domingo, 28 de septiembre de 2014

Olvidar a Laplace (1)

   "Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la Naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos."
   Esta famosa cita procede de la Théorie analytique des probabilités, publicada hacia 1816 por Pierre Simon de Laplace y condensa lo que se entiende por determinismo. En la época en que fue redactada era la expresión de un programa de investigación científico cuya culminación parecía estar al alcance de la mano. Sin embargo, el cambio de siglo significó también un cambio definitivo en las esperanzas por llegar a predecirlo todo. La mecánica cuántica estableció claramente que es imposible determinar con absoluta precisión las condiciones iniciales de un sistema, con lo que el sueño de Laplace se esfumó de la física. Ésta es, al menos, la forma en que se cuenta habitualmente la historia. Naturalmente, lo hechos son otros.
    Lo que Laplace formuló no era ni un programa de investigación, ni una hipótesis, ni un sueño, era una simple alucinación. Como toda alucinación, el determinismo de Laplace estaba basado en una deformación grotesca de la realidad. Tomemos literalmente lo que dice Laplace, ¿qué fuerzas animan, qué sitio ocupan las ideas, los deseos, las intenciones? A menos que podamos reducir a algo localizable físicamente todo lo que ocurre dentro del cerebro humano, resultará que una parte del universo, a saber, la formada por los seres humanos, nunca resultó abarcada por esa inteligencia de la que hablaba Laplace. De modo que, si hubiese tenido razón, seguiríamos sin tener motivos para negar la libertad de los seres humanos. Y, sin embargo, lo más divertido es que, por considerable que se pueda parecer esta objeción, ni de lejos es la más grave que se puede hacer contra el determinismo laplaciano desde dentro de la física clásica.
   Supongamos dos cuerpos celestes, con posiciones y trayectorias perfectamente determinadas, que orbitan en torno a un centro común, ¿podremos calcular sus posiciones y trayectorias en un futuro cualquiera con un grado arbitrario de precisión? La respuesta es, obviamente, afirmativa. Modifiquemos ahora el problema, de hecho, modifiquémoslo mínimamente. Lo único que vamos a hacer es añadir un único cuerpo más al sistema. ¿Qué puede cambiar? Tenemos un sistema determinista, tenemos la posición inicial de los cuerpos calculada con no importa qué grado de precisión, tenemos las fórmulas que rigen dicho sistema, ¿cabe esperar algún cambio? No parece que mucho, ¿verdad? Simplemente, las fórmulas que se aplicaban a dos cuerpos ahora tendrán que aplicarse a tres. ¿Podremos calcular con total precisión las posiciones y trayectorias de estos cuerpos en un instante dado del futuro? Pues bien, resulta que la respuesta ya no es ni obvia, ni trivial y, ni siquiera, newtoniana. En sentido estricto este problema no tiene solución dentro de la física clásica. Estamos, en efecto, ante el famoso problema de los tres cuerpos.
   La fórmula de la gravitación universal que Ud. y yo aprendimos a manejar en el colegio no es aplicable en el caso que estamos planteando. El modo en que nosotros la manejábamos suponía que la masa de uno de los cuerpos es mucho más grande que la del otro, de modo que despreciábamos la influencia que éste pudiera ejercer sobre el primero. Por decirlo de otro modo, en el colegio aprendimos a resolver el “problema de un cuerpo”. El problema de dos cuerpos con masas parecidas implica el ejercicio mutuo de influencia, con lo cual estamos hablando de un sistema de ecuaciones diferenciales que, en resumidas cuentas, se puede resolver como un sistema de ecuaciones lineales (es decir, de primer grado). Cuando se trata de tres cuerpos, nuestro sistema de ecuaciones deja de ser lineal y, como en la mayoría de los casos de sistemas no lineales, no tiene una solución analítica, única y ni siquiera alcanzable en un número finito de operaciones. 

domingo, 21 de septiembre de 2014

Sobre verdad y falsedad en el sentido del mercado.

   Esta semana ha salido a la luz la noticia del desmantelamiento de una fábrica de cigarrillos falsos en el norte de España. Los impuestos que gravan el tabaco han extendido la aparición de estas fábricas por toda Europa. Hasta 60 de ellas han sido desmanteladas en los últimos diez años. La organización disponía de más de un millón de cajetillas de diferentes marcas dispuestas para ser rellenadas con las tres toneladas y pico de tabaco que han sido incautadas. La nota del ministerio no dejaba claro si este tabaco había sido tratado con las sustancias habituales entre las empresas del sector para volverlo más adictivo, ni si el papel y los filtros eran de igual, menor o mayor calidad que los cigarrillos al uso. Porque hay que entenderlo, estos cigarrillos no eran “falsos” debido a que explotaran en la cara del inocente que los comprase, eran “falsos” porque no pagaban los impuestos correspondientes. Por lo demás, puede que fuesen tan saludables (es un decir) o más, que los cigarrillos “verdaderos”. 
   El mundo de las “Naik”, las “odidos”, de “Georgio Amoni”, de los “Levina’s”, de “Samsing” y otros parecidos, ha pasado a la historia. Ayer mismo tuve en mis manos la nueva camiseta de Pau Gasol con los Chicago Bulls, hasta con el holograma en la etiqueta, más “falsa” que un duro de cartón. Los teóricos de la externalización de los servicios, de la deslocalización, de las “enormes” ventajas de buscar mano de obra lo más barata posible, no fueron capaces de ver que si uno externaliza la producción, acaba externalizando la propia marca. Se subcontrata a una empresa que, a su vez, subcontrata otras. Se le paga una miseria por producto entregado y, a cambio, se le da el patronaje y todos los detalles técnicos para la producción. Evitar que alguna de esas empresas siga fabricando más allá de lo solicitado escapa a cualquier control. Muy pronto el mercado está inundado de productos que de “falsos” tienen únicamente el estar fuera de la autorización que concede un contrato.
   Desde hace años uso discos Verbatim para mis cosas. Son fáciles de encontrar en las tiendas chinas y no tan chinas. Por supuesto, no son tiendas especializadas. O quizás todo esto es falso y nunca he usado discos Verbatim. Hace algún tiempo leí que un usuario europeo, había puesto una reclamación a la casa matriz porque todos los discos de una caja le habían salido malos y los había tenido que tirar. Desde Verbatim le presentaron disculpas y le devolvieron el dinero no sin aclararle que, el código del producto que les había enviado, correspondía a una partida teóricamente vendida en cierto país oriental. Sean Verbatim o no, los discos que uso cumplen su función, y mucho mejor que otros “verdaderos”. Hubo una época en que si uno compraba un perfume falso, a los diez minutos estaba oliendo a alcohol. Hoy se pueden encontrar cuyo aroma dura más que los “verdaderos”, igual que se pueden encontrar bolsos más resistentes, ropa mejor cosida e, incluso, falsificaciones cuya reparación se tiene que hacer con una pieza original o con años de garantía. ¿Qué es lo que distingue, pues, a lo “falso” de lo “verdadero”? ¿Qué queremos decir cuando llamamos “falso” a un cigarrillo, unas gafas o un medicamento? 
   Siempre que se habla de “verdadero” o “falso” a uno se le viene a la cabeza el criterio de verdad como adecuación, es decir, un bolso es de Louis Vuitton si, realmente, ha sido producido en una fábrica de Louis Vuitton. Lo cierto es que este criterio nunca sirvió para nada y mucho menos puede hacerlo en nuestros días. Nada, o casi nada, se produce ya en una fábrica de la marca bajo cuyo nombre se comercializa,. Si siguiéramos este criterio, todo cuando circula por el mercado sería falso. Incluso si damos una versión más cercana a lo que Aristóteles quiso decir al proponer semejante criterio, tampoco avanzaremos mucho. En efecto, podemos postular que un producto es “falso” si no corresponde a la marca que el cliente pretende estar comprando. Sin embargo, el mercado de los productos falsificados tiene, en muchos sectores, una clientela propia, que sabe lo que está comprando y que busca productos que, de acuerdo con este criterio, no cabría calificar de “falsos”. 
   Cuando se habla del mercado, uno puede pensar también en un criterio de verdad pragmático, esto es, algo es verdadero si es útil para el individuo o la sociedad. Todo cuanto funciona en el capitalismo es útil para... Luego, cuanto funciona en el capitalismo es verdadero. Sin embargo, una vez más, nos encontramos con que tampoco los productos falsificados resultarían “falsos” con este criterio. Resulta extremadamente discutible que su comercialización no favorezca a amplios estratos sociales, al menos tan amplios como los afectados por la fabricación de armas, de alcohol o de medicamentos que enferman más de lo que curan (suponiendo que existen muchos de otro tipo), todos los cuales son aceptados como "verdaderos".
   El criterio de verdad que se aplica cuando se habla del mercado es otro bien distinto. Para entenderlo no tenemos más que ver lo que ocurre con el producto más falsificado a lo largo de la historia: el dinero. Sufrimos, en efecto, una plaga de dinero falso. Los bancos centrales tuvieron hace una década la bonita idea de externalizar también la fabricación del dinero para abaratar costes, con lo que el mercado negro está lleno de lotes de papel con las medidas de seguridad incorporadas, sobre los que sólo hay que imprimir el billete en cuestión, algo no especialmente difícil con los modernos medios informáticos. Por si fuera poco, las malas lenguas aseguran que Corea del Norte dedica sus imprentas estatales a fabricar no sólo el won, sino también dólares y euros. ¿En qué se puede distinguir un dólar fabricado con los medios de un Estado como Corea del Norte de un dólar fabricado en Norteamérica? La respuesta es: da igual. Al Estado emisor no le importa cuál ha sido fabricado por él y cuál no, lo único que le importa es que sólo uno de ellos circule. Si hasta un banco central han llegado dos billetes con la misma numeración e indistinguibles, la decisión sobre cuál acabará en el crematorio es arbitraria. Lo importante, no es ni cuál sea producto de una falsificación, ni cuál sea mejor. Lo único importante son los intereses de una voz autorizada que dictamina, sin pruebas reales, qué va a quedar acogido bajo el manto de su protección y qué no. En este mercado tan libre, en nuestras modernas sociedades henchidas de relativismo, en estas democracias tan abiertas, el único criterio de verdad que rige es el mismo que imponía su arbitrio en las oscuras tinieblas de la Edad Media, la autoridad. Son los modernos obispos, llámeselos altos cargos del Estado o directivos de empresa, los que, mirando sus libros (de contabilidad) y no a los hechos, deciden si un disco, un billete o un medicamento, va a ser reconocido como verdadero o no.

domingo, 14 de septiembre de 2014

El ajedrez y la inteligencia.

   Me he desenganchado del ajedrez dos veces en mi vida. La primera fue en mi adolescencia. Me di cuenta de que jugaba al ajedrez para machacar a mis rivales. Me lo había advertido uno de mis maestros en el colegio y me dio tanta rabia tener que darle la razón que dejé de jugar. Años después cayeron en mis manos programas que jugaban decentemente a este juego. Me volví a enganchar. Leí estudios de aperturas, pasé largas horas jugando y, en los ratos libres, resolvía problemas. Llegué a ir siempre con unos cuantos recortes con problemas en la cartera para aprovechar cada segundo que tuviera y echarles un vistazo. El ajedrez fue para mí una droga. No podía controlarlo. Dedicaba más tiempo y energías mentales al dichoso jueguecito que a los temas sobre los que debía estar trabajando. Me desenganché entonces por segunda vez. Aunque esporádicamente juego alguna partida, procuro no emocionarme demasiado y ser piadoso con mi rival si es humano. Buena parte de esta nueva actitud la debo al hecho de haberme iniciado en  la práctica del Go, pero ésta es otra historia.
   Hay multitud de mitos y de creencias en torno al ajedrez que son erróneas. Una de ellas correlaciona el ajedrez con la inteligencia. Se piensa que los buenos jugadores son muy inteligentes o, a la inversa, que si alguien es muy inteligente, tiene que jugar bien al ajedrez. La verdad es que no sé de dónde viene semejante creencia. Un buen jugador de ajedrez, como un buen matemático, un buen músico o un artista, es alguien que tiene la capacidad de saber colocar cada pieza en el sitio justo, en el momento oportuno. Naturalmente, buena parte de esa capacidad es producto de la práctica, aunque cuánta práctica se necesite ya no es una cuestión de práctica. Poco más cabe dedudir de semejante capacidad.
   Tomemos el caso del más mítico de los jugadores de ajedrez, Bobby Fischer, campeón mundial entre 1972 y 1975, que dejó de serlo por desavenencias con la federación, no por derrota. Sus partidas incluyen jugadas inesperadas, auténticas bombas lógicas, que descolocaban a sus rivales y los sometían a la tortura china de efectuar profundos análisis con la amenaza del tiempo encima. Es frecuente leer, en los estudios sobre esas partidas, que, en realidad, tal o cual movimiento restablecía la igualdad sobre el tablero, pero para llegar a esa conclusión se necesita la calma y tranquilidad que no se tiene durante el desarrollo de un torneo. Fischer, por tanto, no ganaba a sus rivales, los fundía. Ninguno volvió a hacer nada destacado tras enfrentarse con él. 
   A Fischer se le adjudicó un coeficiente intelectual de 184, superior al de Albert Einstein, con lo que su caso no sólo aclara las relaciones entre ajedrez e inteligencia, también nos permite deducir qué relación hay entre dicho coeficiente y un comportamiento inteligente. De Fischer se dice que se arrancó todas las muelas convencido de que los soviéticos habían metido micrófonos en ellas. Leontxo García, cuenta que Fischer acudió a una entrevista con él completamente empapado, en un día en que no había llovido. Y éstas son sólo dos de las anécdotas que jalonan una existencia, cuando menos, singular. Si en vez de pertenecer a la vida de un campeón de ajedrez, fuesen parte de las ocurrencias de nuestro vecino, tendríamos muy claro el calificativo que merecen.
   ¿Era Fischer muy inteligente? Pues depende de para qué. Sin embargo, tan profunda es la creencia de que el ajedrez desvela secretos acerca de la inteligencia que los primeros informáticos que se enfrentaron a la tarea de hacer que un ordenador aprendiera este juego lo hicieron con unas esperanzas bastante remotas. Tenían motivos para ello, el primer movimiento que realizó un programa creado para jugar al ajedrez fue... ¡abandonar! Treinta años después, circulaban programas que barrían del tablero a cualquier ciudadano medio. Todavía recuerdo las bravatas de Gary Kasparov, a quien muchos señalan como el heredero de Fischer, diciendo que, pese a ello, él siempre podría ganarle a cualquier programa de ordenador. El ajedrez, aseguraba Kasparov, era producto de la inteligencia humana, por tanto de la intuición, de la capacidad para encontrar respuestas no previstas, nada programable. Sus bravatas duraron siete años. En 1996, Deep Blue le ganó por primera vez una partida, al año siguiente, una nueva versión de Deep Blue ganó el torneo contra Kasparov. Deep Blue carecía de intuición, de capacidad innovativa, era pura fuerza bruta, pero se portó, desde luego, como Fischer, porque Kasparov ya no volvió a levantar cabeza. Sin embargo, en la época en que un supercomputador en paralelo era capaz de derrotar al vigente campeón del mundo de ajedrez, no había máquina capaz de igualar la capacidad del cerebro humano para reconocer un rostro. Y es que en el ajedrez,  nada es lo que parece, como veremos en la siguiente entrada.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Métodos de riego

   Lo malo del regreso de las vacaciones es que los políticos también regresan a la actividad (es un decir). Este año, antes de que ninguno haya podido tener el primer ocurrendo, ha entrado en escena nuestro heroico Super Mario Draghi para anunciar lo que a nadie se le puede estar escapando: que tras la brutal poda de la crisis, el arbusto de la economía crece débil y paliducho. Para vitaminarlo y mineralizarlo, Super Mario trae bajo el brazo una caja de herramientas. Hay quienes argumentan que son medidas tibias y cobardes. Por el contrario, yo pienso que Super Mario ha demostrado toda su valentía. La caja de herramientas que está dispuesto a abrir, está asentada en “una mayoría confortable”. Dicho de otro modo, las ha sacado adelante en contra de la opinión de quienes tienen que dar el visto bueno para que continúe en el cargo (léase, los alemanes). Básicamente se trata de comprar títulos y bonos respaldados por la deuda privada en manos de los bancos. En definitiva, se trata de regar de dinero a los bancos a la vez que se penaliza su posibilidad de mantener ese dinero “congelado”. La esperanza es que comiencen a prestar dinero de una vez. El trasfondo de estas decisiones merece la pena ser analizado.
   En primer lugar, tenemos, de nuevo, al lobo de la deflación asomando las orejas. Como ya dijimos en otra entrada, el capitalismo es inflacionario, necesita de la inflación como un burro necesita de una zanahoria delante de sus ojos para andar. El BCE, que fue creado para controlar la inflación, se encuentra ahora con la paradoja de que tiene que fabricarla. Por supuesto, las mentes cuadriculadas no se las manejan muy bien con las paradojas y ésta es una de las razones para que los alemanes se opongan a cualquier medida en dicha dirección. La otra es que ya lo hicieron en un pasado y ningún político que se precie cambiará nunca de rumbo por mucho que los hechos hayan demostrado que va camino del precipicio. Pero hay una último motivo en esta actitud alemana que no es tan pueril. Hace ya tiempo que se vienen cuestionando los instrumentos que miden la masa monetaria en circulación en Europa. Echar dinero en un mercado cuya masa monetaria no se conoce con exactitud es una medida mucho más arriesgada de lo que la prudencia (alemana) puede aconsejar.
   Un segundo aspecto a considerar es que estas medidas vienen a producirse unos años después de que las adoptaran Japón, EEUU y Reino Unido. Hay quienes ven en semejante retraso, pruebas de la inoperatividad de las instituciones europeas. Yo más bien creo que es una muestra de sensatez... si se sacan las lecciones oportunas de lo que ha ocurrido en estos países. Porque lo que ha ocurrido es que, tras unos meses de cierta euforia el enfermo vuelve a tener constantes vitales planas. ¿Por qué? Supongamos que las medidas de Super Mario consiguen, al fin, despertar el ansia de los bancos por prestar dinero. Supongamos que hay un empleado de banca en una mesa esperando ansiosamente que alguien se siente ante él para darle un préstamo. Supongamos que un joven emprendedor se sienta, en efecto, allí, con el deseo de conseguir dicho préstamo. Supongamos, finalmente, que dicho joven emprendedor es, por ejemplo, promotor inmobiliario. Quiere construir casas. El empleado, sin hacer muchas preguntas, comenzará a rellenar mecánicamente las casillas del formulario para dar el préstamo. En una de ellas pondrá: plan de negocio. “¿Plan de negocio?” preguntará al joven emprendedor. “¿Plan de negocio?” responderá éste. “Sí, ¿a quién le va a vender las casas? ¿cómo? ¿en qué plazo?” ¿Qué puede responder el joven emprendedor? ¿a quién le va a vender las casas? ¿a los parados? ¿a quienes ya tienen una hipoteca que se les come más de la mitad de su sueldo?
   La idea de Draghi es que si se les facilita dinero a los bancos, éstos se lo prestarán a sus mejores clientes, los cuales generarán empleo, trabajo y, por fin, la recuperación económica. En resumen, es la vieja idea neoconservadora, tantas veces refutada ya, de que lo mejor para la economía es que los ricos tengan cada vez más dinero. Lo cierto es que si la mayoría de los ciudadanos carece de poder adquisitivo, ningún cliente de un banco, por muy rico que sea, podrá vender nada y si su banco tiene la más mínima sospecha de que ésta es la situación, ni locos le prestarán dinero, más bien se lo quedarán para aprovisionar el aumento de la morosidad. Cuando, en ciertos momentos de la historia, los Estados han recurrido a la máquina de hacer billetes, la inflación se ha desbordado de modo inmediato porque los Estados inyectaban dinero en todos los niveles de la sociedad. Por supuesto, obtenían crédito de los bancos, pero también realizaban ellos mismos obra pública y regaban las clases más pobres con ayudas y subvenciones de todo tipo. Pero si la inyección de dinero se produce únicamente en las  capas más altas de la economía, en los grandes actores, el efecto durará lo que dure la frescura de la tinta en los billetes. Super Mario, como sus antagonistas alemanes, como la mayor parte de los economistas que ejercen influencia sobre los gobiernos, siguen sin querer enterarse de que la recuperación tras una crisis no es un asunto de macroeconomía, sino de microeconomía. Quienes necesitan un estímulo no son los bancos, son las cuentas de cada ciudadano de a pie. Si este problema se solucionara, si se mejorara la capacidad adquisitiva de cada hogar europeo, el otro supuesto problema, el problema financiero, se esfumaría como las tinieblas con la salida del sol.