrece nuestra sociedad. ¿Por qué digo esto? Porque estoy deseoso de ver algún estudio sobre las estrategias que ponen en práctica las mujeres ejecutivas, directoras generales o empresarias del mundo, a ver si de verdad son más democráticas, más humanas y más dialogantes que las puestas en práctica por hombres.
   En cualquier caso, los diferentes testimonios aportados por The New York Times tampoco concluían que las cosas en filosofía fuesen muchos peores que en otros ámbitos, sino, simplemente, que no eran mejores. De hecho había una comparación muy desfavorable para la filosofía con el mundo de las matemáticas. ¿Por qué? La respuesta puede encontrarse en un libro que debería ser de obligada lectura para cualquiera que quiera dedicarse a esto, el  Companion to African Philosophy, de cuya edición se encargó Kwasi Wiredu en 2004. Allí, M. P. More explicaba detenidamente el papel que jugó la filosofía en la constitución del régimen del apartheid sudafricano. La conclusión que se puede extraer de esas páginas es muy simple, únicamente los filósofos de tendencias marxistas o materialistas, ejercieron una franca oposición al régimen racista sudafricano. Oposición que, en algún caso, pagaron con su vida. Los idealistas, particularmente los fichteanos, los fenomenólogos, los hermeneutas y, cómo no, los heideggerianos, colaboraron activamente en sentar los pilares ideológicos del apartheid. La propia filosofía de John Rawls fue adaptada sin muchas dificultades para sustentar la necesidad de segregar a blancos y negros. Todo aquel que quiso medrar sin mancharse demasiado las manos, los que preferían mirar para otro lado mientras sacaban tajada, se apuntaron a la filosofía del lenguaje. Cuando la policía racista asesinaba niños en Soweto, ellos se dedicaban a analizar los diferentes usos del término apartheid para ver qué significaba. Obviamente, a más de uno acabó revolviéndose el estómago y tomando postura contra lo que ocurría. Pero incluso ellos no tenían más remedio que hacerlo a nivel personal, con las mismas armas conceptuales para enfrentarlo que el tendero de la esquina, porque un buen filósofo del lenguaje no puede adoptar un papel distinto de un etnolingüista, analizar lo que ve sin juzgarlo.
   He aquí que ahora tenemos un país, los EEUU, cuyo panorama filosófico está dominado por la filosofía del lenguaje y, casualmente, volvemos a encontrarnos con gente que se limita a analizar el uso del término "sexismo" para ver su significado y, si viene al caso, sacar algo de tajada. No quiero decir que un filósofo del lenguaje tenga que ser un acosador sexual, pero sí, una vez más, que está tan desarmado conceptualmente para luchar contra el sexismo como lo estuvieron los filósofos del lenguaje sudafricanos para luchar contra el apartheid. Si de verdad se quiere hacer frente a lo que existe y no meramente constatarlo, hace falta algo más que el análisis lingüístico y esto ya no es una cuestión de cuál sea el lenguaje o de cuál sea la minoría oprimida.
   Obviamente los filósofos del lenguaje no tienen la culpa de todo, ya lo hemos dicho. El mundo académico de la filosofía está plagado de miserables de toda laya (y no únicamente el mundo de la filosofía del lenguaje). Es algo que, para los ajenos a este mundillo, sorprende, por esa imagen del filósofo tan elevada, tan espiritual, que casi equipara filosofía con santidad. Pero, como siempre que se habla de elevación, de espiritualidad, de santidad, la casa se nos llena de sinvergüenzas. No es culpa de la elevación, de la espiritualidad, de la filosofía, es culpa de los estómagos agradecidos de turno, que ya no saben poner freno a lo que viene después. Por ello, la verdad es que, más que “filosofía”, el nombre que le cuadra a esta disciplina es “escatología”, pues en ella se mezclan de un modo muy particular, las preguntas trascendentales con la mierda. 

domingo, 29 de septiembre de 2013

¿Es inhóspita la filosofía para las mujeres? (3)

   En el caso de las mujeres, podemos observar con facilidad algo que ya hemos advertido desde aquí, a saber, que existen mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Tomemos las estadísticas de la presencia de la mujer en las universidades europeas. Los datos más recientes al respecto son muy claros. Uno de los países con menor presencia femenina entre la población universitaria es Alemania, país en el que prácticamente cada estudiante forma parte de la tercera o cuarta generación de mujeres estudiantes de su familia y en el que la penetración de las ideas y los movimientos feministas entre las mujeres es bien amplio. Por contra, España está apenas unas décimas por debajo de la media europea. No deja de ser un gran logro. La tardía incorporación de la mujer al mundo universitario hace que, en nuestro país, el número de jóvenes con una abuela que ya estuvo en la universidad sea ínfimo. Buena parte de las estudiantes que este año han comenzado su andadura universitaria siguen siendo la primera mujer de su familia que ha alcanzado este nivel de estudios. A ello hay que añadir que el feminismo “de combate”, digamos, no el subvencionado, tiene una capacidad de convocatoria que en el mejor de los casos no sobrepasa lo testimonial. Estar a sólo unas décimas de la media europea da cuenta del carácter de nuestras mujeres.
   Por supuesto, una cosa son las estudiantes y otro las profesoras. En Suiza, a principios de este siglo las mujeres que ocupaban un cargo docente en la universidad apenas sobrepasaban el 9% del total de profesores. Se puso en marcha una batería de leyes dirigidas a lograr una discriminación positiva de las mujeres en el mundo académico, que ha conseguido aumentar su presencia hasta algo más del 20%. ¿Por qué no se ha alcanzado el 25% deseado? Buena parte de las mujeres entrevistadas al respecto (casi un 45%) responden que es muy difícil conciliar la vida familiar y la investigación y/o docencia universitaria. En tal declaración hay un hecho constatado, la carrera investigadora de las mujeres sufre bruscos parones como consecuencia de la maternidad. También se puede ver en ella un patrón machista anclado en la cabeza de las mujeres, ¿por qué deben ocuparse ellas de la familia? No obstante, algo de cierto debe haber, cuando el 34% de los profesores universitarios suizos declaran igualmente que les resulta difícil compatibilizar sus obligaciones con la vida familiar.
   ¿Cuántas mujeres ocupan un cargo de profesoras en nuestras universidades en las que jamás ha existido un plan de discriminación positiva? Según los datos de 2011, el 34% del total de profesores. ¿Cómo puede ser que un país como España tenga más estudiantes y más profesoras que Alemania o Suiza? La razón es muy simple, todas las estadísticas citadas muestran media verdad. La otra media se refiere a la situación de la mujer en la vida laboral no académica. Si hay menos universitarias en Alemania es porque allí la mujer tiene un fácil acceso a un puesto de trabajo con sólo mostrar su valía. En España el mercado laboral es una selva para la mujer, tanto más feroz cuanta menor sea su cualificación. Las que sólo tienen que oír las bravuconadas sexuales de su jefe y los comentarios machistas de sus compañeros pueden considerarse afortunadas. La inmensa mayoría, además, gana un salario inferior a un hombre que haga el mismo trabajo. Muchas, por si fuera poco,  suelen recibir la propuesta habitual si quieren ver renovado su contrato. Ser universitaria aumenta las probabilidades de entrar en el primer grupo. Ellas lo saben, y ahí están, incrementado su presencia en la universidad año tras año. Les cabe, todavía, aspirar a más. El Estado es en España prácticamente el único patrón que trata a todos sus empleados igual, sin considerar su sexo. No es de extrañar, pues, que las mujeres sean también la mayor parte de la masa funcionarial española y que no van a tardar mucho en alcanzar la mitad de las plazas del profesorado universitario.
   ¿Significa lo anterior que la mujer carece de amenazas en el mundo académico español? Desgraciadamente, mientras haya miserables ocupando una minúscula porción de poder, ningún grupo de población tradicionalmente desfavorecido estará a salvo. Sin embargo, no creo que la situación en el mundo académico español en particular y europeo en general sea comparable a la que existe en EEUU, país en el que el ala protectora del Estado no alcanza al mundo de la enseñanza y en el que la mayoría de las universidades vive en una situación en todo punto comparable a la de ese libre mercado en el que nadie consigue ser libre. 

domingo, 22 de septiembre de 2013

¿Es inhóspita la filosofía para las mujeres? (2)

   La filosofía fue escrita por hombres, en consecuencia, las mujeres no pueden encontrar en ella más que los esquemas machistas habituales. Si las mujeres quieren hacer filosofía tienen que evitar la corriente fundamental del pensamiento filosófico y dedicarse a hacer historia de la filosofía de género o a construir filosofía de género. Es éste un razonamiento típico del feminismo radical que, como suele ser habitual con las ideas del feminismo radical, fue entusiásticamente acogido por el machismo más recalcitrante. En efecto, el corolario lógico de este razonamiento es que si las mujeres no pueden reconocerse en la línea central del pensamiento filosófico, no hay lugar para ellas en la filosofía, al menos no en los modos habituales de entender la filosofía, luego hay que echarlas de allí. Todo esto es tan disparatado que no merecería la pena mencionarlo de no ser porque, como muchos otros disparates, se ha hecho muy popular y personas versadas e inteligentes, lo sueltan sin darse cuenta de la barbaridad que están diciendo.
Efectivamente, la filosofía ha sido escrita por hombres, pero, ¿por qué quedarse ahí? Esos hombres tenían un rasgo adicional que era ser europeos y blancos, por tanto, tampoco hay lugar en la filosofía para negros y orientales en general. La conclusión lógica entonces es que negros y orientales deben dedicarse a recuperar a los cientos de filósofos de sus razas que, sin duda, ha habido, pero que fueron apartados de los manuales al uso por prejuicios raciales. Llegados aquí no hay motivos para pararse. Si se quiere hacer una generalización mucho más exacta, habrá que decir que quienes se dedicaron a la filosofía (hombres o mujeres), pertenecieron, al menos desde Platón, a dos grupos muy claros aunque, a veces, mezclados, a saber, eran de clase media o alta y un número significativo de ellos fueron judíos. Por tanto, cualquier gentil, hijo de obreros, debería dedicarse a recuperar a los cientos de filósofos ignorados por razones de clase. Es más, esta perspectiva conduce a la novedosa exigencia de elaborar un pensamiento obrero no judío o un pensamiento feminista de clase obrera. Todavía podemos afinar un poco más. Si exceptuamos a Sócrates, Platón y algunas elaboraciones en el París del siglo XVII, la filosofía ha florecido de un modo particularmente frondoso en mansiones aisladas, pequeñas urbes o, todo lo más, capitales de provincia, desde Anjou a Königsberg. Ergo la filosofía es provinciana. Cualquiera que no sea hombre, blanco, de clase media o alta, judío, ni proceda de provincias, en filosofía sólo puede estar perdiendo el tiempo o asimilando esquemas que no le son propios. Con ello ya hemos conseguido excluir de la corriente central de la filosofía a la práctica totalidad de estudiantes, licenciados y profesores de filosofía que existen. ¡Y todavía podemos seguir! También en música clásica los compositores son hombres, también en la moda la mayor parte de los modistos son hombres, también la inmensa mayoría de los cocineros reputados son hombres, luego a las mujeres no debe interesarles ni la música clásica, ni la moda, ni comer bien.
  ¡Por supuesto que la filosofía ha sido elaborada por hombres blancos de buena posición social! ¿Quién, hasta finales del siglo XIX podía tener los estudios, el tiempo libre suficiente, la posibilidad, por tanto, de filosofar? Ya lo dijo Aristóteles, para elaborar teorías de cualquier género había que tener las necesidades básicas cubiertas y pocas preocupaciones mundanas. Tampoco hubo escultoras, pintoras, ni novelistas hasta esa época. ¿Qué significado tiene eso a la hora de juzgar los escritos de estos hombres? No debería tener ninguno. Los clásicos son clásicos porque, aunque exista una enorme lejanía respecto de ellos, siguen diciéndonos cosas, cosas que a todos nos interesan y nos preocupan. Curiosamente, cuando se habla de lejanía, suele entenderse lejanía temporal. No parece haber ningún inconveniente en que el mito de la caverna platónico, descrito hace veintiséis siglos, siga diciéndonos cosas hoy día. Se pretende, sin embargo, que el hecho de que un filósofo contemporáneo sea hombre levanta un muro insoslayable para que una mujer pueda encontrar algo interesante en él. 
¿Han existido filósofas relegadas al olvido? Naturalmente.  Y no sólo filósofas. El motivo por el cual a determinados filósofos se les presta enorme atención mientras otros caen en el olvido siempre resulta oscuro. Muchas veces se trata, simplemente, de un tipo de discriminación. El filósofo que elaboró la gran síntesis medieval, el filósofo que marcó el pensamiento medieval y no sólo en filosofía, fue Avicena. Sin embargo, encuentren una historia de la filosofía que le dedique algo más de unas paginitas. A Santo Tomás, el mayor plagiario de la historia, se le dedican largos capítulos. ¿Por qué? Obviamente porque Avicena era musulmán y una historia de la filosofía elaborada en Europa tiene que hacer todo lo posible por olvidar el pensamiento musulmán. Si en las exposiciones habituales de la filosofía hay una clara discriminación religiosa no cabe esperar otra cosa con el sexo. Mi amigo Bernardino Orio de Miguel, dedicó buenos años de su vida a estudiar el pensamiento de Lady Conway y contaba a quien quisiera oírle que era escandaloso que a esta mujer se le hubiese dedicado poco más que una mención en algunas de las más exhaustivas historias de la filosofía publicadas hasta la fecha. Con toda seguridad no es un caso único. Sin embargo, tampoco me parece justo hacer de ello un casus belli. Resulta extremadamente difícil, por no decir imposible, escribir un compendio de filosofía que haga justicia a todas las escuelas, todos los planteamientos, todas las etnias, todas la religiones y todos los sexos. No creo que sea realista pedir tal cosa. Más bien, debe ser un ideal que debemos perseguir. Mientras nos vamos aproximando a él, hay que hacer todo lo posible por recuperar, al menos, los olvidos más sangrantes. Por otra parte, no me cabe la menor duda de que, a finales de este siglo, existirá un puñado de mujeres que habrán logrado figurar entre los grandes filósofos del futuro, no por ser mujeres, sino por la valía de su pensamiento.
En resumen, ¿hay algo inhóspito para la mujer en la filosofía? No creo que haya mayor ni menor hostilidad hacia ellas de la que pueda haber hacia hijos de obreros, habitantes de las grandes ciudades, judíos o gentiles. Y, desde luego, si alguien consigue demostrarme que la filosofía es inhóspita para las mujeres, habrá conseguido, ipso facto, que abandone cualquier dedicación a ella.

domingo, 15 de septiembre de 2013

¿Es inhóspita la filosofía para las mujeres? (1)

   Las aguas filosóficas del mundo académico norteamericano bajan revueltas. La razón no es, naturalmente, alguna disputa teórica. Más bien las ha revuelto la dimisión de Colin McGin, prominente filósofo del lenguaje británico, defensor de la imposibilidad de llegar a entender el fenómeno de la conciencia, que ha tenido que dejar su puesto en la Universidad de Miami por acosar sexualmente a una estudiante. Hasta qué punto es un caso aislado puede mostrarlo el hecho de que existe, desde 2010, un blog llamado What Is It Like to Be a Woman in Philosophy?,  en el que se recogen testimonios acerca del desprecio hacia las mujeres en el entorno de la filosofía universitaria. Todo esto era lo suficientemente llamativo como para que el The New York Times, haya abierto una serie de entrevistas con cinco mujeres filósofas para dar cuenta de la situación de la mujer en la filosofía. Lo que surge de estos testimonios es una suerte de fuego graneado contra la filosofía en general con la conclusión unánime de que la filosofía es un territorio que la mujer sólo puede sentir extraño cuando no enemigo. Aún más, no se trata sólo de las mujeres, cualquier otra minoría encuentra escaso refugio en él. Los números son muy claros. Mujeres en particular y minorías raciales en general, están infrarrepresentadas en el mundo académico de la filosofía norteamericana. El número de mujeres que estudian filosofía o hacen tesis doctorales está por debajo de disciplinas como las matemáticas, la economía o la química, lo cual genera una especie de círculo vicioso porque también las publicaciones realizadas por mujeres son menos citadas que las de sus correspondientes colegas varones... 
   A partir de los datos, las teorías. Una posible explicación es que la filosofía es una disciplina construida por varones blancos. Mujeres, negros y chinos, son incapaces de identificarse con el modelo de filósofo imperante. Los filósofos fueron hombres y como tales hablaron. No es difícil encontrar todo tipo de mensajes sexistas, cuando no misóginos. La filosofía, como no podía ser de otra manera, ha sido construida de acuerdo con un modelo racional basado en el modo de pensar de los hombres, por no decir, en un modo de pensar machista, con el que las mujeres sólo pueden sentirse hostigadas. El propio carácter abstracto de la filosofía lo demuestra. Las mujeres están mucho más interesadas por cuestiones concretas, prácticas, alejadas del etéreo mundo de la filosofía, muy típico de la mentalidad varonil. De hecho, el propio alejamiento de las mujeres respecto de la filosofía demuestra ese espíritu práctico, porque, como concluye alguno de los escritos referidos a este tema, la filosofía es cosa del pasado, una disciplina anquilosada y a punto de desaparecer.
   No estará de más centrar el tema en medio de semejante diatriba. Para mí el problema es que en el mundo de la filosofía académica hay demasiados casos de acoso sexual porque si hay uno, ya hay demasiados. La cuestión es si esto es culpa de la filosofía o de una filosofía, es decir, cuál es el papel de la mujer en la filosofía y cuál es el papel de ciertas filosofías respecto de la situación de la mujer. Inevitablemente ambas cuestiones nos obligarán a plantearnos si la situación de la mujer en la filosofía es distinta a la que se presenta en otras disciplinas y otros países. Pero antes de empezar, me temo que es imprescindible decir algo acerca de “What Is It Like to Be a Woman in Philosophy?”
   Leer “What Is It Like to Be a Woman in Philosophy?” es una experiencia que yo les recomiendo. Cualquier jovencita que se esté planteando entrar en la carrera de filosofía sacará fácilmente la conclusión de que se va a adentrar en un campo minado en el que será violada en cuanto se descuide. Es un fenómeno sociológico que descubrieron hace tiempo las compañías farmacéuticas y del que han sacado un partido extraordinario. Ud. crea una enfermedad, por ejemplo, el síndrome de los dedos gordos inflamables, lo describe someramente, crea un blog sobre él y cuelga un par de testimonios. Al cabo de unos años tendrá tres centenares largos de personas describiendo el calvario que ha supuesto para sus vidas que los pulgares se les inflamen. Por supuesto no estoy diciendo que el acoso sexual sea una enfermedad inventada, pero sí que en ese cúmulo de testimonios hay algunos que deberían estar en un juzgado y otros que hablan de sexismo en la filosofía porque un profesor comparó la conclusión de un artículo con un orgasmo o porque un compañero de estudios borracho sostuvo la tesis de que las mujeres no pueden aprender lógica. Mejor aún, resulta que la situación del mundo académico de la filosofía norteamericana es el que hay en todo el globo porque un profesor europeo visitante en una universidad norteamericana acosó a una alumna con la excusa de que “era lo normal en Europa”. Para confirmarlo, nada mejor que un par de testimonios procedentes de Suecia, país al que el patriarcado romano no llegó ni en envases de plástico pero que compite con España por los primeros puestos en las estadísticas de violencia de género...
  Una de las cosas que me preguntó el Prof. Otto Saame la primera vez que hablé con él fue si yo sabía leer griego. Le dije que no y él me respondió que entonces yo no era un verdadero filósofo. No le tuve demasiado en cuenta ese comentario y acabé tomándole el aprecio que le tomaron todos los que tuvieron la suerte de conocerle, pues era una persona absolutamente encantadora. Haber estudiado matemáticas, química y geología en el bachillerato me convertía en miembro de una minoría dentro del campo de la filosofía y si alguien nos hubiese hecho conscientes de la discriminación de que éramos objeto, probablemente me hubiese tomado el comentario del profesor Saame como ofensivo contra mi minoría. Lo que quiero decir es muy incorrecto políticamente hablando pero real, una ofensa existe si hay alguien que ofende y alguien que se siente ofendido. El acoso sexual es acoso sexual y no tiene más vueltas. Referirse a una miembro del departamento como “el bello espécimen” sólo puede significar una cosa. Pero comentarle a una mujer que “la filosofía no es una disciplina para mujeres” puede ser un agravio, una ofensa, una descripción de los hechos, una provocación o un acicate, entre otras cosas, dependiendo del tono y el contexto en que se diga. Recuerdo haber oído una entrevista con el creador de un museo de la negritud. Afirmaba que decidió crearlo cuando uno de sus profesores comentó que “los negros no tienen historia”. Es un claro ejemplo de que un profesor, un buen profesor, debe saber lanzar semejantes provocaciones por mucho que alguien encuentre en ellas la excusa que estaba buscando para ofenderse.
(Continuará...)

domingo, 8 de septiembre de 2013

La liberación de Siria

   Alemanes y rusos siempre han considerado a Polonia su patio trasero. Cuando no la han invadido, se la han repartido como buenos amigos. Por eso, el ascenso al poder de Stalin primero y Hitler después, debieron suponer negros presagios para los polacos. Finalmente fueron los nazis los primeros en declararles la guerra, una guerra que duró realmente poco y sometió a toda Polonia. Hacia julio de 1944, las tornas habían cambiado. El ejército soviético avanzaba imparable hacia la frontera polaca y las tropas alemanes cedían doblegadas por su empuje. El gobierno polaco en el exilio albergaba pocas dudas acerca de qué era lo que les cabía esperar con la entrada de los rusos en su país. La propaganda soviética no desaprovechaba ocasión para acusar a los patriotas polacos de colaboracionistas con el régimen nazi y la matanza del bosque de Katyn, ocurrida cuatro años antes, dejaba claro que no se trataba de pura retórica. Pero la propaganda soviética no sólo trataba de desprestigiar al Ejército Territorial polaco, también llamaba a la población a levantarse contra la ocupación alemana y, particularmente, a cortar vías de transporte y abastecimiento. 
   La resistencia polaca y el gobierno en el exilio discutieron largamente cuál era la mejor opción a tomar y, finalmente, se decidieron por alzarse en armas en agosto de 1944. Los alemanes se llevaron un susto mayúsculo. Consideraban a Polonia una especie de colchón de seguridad entre el ejército rojo y la frontera alemana y, de pronto, se convirtió en una trampa con enemigos de frente y por la espalda. Sin embargo, los soviéticos, en lugar de continuar su tremendo empuje, se pararon justo a las puertas de Varsovia, lo cual permitió que los alemanes se centraran en la resistencia polaca. Tras dos meses de combates más de 250.000 polacos habían muerto y buena parte de Varsovia había sido devastada. De la magnitud del susto alemán da cuenta su respuesta una vez cesaron los combates. La población de Varsovia fue deportada “temporalmente” a campos de internamiento los más afortunados y de exterminio los menos. La ciudad quedó desierta para que las órdenes de Hitler pudieran ser ejecutadas sin estorbo y éstas no eran otras que convertir Varsovia “en un lago”. Buena parte de lo que quedaba en pie fue dinamitado o incendiado, de modo que cuando las tropas del ejército rojo entraron en la capital polaca (¡en enero de 1945!) había realmente muy poco que liberar.
   Los historiadores militares soviéticos han explicado reiteradamente que el repentino parón en el avance del ejército rojo se debió a cuestiones tácticas. La ofensiva realizada en los últimos meses había sido muy rápida, las líneas de abastecimiento se habían hecho peligrosamente largas y cuando por fin los alemanes se habían replegado más allá de la antigua frontera, nadie tenía ganas de arriesgar las pocas tropas frescas que quedaban por un objetivo, Varsovia, que estratégicamente, no tenía demasiada relevancia en ese sector del frente. La verdad es que estas razones no eran, desde luego, baladíes y, probablemente, fueron el motivo inicial del parón en la ofensiva. Que después el ejército rojo se llevara dos meses contemplando cómo, a unos pocos kilómetros, los ejércitos alemanes masacraban a la población de Varsovia, sólo pudo deberse a órdenes directas de Stalin que, desde luego, no quería tener que darle la mano a nadie, salvo a un gobierno impuesto por él, cuando visitase Polonia.
   Aunque, para nosotros, aquellos acontecimientos forman parte de uno de los tristes episodios de algo que ocurrió el siglo pasado, en Polonia las heridas siguen estando vivas. En la celebración del alzamiento de Varsovia realizada este año, ha habido algo más que palabras entre los partidos políticos cuando el ministro de Asuntos Exteriores acusó al gobierno polaco en el exilio de irresponsabilidad por poner en marcha un levantamiento que, obviamente, no conducía a ninguna parte.
   Hoy los vientos de guerra son otros. La habitual falta de noticias veraniega ha conducido a las portadas una guerra que parecía condenada al olvido. En estos días no puedo evitar acordarme de estos hechos cuando oigo hablar de Siria. Desde 2011 la población siria soporta una guerra (in)civil entre los ejércitos de un dictador sin escrúpulos y diferentes facciones armadas rebeldes con objetivos e ideologías dispares. Se pudo haber intervenido de un modo decisivo cuando comenzaron las deserciones en el ejército, porque se hubiese contribuido a ahondarlas. Se pudo haber intervenido cuando los soldados entraron a sangre y fuego en Homs y Alepo (cualquiera de las veces que lo han hecho). Se pudo haber intervenido cuando los servicios secretos sirios provocaron atentados en territorio turco. Se pudo haber intervenido la primera vez que se usaron armas químicas, evitando males mayores. Y si todo eso causaba recelos y resistencia en la opinión pública o en las monarquías del golfo (salvo la qatarí), se podía haber intervenido decisivamente poniendo los medios económicos y la adecuada política del palo y la zanahoria para conseguir la articulación de las fuerzas rebeldes en un frente amplio, con unos objetivos comunes y un mando unificado mínimos. Pero nada de eso se hizo. Como el ejército rojo nos hemos quedado a las puertas de Varsovia, amenizando nuestras tardes veraniegas con las luces lejanas de la masacre, eso sí, nosotros lo hemos hecho durante dos años. Y ahora, ahora que lo más presentable de las fuerzas rebeldes está criando malvas, ahora que nuestros presidentes no tendrán otras manos que estrechar cuando vayan a visitar el país que las de sus títeres, ahora parece que ya estamos preparados para liberar lo que queda en pie.

domingo, 1 de septiembre de 2013

"El arma soy yo"

   Oblivion es una película que se estrenó la pasada primavera. Sus confusos orígenes la sitúan como un típico producto de la industria cinematográfica, dentro de la más rigurosa ideología convertida en estándares a los que debe amoldarse todo para cobrar existencia. Teóricamente se basa en una “novela gráfica” que nunca ha sido publicada. Tal vez, quienes firman el guión aportaron algo más que un concepto a los estudios, lo cual no impidió que sus guionistas a sueldo trabajaran a destajo sobre él. No vemos en Oblivion nada que no se pueda ver en cualquier otra obra de artesanía industrial, un planeta devastado por los marcianos para que los cienciólogos, con Tom Cruise a la cabeza, apoyen el proyecto, mucha más atención a la estética que a los diálogos más allá de algún mensaje reaccionario y el consabido happy end para evitar que la gente se vaya del cine pensando. Y sin embargo... Sin embargo hay algo en Oblivion, algo cada vez menos habitual.
   El padre del proyecto es Joseph Kosinski. Kosinski aprendió lo que sabe de arte (cinematográfico) jugando con un modernísimo programa para generar imágenes en movimiento. De ahí saltó a los anuncios televisivos y, posteriormente, a los anuncios en gran formato, es decir, al cine, con la innecesaria Tron: Legacy. Nada bueno que esperar por tanto, salvo por el pequeño hecho de que uno de los anuncios que dirigió fue el celebérrimo spot de Gears of Wars. Los espectadores se quedaron pegados a sus asientos con aquellas violentas imágenes del videojuego acompañadas de una balada, la adaptación que Gary Jules realizó del Mad World de Tears for Fears. Lo divertido del asunto es que nunca quedaba claro si el mundo demente del que hablaba la canción era el mundo reflejado en las imágenes o este mundo en el que la gente, como en la época romana, disfruta viendo el sufrimiento ajeno.
   La otra firma vinculada al guión es la de Arvid Nelson, episcopaliano convertido al culto Bahá’i en sus tiempos de instituto que, tras andar dando tumbos por la vida, sufrió una especie de epifanía durante su estancia en París. De ahí nació Rex mundi, cómic en 38 entregas ambientado en una Europa con la estética de los años treinta pero en la que sigue existiendo el feudalismo y no se ha producido la separación entre Iglesia y Estado.
   La película comienza con una feliz pareja que es la viva imagen del sueño americano, versión finales del siglo XXI. Tras salir de la nada, residen ahora en un chalet de arquitectura super high tech, decorado por un interiorista dentro de los más estrictos cánones del minimalismo zen, cuando no del feng shui. A punto de emprender sus vacaciones en un dorado paraíso lejano, reciben cada día en casa las instrucciones de sus superiores, salpicadas de eslóganes sacados del manual del perfecto vendedor. Pero no son vendedores, supervisan y reparan unos drones encargados de matar a los marcianitos que amenazan el american way of life. Por supuesto es un modo de vida en blanco y negro. Ellos visten blanco inmaculado y respetan estrictamente la jornada de ocho horas diurnas, mientras los marcianos son más bien partidarios de una estética a lo Mad Max y se adueñan de la noche. En definitiva, nada distinto de la vida cotidiana de ciertos buenos pastores de Virginia, que hablan del último partido de fútbol americano o sueñan con su cabañita al lado de un arroyuelo, mientras ejecutan "quirúrgicamente" a alguien en Pakistán. 
   Al cabo descubrimos que el american way of life se basa en la invasión de otros mundos y su meticuloso esquilmado, que supervisar y reparar máquinas, ejecutar sumariamente a alguien de cuya culpabilidad sólo hay referencias de oídas, llevar el sueño americano en amorosos niditos de hierro y cristal, no es algo propio de seres humanos, sino de clones, clones malévolos que, evidentemente, no hacen más que mantener y propagar el mal, pues eso sí queda muy claro, cualquiera que colabore con los drones, aunque sólo sea poniéndoles combustible, no deja de colaborar con sus asesinatos. Los seres humanos, los seres humanos de verdad, no viven el american dream. Los seres humanos se unen, se separan, se dicen adiós y, al final, ella acaba con otro (que le recuerda a ti cuando vuelve de estar con los amigotes). Los seres humanos en este mundo de drones, tienen que vivir camuflados, pues son más raros que los marcianos, ocultando en la oscuridad cualquier vestigio de cultura, de racionalidad, de sensatez. 
   A partir de aquí Oblivion casi se convierte en una reflexión sobre lo que nos hace humanos, llega, incluso a asomarse al precipicio de si otro con mis recuerdos sería yo. Está a punto de decirnos que la memoria es un arma de doble filo, que apoya nuestra identidad a la vez que siega la hierba bajo nuestro pies. Es más, en una de las escenas finales, el protagonista cita a Macaulay ante el marcianito malo, diciéndole algo así como que  los seres humanos deben dar sus vidas para defender las cenizas de sus ancestros y a sus dioses. A lo cual el marcianito malo le recuerda que él es su dios, puesto que es el que lo ha creado. La réplica obvia a esta cuestión es: “pues ha llegado la hora de matar a mi dios”, respuesta que jamás firmarían un judío y un bahá’i y, mucho menos, sería filmada. La réplica de nuestro héroe es, pues, la que suelen dar los fascistas cuando tienen claro que vencerán, pero jamás convencerán: “que te jodan”.
   Y así llegamos a la escena en la que a nuestro ajetreado Jack le comentan que sus drones son unas armas magníficas. Él responde: “No, el arma soy yo”. En una primera lectura es una muestra de apoyo a los chicos de la National Rifle Association que, a comienzos de este año, pasaron por horas bajas. Así debieron tomárselo en los estudios de la Universal. Pero en su contexto, lo que está diciendo es otra cosa, a saber, que tan asesino o heroico es el aséptico empleado que mata a miles de kilómetros, drones mediante, como el suicida que lleva una bomba con él para  ver la cara de sus enemigos en la hora de su muerte. Aún más, “el arma soy yo” puede ser la divisa de esta película, que bajo los habituales estándares de la industria, introduce en nuestras cabezas cuestiones dispuestas a estallar en cualquier momento.
   En definitiva, Oblivion no es una película profunda, no es una obra maestra, quizás ni siquiera llegue a convertirse en un clásico. Sí es un sabotaje bastante digno, al que, seguramente, la posteridad tratará con más benevolencia que la crítica actual.