domingo, 30 de agosto de 2015

El nuevo biopoder (5)

   En 1999, E. Laumann, A. Paik y R. Rosen, publicaron “Sexual disfunction in the United States, prevalence and predictions”, en el Journal of the American Medical Asociation. En él se señalaba que hasta un 43% de las mujeres del estudio en cuestión habían respondido afirmativamente alguna de siete cuestiones del tipo de si durante al menos un mes en el último año habían perdido el apetito sexual, se habían sentido angustiadas por su respuesta sexual o habían tenido dificultades con la lubricación. Bajo ningún concepto los autores proponían que una mujer que durante un mes no ha tenido apetito sexual, sin mostrar ningún otro trastorno, podía considerarse víctima de síndrome alguno. Pese a ello, la industria farmacéutica se encargó de que 1999 y este artículo en concreto se convirtiese en el acta de nacimiento de la “disfunción sexual femenina”, “padecida por hasta el 43% de las mujeres americanas”. Recordemos, Viagra®, Levitra®, Cialis® diario, eran pastillas dirigidas a hombres. El machismo, la mojigatería de los médicos, había ocultado durante siglos la existencia de problemas en la respuesta sexual femenina. Desde 2004, la industria farmacéutica viene luchando ferozmente por conseguir la justa igualdad de géneros o, dicho de otro modo, que los hombres tomasen diariamente una pastilla para obtener una erección era conformarse con la mitad del mercado, había que conseguir que todo el mundo tomase su correspondiente pastillita para tener el sexo deseable.
   El nuevo milagro, el nuevo milagro que permitirá a las mujeres ser femeninas para siempre, se llama Addyi® y viene con todos los pasos, que su análogo masculino realizó penosamente, ya dados. Dicho de otro modo, no es una píldora recreativa, es de uso diario. Combatirá los efectos de la falta de apetito sexual en los albores de la menopausia, pero, casualmente, hay que empezar a administrarlo antes. ¿Cuánto tiempo antes? Bueno, se ha empezado a comentar que “algunas mujeres” sienten los primeros efectos de la crisis en el deseo ¡a los 20 años! No es sólo un milagro, también es un logro. La FDA, la agencia norteamericana encargada de la aprobación de medicamentos, había rechazado su aprobación dos veces. Hay quienes justifican tal rechazo porque las conclusiones de los estudios clínicos llevados a cabo indican que las mujeres reportan un "ligero incremento de eventos sexualmente satisfactorios". A cambio ya se han detectado efectos secundarios como nauseas, mareos y fatiga y es incompatible con el uso de antimicóticos, por lo que no sólo las mujeres serán sexualmente más activas, sus hongos también. Dicho de otro modo, todo son ventajas: habrá que desarrollar nuevos agentes antifúngicos y las consumidoras de Addyi® tendrán que habituarse a la ingesta habitual de otros medicamentos para combatir sus efectos secundarios. No obstante, diferentes asociaciones feministas, cuya financiación sería fácilmente rastreable, han acusado a la FDA de exigir más pruebas para aprobar fármacos dirigidos a mujeres de las exigidas a los fármacos dirigidos a hombres, lo cual no sabría yo decir si es un sesgo machista o feminista.
   Hubo una época en la que Thomas Szasz acusaba a la medicina de imponernos regulaciones sobre nuestro cuerpo y de intentar salvaguardarlo incluso contra nuestra voluntad. El propio concepto de biopoder creado por Michel Foucault hace referencia al modo en que nuestro cuerpo es administrado por un poder absorbente, que se infiltra en él para dominarlo. La moderna industria farmacéutica ha ido mucho más allá. Hace décadas que abandonó nuestros cuerpos para infiltrarse en nuestras mentes, en nuestro modo de pensar y de pensarnos. La enfermedad ya no es un estado, es una definición, una definición tan arbitraria y convencional como cualquier otra y que puede moverse para un lado u otro dependiendo de cuántos millones de individuos vayan a caer bajo ella, es decir, de cuánto vayan a aumentar los beneficios. Las relaciones causales se podan, la complejidad de los organismos vivos se moleculariza y ya nada puede ser resultado de la actuación de una multiplicidad de causas. Todo tiene su causa determinante, su causa química, reproducible en una probeta. Y la magia se ha obrado: cualquier cosa puede ser una enfermedad, la caída del cabello, la edad, la atención, cualquier cosa es asumible como enfermedad si se la define adecuadamente, si se la libera de las complejidades de la realidad y se la reduce a su determinante químico. El caso del deseo es característico. No lo provoca la ausencia de la cosa deseada, ni en ansia de poseer, ni el arrebato, ni la pasión. El deseo, como la atención, como la hipertensión, viene causado por un proceso químico que, como todo proceso químico, puede ser aumentado o disminuido a voluntad por el aditamento de las sustancias oportunas. Un ser humano no pasa de ser una probeta, una Thermomix® en la que cualquier comportamiento puede ser cocinado si se tiene la receta adecuada y se echan los ingredientes en el orden oportuno. Y el sexo, el sexo, por fin, es un producto más del mercado, encapsulado, empaquetado y adecuadamente dosificado como los esquemas mentales que nos hacen ver todo esto como algo lógico, natural, aún más, científico. Si alguna vez una vida sana consistió en una vida libre de enfermedades, hoy día una vida sana consiste en una vida en la que podamos tomarnos todas las pastillas a las que tenemos derecho porque está claro que, en nuestras sociedades, la enfermedad no es algo que acontezca a los seres vivos y de lo cual podamos librarnos, nuestra vida es una enfermedad... crónica.   

domingo, 23 de agosto de 2015

El nuevo biopoder (4)

   Los últimos cincuenta años de la industria farmacéutica están llenos de historias que merecen la pena ser contadas y ésta, que ha llegado a su culminación esta semana, es una de ellas. Como es sabido, entre las principales causas de muerte en los países occidentales están los accidentes cardiovasculares. Es síntoma de la naturaleza de nuestras sociedades pues se trata de enfermedades casi desconocidas en los países no desarrollados. Esencialmente ni la hipertensión ni los ataques cardíacos existen en las sociedades centradas en la agricultura o el pastoreo. Como tal síntoma, debía haber sido función de la medicina atacar la causa de tales enfermedades, es decir, nuestro disparatado ritmo de vida. El higienismo debía haber llevado a promover leyes que prohibieran el estrés en el trabajo, la amenaza del paro o la falta de sueño. En lugar de ello, la industria farmacéutica se ha volcado en fabricar píldoras que nos permitan vivir, empastillados, por supuesto, nuestras frenéticas e insalubles vidas. Uno de estos fármacos fue el citrato de sildenafilo. El problema es que, después de haber invertido una ingente suma de dinero en su desarrollo, cuando llegó a la fase de los ensayos clínicos, sus efectos en los humanos demostraron no ser los esperados. De hecho, más que prevenir la angina de pecho, el citrato de sildenafilo causaba infartos, de corazón y cerebrales. En lugar de tirar todo el proyecto a la basura, la casa matriz que estaba desarrollando la patente, Pfizer, decidió aprovechar uno de sus efectos secundarios para lanzarlo al mercado, algo en absoluto inusual en el campo del que estamos hablando. Y es que una serie de pacientes de las pruebas de control habían reportado frecuentes erecciones durante el tratamiento. 
   El giro en la estrategia para lanzar al mercado el nuevo producto estaba lleno de obstáculos. En primer lugar, el público objetivo hacia el que iba dirigido era un porcentaje extremadamente pequeño de la población. La disfunción eréctil se convierte en un problema habitual entre varones que alcanzan una edad en la que, desde luego, no constituye su principal preocupación. Por otra parte, los primeros ensayos clínicos mostraban claramente que sólo constituía una ayuda en el caso de que los problemas de disfunción eréctil tuvieran una base física y su porcentaje de éxito, en el mejor de los casos, no podía decirse que alcanzara el 60%. Teniendo en cuenta que hasta un 25% de los varones mejoran la calidad de sus erecciones tomando un placebo, no era gran cosa. Lo que hizo Pfizer fue, en primer lugar, promover un cambio en la definición de disfunción eréctil que, en la práctica, incluye ahora cualquier varón que en alguna situación, no importa cómo de extrema, haya tenido problemas para conseguir o mantener una erección. Esto ampliaba un poco el mercado, pero, claro, no era bastante. Para ensancharlo un poco más se promocionó una tasa de éxito del 80%, absolutamente exagerada. Finalmente, se ligó su publicidad en EE.UU. a todo tipo de acontecimientos deportivos, intentando cautivar a un público menor de 40 años que, desde un punto de vista estrictamente médico, difícilmente, podría tener algo calificable de “disfunción eréctil”. Así nació un fenómeno llamado Viagra®.
   Viagra® se ha convertido en el complemento habitual de los jóvenes europeos para culminar las noches de los fines de semana sin problemas después de haber ingerido notables dosis de alcohol y ello pese a que en Europa se supone que sólo se vende bajo receta médica. Aunque a Pfizer no le gusta reconocerlo, es un medicamento ligado a un estilo de vida. El motivo por el que a Pfizer no le gusta reconocerlo es porque éste ha sido su gran fracaso. En efecto, ¿cuántas pastillas va a tomar un consumidor medio de Viagra® al año? ¿25, 50, 100 quizás? ¿Se dan cuenta? Apenas es la tercera parte del dinero que se le podría sacar. Desde luego a Pfizer, Viagra® le reportó, hasta la caducidad de su patente en 2013, un tsunami de ingresos... pero no lo suficientemente grande desde el punto de vista de la industria farmacéutica. Por eso, mientras la lepra seguía existiendo en el mundo, un laboratorio desarrolló Cialis®. Cialis® no hace nada diferente de lo que hacía Viagra®, tampoco lo hace mejor, eso sí, lo hace durante más tiempo. La duración de sus efectos se prolonga hasta 36 horas. Pero el objetivo de la empresa que lo comercializó, Eli Lilly, era más amplio, su objetivo se llamaba Cialis diario. A diferencia de Viagra® o de Levitra®, Cialis® puede ingerirse diariamente para conseguir efectos que duren hasta un mes después de finalizado el tratamiento. De modo que ya tenemos a cualquier hombre que en alguna ocasión haya tenido algún problema de erección tomando una pastilla diaria. Obviamente no era bastante...

domingo, 16 de agosto de 2015

Homunculando Intensamente (2 de 2)

   La segunda tópica no le salió mucho mejor a Freud. Pretendiendo acabar con los homúnculos lo que hizo fue multiplicarlos. Mi Yo quedaba ahora controlado por el homúnculo Ello y el homúnculo Superyó, pero ahí no para la cosa. Resulta que, además, las tres instancias, Yo, Ello y Superyó, tenían sus partes conscientes y sus partes inconscientes, con lo que, una vez más, los pequeños homúnculos que me dominan tienen en su interior homúnculos más pequeños. Por si fuera poco, Freud dotó a estos homúnculos de un aspecto siniestro y describe al Yo como una pobre bestia entre dos (es decir, cinco) amos despiadados. Por más que revistiera esta tópica de ropajes míticos, resultaba aún más coja que la anterior y Freud acabó por abandonarla buscando, por fin, alguna explicación de la psique humana libre de homúnculos. En su última etapa, entendió las acciones de los seres humanos como el producto de dos fuerzas impersonales que los dominan, eros y tánatos. Que esta explicación era bastante buena lo demuestra el hecho de que, a diferencia de las anteriores, explica bastantes menos cosas, pero, ¡ay! era demasiado tarde, Freud había contribuido ya decisivamente a un modo de entendernos tan disparatado como popular. Y es que, después de Freud, no ha habido manera de sacar a los homúnculos de nuestras cabezas. Vemos porque hay un homúnculo cómodamente sentado en su sofá, que observa lo que el cerebro proyecta en una pantalla. Leemos porque hay unos homúnculos que van reconociendo las palabras. Oímos porque pequeños homúnculos analizan lo que se nos va diciendo. Por supuesto, como buenos homúnculos, todos ellos están dotados de humor, intereses y aficiones que orientan nuestra atención hacia determinadas cosas que vemos, oímos o leemos. Aún mejor, si soy como soy es por culpa de unos homúnculos todavía más pequeños situados en mis células, dotados de caracteres tales como la inteligencia, la homosexualidad o la violencia, que me determinan a ser como soy. La idea de que todos estos factores de mi personalidad y operaciones de mi mente sean, en realidad, producto de la interacción de unidades que trabajan en paralelo (es decir, formando sistemas no lineales) mediante la descomposición de la información en unidades mínimas ellas mismas carentes de significado, le resulta a la mayoría de psicólogos, a la totalidad de filósofos y al común de los mortales tan ajena como el clima de Alfa Centauri Bb. El significado tiene que venir del significado, el sentido del sentido y las reacciones humanas de pequeños hombrecillos. ¿Para qué intentar explicar las cosas de modo correcto si se las puede explicar de modo simplista?
   Como digo, el resultado de las “explicaciones” homunculadoras es un modo de entender al ser humano absurdo y pueril, es decir, determinista. No es casualidad que en todos y cada uno de los ejemplos que aduce Daniel Dennett, no ya en sus libros dedicados al determinismo, incluso en La conciencia explicada, sistemáticamente se nos induzca a pensar que tenemos la cabeza llena de homúnculos. Los propios ejemplos “de tipo Frankfurt”, consisten, una y otra vez, en meter un homúnculo en nuestros cerebros. Es obvio que si hay un homúnculo que me guía, “yo” no soy libre, lo cual lleva a la ridícula idea de que si consiguiéramos arrancar a ese homúnculo de mi cerebro, sí sería libre. Dicho de otro modo si mi carácter me determina, arranquemos mi carácter de “mí” y seré libre. O si lo quieren se lo expreso de un modo más gráfico, el compatibilismo contemporáneo plantea que el camino hacia la libertad pasa por la lobotomía.
   Cuento todo esto porque el gran éxito cinematográfico del verano es Intensamente (Inside Out), una producción de la Pixar al servicio de Disney. El objetivo último de la película no es otro que convencer a los niños en su más tierna infancia de que tienen la cabeza llena de homúnculos de todos los colores y tamaños, no vaya a ser que de mayores puedan llegar a entenderse a sí mismos de un modo diferente a como plantea el más radical determinismo. El comportamiento de la niña protagonista queda en manos de cinco personajillos encargados de pulsar lo botones de una consola que parece diseñada por el propio Dennett. Aunque cada uno de los personajes dice representar una emoción básica, lo cierto es que todos ellos están dotados de personalidad completa, siendo, en realidad, prototipos caracteriólogios, homúnculos en la más pura tradición de Paracelso. La enjundia de la película consiste en saber qué va a hacer la niña o, lo que viene a ser sinónimo, qué personajes se van a quedar a cargo de la consola. Por si hubiese alguna duda, se nos aclara que no es el caso de los niños en situaciones traumáticas, también los adultos están dominados por los homúnculos que tienen a cargo su consola y no se deja escapar la oportunidad para aclararnos que un ser humano no funciona de modo distinto a un perro o un gato, con sus propios “gatúnculos” dentro del cerebro. La parte más terrorífica es que la película dice haber sido asesorada por un grupo de “expertos”, lo cual permite anunciarla como un instrumento para ayudar a que los niños entiendan el funcionamiento de sus emociones. Su propósito expreso no es entretener, es formar mentes. Los “expertos” no han desaprovechado la ocasión para sacar cabeza en las columnas de los periódicos y promocionarse mientras promocionan una película que, sin duda, les reportará nuevos clientes. No es difícil imaginar que los padres, tras el paso por taquilla o por algún programa de descarga, aprovecharán los homúnculos tan perfectamente caracterizados en el film para explicarles a sus hijos las raíces últimas de su comportamiento, es decir, para que aprendan a entenderse a sí mismos del modo en que se quiere que nos entendamos todos y que conducirá a esta generación a considerar que la libertad es la exótica invención de algún homúnculo alucinado.

domingo, 9 de agosto de 2015

Homunculando Intensamente (1 de 2)

   Parece haber sido Paracelso el primero en afirmar que enterrando una bolsa con carbón, mercurio, pelo o piel de un ser humano y rodeándolo todo de estiércol de caballo, nacía una especie de ser humano en miniatura capaz de realizar las tareas que se le encomendasen... durante un cierto tiempo. Después se volvía cada vez más protestón y, al final, se daba a la fuga. A este simpático personajillo se le dio el nombre de homúnculo y se hizo tan popular que a finales del siglo XVII saltó a la ciencia. A mediados de ese siglo, van Leeuwenhoek, utilizando microscopios de fabricación propia, observó por primera vez las bacterias, los glóbulos rojos y los espermatozoides. Lo de las bacterias y los glóbulos rojos estaba bien, pero lo de los espermatozoides fascinó a los científicos de la época, pues planteaba la enigmática cuestión de cómo un ser humano podía salir de algo que no era un ser humano. Por fortuna para todos apareció Nicolás Hartsoeker, quien observó la presencia de una especie de homúnculo en el interior de cada espermatozoide. De este modo, un ser humano salía, como era obvio, de otro ser humano más pequeñito y, por añadidura se aclaraba que las mujeres sólo aportaban a la concepción el alimento necesario para que ese homúnculo se desarrollaba. Esta “explicación” tuvo enorme éxito, pese a que dejaba sin aclarar muchas cosas, por ejemplo, por qué todas las mujeres acaban pareciéndose a su madre. Además, si los homúnculos estaban en los espermatozoides, debía haber espermatozoides de los espermatozoides que dieran lugar a aquéllos. Los homúnculos empezaron a proliferar entonces hasta tal punto, que no tardaron en meterse en nuestras cabezas. Entre los responsables de semejante acontecimiento está un tal Sigmund Freud.
   Si uno analiza la primera tópica, descubrirá que el motivo por el cual yo deseo comerme un helado no es porque yo quiera comerme un helado, es porque hay una especie de pequeño hombrecillo en mi cerebro que me conduce inevitablemente a comerme ese helado, hombrecillo que yo no controlo, bien al contrario, es él quien me domina a mí. A este homúnculo, Freud, lo llamó el inconsciente. El inconsciente serían todos aquellos contenidos que la conciencia no puede aceptar y que, por tanto, rechaza a capas más profundas de la psique de donde, en principio, no pueden volver a aflorar. Sin embargo, esta descripción adjudica a la conciencia una capacidad activa, una fuerza, que difícilmente puede encajar en el sistema freudiano, en el cual, la conciencia resulta ser un mero residuo del inconsciente que, por carecer, hasta carece de energía propia. Si, efectivamente, tuviera poder para rechazar determinados contenidos, habría que preguntarse para qué más tiene poder. Por tanto, en múltiples ocasiones Freud explica que es el inconsciente el que, en actitud paternal, arrebata determinados contenidos a la conciencia, que ésta no puede tolerar, para protegerla. Claro que en este caso hay que explicar por qué, acto seguido, el inconsciente trata de que esos contenidos vuelvan a la conciencia de un modo más o menos modificado pero no menos inquietante. Todavía mejor, cuando el paciente de una enfermedad mental decide ir al psicólogo para sanar de la misma, ¿quién ha tomado esa decisión? ¿la conciencia que carece de poder? ¿acaso es el inconsciente el que, reconocedor de sus desmanes, quiere que se le pongan coto? Así que ya tenemos a un inconsciente paternalista, caprichoso, poderoso, con mala conciencia y tan protestón como lo había descrito Paracelso, en definitiva, un homúnculo que subyuga de modo continuado a nuestra conciencia. 
  Por supuesto, la presencia de tal hombrecillo vuelve a plantear problemas de consistencia. Está muy bien que yo quiera comerme un helado porque mi homúnculo lo quiere, pero, ¿por qué lo quiere? Freud propuso que en la cabeza de ese pequeño hombrecillo hay otro pequeño hombrecillo, tan pequeño que, de hecho, es un niño. Son mis experiencias infantiles las que conducen a que el homúnculo que me domina quiera un helado. La cuestión está en que, entonces, en la cabeza de ese niño también tiene que haber un homúnculo más pequeñito, en cuya cabeza debe haber otro niño, etc. Hay otra solución, plantear que existen en nosotros tendencias naturales que nos llevan a querer lo que queremos, aunque entonces, la cadena de homúnculos resulta innecesaria. Yo quiero comerme un helado porque hay una tendencia natural en mí a hacerlo. Sabedor de este problema, Freud no tardó en abandonar su primera tópica por la segunda, lo cual no ha evitado la pervivencia del primer homúnculo. El común de los mortales va por ahí convencido de que lo que le ocurre es resultado de un inconsciente protestón que lo explica todo porque, en realidad, no explica nada de nada o al menos, no más de lo que había logrado explicar Hartsoeker. 

domingo, 2 de agosto de 2015

The Imitation Game (3 de 3)

   En contra de lo que se muestra en la película, Turing no estuvo solo en sus ideas. Aunque es cierto todo lo que se ha dicho acerca de su trato difícil, poseía una característica de las personas inteligentes: saber cuándo estaba delante de algo realmente bueno. Eso fue lo que ocurrió cuando entró en contacto con Tommy Flowers. Thomas Harold Flowers es, desde luego, un personaje con mucho menos glamour que Alan Turing, pero no menos importante para el esfuerzo criptográfico británico de la Segunda Guerra Mundial. Empleado de la sección de telecomunicaciones del correo británico, llegó hacia 1939 a la convicción de que un sistema completamente electrónico era posible. En 1941, cuando Turing estaba buscando ayuda para convertir en realidad su “Bomba”, se topó con él y entre ambos se produjo una inmediata sintonía intelectual. Por mediación de Turing, Flowers aterrizó en Bletchley Park en 1942 y posteriormente utilizó su poca mano izquierda para que los proyectos de Flowers progresaran. A Flowers, en efecto, se lo enfrentó con la tarea de romper las máquinas de tipo Lorenz SZ 40 y SZ 42 cuya complejidad dejaba en mantillas a las máquinas Enigma. En esencia lo que propuso fue construir algo que hoy día podríamos llamar el primer ordenador. Se trataba de un monstruo con más de 1.500 válvulas de vacío, es decir, multiplicaba por 10 la máquina más grande de este tipo construida hasta ese momento. El proyecto de Flowers le pareció a los responsables de Bletchley Park demasiado arriesgado, así que le dieron una palmadita en la espalda y lo animaron a que fabricara ese aparato pero de su propio bolsillo porque no le iban a dar ni un penique de los fondos de que disponían. Flowers no se lo tomó como un no y en 11 meses construyó una máquina que recibió el nombre de Colossus por su inmenso tamaño. Pero Colossus, técnicamente conocido como Mark 1, rápidamente demostró ser también colosal por sus resultados. A diferencia de la Bomba de Turing, no dependía de repeticiones o errores humanos. Abrió los mensajes encriptados por las máquinas de tipo Lorenz de par en par, hasta el punto de que los británicos tuvieron que decidir si usaban o no toda la información que proporcionaba (y existe el caso documentado del bombardeo, al menos, de una ciudad inglesa en el que no la usaron). La entrada en funcionamiento de una versión mejorada, el Mark 2 con 2.400 válvulas en 1944, aseguró el éxito del desembarco de Normandía. 
   Al término de la Segunda Guerra Mundial, a Flowers se le recompensó con mil libras (que no cubrían los gastos efectuados para la construcción de su primera máquina Colossus). Ésta, obviamente, no le fue devuelta, bien al contrario, fue destruida al final de la contienda. Creyó que, tal vez, podría sacar provecho de su trabajo creando una máquina parecida para uso civil, pero el banco le denegó el préstamo solicitado a tal fin arguyendo que, obviamente, un aparato así no funcionaría. Hasta 1970 su familia trataba sus historias acerca de lo que hizo durante la guerra como los cuentos del abuelete, pues nada podía ser reconocido oficialmente. Dedicó el resto de su vida a implementar electrónicamente el sistema telefónico británico desde su puesto de responsabilidad en la Post Office Research Station. Los primeros galardones por sus méritos en el área de la computación llegaron en 1980, tenía 75 años.
   Lo que ocurrió con Turing tras la Segunda Guerra Mundial fue casi simétrico del caso de Flowers. Él sí pudo seguir trabajando en computación y obtuvo notable reconocimiento por ello. A cambio su vida fue mucho más breve. Desde 1945 se dedicó tanto al diseño de los primeros prototipos de ordenadores como a la creación de lo que hoy podríamos llamar el software para los mismos. Como es lógico, acabó interesándose por las más fascinantes máquinas de computación que existen, los seres vivos. Sus últimos estudios se dedicaron a la aparición de la sucesión de Fibonacci en los vegetales. 
   Sus ideas siempre iban muy por delante de los tiempos. El primer programa para jugar al ajedrez, en parte, obra suya, era imposible de ejecutar en las máquinas de la época. Aún más avanzado fue el artículo de 1950 sobre inteligencia artificial en el que proponía su famoso “test de Turing”. El “test de Turing” es un ingenioso experimento mental para decidir si un programa “piensa” o no. Lo que propuso Turing es que un sujeto, el evaluador, tendría que intercambiar mensajes con dos interlocutores con los que sólo podría comunicarse por medio, digamos, de unas fichas pasadas por una ranura. Sabría que uno de sus dos interlocutores era una máquina y el otro un ser humano. Si al cabo de un tiempo, cinco minutos en el artículo original, no era capaz de determinar quién era quién, el programa en cuestión poseería inteligencia artificial. El test de Turing sigue siendo de enorme actualidad, tanto en la discusión teórica que originó como por su aplicación práctica. Plantea cuestiones muy profundas acerca de lo que significa “entender”, “comunicarse” e “inteligencia”. Los captchas que todos resolvemos cotidianamente 60 años después en Internet están basados en este test. De hecho, si por “evaluador” entendemos una persona cualquiera, las máquinas hace tiempo que franquearon la frontera de la inteligencia artificial, pues mi madre solía darle las gracias a los contestadores automáticos de los teléfonos. 
   En 1967 el Parlamento británico acordó que era “legal” que dos personas del mismo sexo yacieran juntas “en la intimidad”. Esta “intimidad” fue interpretada tan restrictivamente por los jueces que provocó la condena de homosexuales por compartir habitación de hotel e, incluso, el lecho del hogar cuando en éste, aunque fuese en otra habitación, había una tercera persona. En 1998 se presentó por primera vez al Parlamento una legislación que abolía cualquier tipo de discriminación de las parejas gays respecto del resto de parejas. La ley fue discutida y votada varias veces hasta que, en el año 2000, tras un interminable tira y afloja entre los innumerables ex-alumnos de Cambridge y de Oxford que conforman la Cámara de los Lores y la de los Comunes, el portavoz de ésta decidió darla por aprobada. Hacía décadas que la actitud de los británicos hacia gays y lesbianas iba muy por delante de la voluntad de sus legisladores. Trece años más tarde, Alan Turing fue indultado por su graciosa majestad la reina de Inglaterra de los cargos de “indecencia grave y perversión sexual”. Para entonces todo el mundo tenía claro quién había sido Turing, simplemente, un genio de la humanidad.