viernes, 25 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (2 de 2)

   Mi madre pasó en el quirófano de traumatología más tiempo del que cabía esperar. Cuando salió, la doctora que la había intervenido me aclaró:
   1º) Que el aparato se le había retirado sin problemas.
  2º) Que habían tardado tanto porque éste le había provocado una úlcera en la pierna de proporciones “que no habíamos visto nunca”.
   3º) Que no se explicaban cómo había podido originarle una lesión de esa naturaleza.
   4º) Que, en consecuencia, debía ir a la sexta planta, a la secretaría de traumatología, para que me dieran cita para una cura de la úlcera y para el cirujano.
   Ante mi solicitud de algún justificante para mi trabajo, me aseguró que me lo darían en la secretaría anteriormente dicha. Después dudó un poco y, en una receta, me dio un papel manuscrito con su firma.
   Cuando llegué a la mencionada secretaría me dijeron que, de ninguna de las maneras, ellos podían darme cita para nada. Bueno, que realmente, sí me la podían dar, pero que no era su competencia. Yo les expliqué que la doctora me había mandado allí y que si tenía que ir a otra parte que me explicaran dónde. Finalmente, me dieron las citas pedidas no sin aclararme que le echarían un rapapolvos a la doctora que me había mandado. Cuando les solicité un papel algo más decente para presentar en mi trabajo me preguntaron si había pasado el volante por admisión. Les dije lo que había ocurrido y con algo que pudiera sonar a una solicitud de excusas se negaron a darme nada más. Me sorprendió un poco que me citaran con el cirujano por la tarde porque siempre habíamos acudido a consulta por las mañanas.
   El día en que habíamos sido citados para la cura, el ATS encargado de la misma me aclaró:
   1º) Que este tipo de lesiones es absolutamente normal en estas circunstancias.
   2ª) Que, dado que era algo normal, no tenía por qué acudir a las consultas externas de un hospital para su cura con el consiguiente gasto de una ambulancia de ida y de vuelta. De hecho, el ATS de la residencia estaba encargándose ya de las curas.
   La cita con el cirujano, se produjo el 17 de marzo del corriente, en una semana en la que he pasado más de doce horas en mi trabajo y en un día en que ni siquiera me dio tiempo de almorzar. Por primera vez desde que estamos utilizándolas, la ambulancia vino tarde. Apenas llegamos a las consultas externas, pude observar cómo una celadora (a la que, en lo sucesivo me referiré como “la celadora de integración”) observaba la llegada de la ambulancia con el mismo interés con el que una vaca observa el paso de un tren. Mientras la conductora de la ambulancia bajaba la camilla y, ante la inoperancia de la celadora de integración, fui yo a abrir la puerta de la recepción de pacientes. Entramos y nos comunicó que la otra celadora estaba tomando café. La conductora de la ambulancia le pidió a la celadora de integración que la ayudara a pasar a mi madre de camilla. Mientras ella hacía los preparativos, la celadora de integración fue incapaz de atinar a ponerse los guantes. Finalmente, tuve que coger a mi madre por los pies porque entre ambas estaban a punto de convertir la operación en un desastre. Hacía más de media hora que teníamos que estar en consulta. La conductora de la ambulancia tuvo la amabilidad de consultar si podría ayudarme a llevar a mi madre porque era evidente que la celadora de integración no lo iba a hacer. Le dieron permiso y fue empujando la camilla mientras yo trataba de impedir que se llevase trozos de esquinas por delante.
   No tuvimos que esperar mucho para entrar en consulta. Lo primero que hizo el doctor fue preguntarme dónde estaba la radiografía. Le expliqué que no me habían dado ningún papel para radiografía y que no le habían hecho ninguna desde que pasó por quirófano. Había pocas opciones porque por las tardes el servicio de radiografías de consultas externas está cerrado, así que la consulta del médico consistió en mirarme la cara, no tocar siquiera a mi madre y darme cita para un mes más tarde. Intentó derivarnos a un ambulatorio de atención primaria, pero, tras preguntarnos de dónde éramos, desistió. Ni el equipamiento, ni la arquitectura del que nos corresponde permitirían que mi madre, en las condiciones en que se encuentra, llegara a la consulta del médico.
   Llamaron a los celadores y se presentaron la celadora de turno y la de integración. La primera empujaba la camilla y la segunda la acompañaba con una mano sobre la barandilla. Cada cuatro pasos, la celadora de integración se paraba y allá que nos parábamos todos. Finalmente llegamos a la recepción de pacientes donde debía recogernos la ambulancia de vuelta. Tras unos minutos la celadora de integración le explicó a la otra que se iba no sé donde. “Vale, le replicó ésta, pero si no vas a volver comunícamelo”.
   La privilegiada mente de todo economista sabe que para ahorrar no hay nada mejor que despedir personal, exigirles más a los que quedan y pagarles mucho menos. Curiosamente, estos economistas (y nuestros gestores en general), se mueren de ganas por tener en los equipos de fútbol, de baloncesto o de fútbol americano del que son seguidores, a los mejores jugadores, pese a ser los mejor pagados, suponiendo, contrariamente a sus dogmas económicos, que sólo con los mejores se pueden conseguir los mejores resultados. Mi mente obtusa llegó hace tiempo a la conclusión de que pagando mal y sobrecargando de trabajo a la gente sólo se consigue atraer a los peor preparados, peor motivados y absolutamente desentendidos de cómo optimizar los procesos. Si las guardias de urgencias fuesen mejor retribuidas, médicos de experiencia acabarían haciéndolas y no desperdiciarían tiempo y dinero en analíticas inútiles ni pruebas sin sentido, contribuyendo a que muchos departamentos estuviesen menos desbordados. Un personal mejor pagado admitiría con gusto ser formado acerca de los protocolos administrativos y un personal de administración menos saturado de trabajo comprendería el sentido de todo el proceso, no dando citas a horas a las que es imposible realizar las pruebas necesarias, evitando, por tanto, el desperdicio que significa ambulancias que llevan a los pacientes a citas médicas absurdas. Pero, claro, todo esto consiste en racionalizar los servicios y hablarle de racionalidad a un economista es como mentar la soga en casa del ahorcado. En economía no se trata de racionalidad, se trata de fórmulas matemáticas firmemente asentadas en pura ideología. Un sistema sanitario guiado únicamente por criterios económicos es un disparate porque, para un economista, todo el sistema sanitario es un despilfarro sin sentido y nunca se debe esperar de él más consejos que los que contribuyan a convertirlo en algo aún más despilfarrador, para que, de este modo, vea confirmado sus prejuicios de astrólogo matematizado.

domingo, 20 de marzo de 2016

Odiseas en un hospital español o de cómo ahorrar en sanidad (1 de 2)

   El pasado diciembre, en la época en que yo suelo tener todo el trabajo del mundo, recibí una llamada de la directora de la residencia en la que está ingresada mi madre para comunicarme que la hinchazón en la pierna que venía padeciendo desde hacía unos días, iba a más. Cuando por fin pude verla, la anómala postura de su pierna derecha confirmó todos mis temores, era la misma postura que le observé cuando la subieron a una camilla, seis años atrás, tras fracturarse la cadera. A las siete de la tarde del 23 de diciembre llamamos a la ambulancia para irnos al hospital. En la sala de triaje expliqué sus síntomas. El personal allí presente estaba peleándose con un nuevo software que le habían instalado y la categoría más parecida a lo que yo les había descrito que encontraron fue “hinchazón en una pierna”. Tras pasar un rato en la sala de espera, nos atendió una doctora residente, muy joven, muy simpática y sin la menor idea de lo que tenía delante. Escuchó mis explicaciones, le palpó la pierna a mi madre y salió de la consulta. Volvió con una doctora poco mayor que ella que repitió la misma exploración y le dijo: “busca...”, lo que venían después eran una serie de términos médicos de los cuales sólo entendí “artritis”. Tras otra espera, le sacaron sangre para una analítica y tras una espera más, la llevaron al área vascular. El médico que nos atendió allí, también muy joven, me preguntó si aquélla era la postura normal de su pierna y yo le respondí que, obviamente, no. Comprobó que, por supuesto, la hinchazón no provenía de un trombo y me dijo que iba a hablar con la doctora que nos atendió. Tras esperar un rato, un celador ya mayor nos condujo a hacerle una radiografía. Al salir de la sala de rayos-X me preguntó qué le pasaba y yo le expliqué nuestro deambular por las urgencias. Se fue moviendo la cabeza y volvió con el historial de mi madre para dejarlo, por fin, en traumatología. Seis horas y media después de haber llamado a la ambulancia me comunicaron que la iban a subir a planta porque se le había vuelto a romper el fémur.
   Con la edad de mi madre, careciendo ya de la capacidad de andar y sus problemas cardíacos, el equipo quirúrgico no aconsejaba una nueva operación. Todo cuanto quedaba hacer era colocarle una tracción, esto es, un peso que, tirando de unos hierros insertados en el hueso de su pierna, permitiría que éste soldara, de mala manera, pero soldara. Cada mes una ambulancia nos ha recogido en la residencia y allí nos ha vuelto a depositar después de pasar toda la mañana en las consultas externas del hospital. En la penúltima de ellas me comunicaron que el hueso estaba soldando, que ya se le podían retirar los hierros y que, después de dos meses en cama, podría pasarse los días sentada en un sillón. Finalmente me dijeron que el dos de marzo tenía cita para entrar en quirófano y me dieron un volante que debía llevar ese día a admisión. 
   Cuando llegamos al quirófano en la fecha mencionada, uno de los celadores me pidió el volante. Le expliqué que me habían dicho que debía dejarlo en admisión, pero él insistió en llevárselo a quirófano. Mi madre pasó un buen rato en él. Me entretuve comprobando la eficacia de los protocolos de asepsia. Una puerta que sólo se podía abrir desde dentro o desde fuera con una tarjeta, bloqueaba el acceso a la zona de quirófanos. A su entrada, unos dispensadores proveían de patucos y redecillas para el pelo. El personal del hospital cuidaba meticulosamente de que cualquiera que pasase para los quirófanos, se cubriese con ellos los zapatos y el pelo. Pero, claro, tras las sucesivas remodelaciones, la única manera de abastecer los quirófanos es pasando por esa puerta. Los empleados de mensajería llegan allí con sus paquetes y sus prisas y tienen que esperar a que alguien salga para pasar. Nadie les va a insistir, además, en que se pongan patucos y redecillas y, por supuesto, no hay nada adecuado para las ruedas de las carretillas con las que llevan el material. Antes y después de recorrer toda Sevilla, estos señores pasan hasta la puerta misma de los quirófanos sin haber aislado los agentes contaminantes que traen o que se llevan de ningún modo. O, dicho de otra manera, todo el dinero gastado en patucos y redecillas para el pelo se está tirando directamente a la alcantarilla porque los gérmenes tienen una vía potencialmente explosiva para entrar y salir de los quirófanos. 

domingo, 13 de marzo de 2016

Nosotros y Ellos

   A las once de la mañana del día 22 de junio de 1921, tras casi siete horas de dudas y deliberaciones, el general Silvestre dio la orden a sus tropas para retirarse de la posición que ocupaban, cerca de la población de Annual en Marruecos. Era el comienzo de uno de los mayores desastres del ejército español en toda su historia. Hasta 20.000 personas perderían sus vidas de un modo horrible, la mayoría en las siguientes horas. Durante siglos los soldados españoles habían combatido tan valerosamente como lo hace quien no tiene nada que perder, por tanto, ganamos muchas batallas, perdimos muchas batallas e hicimos el ridículo en numerosas ocasiones, con independencia de lo justificable que fueran los fines de las diferentes campañas. Lo de Annual fue otra cosa. Silvestre había llevado a cabo un avance disparatado por territorio hostil. Su propia presencia más allá del río Amerkan encrespó los ánimos de la población autóctona que sólo esperaba una señal de debilidad por parte española para unirse a los rebeldes comandados por Abd-el-Krim. Las posiciones que habían de proteger una posible retirada estaban disparatadamente mal dispuestas, muy en alto todas ellas, pero todas ellas muy lejos de las fuentes de agua potable. Las unidades indígenas que en muchos casos debían proteger estas posiciones se hallaban al borde de la insurrección porque, como es natural, no se les pagaba la soldada. A las supuestas poblaciones rendidas y dejadas en la retaguardia no se les retiraron las armas. Todo fue precipitado, improvisado, hecho de cualquier manera, es decir, como siempre en este país. Por si fuera poco, la moral era extremadamente baja. Asolados por la sed, los piojos y la falta de municiones, los soldados españoles se sabían en manos de unos oficiales propensos a la buena vida, la corrupción y el desprecio.
   Apenas las primeras balas de los rifeños comenzaron a silbar en el aire, el pánico se apoderó de la retirada española que, rápidamente, se convirtió en desbandada. Los oficiales, corriendo como el que más, fueron incapaces de mantener ningún mando sobre la tropa. Annual no fue una batalla, fue una caza del hombre. Las pocas unidades que se replegaron con orden y con cierta actitud combativa lograron llegar hasta la retaguardia sin demasiadas bajas, gracias, eso sí a que unos cuantos puestos defensivos fueron mantenidos bajo control en un alarde de heroicidad.
   El alto mando del ejército y algunos políticos de la época no dudaron en rasgarse las vestiduras y nombrar una comisión al efecto que esclareciera los hechos. Cometieron un error, pusieron al frente de la misma al General Juan Picasso, héroe de guerra y representante español ante la Sociedad de Naciones. Tal vez pensaron que, por su reciente ascenso, su comisión sería una más de las que se crean para que no concluyan nada que merezca la pena. Se equivocaron. La investigación llevada a cabo por Picasso fue un paradigma de eficacia y presteza, así que, muy pronto, quienes le habían nombrado para el cargo le fueron denegando progresivamente acceso a los documentos, capacidad de intervención y la posibilidad misma de interrogar a los testigos. No sirvió de mucho. El 23 de enero de 1922 ya tenía listos los 2.433 folios en los que recogía el resultado de su investigación. Antes de que se hicieran públicos, Primo de Rivera precipitó su golpe de estado. Aunque no está claro que el informe como tal haya llegado a ver la luz en su integridad, resulta fácil imaginar que por sus páginas desfilaban todas las miserias, corruptelas, ineptitudes, estulticias y componendas que caracterizaban a nuestro país hace casi un siglo. De sus decenas de miles de líneas, una, una polémica, ha pasado al imaginario colectivo: el famoso telegrama de Alfonso XIII a Silvestre animándolo a que prosiguiera su avance. Fue al rey a quien intentó salvar Primo de Rivera, a aquel rey de quien muchos sabían que se había ido a un balneario de vacaciones pocos días después de la catástrofe, el mismo rey a quien se le había oído murmurar “¡qué caro está el kilo de gallina!” cuando se le dio a conocer el rescate que pedía Abd-el-Krim por los soldados españoles hechos prisioneros.
   España durante el último siglo transcurrido ha cambiado enormemente. Gobiernos de todas las tendencias políticas han modernizado el país, nos han insertado en Europa y nos han refundado como una nación más justa, más igualitaria, más democrática. Cuando a los soldados españoles se los manda a una misión como Afganistán, no tienen que pagarse el rancho de su propio bolsillo, ni se los hace patrullar con vehículos que carecen de blindaje contra las minas, ni se trapichea con las piedras preciosas extraídas de minas controladas por los talibanes. Las cosas han cambiado tanto que cuando nuestros flamantes reyes quieren animar a uno de sus amiguetes para que prosiga con sus desmanes, ya no emplean telegramas, usan el muy moderno WhatsApp. 
   “Sabemos quién eres, sabes quiénes somos. Nos conocemos, nos queremos, nos respetamos. Lo demás, merde”, ha reconocido la Casa Real que escribió Su Majestad la reina Dña. Letizia a su “compi yogui”, Javier López Madrid. Al bueno del Sr. López Madrid, habían tratado de enlodarlo porque se pulió 34.800€ en tiendas de lujo y restaurantes de no menos postín pagados con tarjetas black, esas de las que ni Hacienda conocía su existencia y que sacaban sus fondos no de las cuentas del honorable Sr. López Madrid, sino de las cuentas de todos los clientes de Bankia. Por supuesto, el muy meritorio Sr. López Madrid, devolvió de inmediato los 34.800€ gastados. Él no es un robagallinas que le quita a otros lo que es suyo para comer. Estamos hablando del yernísimo del todopoderoso Villar Mir, consejero delegado de su grupo empresarial, miembro del consejo de administración de OHL y de Fertiberia, consejero de Inmobiliaria Espacio, vicepresidente y consejero delegado del Grupo Ferroatlántica, presidente de Tressis, fundador y presidente del holding inversor Siacapital, miembro del World Economic Forum y miembro del patronato de la Fundación Princesa de Asturias. Eso sí, no tiene idea de cómo borrar datos de su móvil en condiciones. Su honorable nombre ha aparecido, igualmente, en la trama de corrupción descubierta con la operación púnica y la lista de sus amistades casi coincide con los españoles incluidos en la lista Falciani, la que desvelaba los detentadores de cuentas en Suiza. López Madrid pertenece al selecto grupo de españoles que pueden usar al fiscal como los burros su cola, para espantarles moscas del trasero y lo ha demostrado recientemente cuando su dermatóloga lo denunció por acoso sexual. Una persona como él no se gasta el dinero de los demás para comer, ni siquiera lo hace por codicia, es puro deporte.
   España sigue divida en dos y no es una roja y la otra nacional, como una progresía interesada en mantener el tinglado pretende hacernos creer. Por un lado estamos nosotros, los que tenemos que apechugar cada día con la sed, los piojos y la falta de municiones para cimentar los pilares de la patria, los que nos sacrificamos para ahorrar un par de euros y acabamos sucumbiendo en la primera catástrofe amasada por la ambición de Ellos. Por otro, Ellos, los que beben champán frío en Melilla, venden las balas que nosotros echamos de menos a los que han de matarnos y despilfarran nuestro dinero. Ellos son los que reciben palmaditas de ánimo de nuestras élites gobernantes, para nosotros, ya lo ha dicho Su Majestad la reina, merde.

domingo, 6 de marzo de 2016

Europa, faro de la humanidad

   Una de los problemas de lo que se llaman los hipertextos, o, de un modo más pedestre, la lectura en pantalla, es que se pierde la linealidad. Ante un documento digital, ya no leemos de izquierda a derecha y de arriba abajo, vamos saltando de página en página, de párrafo en párrafo y de documento en documento. “Para ayudarnos”, se insertan enlaces que permiten “ampliar la información”, aunque lo que hacen realmente, es conducirnos en una dirección predeterminada por la que debe ir nuestra indagación para que no nos hagamos demasiadas preguntas. Cuando uno lee un libro, una revista o un periódico de papel, los “hipervínculos”, no están establecidos de antemano, sino que es el lector el que debe realizarlos a su entera libertad o bien guiado por un hilo conductor propio. Es éste un fenómeno que me saltó a la cara hace un par de días leyendo El País. En su segunda página ha inaugurado una sección bajo el epígrafe “Conversación global”, cuya misión es demostrar que España no es el único país del mundo en el que el latrocinio es la actividad habitual de la clase política (y, ciertamente no lo es, aunque sí destacamos por el monto, la fruición y el descaro con que se practica dicha actividad). En su tercera página, aparecía, como es habitual, lo más destacado de la actualidad internacional. La contraposición de ambas páginas, que hubiese sido imposible en una edición digital, llevaba a una fácil conclusión, a saber, que Europa es la luz del mundo. 
   Hace ya mucho tiempo que los ecologistas alemanes descubrieron que las pobres ranas se habían convertido en las víctimas mortales más frecuentes de carreteras y autopistas. En cuanto consiguieron llegar a los diferentes parlamentos, lograron imponer leyes que obligaban a la creación de pequeños túneles para anfibios en todas las autovías de nueva construcción. “Si nuestros horrendos vecinos alemanes protegen a los pobres sapitos, ¿por qué vamos nosotros a dejar desprotegidas las ardillas?” Eso parece que debieron pensar las autoridades locales de La Haya cuando decidieron unir dos parques de la ciudad, cortados por una carretera, con un puente para estos simpáticos roedores. Ante tan preclaro razonamiento, cualquier hecho o cantidad por gastar palidecía, así que no se encargó ningún estudio que pudiera justificar los 144.000€ que empleados en la construcción de un bonito puente de metal para las ardillas. Muy pronto se hizo notar que las ardillas prefieren los materiales tradicionales a las construcciones high-tech y que cruzar, lo que se dice cruzar, ninguna había hecho el intento pasados varios meses de la instalación del puente. El consistorio no dudó en lo acertado de su decisión, muy al contrario, aguzó su ingenio para apuntalarla. Probablemente, justificaron, había sido un buen año de nueces y piñones a ambos lados de la metálica estructura. Cuando llegase la época de escasez, el hambre conduciría a las ardillas por el buen camino y, sin duda, se formarían atascos de roedores como los hay a la entrada de cualquier puente europeo que merezca tal nombre. Pero, ¡ay! el tiempo pasaba y miles de euros seguían colgando del aire como monumento a la inutilidad. Al fin, se decidió que estaría bien gastar algo más de dinero para comprobar cuáles eran los hechos y se colocaron cámaras que filmaran el deambular de las ardillas por el puente. Hasta cinco ejemplares se han visto utilizarlo, no sin mostrar sus dudas, en los últimos dos años. Evidentemente, los hechos no son capaces de parar la capacidad de razonar de los sagaces miembros del gobierno local que, ufanos, han proclamado que a lo mejor es verdad que el puente no sirve para nada, pero los habitantes de La Haya no tienen por qué preocuparse, fue pagado con fondos estatales, por lo que a los vecinos de la ciudad no les ha costado un solo euro (razonamiento éste que presupone la  independencia de facto de La Haya respecto al resto de Holanda).
   Lo que ocurre es que, a veces, de tanta luz como emitimos, nos llenamos de mosquitos impertinentes. Lo ha dicho esta semana Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, que por fin ha logrado que alguien se entere de su existencia. “Extranjeros, si no sois de Siria, de Irak o de algún sitio parecido, no vengáis a Europa”. Dicho de otro modo, quienes quieran venir a Europa a forjarse un destino digno, tendrán que conseguir primero que les proporcionemos un movimiento terrorista o un dictadorzuelo, que los torture y extermine como es debido. De lo contrario, no los dejaremos pasar. Su hambre, su miseria, no nos conmueven como sí lo hace el destino de las pobres ranitas y ardillitas que pueblan nuestro continente. A nosotros los europeos no nos duele gastarnos 144.000€ en salvar de las privaciones a cinco ardillitas, pero que nadie ajeno a nuestras fronteras piense que nos vamos a gastar esa cantidad en sacar de la pobreza a cinco seres humanos. El estómago vacío, conduce con precisión a nuestros animalitos por el correcto camino, haciéndolos cruzar los puentes que para ellos hemos construido. Pero si de seres humanos se trata o, por ser más exactos, si se trata de asiáticos y/o africanos, la gusa sólo los puede conducir por el mal camino de los traficantes de hombres, de los peligros del mar, de la agonía de los campos de inmigrantes y del sueño de un futuro más digno entre nosotros. Esta es la gloria de nuestras fronteras, proteger a quienes están dentro, ya sean hombres, roedores, batracios o gusanitos, para que no tengan que soportar la mirada de quienes se quedan fuera.