domingo, 3 de diciembre de 2017

Contra el sesgo de género en los cuentos (2 de 3)

   El cuento de Blancanieves, no trata mucho mejor a los hombres. Para empezar tenemos un padre que, antes de que su tálamo pudiera enfriarse, ya le buscó sustituta a su difunta esposa, un pibonazo impresionante. Por supuesto tras el matrimonio, la gachí, comenzó a prestarle más atención a su espejo que a él, así que el padre se pasa todo el cuento ausente, bebiendo con el padre de Caperucita en el bar. Mientras, su esposa intenta deshacerse de la pobre Blancanieves, la cual, una vez más, frente a los personajes masculinos de los cuentos, es un dechado de virtudes físicas y morales. Blancanieves acaba encontrándose con lo que parece ser un after hours de puretas, pues no hay un hombrecillo que merezca la pena. Los siete que encuentra son cortos de estatura, además uno es mudo, el otro gruñón, el otro un sabiondo, el otro parece tener alergia al oxígeno, el otro tiene timidez patológica y los dos últimos son adictos, uno a la heroína, que lo mantiene perpetuamente adormecido, y el otro a la cocaína, que le provoca una persistente risa nerviosa. Entre los siete apenas componen medio hombre, pero como Blancanieves está un poco desesperada, decide irse a vivir con ellos. Descubre que siete hombres no son suficientes para coserse un botón, tener una cocina en condiciones y, en definitiva, llevar una casa, así que asume ella misma las tareas, pues, aparte de bella, generosa, inteligente y demás, también posee una extraordinaria capacidad de trabajo. Falta para completar tan penoso elenco masculino el príncipe, un guaperas que al principio no entendemos qué hace vagando por el bosque, hasta que comprobamos el ansia que se asoma a su rostro tan pronto como ve a Blancanieves, más blanca que la pared, yacente y sin respirar. La profunda necrofilia que padece lo lleva a morrearla con lengua, atrocidad que permite desatascar el trocito de manzana que se le había atragantado a Blancanieves y, para desencanto del príncipe, la revive.
   La pandilla de borrachines del bar “Érase una vez” no estaría completa sin el padre de Cenicienta. Una vez más, un cabeza de familia que no se entera de nada y que, en los momentos clave, se halla ausente. Pero éste ya riza el rizo. No sólo le faltó tiempo para sustituir a su mujer, además, se buscó una viuda, divorciada o separada, de bruscos modales, con tres hijas y que, si hemos de juzgar por los genes que éstas portan, es fea, gorda y con verrugas. La historia de Cenicienta no es una historia de mujeres, es una historia entre mujeres, pues Cenicienta despierta rápidamente la envidia de su madrastra y sus hermanastras por su belleza, candidez y buen hacer. Sabido es que los hombres no criticamos a los hombres que son más guapos que nosotros... harta desgracia tienen con ser maricas. El caso es que Cenicienta, por la intervención no de un mago o de un hechicero, no, sino de una hada madrina, acaba cumpliendo su sueño. Los magos, los hechiceros, siempre son malos, oscuros y liantes. Si uno quiere un poco de magia buena, tiene que acudir al hada madrina, que digo yo que ya va siendo hora de que en los cuentos aparezcan también hados padrinos, ¿no? Total, que Cenicienta se planta en el baile del príncipe, el cual, al verla se queda prendado de ella. Pero no se queda prendado de su bello rostro, de su hermosa figura o de su precioso porte como haría cualquier hijo de vecino. Cuando Cenicienta desaparece, al príncipe no se le ocurre ir por las calles intentando ver a su amada. De su cara ni se acuerda. Hasta aquí no hay nada anormal. Una chica con talla noventa de sujetador no debe esperar que su novio se acuerde del color de sus ojos, por lo menos hasta el día de la boda. Pero el príncipe no va por ahí pidiendo que las damas de su reino se prueben un sujetador. Todo el tiempo que ha estado con Cenicienta no ha hecho más que mirar sus zapatos, uno de los cuales reconoce en cuanto lo ve en todo ese montón de zapatos que suelen quedar desperdigados cuando acaban las fiestas... por lo menos las fiestas a las que yo voy. Aquí tenemos de nuevo a un príncipe, podófilo o fetichista, no se sabe qué es peor, dispuesto a casarse con la primera dama que tenga un pie como aquellos de los que se ha enamorado, hasta el punto de que no le importa el carácter ni las verrugas de las hermanastras de Cenicienta. Si sus pies hubiesen cumplido las reales expectativas, habrían acabado casadas con el príncipe. Al final, como es lógico, se reencuentra con Cenicienta y el príncipe puede pasar sus días bebiendo champán en sus zapatos, que para eso el hada madrina los hizo de cristal, cosa que lleva a sospechar que esta hada conocía ya el fetichismo del príncipe, tal vez de cierto negocio regentado por ella que aquél visitaba con frecuencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario