domingo, 30 de octubre de 2016

Crítica de la razón tableteada (1)

   Llevo toda mi vida comiendo pan de la misma panadería, el negocio familiar de unos vecinos de mi madre. Nada eché tanto de menos durante mis estancias en el extranjero como el pan, ese pan blanco, capaz de resistir que se lo congelase para volver a oler a pan recién echo en cuanto recuperaba la temperatura ambiente. Recuerdo la oposición de Antonio, el fundador del negocio, a instalar hornos eléctricos y los montones de leña apilados en la entrada de la panadería. Al final no tuvo más remedio que ceder, pero fue casi al final, cuando pocos hacían ya el pan a fuego de leña. Después vinieron sus peleas para obtener harina de la calidad que deseaba, sal del tipo que le gustaba, los ingredientes que consideraba imprescindibles para seguir haciendo pan como le enseñaron. Con los años múltiples tragedias asolaron la familia y ahora lleva el negocio como puede su hijo, asediado por el pan barato de los supermercados, que apenas si aguanta unas horas aparentando ser algo comestible. En ocasiones la pena lo ahoga y su pan lo nota, pero todavía conserva algo de ese sabor a pan hecho del modo tradicional y esa consistencia digna del buen amasado. Mientras tanto, en Sevilla, tan necesitada siempre de pan de calidad, han comenzado a aparecer nuevas panaderías que prometen pan artesanal, pan de pueblo, pan de masa madre... Alguna hay que ofrece de verdad un producto que incluso permite recordar el sabor del pan de siempre, pese a la perfecta homogeneidad de todas las piezas, que tan nervioso ponía a Antonio, y que delata su auténtico origen.
   En La corrosión del carácter, Richard Sennett entraba en el interior de una panadería griega de Boston para descubrir que sus empleados, eran pakistaníes, chinos y cubanos, ajenos por completo a la tradición del pan que elaboraban. Robots y hornos programables, con interfaces extremadamente parecidas al escritorio de Windows y que hoy han sido sustituidas por tablets, permitían, mediante la manipulación de variables de acuerdo con unos protocolos prefijados, elaborar un pan griego absolutamente dentro de los cánones norteamericanos del buen pan. Desde la sustitución de los hornos de leña por los hornos eléctricos hasta las modernas panaderías en las que los empleados ni siquiera necesitan lavarse las manos porque no tocan el producto, se ha producido un progreso tecnológico cuya consecuencia es un pan de sabor, peso y consistencia estandarizado, que llena el estómago pero no alimenta los sentidos, que acompaña las comidas sin añadirles nada y que sustituye el atávico placer de paladear un trozo de pan sin más condimento por algo muy parecido a la rutina de mascar un chicle que ha perdido su sabor. ¿En qué medida hemos progresado? ¿de qué modo nos ha hecho mejores la tecnología? ¿hasta qué punto la sustitución de unas máquinas por otras nos ha proporcionado una vida mejor, nos ha hecho más felices, más capaces de disfrutar,? ¿Qué papanatas podría defender que el pan por sí mismo no es importante, que lo importante es cómo se haga o, mejor aún, que el tratamiento de la masa que proporciona la tecnología le añade algo que ningún ser humano podría añadirle por los procedimientos tradicionales?
   No hablemos ahora de alimentar nuestro estómago, hablemos de alimentar nuestro espíritu. No hablemos de la masa madre, hablemos del conocimiento. No hablemos de amasar y cocer, hablemos de transmitir el saber. ¿Por qué ahora todos nosotros nos convertimos en papanatas que defienden la necesidad de utilizar las nuevas tecnologías para añadirle algo a los viejos contenidos? ¿Por qué pensamos que una tablet, que una pantalla, que un ordenador van a proporcionarnos resultados mejores que las viejas herramientas? ¿Por qué nos resulta tan obvio que las nuevas tecnologías permiten crear cosas nuevas? ¿Por qué las autoridades insisten con tanto ímpetu en la necesidad de incorporar las nuevas tecnologías a la enseñanza? ¿Para hacernos más libres, más críticos, mejores ciudadanos? ¿Desde cuando nuestras autoridades se preocupan por eso? En cuanto nos plantan un aparato enchufable a Internet delante de los ojos olvidamos el argumento que nos lleva a buscar el pan de nuestros abuelos, las alfombras que se tejían en el pueblo, el queso que se compraba a los pastores y nos lanzamos a entregarles a nuestros infantes todo tipo de artilugios novedosos convencidos de que sólo pueden salir maravillas de ellos. Sabemos que cualquier tecnología en manos irresponsables conduce a la catástrofe, sabemos que las manos de nuestros jóvenes se cuentan entre las más irresponsables de la humanidad y les entregamos la última tecnología del mercado convencidos de que vamos a contemplar... ¿maravillas?
   Dele un trozo de papel a un niño. Lo pintarraqueará, lo arrugará, hará con él un avioncito, lo convertirá en una bola que podrá encestar en la papelera, lo transformará de mil maneras que difícilmente Ud. podía haber previsto. Conocí a cierto adolescente que tenía la costumbre de coger las tizas de clase y, con un tornillo extraído de una banca, agujerearlas de lado a lado. Era un trabajo que exigía considerable precisión, pero lo más divertido era que cuando se acumulaba el polvo de tiza en el tornillo, tendía a partir la tiza, así que cada cierto tiempo, sacudía el polvo por el curioso procedimiento de tirar el tornillo al suelo para que rebotara y volviera a su mano. Recuerdo haber visto en el Museo Reina Sofía un cuadro que consistía en un lienzo en blanco desgarrado, Lucio Fontana se hizo famoso por acuchillar de diferentes formas telas rojas, verdes, rosadas... Entréguele una tablet a un niño, ¿podrá arrugarla? ¿hacer que vuele? ¿encestarla en la papelera? ¿taladrarla? ¿tirarla al suelo para que rebote? ¿Pueden los artistas que usan las nuevas tecnologías desgarrarlas, acuchillarlas, deconstruirlas de algún modo? Sólo pueden hacer lo que el marco de las aplicaciones establecidas les permite, la única libertad que tienen consiste en deambular por celdas con barrotes perfectamente fijados e inamovibles, la única creatividad que fomentan las nuevas tecnologías consiste en la creatividad sometida a los estándares de la industria, esa industria a la que todos sabemos nociva, empequeñecedora y ruin.

domingo, 23 de octubre de 2016

Cuanto peor, mejor

   La diferencia entre un estadista y un politicastro del tres al cuarto es que un estadista prefiere ser ciudadano anónimo en un país rico que presidente del gobierno en un país arruinado. Políticos de este segundo género los ha habido siempre, el problema es que en este siglo XXI sólo parece haber políticos así. Por comenzar desde lo más cercano e inmediato, la Sra. Susana Díaz es un excelente ejemplo de lo que acabo de enunciar. Llegó a la presidencia de la Junta de Andalucía por la puerta de atrás, se “legitimó” en unas elecciones europeas en las que, como viene siendo habitual, la gente votó no a favor de ella sino en contra del gobierno. Cuando hubo de dar la cara por sí misma, obtuvo los peores resultados de la historia del socialismo andaluz. En sus declaraciones mostró cierto titubeo por tan bochornosos resultados, declarando ora que la culpa la tenían los dirigentes de su partido en Madrid ora que en Andalucía habían ganado las “fuerzas progresistas”. Eso sí, inmediatamente pactó con Ciudadanos, compartiendo con los votantes de dicha formación el espejismo de que Albert Rivera lidera algo así como un partido de izquierdas o, al menos, de centro. El pacto nunca fue explicado ni a los votantes de una formación ni a los de la otra, simplemente, “era lo que tocaba” y a callar que no mandáis nada. Desde entonces la política andaluza no ha existido, ni se han aprobado leyes novedosas, ni se han hecho esos gestos grandilocuentes que tanto gustan a los políticos, ni ha ocurrido nada que merezca la pena reseñar en el parlamento autonómico. La Sra. Díaz se ha limitado a escudriñar el horario de trenes hacia su sillón en Madrid, deseo último de cualquier político andaluz que se precie. Para encontrar su oportunidad no ha dudado en socavar uno de los dogmas del PSOE al menos desde los tiempos de Suresnes, a saber, que la federación andaluza, pese a ser la más numerosa y disciplinada dentro del partido, nunca ha puesto sobre la mesa la ley de los números y ha hecho como si hubiese cierto equilibrio regional en las decisiones adoptadas. Desde el mismo momento en que asumió las riendas de dicha federación, la Sra. Díaz dejó claro su intención de utilizarla como palanca para alcanzar el poder. La propia gestora que ahora preside el partido lo pone de manifiesto. Hasta cuatro federaciones se han quedado fuera de ella, pero el PSOE-A tiene dos representantes, de hecho, el infeliz del Sr. Fernández Fernández tiene que confiarle sus espaldas nada menos que a la mano derecha de la Sra. Díaz en el parlamento andaluz, por si acaso le dan veleidades de pensar que manda algo. El está ahí para llevarse las bofetadas y, a su debido momento, ser defenestrado, precisamente, por la razón por la cual ha sido elegido para el cargo: entregarle el bastón de mando a Rajoy.
   Con el PSOE-A como ariete, la Sra. Díaz se lanzó a derribar la puerta del anterior secretario general aún a costa de conducir al partido al borde del abismo y a poner en duda la inteligencia de sus votantes. Resulta que el PSOE se obstinó en mantener su no a Don Tancredo, pese a que todo el mundo alertaba contra la catástrofe de mantener al país sin gobierno. Sin embargo, ahora que lo que peligra no es el país, sino las poltronas de los gerifaltes socialistas, a punto de sufrir el sorpasso de Podemos, ahora sí que están dispuestos a permitir que gobierne Rajoy, Donald Trump o el demonio en persona. A quienes votan socialista se les pretende hacer creer que es “un mal menor”, como si no estuviese pendiente la aprobación de un presupuesto, que Bruselas quiere que incluya sustanciales recortes, y que necesitará el favor del PSOE si no desea ver convocadas nuevas elecciones antes de la fecha elegida por la Sra. Díaz para el próximo congreso extraordinario del partido. Muy torpes habrán de ser los muchachitos de Podemos si no aprovechan la coyuntura para presentarse como la auténtica alternativa de izquierdas.
   Pero si el “cuanto peor, mejor”, se ha convertido en el emblema de las izquierdas del nuevo milenio, ¿qué decir de la derecha? El Sr. Mariano Rajoy ya ha demostrado, en activo y en funciones, su absoluta incapacidad para hacer nada, para tomar ninguna iniciativa, para encarar ningún proyecto, su absoluto talento para precipitar la catástrofe y sobrevivir a ella. Ahora, sin embargo, se ha planteado un nuevo reto, tampoco decir nada. Si la inoperancia le ha servido en bandeja la reelección, el mutismo puede hacerle entrar en los libros de historia. Que esta línea  de (in)acción haya conducido a que la situación en Cataluña se pudra hasta límites inauditos no le ha importado lo más mínimo, siempre que sirviese para apresurar su puesta de largo. Pero en este desgraciado ranking de despropósitos, sin duda, son los políticos catalanes los que se llevan la palma. Realmente me pregunto si hay alguien lo suficientemente inocente como para creer que se están arriesgando a ir a la cárcel por el bien de la nación catalana y no por el bien de sus propios bolsillos. Ciertamente, de haber alguien así, sería una demostración palpable de la terrible malignidad de la inocencia.

domingo, 16 de octubre de 2016

Una leche (2 de 2)

   El coste ecológico de un litro de leche es desproporcionado. Hay que criar una vaca durante unos años, con lo que eso supone en pienso y, sobre todo, en agua. Su digestión genera, además, gran cantidad de gases residuales tales como el metano y el óxido nitroso, de importantes efectos contaminantes. Por tanto, si se consiguiera sustituir la leche de vaca por otro tipo de leche, contribuiríamos de un modo decisivo a la reducción de costes de la industria y, lo que resulta más importante, a la reducción de los efectos contaminantes. Probemos con la soja. La soja como tal no tiene mucho que ver con la leche, pero si se la modifica genéticamente, podremos obtener proteínas que acaben por parecerse mucho en textura y sabor a la leche, hasta el punto de que habremos encontrado un sustitutivo barato de producir y sostenible ecológicamente... ¿O no? Ni que decir tiene que la soja modificada genéticamente se halla sometida a patentes, patentes que, como es natural, están en manos de los grandes consorcios alimenticios. Puedo decir lo mismo de otro modo, los beneficios de las plantaciones de soja no van a ir a los países pobres o en vías de desarrollo, más bien, por el contrario, sobre ellos van a caer todos los problemas, pues si la soja llegara a desplazar a la leche de vaca, buena parte de las zonas forestales que aún quedan en el mundo, acabarían por desaparecer debido a la demanda de suelo cultivable. Aún más, la cantidad de agua que acabaría por necesitarse para ello dejaría en ridículo la que se necesita para atender al ganado vacuno y, no lo hemos de olvidar, esta demanda de agua se produciría en países donde está lejos de ser abundante. De modo que hemos llegado al mismo punto con que concluíamos la entrada anterior, por mucho que se produzcan alimentos, sobra gente en el mundo o, para ser más exactos, sobran pobres en el mundo. A menos, claro está, que, como buenos ciudadanos con conciencia ecológica aceptemos desayunar leche de cucaracha...
   Lo cierto es que, todo este “científico” argumento tiene truco, pues el problema, el problema real, no está en las bocas que hay que alimentar, ni en la cantidad de alimento que hay que producir, el problema radica en cómo se produce ese alimento o, mejor dicho, en para qué se produce ese alimento. Porque el alimento que se produce en el mundo, desde los tiempos de Malthus, no se produce para ser consumido, se produce para ser vendido. Volvamos a la segunda frase de esta entrada y preguntemos lo que habitualmente no se pregunta: ¿contamina lo mismo una vaca europea que una de la India? La respuesta es no. La razón por la que nuestras vacas resultan tan contaminantes es porque se las alimenta con piensos compuestos muy útiles para acelerar su crecimiento y con pastos ricos en abonos nitrogenados, cosas todas ellas que causan una digestión particularmente ineficaz. Si la industria alimentaria tuviera verdadero interés por saciar las necesidades humanas y no por maximizar beneficios, nuestras vaquitas serían tan inofensivas para el medio ambiente y tan generosas dándonos leche como lo han sido siempre.
   Supongamos, no obstante, que la leche de soja o la de cucaracha fuese la solución, que pudieran proporcionar un alimento tan rico como la bovina y que ninguna de ellas tuviera efectos negativos sobre la salud humana como consecuencia de su consumo a largo plazo. ¿Habríamos acabado con el problema de la escasez de recursos? Sigamos el proceso. La leche, sea de la procedencia que sea, se fabrica, se le añaden los conservantes y colorantes necesarios, se envasa... y se le coloca una fecha de caducidad muy por debajo del máximo que la conservarán apta para el consumo humano los muy tóxicos conservantes que se les ha añadido. A continuación, los productos así etiquetados llegan a los supermercados, donde, una vez más, para aumentar las ventas, serán sometidos a agresivas campañas de 2x1 o, todavía mejor, al “maxitamaño” que genera un “maxiahorro”. Presionado hasta lo indecible, el consumidor particular, es decir, Ud. o yo, acabamos comprando cantidades que difícilmente podremos consumir antes del breve plazo que nos impone la fecha de caducidad con que ha sido etiquetado. Y así llegamos a la verdad de Malthus, a la verdad de “la escasez de alimentos que amenaza a la humanidad”, a la razón última de por qué sobran tantos pobres en este mundo: la mitad de la comida que se produce se tira a la basura. La tiran los supermercados, la tiran los restaurantes, la tiran los hospitales y los cuarteles, pero, sobre todo, la tiramos Ud. y yo, porque se nos ha birlado, deliberadamente, cualquier criterio de racionalización de nuestras compras. El problema no está, pues, en el progreso “aritmético” o “geométrico”, el problema no está en lo que la técnica pueda hacer o dejar de hacer por nosotros, el problema es que al sistema capitalista le importa un comino que nos alimentemos o no, lo único que le interesa es que compremos. Y si compramos para tirar a la basura, mucho mejor. Tiramos la comida porque está erróneamente etiquetada, porque hay que demostrar la propia opulencia sirviendo más comida de la que cualquiera puede comer o porque no se corresponde a la imagen idealizada que tenemos de lo que debe ser una lechuga, una manzana o un pollo y que, en verdad, nos hace compararlas con la lechuga, la manzana o el pollo de plástico que sale en los anuncios pero no con lo que podía verse en la granja de nuestros abuelos. Tiramos la comida, insisto, porque existe una presión disimulada pero extremadamente eficaz, para que nuestros frigoríficos se vacíen antes de lo que conseguirían hacerlo nuestras necesidades alimenticias. Tiramos la comida, en definitiva, porque es la única manera de que compremos más de lo que necesitamos, o dicho de otro modo, porque es la única manera de que haya gente que pase hambre en el mundo. 

domingo, 9 de octubre de 2016

Una leche (1 de 2)

   Thomas Robert Malthus publicó su Essay on the Principle of Population en 1798. En él afirmaba que el crecimiento sin control de una población se produce en progresión geométrica, mientras que la producción de alimentos sólo puede aumentar aritméticamente, por lo que, más pronto que tarde, se llega a un límite en el que los alimentos escasean, anulando cualquier progreso conseguido anteriormente. El Essay estaba dirigido contra el núcleo mismo de los ideales ilustrados y, más en concreto, contra la “ley de pobres” aprobada por aquella época en Inglaterra, que trataba de proteger a los más desfavorecidos del alza de precios originado ya en las primeras etapas de la revolución industrial. Ayudar a los pobres era para Malthus un disparate, quienes no hubiesen conseguido subirse al carro de las clases medias merecía la muerte, pues cualquier migaja que se le arrojase la aprovecharía para engendrar más hijos, pobres como sus progenitores, multiplicando el problema en lugar de disminuirlo. Naturalmente, la sutileza de que cualquier ayuda proporcionada a los pobres es, en realidad, una inyección de liquidez a las empresas productoras por parte del Estado, se hallaba más allá de las entendederas de Malthus, para quien el mercado debía ser libre y los hombres emprendedores o sobrantes. 
   Como casi todos los libros que han cambiado la mentalidad europea, en el de Malthus escasean los datos y aun los argumentos y cuando unos u otros aparecen bordean el ridículo, hasta el punto de que los ejemplos que aporta de crecimiento de la población proceden, casi indefectiblemente, de situaciones históricas en que las fuentes de alimentación eran virtualmente ilimitadas. No obstante, su influencia ha sobrepasado lo estimable, contaminando todo tipo de pensamientos a izquierda y derecha. Se lo suele citar como una desafortunada influencia en Darwin, cuando Darwin, con la genialidad que le caracterizaba, supo ver que la teoría de Malthus era aplicable únicamente allí donde la cultura no actúa, esto es, a los animales y a etapas de la evolución humana en que ni la técnica, ni el cultivo, tenían un peso suficiente para influir en la producción, la procreación o el consumo. Mucho más desafortunada fue no la influencia sino la crítica que originó en Marx. En uno de sus arrebatos ilustrados, Marx consideró que el progreso técnico daría con el modo de esquivar las predicciones malthusianas, sobre cuya exactitud, por supuesto, no dudaba, como tampoco dudaron los ecologistas que las esgrimieron para alertar de la hecatombe a la que nos aproximábamos. De hecho, las tesis de Malthus han calado profundamente en nuestra manera de entender las cosas y todos asumimos, más o menos, que los alimentos son escasos y que o bien se los arrebatamos a los demás del plato o bien nos unimos a la lista de los que, como Malthus decía, “sobran”. Aún mejor, nadie duda de que buena parte de los problemas de los países subdesarrollados se acabarían “si tuvieran menos hijos”, bonito eslogan que soslaya el hecho de que para criar cualquiera de nuestros escasos vástagos europeos se necesita diez veces los recursos que consume un niño africano. Dicho de otro modo, somos nosotros, los europeos que hemos asumido la inevitabilidad de las familias monofiliales, los que tenemos demasiados niños.
   Pues bien, tomemos los disparates malthusianos y, sin someterlos al menor análisis crítico, solucionémoslos mediante el método de Marx, ¿cuál será el depurado producto de semejante proceder? ¿qué nombre podríamos ponerle? ¿leche de cucarachas tal vez? En contra de lo que nos enseñaron en la escuela, existen insectos vivíparos, por ejemplo, la Diploptera Punctata, una cucaracha asiática que cuida de sus crías y les suministra un líquido rico en proteínas, grasas, azúcares y con todos los aminoácidos esenciales, como no podía ser menos. Un grupo de investigadores indios ha propuesto, no ordeñar a las cucarachas, que podría resultar complicado, sino extraer la forma cristalina de esta sustancia que queda en el tracto digestivo de sus larvas y encontrar un modo de sintetizarlo. Como digo, se trata, simplemente, de una posibilidad, los insectos, en general, están siendo estudiados como una fuente de proteínas mucho más barata de producir y algunos no dudan en considerarlos la fuente alimenticia del futuro, dada la consabida “escasez de alimentos” a la que estamos abocados. ¿Que la leche de cucaracha le da asco? ¿que se niega a sustituir su filete por un buen plato de grillos? ¿que no quiere reemplazar las palomitas con mantequilla por una bolsa de hormigas fritas? Bueno, no pasa nada, simplemente, hágase a la idea de que una parte de la humanidad está de sobra. Pero tranquilícese, Ud. está en la otra parte, en la protegida por modernísimos ejércitos, por vallas con alambres de púas, por sensores de movimiento, que impedirán que los pobres le roben la comida de su plato.

domingo, 2 de octubre de 2016

Retraction Watch (y 4. Valor y precio)

   Cuenta la leyenda que Galileo conminó a los miembros de la Inquisición que le juzgaban a que mirasen por el telescopio y verían lo que él había visto, pero éstos se negaron a hacerlo aduciendo que sabían lo que había en los cielos por sus libros. Los científicos recitan cual papagayos este mito y se sienten reconfortados sabiéndose la vanguardia de la civilización en su lucha contra el oscurantismo y el principio de autoridad. Después se van a sus despachos, abren el sobre en el que alguna revista les ha enviado un artículo para que lo revisen y lo primero que hacen es averiguar en qué institución trabaja el autor del artículo, con quién se formó y a quién cita. En función del prestigio que parezca encerrar todo ello, se dignan mirar los datos que figuran en el artículo o no, suponiendo que la realidad se conforma a lo que dice la autoridad y no se muestra mirando a través de las tablas de datos. El funcionamiento de la ciencia como institución hoy día no es muy distinto del que exhibía la iglesia en la época en que se juzgó a Galileo. Todavía peor, si comparamos el número de retractaciones que los jueces obligan a publicar a las revistas de cotilleos con el número de artículos retirados por las más prestigiosas revistas científicas, habremos de concluir que la prensa del corazón tiene criterios editoriales más rigurosos que las publicaciones supuestamente científicas. Todos aquellos científicos y filósofos que concluyen que “ciencia” es lo que publican dichas revistas, no hacen más que colocar el rigor de la ciencia actual apenas por encima del nivel de los chismorreos.
   Que el sistema de peer review no funciona es ya una vieja canción. Nadie tiene tiempo de revisar los artículos que recibe cuando, a la vez, se le exige un rendimiento académico e investigador de modo continuado en el que no tiene cabida la repetición de experimentos realizados por otros. Si alguien tuviera tiempo para ello, desde luego, sería incapaz de encontrar financiación para hacerlo, pues ninguna fuente de financiación está interesada ni por la verdad en general, ni, mucho menos, por el buen funcionamiento de alguna ciencia en particular. Si alguien pudiera obtener financiación, sus críticas reiteradas a los artículos de ilustres investigadores como fueron Stapel, Boldt y Fujii, acabaría por hacer que las revistas dejaran de enviarle sus artículos para la revisión. Y si alguna revista tuviese la honradez hacerlo pese a ello, acabarían por recordarle que ellas, las revistas científicas, tienen que publicar algo, algo llamativo e impactante, algo que las haga la comidilla de la prensa generalista y que amplíe la base de suscriptores. Al fin al cabo, son revistas y hace tiempo que se apuntaron al lema de cualquier publicación periódica: no dejes que la verdad te estropee una buena noticia. La única verdad que persiguen las revistas científicas es la verdad que arroja la cuenta de resultados anual y a ella quedan supeditadas todas las demás. ¿En serio creen que los miembros del comité redactor de Science, de Nature, de Cell, se jugarían no ya la vida como hizo Galileo, sino sus honorarios para proteger el buen funcionamiento de la ciencia? ¿Creen que al comité de redacción de Anesthesia & Analgesia le importa más la verdad que los ingresos que generan sus anunciantes? ¿Me van a decir que el comité de redacción de cualquier revista médica está preocupado por las personas se van a curar gracias a los descubrimientos que muestran sus páginas y no por la generosa aportación que le proporcionan las empresas farmacéuticas?
   Cada falsificación, cada dato inventado, cada media verdad, es una mancha de aceite en el mundo de la ciencia, cuyos efectos se extienden en el tiempo haciendo difícil predecir sus resultados a medio y largo plazo. Cada falsificador encumbrado es una generación de científicos que han tenido que dirigir sus investigaciones en una dirección más que dudosa si querían recibir ayudas y subvenciones para sus estudios. Cada artículo retirado es una denuncia contra un sistema, el sistema creado por una industria cultural que ha usurpado el papel de faro de la cientificidad con la nada disimulada intención de hacer caja y envolver cada verdad en una bruma de mentiras. 
   Por supuesto, los propagandistas de “lo científico”, que continuamente nos escamotean la pregunta por la naturaleza de la ciencia, quieren hacernos creer que se trata de cuestiones menores. A esos filosofillos de la ciencia que se han hecho grandes en su especialidad leyendo las alucinaciones de Popper, las incoherencias del Kuhn de La estructura de las revoluciones científicas y cosas semejantes, no se les puede pedir que comprendan la importancia de Retraction Watch para tomarle el pulso a la ciencia real, pues no estamos hablando de casos aislados, hablamos de 500 ó 600, casos al año detectados, la punta de un iceberg que nadie se atreve a cuantificar. Todavía más grave, hablamos, en el fondo, de la misma historia repetida hasta la saciedad, la historia de alguien con notables habilidades sociales, con una ambición desmedida, que produce muy por encima de la media, con un prestigio que se ampara en el prestigio de quienes se avienen a publicarle o a publicar con él, en definitiva, hablamos del prototipo de lo que en economía se llamaría un emprendedor de éxito. Si, efectivamente, medimos una teoría científica por los réditos económicos que puede producir, si “saber venderse” resulta mucho más importante que saber hacer las preguntas correctas, si la vida de un equipo investigador depende de las subvenciones que puede lograr, si medimos la importancia de un experimento por el dinero que gana la revista que lo publica y si hemos sustituido el modelo de científico brillante por el de hombre de negocios exitoso, ¿cómo pretendemos que la ciencia nos cuente algo parecido a la verdad? A lo sumo, podremos pedirle que haga lo que hace cualquier empresa importante, que invente eslóganes sonoros, que fabrique anuncios ingeniosos y, sobre todo, que proteja los intereses de sus accionistas.