domingo, 2 de julio de 2017

Reflexiones sobre la muerte (2)

   La razón por la que la muerte nos parece terrible se halla en nuestra manía de mirarla a los ojos como individuos concretos y singulares, perdiendo cualquier perspectiva global. Mirar desde un punto de vista limitado y concreto siempre genera un dolor innecesario porque carece de toda lógica. No hay más que pensar en los niños pequeños, en esa etapa en la que duermen mal, se muestran quejicosos e incluso tienen fiebre porque les van a salir los dientes. Puede buscar por Internet y leerá cómo piezas óseas afiladas o romas, tiene que desgarrar las tiernas carnes infantiles y abrir las encías para aflorar. Uno se imagina el sufrimiento interminable de bebecitos que no entienden qué les ocurre y a los que tampoco se les puede explicar ni justificar. Sin embargo, realmente no hay nada de eso. Simplemente, los niños con esta edad carecen de la capacidad de formar recuerdos, así que, por mucho que pueda llegar a dolerles la salida de los dientes no lo recordarán. Mejor aún, por las muestras de dolor que manifiestan, casi puede asegurarse que se trata de poco más que de un escozor, sin duda insufrible para quien parece dispuesto a llorar porque tiene sueño. Pero ahí no termina la cosa. ¿Se imagina Ud. que un día se le empezara a mover un diente? ¿que se le aflojara cada vez más? ¿que llegase un punto en que pudiera retorcerlo, que le sangrase? ¿Cómo lo viviría? ¿No generaría en Ud. un trauma insoportable? Pues no sufra por su hijo, porque para los niños resulta una experiencia divertida.
   De la misma manera, pensamos que todos los seres humanos deben experimentar la muerte como la experimentamos nosotros los occidentales de hoy día. Aún más, pensamos que una persona de 90 años experimenta la muerte como nosotros nos lo imaginamos cuando tenemos 20, 30 ó 40 años. Craso error. Envejecer consiste en un proceso maravilloso por el que la muerte va perdiendo su carácter horrible y la vida su aspecto alegre. Pensar en la clausura de todas las posibilidades mientras el cuerpo se halla adornado por la juventud, la vitalidad, cuando aún no nos ha traicionado de ninguna manera, resulta terrible. Pensar en la no existencia de un mañana cuando en cada momento se toma conciencia de cada hueso, de cada inspiración, de cada instante porque consiste en un puro dolor, cambia mucho la manera de considerar la muerte.
   Tampoco el miedo a la muerte nos ha acompañado desde el primer día que hollamos la faz de la tierra. Para lo que podríamos reconocer como nuestros primeros congéneres, la muerte se hallaría identificada con los depredadores, los ríos con mucho caudal, la lava, el fuego, la inanición o la enfermedad. Debió constituir una experiencia terriblemente descorazonadora descubrir que haber alcanzado un dominio del entorno que permitía dejar estos peligros atrás, no significaba tener asegurada la existencia de un modo indefinido. La muerte del primer ser humano por vejez debió causar un profundo impacto entre los primates que la presenciaron. Tanto que, probablemente, se negaron a aceptar que todo había terminado y trataron de preservar su cuerpo y sus pertenencias en la idea de que, sin nada observable que lo hubiese matado, algo debería perdurar.
   La muerte por envejecimiento, el hecho de que la mortalidad constituye un rasgo que nos caracteriza y de un modo tan propio como la animalidad o la racionalidad, constituyó una experiencia realmente esporádica durante la práctica totalidad del tiempo que llevamos en este planeta. Durante miles de años, la gente no moría por envejecimiento, moría por las guerras, las hambrunas, la enfermedad o los accidentes. La muerte segaba las vidas de un modo azaroso, sin tomar en cuenta posición social, edad, proyecto vital y, mucho menos, el carácter saludable o no de los hábitos adoptados. Dicho de otro modo, durante miles de años, la muerte no mostró su carácter necesario. Los escritos, las canciones, los refranes, lamentaban la incapacidad de los seres humanos para evitar la muerte, no la intrínseca mortalidad de los seres humanos. El hecho de que los seres humanos, necesariamente, tengamos que morir, aparecía casi como una bendición, la gloriosa salida de un mundo de incertidumbres, de un valle de lágrimas. Nuestro modo de entender la muerte hoy conforma, por tanto, nuestro modo de entender la muerte hoy, aquí, nada más. En él no podrán hallarse más que vestigios, coincidencias casuales, tal vez, con el modo de entender la muerte en otros pueblos y culturas. Pero de ningún modo tenemos derecho a erigirnos en los representantes de la condición objetiva de qué significa morir. Esta concepción de la muerte como acontecimiento terrible que se produce tras una enfermedad inevitable, contra la que valerosamente lucha la ciencia, llamada envejecimiento, no deja de constituir parte de una serie de creencias sostenida por nuestra mitología y a este respecto, como conjunto de creencias que forma parte de una cultura, tiene la misma validez que la de algunos pueblos precolombinos que consideraban que las almas de los guerreros se convertían en mariposas que vagaban por los bosques hasta que las disolvían las lluvias.

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