domingo, 25 de agosto de 2013

Contra la propiedad (y 2)

   Recorra mentalmente sus propiedades, especialmente, las que son para Ud. más valiosas. Da igual qué haga a partir de este momento, las perderá todas. Las que no se rompan, pasen de moda, sean superadas por otras, dejen de interesarle, deje de tener sitio, tiempo o salud para ellas, parecerán de verdad merecer el término de “propiedad”. Pero si tiene suerte, dejarán de estar asociadas a su nombre con su muerte o bien cuando sus familiares le internen en una residencia de ancianos. En cualquier caso, el destino de la mayoría de ellas será la basura. Quizás sus hijos sigan sus aficiones y esa colección de postales a la que tiene tanto aprecio, esas joyas, ese mueble, no irán a la basura. Pasará a la siguiente generación... y a la otra... y a la otra... hasta que alguien la tire a la basura. Si no tiene suerte, un robo, un incendio, un expolio de cualquier género, le arrebatará esas propiedades antes de que pierda el recuerdo de qué eran. La sacrosanta propiedad privada no es más que un género de alquiler, pagamos por usar una serie de cosas y acabamos quedándonos sin nada. La propia exigencia del capitalismo de crear nuevas necesidades acaba atentando contra su más sagrado principio, la propiedad privada. Nuestras propiedades son cosas que poseemos y que, por tanto, tienen un índice que dice durante cuánto tiempo estarán asociadas a nuestro nombre.
   No es así como entendemos las propiedades. Más bien las tomamos como un género de características que se asocian con nuestro nombre y que ya lo singularizan eternamente. Un hombre sin propiedades no es un pobre, es un pobre hombre, un don nadie, a todos los efectos, no es nada. Es lógico que haya jóvenes en nuestras ciudades que se dediquen a meterle fuego a los vagabundos. Su carencia de propiedades, más allá de unos cuantos cartones, hace de ellos, a nuestros consumistas ojos, algo indeterminado, sin características, semejantes a cualquier otro vagabundo, en definitiva, nada. Para ser algo hay que comprar, comprar mucho, hay que tener muchas propiedades porque las propiedades nos caracterizan, nos dan un nombre, nos individualizan, nos singularizan. Obviamente por aquí sólo se puede llegar a disparates y sinsentidos de todo género. 
   El electrón tiene la propiedad de comportarse como onda o como corpúsculo dependiendo del tipo de aparato con el que le hagamos interactuar. Por tanto hay algo así como una cosa llamada electrón que ahora aparece con una de sus propiedades y ahora con otra, luego ¿qué es el electrón en sí mismo? Vamos a ver, el electrón no es un señor que posee un Ferrari y un Porsche,  que hoy sale con uno y mañana con el otro y sobre el que se puede preguntar si es la misma persona. El electrón es onda o partícula, dependiendo de con qué interactue, nada más. A la inversa, un buen base de baloncesto tiene que tener la propiedad de leer bien los partidos, saber qué le conviene en cada momento a su equipo, correr, atacar pausadamente, molestar a los rivales... ¿Significa eso que cada una de las decisiones que toma son de su propiedad? ¿tiene derecho a registrarlas, a hacerles un copyright, a patentarlas? Un escritor sí que tiene la propiedad de escribir buenos relatos y sí que tiene derechos sobre cada uno de ellos. ¿Dónde está la diferencia? Lo más divertido de todo es que, en el fondo, no la hay. 
   La misma noción de propiedad intelectual encierra su refutación. Esos sagrados derechos de autor que todos estamos violando a mansalva (y que, de hecho, durante toda la historia de la cultura se han estado violando a mansalva), resultan pagados, en el mejor de los casos, con algo así como el 5% del precio de poseer un libro. Lo que realmente poseemos o, dicho más exactamente, lo que constituye la mayor parte de lo que creemos la posesión de una historia que queremos leer, es el papel. Preservar la propiedad intelectual del autor significa que éste tiene que renunciar al 95% de su propiedad es favor de los propietarios del papel y de los medios de impresión o de comercialización digital.  Una vez más, llegamos a la conclusión de que el destino último de la propiedad privada es el expolio.
   Supongamos que yo tengo dinero suficiente para comprar un cuadro de Barceló. Uno grande bonito, con muchos colorines y que figura en varios catálogos como una obra maestra. Pero cuando llego a mi casa descubro que esos colorines no van bien con el estampado de mis cortinas, así que cojo yo mismo y le pinto encima unos topitos de diferentes colores para que quede mejor. ¿Puedo hacerlo? ¿tiene el autor algún derecho a reclamar contra una acción sobre algo que es de mi propiedad? Aún más, si algún día ese cuadro llegase a un museo ¿qué legitimidad tendrían los restauradores para borrar mis topitos? Al fin y al cabo, cuando yo fui su propietario los puse, ahora que ellos son los propietarios los quitan, están haciendo lo mismo que yo, luego, ¿con qué derecho su intervención es más meritoria que la mía?
   El término “propiedad” debería suprimirse de cualquier discusión que pretenda ser medianamente seria. Para aquellas cosas que pueden ser asignadas a un nombre y que puedan quedar como marcadores de él (la propiedad que tenía Michael Jordan de quedarse como flotando en el aire, por ejemplo), lo correcto es hablar de rasgos. Aún más, yo me inclinaría por hablar de rasgo siempre que nos referimos a cosas que son compradas “para distinguirnos de los demás” o “porque nos hacen especiales”. En el resto de casos, hay que andarse con mucho cuidado. Un posesivo, por ejemplo, no indica una posesión, al menos legítima. En los pocos casos en los que sí la indica, esa posesión será puramente temporal y, en la mayoría de las ocasiones, momentánea. La moderna sociedad consumista ha convertido de facto cualquier adquisición de propiedades en un género de alquiler. Por tanto, hay que tener muy claro que cuando se habla de propiedad siempre se está aludiendo a un expolio, ya acaecido o a punto de producirse.

domingo, 18 de agosto de 2013

Contra la propiedad (1)

   No soy muy amante de los análisis lingüísticos, me parecen una manera enrevesada de conducir a ninguna parte. Por lo general, un acuerdo en torno a las definiciones es un camino mucho más recto hacia el fin perseguido. Sin embargo, hay ocasiones en las que no se puede ir por esta vía porque, simplemente, el problema no está ahí. Lo que ocurre con el término “propiedad” es un ejemplo. Tenemos una curiosa tendencia a tratar cualquier cosa a la que podamos aplicar un posesivo como una posesión de hecho. A su vez las posesiones las confundimos con propiedades. Omitimos el adjetivo “privadas” porque va de suyo que toda propiedad es una propiedad de alguien. Y, para rematarlo, consideramos que cualquier propiedad (privada) es algo así como una característica añadida a un nombre y quedará inevitablemente prendida de él por toda la eternidad. Lo peor de todo es que estos son los usos habituales y da igual lo que la jurisprudencia o la Real Academia de la Lengua establezcan al respecto. Si, efectivamente, somos wittgenstenianos y hacemos del uso el criterio último del significado de los términos, el resultado no puede ser otro que las absurdas paradojas que constituyen nuestra noción de propiedad. Pero vayamos por partes.
   Estamos acostumbrados a anteponer un posesivo a multitud de objetos que hemos intercambiado por dinero. Así tenemos mi casa, mi ropa y mi coche. Es algo muy simple que hemos aprendido desde pequeñitos. La moneda que intercambiábamos por una chuchería convertía a la golosina en mi chuche, cosa que le dejábamos claro a cualquier otro niño que viniese a babear nuestra golosina. Sin embargo, la cosa no es tan clara, también la moneda era mi moneda y ya no la tenemos. La manera de racionalizar esto es muy simple, decimos que la moneda era mía porque podía hacer con ella lo que deseara. Por tanto, simplemente, hemos cambiado de objeto de deseo. Ahora puedo hacer con mi chuche lo que desee. Pero esto es una racionalización, no un hecho. El modo de razonar que hemos adquirido consiste, por tanto, en que mi casa es mía porque puedo hacer en ella lo que quiera, mi ropa es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi coche es mío porque puedo hacer con él lo que quiera. Llegados aquí ya no sabemos parar, así que proseguimos: mi vida es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera, mi dignidad es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi mujer es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera... Todo lo cual es ridículo. Una cosa es tener razones para anteponer un posesivo a algo y otra cosa muy diferente es que eso convierta a ese algo en nuestra posesión. También mi primo es mío (y no del vecino del enfrente) sin que hayamos pretendido nunca hacer con él lo que queremos y mi hijo también es mío (y no del butanero) sin que pueda hacer con él lo que quiera (a partir de cierta edad). Aún más, aunque mi casa, mi ropa y mi coche sean míos, no puedo hacer con ellos lo que quiera. No puedo derribar mi casa y poner en ella una fábrica, ni puedo decidir un día que voy a dejar toda mi ropa en casa y traten Uds. de decirle al policía que como su coche es suyo, lo aparcan donde quieren. Utilizar un posesivo y poseer son cosas muy diferentes o, si lo quieren de otra manera, poseer no significa decidir qué se hace con algo. 
   Poseer, de hecho, tiene un claro índice temporal. Hay un matiz muy diferente en “yo poseo estas tierras” respecto de “estas tierras son de mi propiedad”. “Yo poseo estas tierras” parece implicar que yo las adquirí en un momento dado, por una vía u otra y que, por una vía u otra, dejaré de poseerlas más pronto o más tarde. Cuando hablamos de la propiedad de unas tierras, de la propiedad de una casa, de la propiedad de un negocio y, especialmente, del sacrosanto derecho a la propiedad privada, uno acaba creyéndose de verdad que tiene algo protegido por las leyes del universo y que, en todo caso, puede cambiar su naturaleza, pero no su valor. En realidad, lo único que está claro es, primero que nos hemos tragado una patraña y, segundo, que todas y cada una de nuestras propiedades dejarán de ser nuestras más pronto que tarde. Lo que realmente significa el derecho a la propiedad privada es: nada. Piense en un ejemplo muy simple. Ud. compra un coche. Lo saca del concesionario, nuevo, flamante. Lo aparca en su cochera. Ha recorrido 10 Kms. Trate de venderlo, perderá dinero. Su propiedad privada se ha visto reducida por el simple hecho de que el vendedor le entregó a Ud. las llaves de ese vehículo. El caso del coche es paradigmático, pero puede aplicarse prácticamente a cualquier cosa. Todo lo que cae bajo el concepto de propiedad privada pierde valor, simplemente, por podérsele aplicar esa noción y si no lo pierde de inmediato acaba por perderlo con el tiempo. Por supuesto el dinero lo hace, el proceso se llama inflación y conduce a que el paso del tiempo le hace tener cada día menos dinero. A veces la cosa es más drástica.
   Pensamos habitualmente que por haber intercambiado un objeto cualquiera por nuestro dinero nos hemos asegurado su propiedad. Lo cierto es que no hemos procedido más que efectuar un desastroso contrato de alquiler. Si ha comprado un televisor, por ejemplo, ni podrá disfrutar de él todo el tiempo que quiera ni podrá hacer con él lo que quiera por mucho tiempo. Antes de que se dé cuenta, las cadenas estarán emitiendo en un formato que su televisor no puede reproducir o necesitará un decodificador o un reproductor que no se adapta a los enchufes que tiene o tendrá que hacer un desventajoso anexo a su contrato de compra porque el producto se estropea inmediatamente después de cumplir su garantía. Por supuesto que esa antigualla seguirá siendo suya, tendrá un bonito montón de chatarra con el que ya no puede hacer lo que quiere. A todos los efectos se ha producido una expropiación de su bien. En el caso de la ropa el proceso es aún más rápido, cada año, una serie de prendas de nuestros armarios nos son arrebatadas por el simple procedimiento de volverlas “pasadas de moda”. 
   Piénselo bien, ¿no sería mejor alquilar un coche que comprarlo? Podría tener un monovolumen de siete plazas el mes de vacaciones, un coche eléctrico el mes en que su trabajo le obliga a circular por la ciudad y un Ferrari el mes en que tiene que acudir a una fiesta de alto copete. Además podría olvidarse del engorro de lavarlo, hacerle pasar revisiones, preocuparse por las averías, etc. Quizás le suene raro hacer lo mismo con la ropa, pero, si un día le invitan a una fiesta en la que se exige etiqueta, ¿se comprará un carísimo esmoking o lo alquilará? ¿Por qué no hacer lo mismo con todo el resto de nuestra ropa? Podría ir a la última por un precio realmente escaso. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades nos satisfacen tanto como el tener nuestras casas llenas de cosas que han quedado obsoletas, no en balde, desde pequeñitos hemos sido educados en la necesidad de poseer.

domingo, 11 de agosto de 2013

Delirios veraniegos

   Llevo toda mi vida ligado al mundo de los estudios, por tanto, es comprensible que el verano sea mi época del año favorita. Reconozco, no obstante, que tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es que el calor dilata las cosas, incluyendo las sinápsis, con lo que se debilita la estructura del cerebro, como suele decirse, se reblandece. El resultado son las alucinaciones veraniegas. Algunas son pasajeras, por ejemplo, los ovnis o el monstruo del Lago Ness, típicos fenómenos del estío. Otras son más graves, ¿quién no se ha enamorado en verano? El fenómeno no sólo se produce a nivel individual, ocurre también con las instituciones. Hay que entenderlo, todo el mundo quiere coger vacaciones más o menos en las mismas fechas, así que la empresa o algún departamento, queda en manos del becario. Becario, por otra parte, que empezó a trabajar una semana antes de hacerse cargo de todo. A veces, la culpa no es del becario. Uno se va a la playa y con el Sol, la arena, el mar, el tinto del verano, las fiestas del pueblo y esas inocentes reuniones de amigotes que acaban con alguien tatuándose “amor de madre” en la frente, vuelve que, más que de las vacaciones, parece que regresa de la guerra de Vietnam o de Marte, sin recordar siquiera cuál era su mesa.
   Si creen que estoy exagerando, no tienen más que mirar las últimas recomendaciones del FMI para crear empleo en España. ¿Que cómo acabar con el paro? Muy fácil, se le recorta un 10% el sueldo a todos los trabajadores y listo. La idea es lo suficientemente estúpida como para que las autoridades europeas la hayan acogido con entusiasmo. Afortunadamente, una de las pocas ventajas que tiene ser español es que se aprende a mantener la cabeza fría aunque el termómetro marque 48ºC a la sombra. Gobierno, sindicatos y empresarios (con la boquita pequeña) se han lanzado en bloque a decir que ni de coña. Hay motivos para ello. Comencemos por hacer las cuentas como las ha hecho el FMI. Recordemos, el paro es España ronda el 30%. Supongamos que una empresa tiene diez empleados, cada uno de los cuales cobra 100€. Ahora le quitamos el 10% a cada uno de ellos y, según el FMI, con ese dinero podremos contratar... ¡¡¡Tres empleados!!!
   Bueno, bueno, no hay que exagerar. A lo mejor no es que se le esté pagando un sueldazo de mareo a unos imbéciles que no saben ni dividir. A lo mejor es que la propuesta era para mejorar la tasa de paro. Veamos, a una economía que lleva ya tres meses sin ir a peor, le retiramos, de golpe y porrazo, el 10% del poder adquisitivo de todos los trabajadores y el resultado será... ¿Que la economía crecerá hasta el punto de animar a los empresarios a contratar más gente? ¿No habrá una contracción brutal de la demanda? ¿no generará eso un empeoramiento de la situación de todas las empresas y, por tanto, más crisis, más quiebras, más paro? Imaginemos que en el FMI no trabajan cerebros reblandecidos por el calor, ni imbéciles a prueba de cambios climáticos. Imaginemos que, efectivamente, han realizado cálculos exactos que llevan a la conclusión de que la economía mejorará y el paro disminuirá. Aún en este caso, es seguro que hay un factor que no ha entrado en sus cálculos.
   Como creo que ya he explicado alguna vez, en EEUU o en Japón, cuando surge la crisis lo primero que hacen las empresas es desarrollar nuevos productos o nuevos modos de elaborar los ya existentes. Después buscan nuevos mercados. Después racionalizan los gastos de la empresa. Finalmente, se redimensionaliza su tamaño (dicho en plata, se echa gente a la calle). En España, la primera medida que se toma ante la crisis es mandar a todo el mundo a la calle. A continuación se les explica a los que quedan que o bien hacen el trabajo de todos los despedidos por la mitad del salario o bien la empresa se cierra. Finalmente, transcurridos seis meses en que los beneficios empresariales no alcanzan los niveles de antes de la crisis, se cierra de todos modos. ¿Qué ocurriría si la propuesta del FMI se pusiese en marcha? Simple, los beneficios empresariales aumentarían un 10%, que sería empleado en contratar nuevos trabajadores... Un año de estos, cuando la economía remonte.
   En fin, mientras escribía estas líneas, he llegado a la conclusión de que mi supuesto inicial era erróneo. La razón por la cual el FMI ha lanzado semejante propuesta, no es el reblandecimiento del cerebro de sus integrantes, ni su imbecilidad permanente. La razón, la verdadera razón, es que FMI son las siglas de Fumamos Musssha Ierba.

domingo, 4 de agosto de 2013

Progresar, ¿hacia dónde?

   Hace unos años, la delegación del servicio de Sanidad Exterior en Sevilla estaba en la Avenida de la Raza, en unos pabellones prefabricados que le daban el triste aspecto de un dispensario de metadona. Me sorprendió encontrar allí unos cuatro o cinco hombres jóvenes, con los modos habituales de los barrios menos favorecidos de nuestra capital: largas y ensortijadas melenas de color azabache, gruesas cadenas de oro, pobreza léxica y riqueza de expresiones soeces. Para acabar de rematarlo, se oyeron, mediadas por intervalos, un par de carcajadas sonoras desde una de las consultas. Me sentí incómodo durante un rato, más por el hecho de que algo no encajaba allí (o ellos o yo o aquel escenario) que por temor. El caso es que mereció la pena. La consulta la atendía un señor mayor extremadamente simpático e inteligente. No tardó mucho en develar mi estupidez, había compartido sala de espera con uno de los muchos grupos flamencos que pasaban por allí camino de alguna remota embajada española donde amenizaban las fiestas de postín. En cuanto al tema de la visita, fue muy claro: desde un punto de vista sociosanitario, ir a la India o a otro país semejante, era como viajar a la España de hacía treinta años. Me acordé de sus palabras nada más parar en el primer restaurante de carretera saliendo de Nueva Delhi. Allí estaban la sillas de formica con patas a las que les faltaba un remate de goma que yo recordaba de los bares a los que iba con mis padres cuando era niño.
   La India que yo vi era el país en el que comenzaba a hacerse notar una clase media loca por los coches japoneses, el aire acondicionado y los pequeños chalets unifamiliares. Se habían subido al carro de las nuevas tecnologías, pululaban los teléfonos de última generación (importados de China) y había cibercafés, literalmente, en cada esquina. En el paisaje podían apreciarse radicales edificios de arquitectura high-tech, sede de las empresas que estaban permitiendo crecer el PIB a un ritmo del 10% anual. Al lado de estos monstruos de cristal y acero, familias enteras vivían debajo de su única propiedad, un plástico, pululaban los tenderetes llenos de mugre, la circulación de novísimos coches japoneses  se veía interrumpida por las vacas sagradas, las mujeres seguían llevando el sari tradicional como uniforme, había grupos de niños pidiendo allí donde iban los turistas, las calles conformadas por los chalets unifamiliares estaban sin asfaltar...
   Uno se imagina que en países como Sudán, Kenia o Somalia la gente se comunica golpeando los troncos huecos de los árboles. Lo cierto es que en Jartum, los taxistas conducen con una mano mientras teclean en el Whatsapp con la otra, los Masái han añadido un bolsillo a su tradicional túnica roja para llevar el iPhone 5 y todo el que puede en Somalia se compra una camiseta del Barça porque siguen la liga española por satélite. Lo característico de los países en vías de desarrollo o del Tercer Mundo no es continuar viviendo en el siglo XVI, sino tener un pie en el siglo XVI y otro en el XXI. En cambio, cuando llegué a Alemania por primera vez, me sorprendió encontrar que los ordenadores de la universidad funcionaban todavía con disquetes de 8 pulgadas, en la época en que para los españoles el disquete de tres y medio era el estándar. Eso sí, había paneles en las paradas de autobuses que indicaban el punto exacto de la ruta en el que se hallaba el autobús de línea y cuánto tardaría en llegar. Con un simple sistema de código de barras, uno podía pedir los libros que quisiera en la biblioteca, se pasaba a recogerlos un rato después y en menos de dos minutos el trámite había terminado. Yo también alucinaba con todo aquello porque era algo impensable en la Sevilla que conocía. 
   Cada vez que surge la discusión de si España ha avanzado en los últimos treinta años o no, hay quien recuerda  la cantidad de cosas que han cambiado y quien enumera la cantidad de cosas que siguen exactamente igual. Entonces se inicia la eterna discusión acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío. Yo, que soy lo suficientemente viejo como para haber visto todo lo que he visto, me acuerdo entonces de la India y de Alemania. En los países industrializados, en las potencias que año tras año están ahí, las cosas avanzan acompasadas. A lo mejor no hay cambios tan drásticos en diez años, pero en veinte, todo ha cambiado, simplemente, el vaso está lleno. Eso crea una sinergia por la que un euro invertido en cualquier cosa redunda en beneficio del todo, no hay desperdicios de dinero porque en algún lugar del sistema no se pueda aprovechar la novedad. Todo avanza, quizás no mucho, pero casi simultáneamente. Por eso, la propia polémica acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío me produce inquietud, denota que no estamos entre esos países. Está muy bien que tengamos AVE, el mayor número de líneas ADSL y el mayor número de móviles de Europa. Pero si sigue siendo imposible ir de Sevilla a Almería en tren, nadie sabe cuántas empresas públicas hay exactamente y seguimos teniendo los índices de lectura del franquismo, mucho me temo que continuamos estando más cerca de Africa que de Europa.