domingo, 24 de julio de 2016

Ganar la guerra, perder la paz

   La última entrada en la que escribí sobre África la han leído cuatro personas. Un loco con un camión se busca una excusa para matar a 84 viandantes, el ISIS publica una disparatada reivindicación de la matanza y la noticia ocupa las portadas de periódicos y las declaraciones de dirigentes políticos durante semanas. El mismo ISIS lleva a cabo un atentado suicida contra manifestantes de la minoría hazara en Kabul causando idéntico número de muertos y la noticia no estará en portada más de 24 horas. Un tonto entra con una pistola en un McDonald's de Munich matando a 19 personas y el hecho da la vuelta al mundo. 19 soldados de Malí resultan muertos en el ataque a una base del ejército y la noticia casi pasa desapercibida. Lo malo de nosotros los occidentales no estriba en que no escarmentemos, lo malo es que no tenemos la menor intención de escarmentar. Sólo son noticia los blancos muertos, nuestros muertos. Lo de Niza da miedo, lo de Kabul no me va a impedir bañarme mañana en la playa. Ya se sabe, todos somos humanos, pero unos, nosotros, los de aquí, más humanos que otros. De entre todos los no blancos del mundo se salvan los negros norteamericanos que, aparte de meter canastas increíbles, son asesinados sin reparo por la policía de su país. Entonces, escuchamos la noticia y movemos la cabeza... antes de seguir dejando que nos metan el miedo en el cuerpo con nuestros muertos.
   Afganistán no está al otro lado del mundo, ni lo habitan marcianos con turbante, ni resulta indiferente respecto del día de playa que nos espera mañana. Había sido un país envuelto en el caos desde mediados de los años 70, invadido por la URSS en los ochenta y en guerra civil en los 90 mientras todo el mundo miraba hacia otro lado. Si hemos de creer la versión oficial, de allí salieron los aviones que derribaron las torres gemelas. ¿Solución? Muy fácil, invadirlo de nuevo, esta vez por parte de EEUU. Desde la retirada de las tropas norteamericanas, el país vive, una vez más, una guerra civil, en la que los talibanes no se han hecho con el poder porque el apoyo paquistaní no es tan decidido como en los 90, porque EEUU sigue controlando la situación en la sombra, o porque están esperando el momento oportuno, pero, desde luego, no porque el supuesto gobierno de Kabul controle nada. La matanza del otro día fue la puesta de largo del Estado Islámico en el país, un actor nuevo, con creciente poder, que espanta incluso a los talibanes. Occidente, Estados Unidos, como antes la URSS y antes los ingleses, ganaron la guerra de ocupación, pero perdieron todo lo que vino después olvidando algo fundamental en cualquier conflicto bélico y es que una guerra no termina hasta que se consigue una paz estable. Hubo una época en que Europa estuvo gobernada por gente que lo sabía bien y que forjó reglas duraderas para el juego político. Esa generación desapareció sin haber dejado alguien digno de sus enseñanzas tras de sí. Hace tres años, desde este mismo sitio, confiaba en que François Hollande perteneciera a la vieja escuela. Obviamente no es el caso. Ha seguido el modelo de la nueva generación de políticos que ocupa el poder en EEUU desde los años 50 y que va dejando tras ellos una estela de progresos conseguidos por la fuerza de las armas y perdidos por la ineptitud de la diplomacia.
   La intervención militar francesa en Malí, iniciada en enero de 2013 y que terminó hace ahora dos años, va camino de convertirse en un nuevo fiasco. Formalmente, hay una serie de acuerdos de paz, firmados el año pasado, que, sobre el papel, ponen las bases para el final de la inestabilidad en el norte del país. En la práctica no se ha hecho nada más que crear una serie de puntos en los que ha de producirse la desmovilización de las milicias, pero a los que no ha llegado nadie ni hay fecha para que lo haga. Las familias que huyeron a países vecinos tras los avances islamistas hace cuatro años, siguen esperando en campos de refugiados que alguien les garantice una cierta seguridad. En el terreno un batiburrillo de organizaciones tuaregs, islamistas y simples bandidos, dominan la región sin muchos impedimentos. Las fuerzas leales (es un decir) al gobierno de Bamako, carecen, como siempre, de instrucción, de ánimos y de equipamiento para hacer frente a nadie. En cuanto a las tropas desplegadas por la ONU, bastante hacen con protegerse a sí mismas. Es cuestión de tiempo que la situación se pudra lo suficiente como para que alguien, alguien que a nadie, particularmente a los malienses, le interese que llegue ahí, amenace nuevamente con hacerse con el control total del país. Un día, alguien nacido en Malí o cuyos padres nacieron en Malí, cogerá un camión y arrollará a ochenta personas o tiroteará un restaurante o se hará saltar por los aires a la entrada de un campo de fútbol. Y ese día sentiremos mucho miedo y preguntaremos por qué nuestros políticos no construyeron murallas más altas en nuestras fronteras o por qué no expulsaron a nuestros vecinos. Pero la culpa no será de ellos, será nuestra por llorar las catástrofes en lugar de evitarlas.

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