domingo, 28 de mayo de 2017

Minimalismo (y 2)

   “Nada de ilusiones, nada de alusiones”, decía Donald Judd.  Pretender que una central de control ferroviario, una tienda o una fábrica centelleen como obras de arte, que “expresen” algo más allá de su simple presencia, que “emocionen”, implica el deseo por alterar su materialidad, por esconder su realidad, por ocultar lo que verdaderamente las constituye. No hay nada que añadir al contenido de un museo, igual que no hay nada que añadir a la partitura original de un músico y que no hay nada que añadir al texto de un filósofo. Dicen lo que dicen y no hay más. Hacerlos decir lo que no dicen, buscar significados ocultos, interpretar, siempre implica un deseo por ocultar la realidad. Un buen director de orquesta añade anotaciones a la obra para acercarla a los gustos del público o a las posibilidades de sus músicos, pero los grandes directores de orquesta se limitan a borrar las anotaciones que han realizado los que vinieron antes de él para restaurar a las partituras el brillo original. El minimalismo podría caracterizarse como la anti-hermenéutica. Y otro tanto cabe decir del minimalismo existencial. Si hemos de llevar a cabo nuestras vidas con menos de 100 cosas, debemos dejar fuera de nuestras mochilas las ilusiones con las que habitualmente cargamos y que tanto nos pesan. Ya no tendremos sitio para la ilusión de que si aguantamos al inaguantable de nuestro jefe obtendremos un ascenso, ni para esa otra que afirma que ganaremos más tiempo para nosotros dedicando más tiempo a nuestro trabajo, ni para la no menos famosa de que tenemos que encontrarle un sentido a nuestras vidas. Ya no enunciaremos más de lo que viene contenido en nuestros enunciados, en consecuencia, a menos que nosotros enunciemos el sentido de nuestras vidas, careceremos de él.
   Se ha solido calificar al minimalismo de antihumanista. Puede considerarse una crítica certera si se entiende por humanismo el que no supo defendernos de los campos de concentración, el que tapó con bonitas palabras hechos inquietantes, el que ascendió con el capitalismo y la burguesía. No menos certera pero mucho más interesante puede considerarse la crítica que advierte de la desaparición del cuerpo humano en el minimalismo. En efecto, el espacio minimalista ya no se configura a partir del cuerpo y sus dimensiones, hay una reconfiguración formal del espacio desde la cual habrá de entenderse todo lo que el cuerpo humano hace. En particular, no puede partirse del prejuicio de la existencia de un espacio interior, individual, subjetivo, separado por muros de un exterior, del que debe ocultarse, huir o esconderse. La frontera interior/exterior, que tan amablemente nos ponen ahí para que aprendamos a pensarnos en sus términos, desaparece, sustituida la mayor parte de las veces por cristales fáciles de romper. 
   Sin embargo, aquí, una vez más, surge la paradoja que late en todo minimalismo. Por una parte, el cuerpo humano sólo puede captarse espiritualizado, consiste en lo que supera el umbral consciente cuando tropezamos con un ventanuco que no se encuentra a nuestra altura, cuando atravesamos un pórtico sobredimensionado, cuando oímos el retumbar de nuestras pisadas en una sala de exposiciones casi vacía. Multitud de autores minimalistas buscan expresamente en su trabajo conseguir la reflexión, la meditación, un cierto tratamiento de la parte no material del hombre. Por otra, existe una furiosa reivindicación de lo material como forma primaria de cualquier expresión estética, una eliminación, por ilusoria, de cualquier cosa que no aparezca materialmente enunciada, un rechazo a la idea de que una obra contenga algo así como un espíritu. Podría decirse que el minimalismo pretende, en definitiva, el encuentro con la parte inmaterial del hombre mediante su reducción a la materia, asombrosa pretensión ésta que debería fracasar en todos y cada uno de sus intentos. Resulta, por tanto, sorprendente que en tal pretensión se halle uno de sus más reiterados éxitos. Su austeridad, el prescindir de todo aquello de lo que se puede prescindir, constituye con frecuencia la entrada hacia un cierto género de espiritualidad, reivindicada en multitud de obras minimalistas de todos los géneros. ¿Cómo puede ocurrir? En realidad ya hemos respondido a esta pregunta. Si queremos que en el proceso de reducción no se pierdan los caracteres propios de lo humano, debemos abandonar la idea de que la reducción nos conduzca a algo simple, mecánico, determinista. Para que la reducción tenga sentido, para que constituya una verdadera explicitación de lo humano y no su supresión, debemos sobresignificar los materiales a los que quedará reducido todo. Por tanto, cualquier género de reducción que pretenda hallar como producto último de su destilación aquello que nos define como seres humanos, no podrá llevarnos de lo complejo a lo simple sino, precisamente, al modo en que la complejidad queda encerrada en lo simple. Ahora podemos entender hasta qué punto resulta esperpéntico intentar reducir la mente humana al cableado de unos circuitos electrónicos. Nuestro cuerpo no abunda en silicio, mercurio o plomo, como ocurre con los ordenadores, lo conforman mayoritariamente átomos de carbono, oxígeno, hidrógeno y nitrógeno y éstos, amigos míos, constituyen los materiales con los que se forjan los sueños. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Minimalismo (1)

  A comienzos de los años 60, una serie de artistas comenzaron a sentirse incómodos con las corrientes dominantes en sus disciplinas. Tomaron como bandera de enganche el lema de Mies van der Rohe “menos es más” y convirtieron en programa los retazos que habían aparecido con la obra de Eric Satie  y Kazimir Malevich. El minimalismo tuvo desarrollos en pintura (Robert Mangold, Agnes Martin y Robert Ryman), escultura (Carl Andre, Dan Flavin, Donald Judd, Sol LeWitt y Robert Morris), arquitectura (John Pawson, Souto de Moura, Tadao Ando, Hiroshi Naito o Rudi Riccioti), música (Terry Riley, La Monte Young, Steve Reich, Philip Glass, John Adams, Michael Nyman) y últimamente ha aparecido un minimalismo existencial. Frente a la catarata, la avalancha, la saturación de imágenes, informaciones, eslóganes, lemas, productos, significados y opiniones, el minimalismo proponía la reducción, la eliminación de lo superfluo. Su búsqueda entronca con cierta manera de entender la fenomenología de Husserl, considerando la puesta entre paréntesis, la vuelta a las cosas mismas, la reducción, como el aspecto esencial su metodología. Frente a la lectura hermenéutica de la fenomenología que desembocó en la inflación de los símbolos y sus interpretaciones, el minimalismo consideraba a aquélla una cierta forma de positivismo, de búsqueda de la experiencia en su sentido primigenio, liberada de cualquier sedimento teorético sobreimpuesto. Aquí radica su aspecto peor entendido. El minimalismo nunca ha consistido en una escuela, ni en una corriente y ni siquiera en un estilo de vida. Constituye una búsqueda, la búsqueda de una solución a la paradoja que anida en su núcleo más profundo. En efecto, con frecuencia suele usarse el adjetivo “simple” para describir al minimalismo. Sin embargo, el minimalismo puede caracterizarse por muchas cosas menos por su simplicidad. Para nada puede considerarse simple encontrar la forma mínima, aquella que con un mínimo de recursos, permita un máximo de expresión. Piense en lo que significa vivir minimalmente o, como lo propone Antonio G. vivir con menos de 100 cosas. ¿Cuántos cálculos tendría que hacer? ¿cuántos intentos tendría que realizar? ¿cuántos esfuerzos le supondría? Ciertamente, el minimalismo se ha caracterizado por su simplicidad formal, pero tal simplicidad resulta mera apariencia, escondiendo la enorme complejidad de conseguir lo simple.
   Consecuencia de la anterior surge otra paradoja. Por un lado, la obra minimalista carece de efectos de composición y de ornamentación, con frecuencia presenta una geometría rectilínea e, inevitablemente, si quiere generar algún tipo de ritmo, debe acudir a la repetición. Dicho de otro modo, cualquier obra minimalista reúne las características formales de una máquina. Hay en todo minimalismo una cierta atracción fatal por la tecnología. Y, sin embargo, resulta difícilmente integrable en los procesos maquínicos por su carácter absolutamente contrario a la economía imperante. Se opone, en efecto, al principio fundamental de nuestra economía de mercado: la acumulación material de bienes. Pero, además, la austeridad en los presupuestos exige la utilización de materias primas nobles o producto de la última tecnología, cuando no de acabados absolutamente perfectos como sólo puede conseguirse mediante la intervención de artesanos. Si, efectivamente, “menos es más”, si deben utilizarse formas mínimas pero con un máximo de capacidad expresiva, entonces ésta debe recaer sobre los propios materiales. Piénselo, si en lugar de tener dos docenas de pares de zapatos hubiera de quedarse con un solo par, ¿no se compraría los mejores que pudiera encontrar, los que, a la vez, resultasen cómodos, resistentes, elegantes, capaces de decir algo de Ud? ¿Cuánto le costarían? ¿Cuánto tardaría en encontrarlos?
   Con esto llegamos a un aspecto clave del minimalismo, el aspecto con el que peor lidiaron quienes lo tomaron como eje de sus creaciones. En los escritos de Judd pueden encontrarse con frecuencia tres tipos de declaraciones. Por una parte, suele afirmar, casi citando a Husserl, que el minimalismo consiste una reducción hasta llegar a “lo esencial”. Por otra parte, dado que los materiales no se esconden, no se camuflan, no pretenden parecer otra cosa, el orden en que se disponen deviene el aspecto central de toda obra. Pese a ello, Judd considera que no puede predicarse del orden su carácter esencial, el orden tiene que aparecer simplemente como orden, no como esencia o como razón. Ante la ausencia de referencialidad, ante el silencio, ante la renuncia como acto de enunciación, la esencia buscada por el minimalismo se convierte en un punto de fuga, en un límite. Porque cuando la esencia aparece explícitamente, cuando se hace una silla carente de adornos, de ornamentación, de composición, una silla cuya naturaleza consiste únicamente en su carácter de silla, entonces, según Judd, ya no nos hallamos en el mundo del arte, nos encontramos en el mundo del diseño, mundo que siempre tuvo mucho cuidado de separar del primero.
   El problema, una vez más, consiste en buscar lo que las cosas “son”, cuando, realmente, las cosas no “son” nada. Nosotros las hacemos “ser” desde el momento en que las predicamos, les atribuimos categorías, las enunciamos. El “ser” de las cosas consiste únicamente en su devenir, precisamente aquello que jamás resulta abarcado por nuestro dichoso verbo. La reducción por tanto, no puede alcanzar esencia alguna, a menos que admitamos que ésta resulta de nuestra propia invención. Las obras de Judd, como todas las demás, se hallan sometidas al paso implacable del tiempo, ése que acaba convirtiéndolas en algo diferente del original salido de las manos de su autor pues tienen ya tantas restauraciones, tantas reparaciones, tantas reconstrucciones, que no queda ni una sola pincelada en ellas de las dadas por quien las firmó. Podremos entender muy fácilmente lo que trato de decir si nos enfocamos hacia el minimalismo existencial. Una de sus reglas básicas consiste en abandonar el apego a las posesiones materiales. Si hemos de vivir con menos de cien cosas, no sólo nos hallaremos en la obligación de dar o tirar buena parte de lo que tenemos, también habremos de irnos deshaciendo de lo que vamos adquiriendo conforme cambien nuestros intereses. Literalmente se trata de no tener más cosas de las que caben en una mochila. Si quieren se lo digo de otro modo: hay que vivir como si nos hallásemos siempre a las puertas de un viaje si no embarcados en él. La idea de permanencia, de duración en un mismo sitio, de sedentarismo, el propio concepto de esencia, resulta entonces intrínsecamente contradictorio con cualquier pretensión minimal. Producir la máxima expresión con los elementos mínimos implica seguir diciéndole cosas a los que han de venir, pero eso resulta imposible de conseguir si se aspira a expresar siempre la misma esencia. Como lo ha puesto de manifiesto la crítica de autores como Tadao Ando o Eduardo Souto de Mora a la construcción de edificios iguales en cualquier parte del mundo, una arquitectura verdaderamente minimal debe aspirar a la desaparición o, al menos, al cambio, a que su entorno la fagocite. Ahora podemos entender el sentido de toda esa arquitectura de minismalismo high-tech construida para dotar de una imagen reconocible a una ciudad, para configurar definitivamente su urbanismo, para convertirse ella misma en icono. Ciertamente, constituye una expresión máxima, la máxima expresión de un disparate.

domingo, 14 de mayo de 2017

Ahora que Macron ha ganado.

   Emmanuele Macron es el hombre que quiso estudiar filosofía antes de dedicarse a la política, es el presidente de la república francesa más joven desde Napoleón, es el héroe victorioso que, en solitario y sin más armas que su talento, derrotó a la malvada hidra de mil cabezas, es la persona que ha provocado un terremoto de tal magnitud que el sistema tradicional de partidos en Francia se desmorona. Tuvo la suficiente visión como para saber que había llegado su momento cuando nadie apostaba por él. Representa el europeísmo, la moderación, la vuelta de las buenas maneras. Pero ahora que Macron ha ganado, ahora que el europeísmo respira aliviado, ahora que sólo nos queda restañar las heridas del Brexit, recuerdo las declaraciones de Heinz-Christian Strache, líder del ultraderechista FPÖ, cuando su secuaz, Norbert Hofer, perdió, por 31.000 votos, las elecciones presidenciales austriacas en diciembre pasado: “Hofer quería un cambio positivo y el sistema se ha impuesto”. Macron, como Hillary Clinton, como Mark Rutte, es, ante todo, un hijo del “sistema”. Ingresó en el Partido Socialista Francés con 24 años y en la administración pública tras pasar por la ENA como toda la élite política del país vecino. No tardó mucho en abandonar su cargo en el Estado para fichar nada menos que por la banca Rothschild. Allí, aprovechando los conocimientos y los contactos de la familia de su mujer, medió entre lucifer y el demonio, es decir, entre Nestlé y Pfizer, en una bonita operación financiera que lo hizo millonario. A partir de ese momento las puertas del Elíseo estuvieron abiertas para él, primero con Sarkozy y después con Hollande. A ministro llegó de la mano del otrora presidenciable Manuel Valls. 
   Para nadie constituye un secreto que es el preferido de Hollande, de los empresarios, de los Rothschild en particular y de los banqueros en general. Su europeísmo no va más allá de la defensa del mercado único, su liberalismo no pasa de lo económico, su centrismo es la consecuencia lógica de que derecha e izquierda apenas están separados por cuestiones de matices y su ideario político queda definido por su ambición personal. Está construyendo un partido a su medida con neófitos que irán ascendiendo o no según sea su lealtad al líder. Macron no es de derechas ni de izquierdas, es de lo que convenga o, mejor aún, es de Macron. Personifica ejemplarmente, la facilidad con que hoy se puede ser progresista mientras se hace caja. Sabe quiénes son sus amigos y los defenderá y, desde luego, no son los ciudadanos que le han votado. En definitiva, es el candidato de la continuidad, de lo mismo de siempre. Como en Holanda, como en Austria, una vez más, se ha demostrado que si la ultraderecha no existiera, habría que inventarla, es la mejor manera de que nada cambie con la excusa de “nosotros o el caos”. Y a quienes eligen el caos, ya se sabe lo que les espera: Donald Trump.
   Marie Le Pen, como Hofer, pretendía acabar con “la trama”, cambiar las cosas, aniquilar “la casta”, pero “el sistema” la dejó en la cuneta. ¿Cuál es “el sistema” contra el que luchó Hofer, Strache, Wilders, Le Pen? ¿cuál es “el sistema” que quiere cambiar Trump? En qué se ha convertido la lucha contra “el sistema” puede verse claramente si nos vamos a lo que se supone que es el otro extremo del arco político. “El sistema” es aquello contra lo que no sólo lucha la extrema derecha. Lo señaló Jean-Luc Mélenchon con su (no) recomendación de voto. También él estaba contra “el sistema” encarnado por Macron. “El sistema” a derribar no consiste en que todos los pobres sean iguales ante la ley, consiste en que haya una legislación, la europea, por encima de la nacional, dificultando que los gobiernos hagan leyes en función de las necesidades de sus amiguetes. “El sistema” no consiste en que siendo el mercado libre nadie más lo sea, consiste en que el mercado tenga derecho a esclavizar únicamente a los que tienen un determinado pasaporte y no al primero que llegue a solicitar el puesto de trabajo. “El sistema” no consiste en que quien posee el poder económico posea también el poder político, consiste en que el poder económico esté en manos de corporaciones multinacionales y no de macrocorporaciones nacionales. “El sistema” no consiste en que los campesinos de África se mueran de hambre porque no pueden competir con nuestros productos subvencionados, consiste la prohibición de subvencionar todos nuestros productos. Y, por supuesto, “el sistema”, no consiste en que el Estado (y quienes lo controlan) pueda hacer lo que quiera con sus ciudadanos, consiste en que aún existan algunos límites en su actuación. Ése es "el sistema" con el que quieren terminar desde los extremos políticos y ése es el sistema que Macron ha venido a salvar. Ahora que ha ganado, sólo nos queda, pues, seguir esperando que un día aparezca alguien dispuesto a que las cosas vayan a mejor.

domingo, 7 de mayo de 2017

Por qué me automedico.

   - Buenas tardes, doctor.
   - Buenas tardes, siéntese y cuénteme qué le ocurre.
  - Pues verá, doctor, hace unos catorce días comenzó a molestarme la garganta, eso derivó en un resfriado que me ha durado unos diez días del que me estoy recuperando, pero vuelvo a sentirme la garganta irritada.
   - Nombre y apellidos.
   - Luna Alcoba, Manuel.
   - Veamos, estuvo aquí en febrero por dolor de garganta, malestar general y mocos abundantes.
   - ¿Febrero? No recuerdo. Es posible, la verdad es que se trata del quinto resfriado que he tenido en este año.
   - Puede ser una alergia.
   - Sí, bueno, verá doctor, no es la primera vez en mi vida que tengo más de tres resfriados en un año. En otras ocasiones ya me han hecho pruebas de alergia y nunca me salió nada.
   - ¿Tiene mal cuerpo?
   - Pues no, la verdad es que con este resfriado no me ha llegado a ocurrir.
   - ¿Picor de ojos, de garganta?
   - No. La garganta me molesta y en ocasiones siento punzadas en el oído izquierdo.
   - ¿Tiene moco abundante en forma de agüilla?
   - No, los mocos que tengo son espesos, se podría cazar moscas con ellos.
   - Bien, le vamos a hacer un análisis de sangre a ver qué sale. Si los leucocitos están alterados será una alergia. Vamos a ver esa garganta. Póngase ahí.
   “¡Ah, es verdad! - pensé entonces - Me ha mandado un análisis de sangre sin ni siquiera mirarme la garganta”.
   Me miró la garganta y los oídos.
   - Pues tiene la garganta bastante irritada.
   “No, si es que tenía que haber empezado explicándole eso”, pensé.
   - Bueno, le voy a mandar una emulsión que contiene paracetamol para el mal cuerpo y un antihistamínico para el agüilla de la nariz.
   “¿Y contra el embarazo no me va a mandar nada? Como tampoco lo tengo...”
   - También le mando unas gotas para la nariz que sirven para la otitis media que puede estar padeciendo. Se me hace el análisis de sangre y vuelve por aquí en unos días.
   - Pues muchas gracias, doctor.
   En la farmacia descubrí que nada de lo que me había recetado lo cubría el seguro, 35€ del ala me dejé allí. Al llegar a casa leo los prospectos de lo que me ha mandado. En efecto, una emulsión “con sabor a chocolate”, según consta en la caja y “unas gotas para la nariz” que resulta ser un inhalador indicado contra la rinitis alérgica. 35€ tirados a la basura porque, desde luego, no me iba a tomar nada de aquello. Rebuscando por el botiquín de casa me encontré una caja de antibióticos sin usar. Apenas me tomé la primera dosis mi garganta mejoró. Al cabo de tres días había recuperado su estado natural de ser.
   La próxima vez iré a un curandero muy bueno que me han recomendado. No es que yo crea en los curanderos, pero, por lo menos te escuchan.
   Menos mal que era un médico de pago.