domingo, 24 de septiembre de 2017

Lo peor.

   He visto ya muchas cosas. He visto cosas que no creeríais. He visto progresistas de toda la vida preguntando por qué el ejército no ha tomado todavía Barcelona. He visto a quienes ahora reclaman una limpieza étnica en la futura República Independiente de Cataluña cantar el Que viva España en la feria de Sevilla. Por eso, cada vez que me preguntan qué va a ocurrir con Cataluña, respondo lo mismo: lo peor, lo peor para todos. No hace falta lucirse para llegar a semejante conclusión. Mal que le pese a muchos, todos somos españoles, así que no sabemos resolver los problemas si no es a las bravas. Además, tenemos, a Don Tancredo, este simpar presidente del gobierno que nos ha caído en gracia, cada vez más pálido, incluso para ser gallego, en el momento más inoportuno y cuya especialidad ha consistido siempre en no hacer nada hasta que no resulta estrictamente necesario. La idea de planificar con antelación algún género de estrategia, de anticipar los movimientos del adversario, de conducirlo hacia donde se lo quiere llevar, tan ajena a éste, nuestro querido país, a él ni se le pasa por la cabeza. Durante años y hasta la fecha misma en que escribo estas líneas, el bloque nacionalista catalán ha llevado la iniciativa, marcando los tiempos, el tablero en el que se iba a jugar la partida y las reglas, mientras el gobierno se limitaba a tomar nota y amenazar con una reacción que sólo se ha producido en el último momento. En definitiva, siguiendo una venerada tradición patria: ¿para qué prever? ya improvisaremos. Por supuesto, ni Don Tancredo, ni la panda de sinvergüenzas del otro lado, tiene la más remota idea de otra historia que la que se han encargado de inculcar en nuestros tiernos infantes para arrimar el ascua a su sardina. Hay dos hechos que permiten predecir fácilmente los hilos del porvenir y que ponen los pelos de punta. El primero de ellos consiste en la inveterada habilidad de nuestro país para manejar mal todo tipo de crisis. Durante siglos, cada crisis que ha aparecido en el horizonte se ha enfocado equivocadamente. Así perdimos el imperio más grande que nación alguna ha tenido, repitiendo los mismos errores una y otra vez desde Flandes a Cuba, pero no en línea recta, no, sino dándole la vuelta al globo y pasando por Filipinas. El segundo consiste en que Cataluña y, particularmente, Barcelona, tiene una larguísima tradición de insurrecciones que han terminado todas igual, en un baño de sangre inútil, desde la guerra de los Segadores en 1640 hasta la Semana Trágica de 1909. Añadámosle un ex-presidente de la Generalitat, Arturito Mas, que se frota las manos y espera y que hace ya meses declaró que celebrarían el referendum, proclamarían la independencia y el Estado español no haría nada. Añadámosle un presidente de la Generalitat, al que su flequillo no le permite ver ni la punta de su nariz y que prometió una consulta popular con todas las garantías democráticas y que ha dado a conocer los colegios electorales correspondientes a través de su cuenta de Twitter, dirigiendo a una página web en la que nadie sabe muy bien qué se hará con los números de DNI que se introduzcan. ¿Qué cabe esperar con todos estos antecedentes?
   Por supuesto, cuando hablo de “lo peor”, doy por descontado que habrá muertos y heridos. ¿Han leído las proclamas de unos y otros? ¿han prestado atención al interlineado que hay en ellas? Están deseando que haya derramamiento de sangre, casi se dan codazos de impaciencia para ver si se trata de un joven con la cabeza abierta o un policía ardiendo. El primer muerto, piensan, es fundamental, especialmente si hay vídeos, fotografías de su muerte, por tanto, tiene que ser uno de "los nuestros". No ahorrarán esfuerzos para conseguirlo, mandando manifestantes a donde saben que menos se los tolerará o dejando algún uniformado aislado al albur de las masas. 
   Me gustó mucho la foto que publicó Julian Assange, la famosa fotografía de un civil ante una fila de tanques, comparándola con la situación en Cataluña. Es muy oportuna... porque muestra claramente la diferencia entre Tiananmén y lo que ocurre ahora mismo en nuestro país. En Tiananmén, los líderes de la revuelta estaban en la plaza misma, compartiendo campamentos, cargas policiales y destino con el resto de estudiantes. ¿Dónde está el Govern de Cataluña? ¿compartiendo los riesgos de la batalla por la liberación con su amado pueblo o cómodamente atrincherados en sus despachos con aire acondicionado? Esa es la obvia diferencia entre Gandhi y Oriol Junqueras, el tamaño de sus barrigas.
   Pero lo peor no es algo que esté por llegar, lo peor está pasando ya. La “defensa de la Constitución” implica la supresión por la fuerza de los hechos de las garantías constitucionales. Por supuesto, nadie va a implantar la censura de prensa. Nadie la va a implantar porque no hace falta. Lean los periódicos de tirada nacional de las últimas fechas y traten de atisbar alguna diferencia entre sus líneas editoriales, algo que pueda etiquetarse de "información objetiva". Analicen la pluralidad  de puntos de vista que presentan nuestros noticiarios. ¿Recuerdan a Buenafuente? ¿recuerdan a Sardá? ¿alguien recuerda a estas alturas que eran deslenguados que decían lo que les venía en gana? Ahora son políticamente correctos, porque entienden muy bien quién les paga. Y hablando de estómagos agradecidos, ¿han leído el escalofriante manifiesto en el que más de 500 profesores universitarios españoles piden al Estado que “haga uso de la fuerza” para frenar el referéndum? ¿Este es el régimen de libertades que queremos defender? ¿así queremos proteger la Constitución? ¿ésta es la “democracia” con la que amaneceremos el 2 de octubre? ¿Con cuánto dinero, con cuántas prebendas habremos de enjugar estos desaires hacia los catalanes? Y los catalanes, ¿con qué amanecerán ese día? ¿con tanquetas en las puertas de los colegios a los que deben llevar a sus hijos? ¿en manos de un Govern experimentado en el arte de saltarse las leyes? Mucho me temo que no tenemos que esperar al dos de octubre, porque ya tenemos encima lo peor.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Del amar y el comer

   Como ya he explicado, me parece sintomático que Por qué soy misántropo, continúe encabezando las entradas más leídas y comentadas de este blog. Hace unos días apareció por aquí (quiero decir, por allí), “M.” con quien inicié una serie de intercambios de pareceres. En su último comentario decía: 
“Una chica que queda con usted y no se presenta ni lo llama es una chiquilla a la que le falta un hervor... Amar a los seres humanos implica necesariamente ver cosas buenas en medio de la inmundicia o la fealdad (ética y de todo tipo).”
Rápidamente le repliqué que yo atraigo la comida cruda, cosa totalmente cierta por muchos motivos que no voy a contar aquí y porque da igual cómo pida la carne en los restaurantes, siempre me la traen que sólo le falta latir. Mi asociación de ideas vino,  resulta obvio, de la multitud de expresiones que hay en los idiomas mediterráneos para hablar del amor a través de un lenguaje ligado a la alimentación, desde el piropo “estás para mojar pan”, hasta esa dulzura que le dice una madre a su crío, “te voy a comer enterito”, que debe inducir a los bebés a pensar que han venido al mundo en una cultura caníbal. Eso sin contar con el contenido sexual de los mordiscos, razón por la cual resulta un rollo mantener relaciones con una modelo. Pero mucho más interesante me pareció la idea de que amar implica pasar por alto la inmundicia de los seres humanos, exactamente lo mismo que hacemos en la mesa. Allí resulta de mal gusto recordar cómo se obtienen las trufas, el proceso de elaboración del foie gras, el nicho ecológico que ocupan las langostas, el género animal del que forman parte los caracoles o, paradigma de cuanto vengo diciendo, los gustos de ese delicioso animalito del que sacamos el jamón. En la mesa también idealizamos. Convertimos un bicho que se solaza en el barro, se alimenta de lo primero que pilla y no se lava ni por equivocación, en la forma pura de lo deseable. Quienes viven en la cultura del horror al cerdo, no pueden sino mirarnos y preguntarse si no sabemos lo que comemos, como quien ve desde fuera ese amor por un desalmado y no puede dejar de preguntarse cómo puede ignorar la pobre desgraciada lo que le espera.
   Más de un genio de los negocios se ha dado cuenta de lo que digo y ha hecho fama y fortuna preparando platos extraordinariamente aptos para servir de modelos fotográficos, pero incapaces de alimentar. Pide uno reserva con dos meses de anticipación, le clavan 400€ por una comida deliciosamente servida y cuando llega a su casa se tiene que preparar un bocadillo para no acostarse con hambre. Entonces comenzamos a sospechar que tal vez Freud tenía razón y que buscamos, de restaurante en restaurante, como de cama en cama, los sabores y las caricias originarias con los que nos criamos. También estos estafadores de los fogones constituyen un síntoma de estos tiempos en los que cuenta únicamente consumir, preferentemente sin alimentar nuestro espíritu ni nuestro cuerpo o, mejor aún, envenenándonos con hamburguesadas que haremos bien en excretar antes de que nos dañen definitivamente. No defiendo que haya que correr el riesgo de resultar muerto en el intento, ni en el amor ni en los manteles, pero sí que aprecio todo lo que va más allá de la pura satisfacción instantánea, incluyendo ese momento de reposo, esa pequeña conversación tras la comida que tanto mima nuestra cultura. Amar, comer, pensar, se pueden hacer de muchas maneras, pero no a toda velocidad como tratan de inculcarnos desde tantas partes. Así nos hemos quedado todos, pidiéndole al amor y a nuestro “espíritu”, lo que sólo la comida puede darnos: asimilar lo otro para convertirlo en parte de nosotros mismos. Desde Platón, queremos engrandecernos con el amor, hacernos más poderosos, más plenos de nosotros mismos, queremos, por supuesto, reproducirnos, en un sentido que sólo puede entenderse como copiarnos para perdurar en el tiempo. No se trata de la perduración del otro, buen cuidado ponemos en que nuestros hijos imiten cada uno de nuestros defectos. Se trata de nuestra propia perduración en un sentido ridículo que sólo comprenderemos plenamente si consideramos que actúa en nosotros un instinto, el poderoso espíritu de la especie que quiere sobrevivir y nos engaña de este modo. Nada de esto cuadra con el amor y sí con la alimentación. Los alimentos sirven para hacernos más grandes (muchas veces tanto que ya no entramos en nuestra ropa habitual), nos permiten perpetuarnos a nosotros mismos y reproducirnos en un sentido literal. La vida consiste en ese mantenimiento en la existencia por la reproducción, por la replicación, por la constancia de algo que, propiamente, no puede decirse idéntico, sino que se conserva diferenciándose de sí mismo. Confundimos, pues, amar con comer o, lo que viene a resultar lo mismo, consideramos que si para alimentarse hay que sacrificar a lo otro, también el amor tiene que implicar el sacrificio. El sacrificio de todo lo que en el otro hay de otro, todo lo que lo diferencia y aleja de mí. Obviamente no vamos a sacrificar a nuestra pareja, así que le pedimos que lo haga ella misma, que se sacrifique por nosotros, que nos dé todo aquello que no nos puede dar... porque nos ama. Y, cuando por fin nos lo da, cuando al fin se nos entrega plenamente con el sacrificio de aquello que desea, entonces no genera en nosotros satisfacción, genera temor, el temor de perderlo/a.
   Pero hay más, nuestra relación con la comida refleja nuestra vida emocional. Todos lo sabemos, cuando nuestra vida amorosa no va como deseamos, la comida pierde su atractivo y ya puede tratarse de nuestro plato favorito, que no sabe igual. Eso no significa, obviamente, que dejemos de comer. Este asunto depende de la persona. Las hay que realmente dejan de tener apetito y las hay que responden comiendo más de la cuenta o comiendo a todas horas, como hacen muchos cuando resultan presas del aburrimiento, el cansancio o el hastío. Buscamos, una vez más, el amor de nuestras vidas en cada restaurante o en cada bolsa de chucherías.
   Ya he hablado reiteradamente del sistema nervioso entérico, esa red de neuronas con capacidad de procesamiento de la información y de toma de decisiones independiente del cerebro que recubre nuestro tracto digestivo desde el esófago al colon. He comentado en varios sitios su relación con el sistema inmunitario, la mayor parte de cuyas células se concentran en el intestino. Pueden encontrarse por ahí multitud de sospechas de que el amor aumenta nuestras defensas, entre otras cosas, reduciendo la cantidad de cortisol que circula por nuestras venas. El amor, además, incrementa la producción de serotonina, ese meurotransmisor tan querido por el sistema nervioso entérico. Aunque no he podido encontrar evidencia científica de ello, doy por supuesto que existe un vínculo entre el sistema nervioso entérico y el cardíaco. Por otra parte tenemos lo que venimos viendo, las semejanzas entre el amor y la comida. Todos lo sabemos, el mejor modo de llegar al corazón de un hombre o de una mujer pasa por su aparato digestivo. Los españoles que han vivido en Alemania conocen los milagros que obra una buena tortilla de patatas. Por otra parte, nada hay de racional en el amor, bien al contrario, el amor nos atonta, disminuye nuestra capacidad de tomar decisiones racionales, como si hubiésemos dejado de utilizar ese sistema de procesamiento frío y lógico llamado cerebro. ¿Qué debemos concluir, pues, acaso que nos enamoramos con el estómago?

domingo, 10 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (5)

   Lo que habitualmente entendemos por vida consciente puede describirse como una trayectoria en un espacio analítico de amplísimas dimensiones cuyos ejes de coordenadas vendrían conformados por los estados posibles de las redes neuronales que resguarda el cerebro, que rodean el tracto digestivo y nuestro corazón, junto con el sistema inmunitario, el endocrino y nuestra microbiota. Entendida de semejante manera, habrá un conjunto de sistemas que den origen a ese espacio analítico, pero la desaparición de tales sistemas no implica la desaparición del espacio por ellos conformado. Tomemos un coche. Descompongámoslo en todas y cada una de sus piezas y configuremos con cada una de ellas una dimensión. En una se medirá, por ejemplo, el número de vueltas efectuadas por cada llanta, en otra los grados de giro del volante, el desgaste de las pastillas de frenos, el número de subidas y bajadas del pistón, la corrosión del tubo de escape, etc. A lo largo de su vida el coche irá describiendo una trayectoria en ese espacio analítico. Un día lo mandamos a un chatarrero. ¿Desaparecerá por ello el espacio analítico?
   Una de las características de la conciencia consiste en negar los momentos en los que no se halla presente. La vida de los seres humanos viene conformada por un sin fin de huecos de los que no ha quedado ni rastro y con los que, sin embargo, nos sentimos muy confortables. Tome, por ejemplo, todos los recuerdos que tiene y sume su duración, ¿qué porcentaje del total de su vida conforman? Esto constituye la demostración suprema de lo erróneo de nuestra perspectiva habitual acerca de la muerte. Nos aterroriza el vacío absoluto, la ausencia completa de conciencia cuando, en realidad, ambos conforman nuestra vida cotidiana sin que sintamos terror alguno. ¿No deberíamos tenerle miedo a las horas muertas delante del televisor, a la inconsciencia que produce el alcohol, a la amnesia inducida por las drogas? No, paradójicamente, todo eso forma parte de lo que añoramos, de lo que buscamos a cualquier precio.
   Tomemos el caso del sueño. Constituye una experiencia cotidiana. Cada día nos levantamos hablando de que nos hemos pasado "toda la noche" soñando. Sin embargo, nunca se sueña "toda la noche". Se sueña durante las sucesivas fases REM que pasamos cada noche. Con nuestra insuficiencia de sueño habitual, los occidentales rara vez alcanzaremos los 3 ó 4 minutos de sueños nocturnos de promedio. El horror al vacío de nuestra conciencia lo alarga ocupando las 5 ó 6 horas que llegamos a dormir. ¿Nuestra conciencia que tiene horror a reconocer su ausencia unas cuantas horas cada noche, que nos prepara un truco para evitar que nos demos cuenta de ello, no tiene también un truco preparado para la mayor de las ausencias?
   Diferentes estudios realizados sobre personas que llegaron al borde mismo de la muerte y a las que después los médicos consiguieron recuperar, muestran testimonios muy curiosos. Los cristianos afirman haber llegado casi al final de un túnel en cuya salida se prefiguraban ya las alas de los ángeles, los musulmanes afirman haber oído la música de las odaliscas y los hindúes casi tocan el rabo de la vaca que había de conducirles al otro lado del río que separa el mundo de los vivos y el de los muertos. El profesor Yuri Serdivkov de la Universidad Estatal de Jabárovsk, presentó en mayo de este año una respuesta compatible tanto con los datos científicos como con la experiencia cotidiana. La idea se basa en la desconexión del cerebro que se produce en las etapas del proceso que lleva a la muerte. Primero se produce dicha desconexión respecto del resto de sistemas de procesamiento de información y, después, de sus partes constituyentes, pero de un modo que no puede calificarse de inmediato. Siempre que sufre una desconexión, el cerebro se dedica a producir realidad "con lo que tiene". ¿Qué tiene? Pues, cada vez menos. Primero los recuerdos de toda una vida, después los rasgos, las marcas primarias, esquemas generales de pensamiento, contenidos innatos procedentes de engramas básicos con los que nacemos, etc. Estos segundos de procesamiento resultarían esenciales para producir contenidos que nuestra conciencia podría alargar, de hecho, indefinidamente, pues ya no habrá señales que produzcan la reversión a otro estado, como ocurre durante el sueño nocturno. Y, sí, resulta bastante probable que, dependiendo de las marcas que hay en nosotros y que difícilmente se borrarían sin acabar con nuestra identidad, terminemos en el cielo, en el infierno, rodeados de odaliscas o fundidos con el universo en el estado de nirvana. Obviamente, no va a depender de lo que queramos. Depende de la convicción íntima que anida en lo más hondo de nuestros corazones o, teniendo en cuenta la capacidad de procesamiento de uno y otro sistema, quizás resultaría más apropiado decir en lo más profundo de nuestro colon. ¿Vivimos eternamente una alucinación? No, vivimos en una realidad de la que ya no salimos mediante cambios de estado mental inducidos por el resto de nuestro organismo. Por fin, vivimos exclusivamente de los productos de nuestro cerebro, prolongando un instante que para nosotros podría carecer de punto final y sobre el que no ejercemos más control que el que poseemos cada noche al soñar. Para más de uno, la posibilidad de hallarse en un estado dictado por lo que hay en lo más profundo de su cerebro, resultará aterradora o, tal vez, un consuelo. Creo que quienes han vivido una vida de violencia, odio, rencor y ambición tienen más motivos para lo primero que para lo segundo. En ningún caso creo que la posibilidad aquí esbozada deje de proporcionar sorpresas, pues no hay nada que el ser humano ignore con más frecuencia que su naturaleza íntima. 
   Hay varias cosas que deben quedar claras en lo dicho anteriormente. En primer lugar, podemos repetirlo de este otro modo: más allá de la muerte no hay nada, el vacío, la ausencia total de pensamiento, el "no-ser", el crematorio, el polvo y la desaparición... Pero quizás no llegamos nunca a ese momento y nos quedamos justamente en el paso anterior a él, prolongándolo indefinidamente. Ese instante eterno dibuja una posibilidad mucho más alentadora que las disparatadas formas de perdurar que buscamos los occidentales habitualmente. 

domingo, 3 de septiembre de 2017

Reflexiones sobre la muerte (4)

   El proceso de morir constituye un transcurso continuo de tiempo al que la precariedad de la medicina dotaba de una enorme velocidad pero que hoy se puede ralentizar a gusto de la ética médica imperante. Como resultado, colocar la línea que separa la vida de la muerte en un punto u otro se ha vuelto extremadamente problemático. La visión tradicional señalaba este punto en el momento en que el corazón dejaba de latir. Pero la mejora en las técnicas de reanimación y la necesidad de órganos para los trasplantes convirtieron esta definición en obsoleta. Un organismo cuyo corazón ha dejado de latir constituye un organismo inútil desde el punto de vista de los enfermos que esperan un donante para sobrevivir. De este modo, se trasladó la definición de muerte al cese de actividad cerebral. Esta constituye una definición paradójica y terrible: se ha muerto cuando se pueden salvar vidas. Tenemos aquí otra vez, la idea de muerte como ventaja adaptativa, como dejar espacio para individuos más plásticos, más eficaces, pero también la idea de que, si abandonamos la miope perspectiva de la conciencia, la muerte no constituye la interrupción de la vida, sino aquello que permite su continuación. Definición, por otra parte, que exige poner en claro qué significa "carencia de actividad cerebral". El cerebro se halla conformado por una serie de unidades relacionadas, todas las cuales contribuyen a la producción de sentido y a la generación de lo que llamamos "procesos conscientes". El lugar último y definitivo en el cual se localiza la vida consciente y que nos permitiría determinar el cese de la vida resulta hoy día desconocido, suponiendo, naturalmente, que exista tal cosa. De aquí que el cese definitivo de la actividad cerebral haya ido deslizándose como criterio definitorio de la muerte hacia otro punto de resistencia, a saber, los estados de coma irreversibles. 
   De nuevo nos hallamos ante un criterio extremadamente rico en significados. La irreversibilidad, constituye uno de los rasgos definitorios de la vida y, en general, de cualquier proceso biológico. La vida, en efecto, se empeña por poner orden en un entorno que carece de él y que, precisamente, como resultado de su acción, se convertirá en más caótico, más desordenado. Ese orden marca inevitablemente el tiempo, volviéndolo irreversible. Aunque hay una probabilidad, ciertamente infinitesimal, de que todas las moléculas de aire de esta habitación se coloquen debajo de un papel y lo levanten, la probabilidad de que una célula, un organismo biológico, rejuvenezca en lugar de envejecer, simplemente, no existe. Lo hecho por la vida ya no se puede deshacer o, al menos, no se puede deshacer por un simple procedimiento de “dar marcha atrás a la película”. 
   La irreversibilidad, por tanto, que aparecía como característica de la vida, ha pasado a adoptarse por la moderna medicina como rasgo definitorio de la muerte. Aquello que implica un transcurso irreversible, aquel estado que lleva irreversiblemente a la muerte, puede considerarse por sí mismo como muerte, algo que, de un modo general, puede decirse de la vida en cualquiera de sus formas. Pero hay más, en contra de lo que nos indica nuestro sentido común, el coma no constituye un estado clínico en el que los individuos permanecen "desactivados". La clasificación de comas de referencia en la práctica clínica, denominada "de Glasgow", enumera once comportamientos asociados a estos estados que servirían para clasificarlos. Sin embargo, a pesar de la variedad a que da cabida esta clasificación, la realidad se le escapa por entre los dedos. Pierre Buser (1), enumera desde un tipo de coma que realmente no puede considerarse tal, sino la simple pervivencia artificial, hasta el LIS. El LIS o locked-in syndrome, consiste en un estado que presentan algunos sujetos caracterizado por la tetraplejia, la absoluta falta de control sobre el cuerpo, la aparente insensibilidad, mientras el sujeto tiene los ojos abiertos, sigue determinados movimientos de su entorno y puede establecer una cierta comunicación con los médicos. La prensa daba cuenta hace un tiempo del caso de Christa Lilly, mujer norteamericana de 49 años en estado de coma desde 2000 y que, periódicamente (hasta un total de 12 días desde entonces a 2007), se despertaba, hablaba y comía con cierta normalidad, para recaer al poco tiempo en el coma.




   (1) "Ces comas qui ne mènent pas nécessairement à la mort", en Annales d'histoire et de philosophie du vivant, vol 4, 2001, págs. 117 y ss.