domingo, 4 de febrero de 2018

El nuevo biopoder (6)

   Los filósofos del siglo pasado creyeron haber alcanzado el más alto grado de radicalidad preguntando por aquello que sale de nuestra boca. “¿Qué es referencia? ¿qué es significado? ¿qué se puede hacer con una palabra?” así inquirían mientras parpadeaban. A la vez, el pensamiento vigesimico afirmó que lo que sale de nuestras bocas viene determinado por un esotérico balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. “¿Qué cantidad de serotonina se necesita para amar? ¿qué cantidad de dopamina para encontrar la verdad? ¿cuánto litio hace falta para ser feliz?” Así hablaban los hombres del siglo pasado y parpadeaban degustando la profundidad de su ingenio. A ninguno de ellos se le ocurrió preguntar por lo que entra por nuestras bocas pese a que, evidentemente, debe influir en el misterioso balance de sustancias sutiles de nuestro cerebro. Por eso, el nivel de radicalidad de la filosofía del siglo pasado apenas alcanzó el de los eslóganes para vender detergentes. Un caso palmario lo encontramos en Martin Heidegger.
   Todavía hoy, filósofos anquilosados en los problemas del pretérito, buscan proteger conceptualmente aventuras, de supuesto progresismo, con textos heideggerianos de los que sólo pueden salir proyectos de un parduzco nazilongo. Quizás la exégesis del Dasein pudo tener algo de interés en 1927, cuando apareció el primer y, a la postre único, volumen de Ser y tiempo. Yo lo dudo porque, como pudo comprobar Hannah Arendt  en sus propias carnes, Heidegger conocía muy bien un modo de ocultarnos nuestro ser-para-la-muerte sobre el que no se encontrará rastro alguno en sus textos. Sin embargo, el modo que sí tematiza, la existencia impropia del “se dice”, “se cuenta”, de las habladurías desestructuradas, ha cambiado drásticamente. Las habladurías con las que nosotros tratamos de eludir nuestra propia finitud ya no consisten en una rumorología desestructurada, sino en un discurso de pretensiones científicas pero que apenas si ha alcanzado a nombrar familias de los viejos “espíritus animales” con los que Malebranche explicaba el funcionamiento del cerebro en el siglo XVII. Los modernos frenólogos se ríen de las viejas explicaciones cartesianas mientras que hacen juegos con sustancias alquímicas tales como la dopamina, la serotonina y las endorfinas, sin que eso haya contribuido mucho a esclarecer cómo funcionan realmente y, sobre todo, ocultando al gran público, por ejemplo, que el 95% de esa serotonina que tantos pensamientos causa en nuestro cerebro, se halla en el intestino.
   Heidegger mismo constató el fracaso del proyecto que iniciaba Ser y tiempo porque el tiempo no resulta alcanzable desde el "ser". Si se quiere captar el devenir, el tránsito, el incesante cambio de la realidad, debemos abandonar el ser, cosa que Heidegger, como buen platónico, se negó a hacer. Al Dasein el tiempo le resulta ajeno, incluso su propia muerte le resulta ajena, mientras que para nosotros, occidentales del siglo XXI, el horizonte de la temporalidad no se halla marcado por una muerte que algunos papanatas amenazan aplazar sine die, sino por ese cáncer que todos habremos de pasar si la esperanza de vida se dilata más allá de los cien años. Nuestro tiempo ya no viene medido por relojes de horas indiferenciadas y calendarios de días iguales. El intervalo temporal básico lo señalan las dosis correspondientes de medicamentos que nos indican el transcurso del tiempo por las pastillas que aún quedan en el bote o la tableta y nos señalan el momento en que habremos de acudir a la farmacia o el mes en el que habremos de pedir cita para nuestra inevitable revisión.
   El Dasein de Heidegger, angustiado por su arrojo a un mundo que no ha elegido, por la posibilidad del fin de todas las posibilidades, no parece necesitar ansiolíticos, antidepresivos, ni inhibidores selectivos de la serotonina, como necesitamos todos nosotros, ni siquiera tiene el ibuprofeno que viene ya con el bolso de las mujeres cuando lo compran. Vive en el “ser”, sin razón, sin fundamento, sin pastillas. No debe extrañarnos. Primero, porque Ser y tiempo apareció 20 años antes de que comenzaran a producirse en masa medicamentos tan básicos hoy día como los antibióticos. Segundo, porque si rastreamos la superficie de afloramiento del concepto de “Dasein”, lo veremos aparecer en los textos de Hegel, de Fichte e, incluso, de Kant, referido a Dios. Y ahora podemos entender por qué al Dasein se lo arroja al mundo, porque eso hizo precisamente el Dios cristiano con su hijo, mientras que todos nosotros, en lugar de arrojársenos, se nos saca del vientre materno protegidos por un atento grupo de médicos, del mismo modo que se saca a los iniciados tras el proceso de admisión en la tribu o en la logia. El Dasein, como las palomas de Skinner, como Dios, no tiene aparato digestivo, ni sistema inmunitario, ni cerebro, porque no tiene interior. Constituye el centro, el kentron, de un horizonte que, por definición, no puede tener nada él mismo dentro. Tiene entes a-la-mano, se halla cabe-los-entes-intramundanos, puede caracterizárselo como un ser-con, pero en ninguno de estos existenciarios hay lugar para las medicinas. De un modo burdo e inexacto podemos definir a quienes vivimos en este siglo XXI antes como animales medicalizados que como animales racionales. Al fin y al cabo, se necesita como mínimo una década para que pueda apreciarse algo de racionalidad en un ser humano. Sin embargo, en ese momento, ya se nos ha vacunado múltiplemente, hemos engullido un buen montón de mucolíticos, antitusígenos y descompresores de las vías respiratorias, sin contar con que, de seguir las indicaciones de las sociedades médicas norteamericanas, llevaremos más de un lustro controlando nuestra tensión arterial.
   El ser-con heideggeriano no se refería a nuestro ser-con-las-medicinas y ni siquiera, algo que hubiese resultado de preclara brillantez, a nuestro ser-con-la-flora-bacteriana. Se refiere a ser-con-los-otros, por lo que nuestras pastillitas se hallan excluidas de esa categoría. Tampoco puede caracterizarse apropiadamente las medicinas como ser-a-la-mano, pues si bien se podría decir que nos hemos vuelto incapaces de vivir lejos de cualquier analgésico, antipirético o antihistamínico, realmente debe describírsenos en términos de quienes buscan constantemente una situación en la que tener una excusa para engullirlos. Mas que cabe-los-entes-intramundanos, el Dasein de nuestros días necesita para existir que unos entes intramundanos muy característicos, llamados medicamentos, se hallen en su interior, precisamente allí donde desaparece todo horizonte hermenéutico y comienza a funcionar la digestión, la absorción y la asimilación de esos productos ajenos a nosotros, procesos todos ellos sobre los que Heidegger no dice absolutamente nada no sabemos si por ignorancia o por connivencia con quienes han hecho de este modo de ser-para-la-muerte el único posible.
   Si la filosofía quiere tener un futuro, si quiere hablar sobre los seres humanos que poblarán este siglo XXI, si quiere dejar de dar vueltas en la vieja noria de las interpretaciones, los juegos del lenguaje y las acciones comunicativas, tendrá que negarse a escuchar la voz de ese Ser que sale por la televisión o por los canales de youtube y comenzar a desvelar de qué modo y con qué ejército de colaboracionistas el nuevo biopoder encarnado en el big pharma ha configurado nuestra manera de pensar y, sobre todo, de pensarnos.

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