domingo, 1 de abril de 2018

Teoría de la imposición comunicativa

   Supongamos que nos muestran las imágenes de una chica paseando por el parque. Se aleja de la cámara mientras mira distraídamente a la izquierda y bosteza de un modo casi imperceptible. Supongamos que nos pidiesen explicar el significado de tal escena, ¿qué diríamos? Poca cosa desde luego. Probablemente lo primero consistiría en negar que encierre significado alguno. Si se nos insistiera, a lo sumo acabaríamos diciendo que hemos visto una mujer aburrida o cansada. Imaginemos ahora que nos proyectan la misma secuencia pero con un enfoque más amplio, que permite entrar en el encuadre a un joven que se ha acercado a la chica en una dirección perpendicular desde su derecha y que le ha dicho “¡hola!” La secuencia sigue exactamente igual, la mujer mira distraídamente a su izquierda y bosteza de modo casi imperceptible. Si ahora nos pidiesen explicar el significado de lo que hemos visto, tendríamos dos marcos teóricos posibles con los que proporcionar una respuesta. En uno de ellos se considera que las sociedades humanas se hallan compuestas por relaciones. Este marco teórico tampoco nos suministra muchas profundidades a la hora de hablar de un significado. Hemos visto, de acuerdo con él, a un hombre que proponía una relación en forma de diálogo a una mujer y el rechazo de esta propuesta. Más que hablar de significado, tendríamos que decir que se ha negado la posibilidad de todo significado y si se nos insistiera en que explicásemos el significado de lo visto, probablemente diríamos que todo equivale a un simple “no”. De hecho, ni siquiera podríamos dar las razones de ese “no” sin incurrir en especulaciones. Tal vez la chica estaba cansada, tal vez ya conocía a su interlocutor y no quería volver a dirigirle la palabra, tal vez no entendía su idioma, tal vez no se dio cuenta de que intentaba abordarla sumida en sus pensamientos... Pero, como digo, cualquiera de estas posibilidades no deja de constituir una pura especulación sin fundamento en los hechos.
   Adoptemos ahora el otro marco teórico para explicar lo sucedido. Según él, las sociedades humanas no se basan en relaciones sino en la tercera ley de Newton, quiero decir, en acciones y sus correspondientes reacciones. Podemos observar ahora cómo, de pronto, la escena contemplada aparece preñada de significados. El joven no ha propuesto una relación, ha efectuado una acción y, a resultas de este cambio en el modelo teórico, todo lo que viene después constituye una reacción a esa acción. El hecho de que la chica siga caminando como si tal cosa, mire distraídamente a su izquierda y bostece de modo imperceptible, ya tiene un significado, se trata de la reacción a la acción del joven, significado que puede haber surgido sin voluntad alguna por parte de la joven. Aún más, este marco teórico nos permite dar una explicación de por qué ha ocurrido esto y, quiero llamar la atención sobre este punto, una explicación en la que resulta por completo superfluo considerar qué ha pasado por la mente de la chica. Esa reacción se ha producido, dice este marco teórico, porque no se ha llevado a cabo la acción adecuadamente. A una mujer no se la debe abordar desde una trayectoria perpendicular a su camino, sino de frente. Hay que plantarse ante ella para ponerla en la tesitura de pararse o alterar bruscamente su camino. Los Hare Krishna lo entendieron muy bien. Cuando nuestros aeropuertos no parecían campos de batalla, solían pasear por ellos con sus túnicas naranjas y sus canciones en busca de dinero. Saltaban gritando delante de un desprevenido viajero para, a continuación, del modo más humilde y cortés posible, pedirle unas monedas. Sabían la propensión de los seres humanos a hacer lo que se les pide cuando pasan rápidamente de lo que parece una agresión a una situación que creen dominar.
   Repitamos, de nuevo, la diferencia entre un marco teórico y otro. El primero considera que en nuestras sociedades se proponen relaciones, el segundo afirma que debemos realizar acciones y que, cuanto más contundentes resulten éstas, con mayor facilidad obtendremos la reacción que deseamos. Por supuesto, los defensores de tal postura (en España la práctica totalidad de filósofos académicos), pretenden que no hay nada de malo en tal imposición, pues ésta consiste en la imposición de un diálogo racional. Con absoluto desconocimiento de la naturaleza humana pretenden que quien ha descubierto que puede conseguir cosas mediante la imposición, abandonará rápidamente tal proceder para entregarse dócilmente a un diálogo libre de coerciones. Todavía mejor, con cinismo digno de estómagos agradecidos, consideran que no hay nada de malo en obligar a alguien a entrar en un diálogo cuyas reglas las ha puesto otro, pues, ya si eso, se alterarán en el transcurso del mismo. Por tanto, de acuerdo con semejantes afirmaciones, nada hay que reprocharle a la empresa que, tras beneficios históricos y subidas de sueldo a los directivos, plantea a los sindicatos la necesidad de negociar el despido de un millar de trabajadores, dado que, en el diálogo racional y libre de coacciones que llevarán a cabo, los sindicatos podrán reducir el número de despedidos hasta la cifra realmente deseada por la empresa y acordar el modo en que se van a realizar éstos. Tampoco hay nada de reprochable en el diálogo racional, libre de coacciones y en pie de igualdad con el poder central que un ente autónomo fuerza a través de todo tipo de acciones que rompen las más elementales reglas de convivencia. Igual que no hay nada de reprochable en que mediante acciones de todo género se obligue a todos y cada uno de los ciudadanos a manifestar su adscripción a tal o cual forma de robar, quiero decir, a tal o cual nación.
   Como no podía ocurrir de otra manera, los partidarios de la teoría de la imposición comunicativa se rasgan hipócritamente las vestiduras cuando contemplan las consecuencias últimas de lo que han venido defendiendo con tanto énfasis desde hace décadas hasta el punto de que lo han convertido en el modo único de pensar las relaciones humanas. Si ahora recordamos a Deleuze y su afirmación de que en los sistemas represivos, lejos de impedirse el diálogo se exige, podremos entender muy bien a qué se ha debido semejante triunfo y la obligación que sufre todo aquel que quiera existir de contar continuamente cuanto le sucede, por ejemplo, en las redes sociales.

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