domingo, 22 de febrero de 2015

El sentido de la vida

   No sé a qué vienen tantas dificultades para definir qué es lo que nos hace humanos, es muy fácil: el hombre es el animalito que busca el sentido de las cosas. Tome a un ser humano cualquiera, colóquelo junto a un río o en una playa y proporciónele un puñado de piedras de pequeño tamaño. No pasará mucho tiempo antes de que las vaya tirando al agua. Si le pregunta por qué lo hace, probablemente se encogerá de hombros. Sin embargo, si una de esas piedras le golpea a él, sí que pedirá una explicación, un motivo o un sentido a ese acontecimiento. Buscamos el sentido en todo lo que nos rodea, por pequeño, trivial o aleatorio que pueda resultar. Reconocemos formas en las nubes, caras en las manchas de humedad de las paredes o figuras en las estrellas. Es la ficción del orden en la que nos atrapa ese gran titiritero que es nuestro cerebro. Somos la única especie capaz de reconocer una presa o un depredador tras una huella, un rastro de sangre o un jirón de pelo. Ni siquiera los chimpancés son capaces de hacerlo. Evolutivamente eso nos salvó, permitió que nuestros antepasados pudieran escapar de un león o un tigre antes de que su olfato nos detectara o seguir el rastro de un animal herido más allá de lo que ellos hubiesen podido hacerlo. Pero esta facultad se ha exacerbado hasta tal punto que nuestro mundo es un mundo ordenado, donde todo tiene que tener su lugar, su causa, su motivo, su sentido claro y definido. Habitamos en un universo que nos protege o nos castiga, la vida de los seres humanos es algo maravilloso o algo contra lo que hay que pelearse, pero nos produce un profundo desasosiego sospechar que, simplemente, es. Como consecuencia, nos atrapamos muchas veces en círculos viciosos tratando de imponer orden a una naturaleza que, por sí misma, tiende al desorden. Las amas de casa saben mucho de esto. Buena parte de sus tareas cotidianas van contra los principios básicos de la termodinámica. Lavan la ropa, la tienden, la recogen, la ordenan, la planchan y la colocan en su correspondiente lugar únicamente para comprobar cómo el bombo de la ropa sucia vuelve a estar lleno. Lavamos nuestro coche, limpiamos sus cristales, le pasamos la aspiradora, para que la lluvia típica que cae al día siguiente de hacer todo esto nos lo vuelva a dejar tal y como estaba. Aprovechamos cada festividad para ganar todos aquellos kilos de peso que después nos pasaremos meses intentando perder en un ciclo que, desde el punto de vista de nuestro metabolismo, es lo peor que se puede hacer.
   Es este cerebro empeñado en poner orden contra natura el que, más pronto o más tarde, acaba pidiendo un sentido para la vida en su conjunto. Se trata de una de las preguntas más pueriles del ser humano. El niño pregunta para qué sirve una llave, para qué sirve un coche y para qué sirve una flor. Le explicamos entonces que la llave, el coche, han sido fabricadas por el ser humano y que, por tanto, tienen una utilidad, pero que la flor es algo natural a cuya existencia no se le puede encontrar un sentido del mismo modo que a las cosas artificiales. Sin embargo, nosotros los adultos que damos esa respuesta tan sensata, después miramos al cielo esperando que alguien nos conteste para qué sirve nuestra vida.  Es algo así como si un pez que circulase por el río o el mar donde hemos tirado nuestra piedra asomase la cabeza y nos preguntara qué sentido tenía haberle dado la pedrada que le hemos dado. Pese a ello, este pequeño piojillo que se arrastra sobre la superficie de un minúsculo planeta, insiste en que sí, que su vida tiene que tener un sentido aunque la existencia de una flor, de los peces, del sol y de las estrellas no lo tenga.
   Naturalmente, siempre que los seres humanos tienen una necesidad, alguien acude presto a satisfacerla con lo que sea. ¿Que cuál es el sentido de la existencia humana? Bueno, tal vez Ud. no lo sepa ni lo sabrá nunca, pero al igual que el coche y la llave, también la flor y Ud. mismo tienen un Hacedor, que sí que sabe para qué está Ud. aquí y que a lo mejor se lo explica cuando vaya a verle. O, mejor aún, ¿la vida? la vida no tiene sentido alguno, todo es un caos, un despropósito, un absurdo que debe conducirnos al llanto desesperado a ver si así el Hacedor se apiada de nosotros y baja a convencernos de lo contrario. Cabe también proponer que la vida tiene un sentido no más allá de las nubes, sino aquí abajo, ayudando a los demás, procurando hacer el mundo un poquito mejor o, al menos, no empeorándolo. 
   En realidad, todas las respuestas anteriores son la misma pues presuponen que el sentido de nuestra vida tiene que ser hallado, como si fuese algo puesto ahí por otro, que tuviésemos que desenterrar y sobre cuya forma, materia y función no tuviésemos nada que aportar. Pertenecemos a una especie privilegiada y es privilegiada porque, a diferencia de las demás especies, nuestra existencia carece de sentido. Los peces, las flores, los tigres y leones, los chimpancés, los conejos y los lobos, tienen una razón para estar aquí, podrían hallar, si tuvieran inteligencia para ello, un sentido a su existencia: mantener los maravillosos equilibrios que se producen en la naturaleza. No hay equilibrio que nosotros no podamos romper casi sin proponérnoslo. Quizás la naturaleza se ha cansado de existir sobre el planeta tierra y por eso ha fabricado un bichito capaz de aniquilarla. Pero, mientras que lo hacemos, tenemos la posibilidad de crear el sentido de nuestra existencia. Si nuestra vida tuviese un sentido, sería terrible, sería lo peor, pues tendríamos que amoldar nuestros planes, nuestro futuro, nuestros deseos, nuestra existencia toda, a ese plan que no hemos elegido. Tenemos suerte de que no sea así. Está en nuestras manos decidir qué sentido poner en este mundo que, afortunadamente, por sí mismo, no tiene ninguno. Lo importante, por tanto, no es qué elijamos como sentido para nuestra vida. Puede ser acabar con la pobreza, eliminar las fronteras o inventar nuevos peinados para los caniches. Lo importante es que se convierta en el sentido de nuestra vida, es decir, que sea resultado de mi elección y no de lo que hayan decidido para mí el párroco, la tele o la desesperación.

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