domingo, 9 de noviembre de 2014

¡Qué sueño! (y 2)

   No faltan estudios “científicos” que señalan a tal o cual gen como el responsable del número de horas que necesita dormir una persona. Entran dentro del estándar característico de este género de literatura. Más o menos es el siguiente. Se busca a una familia (ciertamente, como la de Maribel, extraña) en la que alguno de sus miembros presenta un comportamiento promedio anómalo. Con gráficas y un buen aparato matemático, se escamotea bajo la alfombra el hecho de que el promedio de dos, tres o media docena de individuos, nunca es un dato significativo para nada. A continuación se modifican unos ratones genéticamente y se les somete a varios experimentos que nunca durarán tanto como la vida de un ser humano, pues únicamente se trata de confirmar nuestra hipótesis. Bien resumido, un artículo de estas características será acogido con los brazos abiertos por cualquiera de los dos grandes voceadores del determinismo genético, las revistas Science y Nature. Y todo ello, sin que hallamos acrecentado en lo más mínimo nuestro conocimiento sobre nuestro objeto de estudio, a saber, qué es dormir.
   Dormimos “para descansar” o “para recargar baterías”, lo cual son explicaciones tan fructíferas como decir que dormimos para estar despiertos. El “descanso” es completamente diferente al que se produce cuando nos sentamos o tumbamos en un sofá, pues difícilmente aguantaremos ocho horas en esa posición. Aún más, los sonámbulos que se pasan media noche dando garbeos se despiertan tan “descansados” como el resto de los mortales. Desde luego, nuestro cerebro, el órgano principalmente implicado en el dormir, ni “descansa”, ni se “recarga” de un modo fácilmente explicable. La noche es un período de intensa actividad cerebral. Es cierto que durante una primera fase, ésta va aminorando y el cerebro parece ir dirigiéndose hacia una plácida inactividad. En una segunda fase, esta placidez es interrumpida por bruscas pinceladas de excitación, desembocando en un período en el que todo el cuerpo, incluyendo el ritmo cardíaco y el respiratorio, van disminuyendo. Al cabo de unos noventa minutos aparece la primera de las fases REM. 
   Durante la fase REM, la respiración, el ritmo cardíaco y la temperatura corporal son comparables a las del estado de vigilia. Al bloqueo de las zonas encargadas del raciocinio se une ahora el de las neuronas motoras, con lo que el cerebro queda, por decirlo así, aislado del cuerpo. Los ojos, sin embargo, se mueven a toda velocidad, dando nombre a este período. Típicamente es en esta fase en la que se producen los sueños. El final de la fase REM viene marcado por un despertar, que suele durar un par de segundos y del que, habitualmente, no somos conscientes. Después el cerebro reinicia todo el camino anterior desde el principio, cayendo en una nueva fase REM. Este ciclo de caída y salida de la fase REM suele repetirse cuatro o cinco veces durante la noche, alargándose la duración de esta fase con cada recaída en ella. En total, un ser humano adulto pasa entre noventa y ciento veinte minutos en fase REM. Parece que esta etapa dura más en los niños hasta llegar a las ocho horas en los recién nacidos y a las quince en los fetos. También se ha detectado fase REM en los primates y en varios tipos de animales. No obstante, si nuestros conocimientos acerca del dormir son escasos, nuestra ignorancia es supina cuando nos referimos a su filogénesis. Apenas si se ha estudiado el sueño en cincuenta especies animales y los resultados son cualquier cosa menos esclarecedores. Parece que todos los mamíferos experimentamos la fase REM, pero su duración y los cambios fisiológicos que produce son extremadamente variados de una especie a otra. El caso extremo son los mamíferos marinos. La foca, por ejemplo, duerme como nosotros cuando está en tierra. Si está en el agua, duerme con un ojo abierto y una aleta, encargada de mantener la posición corporal, en movimiento. El otro ojo está cerrado y la aleta de ese lado en reposo. Los delfines parecen poder mantenerse activos durante cinco o seis días sin que ello implique, a continuación, la necesidad de un período de reposo prolongado. En el caso de las crías este período de actividad sin aumento de la necesidad de reposo puede durar hasta seis semanas. A partir de ahí, descendiendo por la escala animal, definir qué es dormir se vuelve cada vez más complicado, no hablemos ya de sus fases. No hay unanimidad, por ejemplo, sobre si los reptiles tienen o no fase REM. Si se entiende por dormir un estado de reposo al finalizar el cual se necesita de un cierto tiempo para volver a la actividad normal, entonces hay especies, como ciertas ranas, que no duermen, mientras que otras sí lo hacen.
   Fisiológicamente, la reparación del organismo y la secreción de hormonas, se llevan a cabo en las primeras fases del dormir, con lo que, todo lo demás, hay que atribuírselo a necesidades cognitivas. De hecho, todos sabemos que lo estudiado antes de irse a la cama se retiene con más facilidad y hay experimentos que correlacionan la actividad durante la noche con los aprendizajes realizados durante el día. La teoría más aceptada hoy sugiere que los sueños están vinculados, precisamente, con esa tarea de “archivar” la información recopilada durante la vigilia. Dormir, es, por tanto, fundamental para aprender y, si hemos de creer los relatos de numerosos artistas, científicos e inventores, fundamental para la creatividad. En cualquier caso está claro que si la feroz selección natural nos ha hecho llegar hasta aquí pese a que dediquemos un tercio de nuestra vida a dormir, por algo, por algo muy útil, necesario e importante, será. La manía que existe en nuestras sociedades por acortar las horas de sueño, va dirigida, en consecuencia, contra algo que la madre naturaleza considera inexcusable y sólo puede entenderse como otro de los efectos desnaturalizadores de nuestra forma de vida. 
   Y, ahora, por fin, creo que me puedo ir a dormir.

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