domingo, 4 de septiembre de 2016

España es una península.

   Hace exactamente un mes, no pude evitar una sonrisa de satisfacción al leer el artículo de John Carlin, “España: isla de decencia y sensatez”. El argumento de Carlin, era extremadamente simple: la vieja costumbre española de criticar a nuestros políticos nos impide ver que hoy día casi en cualquier país ocurren cosas peores que aquí. Carlin comparaba las insulsas campañas electorales españolas con los disparates lanzados en la campaña del brexit, las interminables guerras de cifras entre nuestros políticos y la ausencia a cualquier dato en la campaña norteamericana, el juicio a la infanta Elena y la absoluta impunidad con la que los miembros de la familia real británica realizan negocios mucho más turbios y, lo que no es detalle menor, la inexistencia de partidos con representación parlamentaria que apelasen al racismo, la xenofobia o, simplemente, a la separación, muralla mediante, entre un “ellos” y un “nosotros”.  No soy un seguidor fiel de los artículos del Sr. Carlin en El País, me parecen demasiado sesgados por sus simpatías políticas y poco profundos en su nivel de análisis, con lo que sus conclusiones suelen tener mucho más de proclamas emocionales que de rigor predictivo. No obstante, aprecio las buenas intenciones que suele haber tras la mayoría de ellos y no pude dejar de reconocer que cierta razón había en lo que decía en éste. Lo tuitiée y rápidamente, uno de mis alumnos del año pasado, Alex, me recordó que ya teníamos muros como el que quiere Donald Trump en Ceuta y Melilla, hasta el punto de que el propio Trump llegó a confundir la valla de Melilla con la frontera de México. Alex, efectivamente, acertó con el matiz que falta en el artículo de Carlin y es que aquí no ocurre lo que ocurre en Estados Unidos o en Francia o en Austria o en Gran Bretaña... de la misma manera. España no es una isla, es una península, para más señas, situada entre Francia y Marruecos y no estoy hablando de geografía.
   Ciertamente, comparado con Donald Trump, Mariano Rajoy parece el adalid de la decencia y Pablo Iglesias un antipopulista. Pero es que el único político actual que puede salir perdiendo en una comparación con Donald Trump es el recién elegido presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, “El castigador”, que ha llegado al cargo presumiendo de la creación de escuadrones de la muerte contra los narcotraficantes bajo su mandato en Davao y que ya ha animado a sus ciudadanos a matar a todos los drogadictos que encuentren a su paso (sí, para esto murió Benigno Aquino). Los propios chicos del UKIP o Mme. Le Pen, parecen encantadores adalides de la libertad comparados con  Mr. Trump. Sin embargo, aquí Carlin tiene razón, nuestra situación no es la de Francia, donde pronto podrán “elegir” entre Manuel Valls, Marie Le Pen y Nicolas Sarkozy, que es como elegir entre un mini-Trump, una mini-Trump y un llavero de Donald Trump. Estas navidades nosotros podremos “elegir”, por tercera vez, entre políticos que no van a hacer nada y políticos a los que “las circunstancias” no les van a dejar hacer nada. Insisto en esta idea, tal y como está el patio, un político que no hace nada casi parece lo mejor que nos puede pasar.
   Es cierto que hemos llevado a miembros de la familia real al banquillo, lo cual no evita que Joseph Blatter haya pedido como abogados defensores a los fiscales encargados de “acusar” a tan ilustres reos. Y también es lógico que Donald Trump confundiera la valla de Melilla con la frontera con México, primero porque estoy convencido de que Donald Trump no sabe dónde está México, de hecho, sospecho que ni siquiera sabe qué es México y segundo, porque esa frontera salvaje que sale en las películas, que tanto nos espanta y que recorre el río Bravo, la tenemos aquí, a un tiro de piedra, en Ceuta y Melilla, mientras hacemos todo lo posible por no verla. Pero esa valla no es (todavía), un muro, ni lo ha pagado Marruecos sino Bruselas, ni está ahí para impedir la llegada de ciudadanos del país vecino, sino de subsaharianos, aunque bien que sirve para dejar sin corderos halal a la población musulmana de dichas ciudades con objeto de que los de siempre hagan su agosto en septiembre.
   Suele preguntarse por qué en España no ha fraguado ningún partido de ultraderecha como esos que avanzan por Europa. Hay muchas respuestas a esa pregunta. La primera es que no hay tradición. ¿Se imaginan un campo de exterminio español? El día en que hubiese gas, no habrían llegado los judíos; el día en que hubiesen llegado los judíos, no habría gas y el día en que hubiesen llegado los judíos y el gas, el tipo encargado de tirárselo se habría dado de baja y el becario no sabría cómo hacerlo. Pues lo mismo sería nuestra "rigurosa" política de expulsión de extranjeros, por eso nadie que pretenda ser tomado en serio la ha propuesto. Otra respuesta posible es que somos más abiertos, más tolerantes, en el fondo, mucho más democráticos de lo que jamás se sospechó de nosotros. Váyase Ud. a los barrios populares de cualquier gran ciudad, ésos donde el alto nivel educativo no es la tónica, ésos que nuestros años de pizza con champán llenaron de emigrantes, y escuche lo que allí se dice. En la carnicería, en la frutería, alrededor de un par de cervecitas, quien menos lo piense soltará comentarios que llenarían de orgullo a cualquier partido xenófobo europeo. El miedo al inmigrante, la xenofobia, la búsqueda de una estirpe que sirviera como chivo expiatorio de las propias miserias, no ha permitido ocupar escaños en Madrid porque mucho antes de que se dieran las condiciones sociopolíticas para que ocurriera, ya se lo utilizaba para copar escaños en Álava y hoy está sirviendo para construir ese país futuro llamado Catalunya. Escuchen el discurso de cualquier catalanista convencido, de ésos que se han criado oyendo en las escuelas que los invadieron en el siglo XVIII; oigan las propuestas para la futura democracia de los estómagos agradecidos que ya van haciendo hueco para lo que van a devorar y que quieren, no prohibir, por supuesto, que suena muy mal, pero sí “no autorizar” otra lengua que no sea el catalán; miren con detenimiento el rostro de todos los que se han sumado al carro en marcha y que no está claro si hay en ellos más de Rufián que de tonto o más de tonto que de Rufián y estarán contemplando la vidriosa mirada que adorna a los integrantes del Frente Nacional, la Alternativa para Alemania, el Amanecer Dorado, el Partido de los Finlandeses, el Partido Popular danés, o el Partido Liberal holandés. 
   No, España no es los EEUU, ni Francia, ni Alemania, ni Gran Bretaña, ni lo ha sido nunca, pero, si no lo remediamos, será sólo cuestión de tiempo que nos pongamos a su altura y no precisamente en lo bueno.

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