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domingo, 12 de febrero de 2017

Del buen vivir (1 de 2)

   Por mucho que se los señale como padres de nuestra cultura, lo cierto es que los griegos tenían un modo de entender las cosas bastante alejado del nuestro. Uno no puede evitar cierta sonrisa amarga cuando lee que para Platón, para Sócrates, para sus contemporáneos, ética y política eran idénticas. Ser bueno y ser buen ciudadano constituían elementos inseparables. Platón argumentaba impecablemente que quien no sabe gobernarse a sí mismo, difícilmente sabrá gobernar la ciudad. Por tanto, quien aspire a gobernar deberá demostrar previamente la virtud que adorna todos sus actos. Esto, que resulta aplicable al gobernante, vale en realidad para cualquiera. El egoísta, el que busca el beneficio propio del modo más rápido posible, sólo puede hacerle daño a la sociedad, pues si no piensa en sus allegados inmediatos, en aquellos con los que comparte su vida diaria, difícilmente pensará en quienes sólo le rodean accidentalmente y a los que no le une vínculo afectivo alguno. A diferencia de Mandeville, a diferencia de Smith, a diferencia de todos los liberales de diferente cuño que en el mundo han sido, Sócrates, Platón, sólo creían en lo que podían ver, en lo que pudiera observarse y no en “manos ocultas”, cualidades invisibles ni milagrosos equilibrios jamás alcanzados. Únicamente lo demostrable, lo tangible, aquello que cualquiera pudiese observar e, incluso, cuantificar, merecía ser pesado en la balanza de quien pretendiera aspirar al título de benefactor de la comunidad.
   La época de Sócrates y Platón llegó a su fin con la conquista macedonia de toda Grecia. La concepción de que ética y política configuran una unidad comenzó a agrietarse tras la constitución del imperio. El Estado emergió como algo extraño, ajeno, lejano y decididamente supraindividual. Los ciudadanos aceptaron que debían cumplir una función en él y obedecer sus reglas, pero que su hogar, el lugar que habitaban, lo que originalmente designó el término ethos, había pasado a formar parte de su exclusiva competencia. La ética aparece en Aristóteles como una disciplina distinta de la política y cuyo objetivo ahora no consiste en crear buenos ciudadanos, sino en alcanzar la felicidad. A esta felicidad la llama también Aristóteles el “sumo bien” y es identificada con “vivir bien”, pues, dice Aristóteles, obrar virtuosamente y vivir bien son lo mismo. Una ética conformada por principios generales en contra de los intereses y deseos del sujeto le hubiese parecido a Aristóteles un disparate. 
   Pero Aristóteles no deja de ser discípulo de Platón y aunque ética y política se constituyen en él como disciplinas separadas, afirma que el fin del Estado consiste en buscar la felicidad para todos sus miembros o, por decirlo utilizando términos sinónimos, el Estado debe procurar que todos sus ciudadanos vivan bien. Un Estado que pretenda únicamente “vivir”, está viciado desde sus orígenes y sólo en la medida en que pueda proporcionar a sus ciudadanos un buen vivir puede decirse legitimado en su existencia. Este buen vivir tiene un doble componente, por una parte, una vida regida por la facultad más elevada que poseen los seres humanos y que los distingue de las bestias, es decir, la razón. Por otra, para que se pueda obrar racionalmente sus necesidades básicas deben estar cubiertas en lo que se refiere a alimentación, vivienda, ropa y demás. Aristóteles considera imposible que todos pueden alcanzar semejante meta. De hecho, sus planteamientos suponen una base de esclavos más o menos amplia pues casi al inicio de la Política nos aclara que hay dos tipos de esclavitud, la permanente y la temporal, también llamada “trabajo asalariado” (si bien este pasaje es controvertido en lo que se refiere a su traducción exacta). En la cantidad de esclavos que necesite un Estado se juzga, precisamente, su bondad. El mejor Estado, dice Aristóteles, no es el que tiene tal o cual régimen político, es el que tiene una clase media más extensa, es decir, el que engloba a una población capaz alcanzar el buen vivir más amplia. 
   No debe extrañarnos que las éticas que aparecen tras Aristóteles, renuncien a la dimensión política para centrarse en el individuo. Se barre bajo la alfombra el hecho de que pocos podrán aspirar a la felicidad, es decir, al buen vivir, quedando éste restringido a la pequeña comunidad o al individuo singular, caso del escepticismo. El escéptico niega la posibilidad del conocimiento, niega la existencia de la verdad, niega, incluso, la necesidad de aceptar que existan otros, para quedarse en la epojé, en la suspensión de juicio que permite una buena vida, rodeado de las mínimas condiciones materiales exigidas por Aritóteles. Que para disfrutar del tabaco de una pipa haya que dejar sin agua los huertos de medio país y eso origine hambrunas, es algo que al escéptico no le afecta pues él suspende su juicio acerca de la existencia de negritos hambrientos. Por mucho que se haya presentado como principio epistemológico más o menos saludable, el escepticismo ha debido su popularidad a esa capacidad para engendrar la buena vida que disfruta todo aquel que decide ignorar las condiciones materiales de su existencia o las consecuencias últimas de sus decisiones.
   Suele decirse que para los estoicos la virtud consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, pero se obvia que ellos definían ese vivir de acuerdo con las leyes que rigen el cosmos, una vez más, como el buen vivir. “Vivir noblemente”, “vivir según la naturaleza” y “vivir bien”, eran para los estoicos términos intercambiables. Si predicaban la liberación de las pasiones se debe a que ninguna vida puede ser buena durante mucho tiempo dejándose arrastrar por ellas. Las pasiones se hallan sometidas a una continua fluctuación, a un perpetuo cambio, que nos empujan hacia situaciones contrarias a los designios naturales y que, por tanto, sólo pueden conducir al desastre. Obrar de un modo racional o lo que es lo mismo, obrar de acuerdo con la ley universal, dado que el universo está regido por una ley racional, constituyen la base de la virtud y el secreto para vivir bien.
   Aunque partiendo de principios diferentes, no otra cosa vamos a encontrar en la ética hedonista. Epicuro critica a quienes aconsejan “vivir bien al joven y morir bien al viejo”, por varios motivos. En primer lugar, porque el buen vivir no depende de la edad y en todas las épocas de la vida pueden encontrarse cosas agradables de las que disfrutar. En segundo lugar, porque vivir bien y morir bien son dos aspectos de lo mismo. No porque morir bien implique haber vivido bien o porque vivir bien implique saber morir, sino porque los consejos que nos da Epicuro para vivir bien incluyen eliminar el miedo a la muerte, así que si hemos aprendido a vivir bien, nada habrá en  la muerte que nos pueda parecer “malo”. El mismo principio conduce a Epicuro a rechazar el miedo a los dioses y a prescribirnos la búsqueda del placer, pues todo ello contribuye a la buena vida. Aún más, entendida de esta manera, una buena vida es aquella en la que se ha evitado tanto como ha sido posible el dolor. Buscar el placer y evitar el dolor se convierte, por tanto, en la máxima capital de todo el planteamiento epicúreo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Sobre verdad y falsedad en el sentido del mercado.

   Esta semana ha salido a la luz la noticia del desmantelamiento de una fábrica de cigarrillos falsos en el norte de España. Los impuestos que gravan el tabaco han extendido la aparición de estas fábricas por toda Europa. Hasta 60 de ellas han sido desmanteladas en los últimos diez años. La organización disponía de más de un millón de cajetillas de diferentes marcas dispuestas para ser rellenadas con las tres toneladas y pico de tabaco que han sido incautadas. La nota del ministerio no dejaba claro si este tabaco había sido tratado con las sustancias habituales entre las empresas del sector para volverlo más adictivo, ni si el papel y los filtros eran de igual, menor o mayor calidad que los cigarrillos al uso. Porque hay que entenderlo, estos cigarrillos no eran “falsos” debido a que explotaran en la cara del inocente que los comprase, eran “falsos” porque no pagaban los impuestos correspondientes. Por lo demás, puede que fuesen tan saludables (es un decir) o más, que los cigarrillos “verdaderos”. 
   El mundo de las “Naik”, las “odidos”, de “Georgio Amoni”, de los “Levina’s”, de “Samsing” y otros parecidos, ha pasado a la historia. Ayer mismo tuve en mis manos la nueva camiseta de Pau Gasol con los Chicago Bulls, hasta con el holograma en la etiqueta, más “falsa” que un duro de cartón. Los teóricos de la externalización de los servicios, de la deslocalización, de las “enormes” ventajas de buscar mano de obra lo más barata posible, no fueron capaces de ver que si uno externaliza la producción, acaba externalizando la propia marca. Se subcontrata a una empresa que, a su vez, subcontrata otras. Se le paga una miseria por producto entregado y, a cambio, se le da el patronaje y todos los detalles técnicos para la producción. Evitar que alguna de esas empresas siga fabricando más allá de lo solicitado escapa a cualquier control. Muy pronto el mercado está inundado de productos que de “falsos” tienen únicamente el estar fuera de la autorización que concede un contrato.
   Desde hace años uso discos Verbatim para mis cosas. Son fáciles de encontrar en las tiendas chinas y no tan chinas. Por supuesto, no son tiendas especializadas. O quizás todo esto es falso y nunca he usado discos Verbatim. Hace algún tiempo leí que un usuario europeo, había puesto una reclamación a la casa matriz porque todos los discos de una caja le habían salido malos y los había tenido que tirar. Desde Verbatim le presentaron disculpas y le devolvieron el dinero no sin aclararle que, el código del producto que les había enviado, correspondía a una partida teóricamente vendida en cierto país oriental. Sean Verbatim o no, los discos que uso cumplen su función, y mucho mejor que otros “verdaderos”. Hubo una época en que si uno compraba un perfume falso, a los diez minutos estaba oliendo a alcohol. Hoy se pueden encontrar cuyo aroma dura más que los “verdaderos”, igual que se pueden encontrar bolsos más resistentes, ropa mejor cosida e, incluso, falsificaciones cuya reparación se tiene que hacer con una pieza original o con años de garantía. ¿Qué es lo que distingue, pues, a lo “falso” de lo “verdadero”? ¿Qué queremos decir cuando llamamos “falso” a un cigarrillo, unas gafas o un medicamento? 
   Siempre que se habla de “verdadero” o “falso” a uno se le viene a la cabeza el criterio de verdad como adecuación, es decir, un bolso es de Louis Vuitton si, realmente, ha sido producido en una fábrica de Louis Vuitton. Lo cierto es que este criterio nunca sirvió para nada y mucho menos puede hacerlo en nuestros días. Nada, o casi nada, se produce ya en una fábrica de la marca bajo cuyo nombre se comercializa,. Si siguiéramos este criterio, todo cuando circula por el mercado sería falso. Incluso si damos una versión más cercana a lo que Aristóteles quiso decir al proponer semejante criterio, tampoco avanzaremos mucho. En efecto, podemos postular que un producto es “falso” si no corresponde a la marca que el cliente pretende estar comprando. Sin embargo, el mercado de los productos falsificados tiene, en muchos sectores, una clientela propia, que sabe lo que está comprando y que busca productos que, de acuerdo con este criterio, no cabría calificar de “falsos”. 
   Cuando se habla del mercado, uno puede pensar también en un criterio de verdad pragmático, esto es, algo es verdadero si es útil para el individuo o la sociedad. Todo cuanto funciona en el capitalismo es útil para... Luego, cuanto funciona en el capitalismo es verdadero. Sin embargo, una vez más, nos encontramos con que tampoco los productos falsificados resultarían “falsos” con este criterio. Resulta extremadamente discutible que su comercialización no favorezca a amplios estratos sociales, al menos tan amplios como los afectados por la fabricación de armas, de alcohol o de medicamentos que enferman más de lo que curan (suponiendo que existen muchos de otro tipo), todos los cuales son aceptados como "verdaderos".
   El criterio de verdad que se aplica cuando se habla del mercado es otro bien distinto. Para entenderlo no tenemos más que ver lo que ocurre con el producto más falsificado a lo largo de la historia: el dinero. Sufrimos, en efecto, una plaga de dinero falso. Los bancos centrales tuvieron hace una década la bonita idea de externalizar también la fabricación del dinero para abaratar costes, con lo que el mercado negro está lleno de lotes de papel con las medidas de seguridad incorporadas, sobre los que sólo hay que imprimir el billete en cuestión, algo no especialmente difícil con los modernos medios informáticos. Por si fuera poco, las malas lenguas aseguran que Corea del Norte dedica sus imprentas estatales a fabricar no sólo el won, sino también dólares y euros. ¿En qué se puede distinguir un dólar fabricado con los medios de un Estado como Corea del Norte de un dólar fabricado en Norteamérica? La respuesta es: da igual. Al Estado emisor no le importa cuál ha sido fabricado por él y cuál no, lo único que le importa es que sólo uno de ellos circule. Si hasta un banco central han llegado dos billetes con la misma numeración e indistinguibles, la decisión sobre cuál acabará en el crematorio es arbitraria. Lo importante, no es ni cuál sea producto de una falsificación, ni cuál sea mejor. Lo único importante son los intereses de una voz autorizada que dictamina, sin pruebas reales, qué va a quedar acogido bajo el manto de su protección y qué no. En este mercado tan libre, en nuestras modernas sociedades henchidas de relativismo, en estas democracias tan abiertas, el único criterio de verdad que rige es el mismo que imponía su arbitrio en las oscuras tinieblas de la Edad Media, la autoridad. Son los modernos obispos, llámeselos altos cargos del Estado o directivos de empresa, los que, mirando sus libros (de contabilidad) y no a los hechos, deciden si un disco, un billete o un medicamento, va a ser reconocido como verdadero o no.

domingo, 11 de mayo de 2014

Filosofía en E-prime

  El vasco original, el anterior a la llegada de los primeros misioneros cristianos, carecía del verbo “ser”. Cuando lo oí por primera vez, durante una conversación privada con Javier Echeverría, no podía dar crédito a sus palabras. Por lo visto, tampoco René Thom pudo. Según me dijeron, cuando se lo contaron  comenzó a exclamar: “¡catástrofe! ¡catástrofe!” Me parece que algo relacionado con esta historia tuvo también su influencia en que Pierre Aubenque aceptara una cátedra de Ontología en la Universidad del País Vasco. Aubenque, menos popular que Thom, escribió un fantástico libro, El problema del ser en Aristóteles, con el que aprendí a ver en Aristóteles un filósofo griego y no el padre de la escolástica.
  No recuerdo haber leído nada acerca del vasco en los textos de Alfred Korzybski, pero seguro que le hubiese encantado. Korzybski escrbió en 1933 su Science and Sanity. An introduction to non-aristotelian systems and general semantics. La semántica general que debía ver la luz con este escrito quedó en poco menos que nada tras la muerte de Korzybski. Sin embargo, el impacto de este escrito sobre la praxis psicológica resultó enorme. Como el propio título del libro indica, su propósito es fundar sistemas no aristotélicos. Se alude con ello al Aristóteles de Aubenque, porque, entre otras cosas, Korzybski pretende eliminar el verbo “ser” de los discursos. Aunque la propuesta resulta novedosa, los argumentos no implican tanta novedad. De hecho, no se hace otra cosa que repetir los análisis aristotélicos presentándolos ahora como argumentos en contra de sus ideas.
  Aristóteles ya había caído en la cuenta de que con el “ser” hacemos realmente muchas cosas. Una de ellas consiste en identificar. “Ser” significa, en tales casos, “ser lo mismo”. El famoso “fútbol es fútbol”, constituye un ejemplo de este tipo de usos. Sin embargo, “ser” también sirve para adjudicar propiedades a un sujeto, a eso se lo llama su uso “predicativo”, como cuando decimos “Mariano es tonto”. Finalmente, el “es” puede tener también un sentido existencial, en el que, simplemente, se afirma de alguien o algo que “es”. La conclusión que sacaba Aristóteles de estos usos diversos consistía en afirmar que el verbo “ser” tenía un uso análogo, quiero decir, que en ciertos aspectos guardaban semejanzas y en otros no. O, como diría Wittgenstein, hay un cierto parecido de familia entre los diferentes usos. Para Korzybski, la analogía no podía significar más que equivocidad y equivocidad en el peor sentido que se quiera tomar. En efecto, cuando decimos “dos más dos son cuatro” creemos establecer una identidad y, por tanto, una verdad eterna e inalterable. Pero cuando decimos “Ana es una persona agradable”, también tendemos a creer en el establecimiento de una verdad eterna e inalterable. De hecho, con sólo pronunciar la frase “ésa es Ana”, ya creemos haber designado algo eterno e inalterable. El problema se multiplica cuando nuestro juicio no versa acerca de los demás, sino acerca de nosotros mismos. “Yo soy incapaz para las matemáticas” o “yo soy hipertenso”, designan barreras infranqueables que han quedado ahí para el resto de nuestras vidas, del mismo modo que la suma de dos más dos siempre dará por resultado cuatro. Las empresas farmacéuticas lo saben y tratan de colgarnos todo tipo de etiquetas duraderas mediante el verbo "ser", cuando, en realidad, tales etiquetas designan únicamente etapas de nuestras vidas. 
  Eliminar el verbo “ser” implica entrar en un mundo donde todo se halla en perpetuo flujo y devenir, en el que “Ana hoy” ya no puede identificarse con “Ana mañana”. Tal decisión implica introducir un índice temporal en los nombres. Por la misma razón los atributos se verbalizan y “yo soy hipertenso” se convierte en “yo hipertensionalizo”. De este modo, lo que habitualmente se presenta como un principio de identidad irrompible se convierte ahora en el desarrollo de un comportamiento que, como cualquier otro, puede alterarse a voluntad. Puede entenderse el enorme impacto de las propuestas de Korzybski en el desarrollo de nuevas terapias para el tratamiento de problemas psicológicos.
  Los sistemas no-aristotélicos de Korzybski han acabado convirtiéndose en lo que hoy se llama el E-prime(*), entendiendo por tal una manera de hablar y, particularmente, de escribir en inglés evitando el empleo del verbo “ser”. Pues bien, supongamos ahora que tomamos nuestro E-prime y tratamos de rescribir con él algún libro de filosofía. ¿Qué quedaría de los escritos de Parménides, de Hegel, de Heidegger...? De hecho, ¿se puede hacer filosofía en E-prime?


   (*) No debe confundirse con E-Prime®, un software pare la realización de experimentos científicos.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (1)

   Aunque Aristóteles me parece un filósofo muy interesante, hay un punto en el que nunca he conseguido estar de acuerdo con él. Decía Aristóteles que los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad y que no cabe preguntar para qué queremos ser felices, pues la felicidad se busca por sí misma. Si bien es cierto que eso es lo que solemos responder cuando nos preguntan cuál es el objetivo último de nuestras vidas, rara vez hacemos algo para conseguirlo. Me costaría trabajo decir si he conocido a alguien que, de un modo consciente y deliberado, haya dado un paso tras otro, sin descanso, en el camino hacia la felicidad. De la mayor parte de las personas que conozco, o que he conocido, puedo decir exactamente lo contrario, hacen todo lo que está en sus manos para no ser felices. Existen multitud de hechos que avalan esta tesis. Para empezar, ser felices no puede ser tan complicado. El propio Aristóteles explica que basta con tener las necesidades básicas cubiertas y dedicarse a la contemplación. Con tales presupuestos, media humanidad está en condiciones de ser absolutamente feliz.
   Pero la realidad es otra. Habitualmente, la inmensa mayoría de los eventos que recordamos son tristes, dolorosos o humillantes y este tipo de recuerdos acude de modo espontáneo a nuestra mente. Con independencia de cómo le haya ido en su vida, tendrá que hacer un esfuerzo, en ocasiones intenso, para recordar un buen momento. Nuestra memoria es, de hecho, un maravilloso pretexto para que nuestra felicidad no dure más de unos minutos. Probablemente, sólo se trate de un mecanismo evolutivo que estamos empleando mal. Nuestra memoria se agarra a los malos momentos para que no perdamos la tensión, para que no nos relajemos, algo que, en los bosques en los que nuestra especie ha vivido la mayor parte de su existencia, debió ayudarnos a estar alerta y evitar situaciones peligrosas. Ya no vivimos acechados por depredadores y este mecanismo es más una molestia que otra cosa.
   Encuestas hechas entre universitarios demuestran que, alrededor del 90% de los jóvenes, están descontentos con su apariencia física. Si hacemos un cuerpo con la media de las proporciones de los jóvenes de esa edad, es imposible que el 90% de ellos esté significativamente alejado de esa media. Esta desproporción es un filón para los cirujanos plásticos. Son multitud los clientes que, en realidad, no van a ganar nada importante (físicamente hablando) con la operación en la que van a invertir los ahorros de una vida. Lo explicaré de otra forma. Esas actrices, actores y modelos, que sirven de prototipo de belleza y cuyas narices, pechos y barbillas son copiados mediante cirugía en los rostros de tantas personas, se sienten tan o más insatisfechos con su cuerpo como la media de los ciudadanos.
   Probablemente hubo un momento en su vida en el que Ud. bien podría haberse enamorado de dos personas distintas. Una era una buena persona, generosa, amable, que hubiese estado en todo momento pendiente de sus necesidades. La otra era una persona destinada a martirizarle de todos los modos posibles. ¿De quién acabó por enamorarse? En el amor buscamos siempre la persona de la que no debemos enamorarnos o de la que sabemos que nos va a maltratar. Por eso existen tantos flechazos en el trabajo, nos atrae lo extraordinariamente difícil que se volvería la situación si saliera mal.
   La primera imagen de la felicidad que llega a nuestras cabezas es la de una vida sin problemas. Una vida sin problemas es una vida feliz... o aburrida. A los seres humanos nos gustan los problemas, de modo que hacemos todo lo posible por tenerlos en abundancia, es decir, hacemos todo lo posible para no ser felices. Hemos inventado infinidad de estrategias para sentirnos profundamente infelices. La más fácil es poner un nivel de exigencia tal que haga imposible alcanzar la felicidad. Por ejemplo, podemos pedir que se acabe el hambre del mundo, que no haya niños o animales que sufran, o podemos recordar, como decía Adorno, que cualquier atisbo de felicidad es obsceno después de Auschwitz. Más sutil es considerar que no podemos ser felices si las personas de nuestro entorno inmediato (padres, pareja, familiares) no lo son. En esta estrategia se esconde la secreta esperanza de que alguno de ellos cifre en nuestra propia felicidad la imposibilidad para alcanzar la suya. De este modo el círculo vicioso está servido y nuestra infelicidad garantizada.
   La península ibérica goza de buen clima y de abundantes suelos fértiles, el agua no es demasiado escasa, las mujeres guapas y la gente alegre por naturaleza. A poco que nos hubiésemos descuidado podríamos haber sido un pueblo feliz. Por eso inventamos una estrategia infalible para impedir la felicidad, se llama envidia. Al envidioso no le basta con tener o ser tal o cual cosa. Además, nadie que él o ella conozca debe tenerlo siquiera sea en un grado mínimo. La envidia garantiza la infelicidad perpetua. Así hemos salido todos los que vivimos en este bonito territorio: cejijuntos y con aire cabreado.
   A veces, los seres humanos se encuentran en una situación terrible, por más que busquen, no consiguen encontrar ningún problema a su alrededor. Enfrentados a la posibilidad de ser felices, conseguimos eludirla por el procedimiento de inventarnos los problemas. Hay multitud de ejemplos de problemas inventados. Uno muy típico es buscar una infidelidad de nuestra pareja, infidelidad que, de tanto buscarla, acaba por existir. Otras veces es una enfermedad, esa molestia de estómago después de comer, ese reiterado dolor de cabeza, esa punzada del oído, ese síntoma que es lo más normal del mundo y que carece de toda importancia... a menos que se investigue. Pero el problema inventado más generalizado de nuestra sociedad es la depresión. La depresión puede aparecer por tres motivos: ingesta de algún tipo de medicamento o droga; que, en realidad, no haya ningún motivo para estar deprimido; o que se haya pasado una etapa tan difícil, que, cuando se sale de ella, se teme poder ser feliz y todo. Y, ya lo hemos dicho, si tenemos que elegir entre ser felices o pasarlo fatal, los seres humanos rara vez dudamos, ¡a sufrir que son dos días!

jueves, 15 de septiembre de 2011

Por qué soy un privilegiado

   Pertenezco a la privilegiada clase de los funcionarios. Si bien cíclicamente me planteo dedicarme a otras cosas, todavía no he encontrado nada mejor. A este respecto, debo insistir en el motivo central de este blog. Aunque parezca que la filosofía está muy alejada de la vida cotidiana, lo cierto es que nunca deja de vigilarla con un ojo. En contra de lo que suele decirse, el primer motivo de reflexión de los filósofos no fue la naturaleza, el ser o la realidad, sino cómo ganarse la vida (para dedicarse a pensar sobre esas cosas). Del que comenzó todo esto, Tales de Mileto, se cuenta que primero se procuró un buen pelotazo financiero y después se dedicó a estudiar las estrellas y esas cosas. Desde entonces la gente intentó seguir muy de cerca las inversiones de los filósofos, así que esta vía de ingresos quedó cerrada por unos siglos. En cuanto a un filósofo se le ocurrió pedir el subsidio de la democracia se lo cepillaron. Es lo que se conoce como la muerte de Sócrates. Un ejemplo para los filósofos del porvenir, sin duda. De modo unánime, los filósofos llegaron a la conclusión de que las democracias preferirían siempre emplear el dinero en cosas más útiles: bacanales, circos romanos o fútbol y buscaron el mecenazgo de los tiranos o bien dedicarse a la enseñanza. Algunos, más listos, buscaron ambas fuentes de financiación, caso de Platón o de Aristóteles. A este último le cabe el honor de haber sido el primero en dejar negro sobre blanco este tipo de preocupaciones filosóficas. Si uno se quiere dedicar a la teoría, dice Aristóteles, lo mejor es que satisfaga antes sus necesidades primarias, comida, vestimenta, etc. Quien pasa hambre y no tiene ropa que ponerse difícilmente se va a dedicar a preguntarse por qué existe el ser y no la nada. Él desde luego lo hizo. Se casó con la sobrina de un gobernador y completó los ingresos derivados de la dote aceptando la oferta para educar al Ale, el hijo del rey de Macedonia después conocido como Alejandro Magno. Aunque el Ale no aprendió gran cosa de su maestro, cosa típica de todos los alumnos/as, le permitió entrar a lomos de la victoria en Atenas. En un principio no lo pareció, pero Aristóteles creó el estilo de vida característico de los filósofos: vivir a costa del Estado y no tener que preocuparse por la cesta de la compra.
   Antes que aceptar plenamente las doctrinas de Aristóteles, una serie de filósofos encontraron otra manera de hacer fortuna. Consistía en ofrecer una cajita que encerraba todos los bienes de este mundo. A cambio de abrirla al pobre incauto de turno se le pedía la cesión de toda su fortuna o, al menos, la realización de "tareillas". Una vez enganchado el sujeto, daba básicamente igual qué hubiese en la cajita, porque, habiéndolo perdido todo, difícilmente reconocería que el maestro estaba desnudo. Este modelo de negocio es lo que actualmente se llama secta y, en buena medida, no es un modelo de negocio, es el modelo de negocio ideal que persiguen un buen número de multinacionales. Sus creadores fueron estoicos y epicúreos, pero fue rápidamente perfeccionado en Oriente. Hasta tal punto fue perfeccionado, que los filósofos acudieron en manada a aliarse con el chiringuito financiero más exitoso de la historia, quiero decir, con la religión. La simbiosis pareció, ciertamente, productiva. Los filósofos se encargaron del departamento de marketing de este chiringuito. Acuñaron eslóganes imperecederos (como el de "creo en el absurdo"), formaron una imagen de marca y elaboraron todo tipo de argumentos para estampárselos en la cara a los clientes insatisfechos (algo así como la atención al cliente de las compañías telefónicas). A cambio, la religión les ofreció comida, alojamiento y, en muchos casos, cerveza de gran calidad. No se pueden Uds. imaginar lo creativo que se vuelve un filósofo cuando se le ofrecen esas cosas.
   Pero, todo lo bueno se acaba. La religión fue perdiendo importancia y los filósofos tuvieron que volver a buscarse las papas. En general eso supuso hallar una buena corte a la que alagar oportunamente. El problema es que los filósofos, a diferencia de los bufones, no siempre tienen gracia diciendo las cosas. Bueno, la verdad es que casi nunca tienen maldita la gracia. Resultaban, pues, más molestos que otra cosa y este tipo de contratos acabaron muy mal, piensen en Descartes. En honor a la verdad hay que decir que no tan mal como aquellos que pretendieron trabajar como autónomos, caso de Spinoza. Con la generalización de la enseñanza, surgió al fin, ya en el siglo XIX, el modelo que todos aceptamos como la conformación estándar, es decir, el filósofo profesor.
   Ser profesor y filósofo no es ningún chollo y, si no que se lo digan a Moritz Schlick. El Estado pide lo más preciado para alguien que estudie filosofía, su tiempo. Tiempo que, como es normal en cualquier funcionariado, hay que emplear en no importa qué. Por ejemplo, este comienzo de curso viene marcado por la imprescindible realización de pruebas iniciales para determinar el nivel de los alumnos/as. Es algo perfectamente comprensible para los alumnos/as de nuevo ingreso en un centro. Un poco menos comprensible resulta para los niveles en los que se hallan implicados los profesores de filosofía. Una consulta de cinco minutos con cualquier compañero que haya conocido a los alumnos/as con anterioridad bastaría. Aún menos comprensible es que se obligue a realizar este tipo de pruebas cuando cada curso termina con el relleno sistemático de todo tipo de informes acerca de las aptitudes y actitudes demostradas por el alumno/a con anterioridad. Y todavía menos comprensible es la exigencia de que cada prueba vaya acompañada de un informe cualitativo del alumno/a y de la introducción de una nota numérica (es decir, cuantitativa) en el correspondiente programa. Se puede resumir de un modo breve, el Estado nos ve como a simples burócratas que hemos de rellenar papeles cuya única utilidad es que otros justifiquen su salario comprobando que han sido rellenados de modo correcto. Las actuales y draconianas medidas de varias autonomías españolas lo muestra bien a las claras, se exigen más horas de docencia, como si impartir clase fuese el mismo tipo de actividad que atender a los ciudadanos en una ventanilla. A efecto de los intereses del Estado, la docencia o la consulta del médico, son ventanillas en las que se dispensan papeles, papelillos y papelotes con los que ir a otras ventanillas a realizar trámites.
   El licenciado en filosofía metido a burócrata intenta racionalizar su kafkiana tarea como buenamente puede, en general, trashumando de un clásico en otro a la búsqueda de una respuesta que dé algo de sentido a la pantomima cotidiana. Mientras tanto se consuela pensando que el Estado, a la vez que rellena su cabeza con tareas absurdas, rellena su estómago y que fuera de sus acogedoras alas, se pasa mucho más frío y es mucho más difícil hacer filosofía. Esas son las ideas que se pretenden inculcar con la especie de que los funcionarios son unos privilegiados. Diría que este argumento es de tontos, de no ser porque se le ha ocurrido a alguien que no llega ni siquiera a eso, es decir, al amiguete de toda la vida de un político, enchufado a dedo como "asesor". Vamos a ver, Ud. tiene que operarse a vida o muerte, ¿quién desea que le opere, una persona muy satisfecha con el trabajo que tiene, un privilegiado, o alguien amargado con su trabajo? ¿Y si se trata de educar a su hijo? ¿Qué hace Ud. cuando su jefe lo trata mal? ¿devuelve ese maltrato con una atención exquisita a los clientes? ¿Qué espera que haga un funcionario cuando sus jefes lo tratan mal? ¿y va a dejar a su tierno infante en manos de alguien pisoteado por sus superiores? ¿De verdad le gustaría acabar con los privilegios de los funcionarios? ¿Qué nos interesa realmente, que los servidores del Estado sean los mejores posibles o que sean los peores posibles? ¿y cómo se consigue atraer a los mejores funcionarios posibles, con buenas condiciones de trabajo o con malas condiciones de trabajo?
   Como decía, yo pertenezco a la privilegiada casta de los funcionarios. Soy un privilegiado porque no comencé a ganar dinero a los 16 años como cualquier buen autónomo, sino que tuve que esperar bastante más allá de los 24. Soy un privilegiado porque he accedido al puesto que tengo gracias a mis conocimientos en una materia concreta. Soy un privilegiado porque dediqué más de un año de mi vida a preparar unas oposiciones, sin la menor certeza de poder aprobarlas y sin ganar un sólo euro mientras lo hacía. Soy un privilegiado por haber aprobado esas oposiciones libres. Soy un privilegiado por hacer algo que nadie puede hacer con ocho meses de aprendizaje. Soy un privilegiado por haberme llevado buena parte de mi juventud más preocupado por prepararme que por hacer caja. Y si por ser un privilegiado así tengo que pedir perdón, pues perdonen Uds.

jueves, 18 de agosto de 2011

Perdidos en la traducción (1)

   Lost in Translation es un maravilloso disco de Roger Eno de 1994, inspirado en el muy herético y medieval pensador flamenco Walthius Van Vlaanderen y con canciones en latín. Tan flamenco y hereje fue el tal Van Vlaanderen que sólo parecen conocerlo Roger Eno y en su casa a la hora de comer. En cuanto al “latín” de las canciones, mejor no hacer comentarios. Sabiéndolo o no, Sophia Coppola tomó este título para una película con Bill Murray y Scarlett Johansen. Narra la historia de dos personajes, perdidos en sus vidas, que se conocen en uno de los peores sitios para encontrar nada: Japón. La cámara de Coppola no les ofrece asideros, ni les muestra el camino, se limita a acompañarles en su deambular por un país inverosímil. En una escena, el actor venido a menos que encarna un superlativo Bill Murray, tiene que rodar un anuncio. El director de rodaje no parece estar muy satisfecho con su trabajo, de modo que le suelta una larga parrafada. La traductora que acompaña al personaje de Bill Murray no acierta a decirle más que “more intensity”. El actor vuelve a intentarlo, pero le vuelven a largar otra parrafada cuya traducción al inglés parece ser, de nuevo, “more intensity, more intensity”.
   Antes que el título para un disco y de una buena película, “Perdidos en la traducción” debería ser el título del volumen dedicado a la filosofía del siglo XX de cualquier historia de la filosofía. Los filósofos del siglo XX se han dedicado a discutir sobre el sexo de las traducciones mientras los nuevos otomanos barrían a mazazos la cultura clásica. Cualquier estudiante aceptable será capaz, al finalizar su carrera en una facultad española, de recitar cual papagayo las consecuencias básicas de la tesis de Sapir-Whorf, los problemas implícitos en la fusión de horizontes de que hablaba Gadamer y las perspectivas que se abren a las investigaciones sobre los tipos de racionalidad. Si se trata de un estudiante aplicado, hasta será capaz de soltar todos estos truismos antes de que Ud. logre parpadear. Si, no obstante, consigue reponerse o, en caso de que Ud. tenga realmente talento para estas cosas, parar su retahíla, le resultará tan fácil descolocarlo como lo es desmontar todos estos “hechos”. Porque lo cierto es que la tesis de Sapir-Whorf no es un hecho, es una tesis, aún más, una tesis refutada (en contra de lo que quería Popper, sólo fuera de la ciencia existen las refutaciones) y la imposibilidad de la fusión de horizontes es una memez digna de Gadamer, a la que cualquier estudiante de filosofía africano es su justa respuesta. Sí, sí, hay estudiantes de filosofía en Africa, aún más, hay filósofos en Africa. Siempre los ha habido, ¿no se acuerda Ud. de San Agustín? En cambio, lo de los tipos de racionalidad es cierto, básicamente existen dos, la de los que no son capaces de recitar más que tristes tópicos típicos y la de aquellos pocos a quienes los eslóganes de la tribu les suenan muy raros (algo que, con frecuencia, les convierte en raros a ellos mismos).
   Vamos a empezar por el principio. Traducir no es una tarea fácil. Yo la consideraba imposible y la esquivé tanto como pude, hasta que me hicieron una serie de propuestas que no pude rechazar. Lo que realmente me ponía nervioso de la traducción no era encontrar las palabras adecuadas, que las encontraba, el problema era de estilo. Si traducía del modo que me parecía correcto, me sonaba todo arcaico y artificial. Si traducía de un modo mucho más elegante, temía estar traicionando lo que decía el texto. Dudaba con cada línea, hasta que me encontré una con la que, simplemente, ya no podía. Tras muchas idas y venidas, busqué alguna traducción ya hecha de un párrafo semejante. Encontré una, de una persona a quien conocía. Sabía que era un auténtico perfeccionista, una persona quisquillosa con los términos, profeta de la fidelidad a los textos y exigente hasta el límite. Para mi sorpresa era muy parecida a la que le hacían al personaje de Bill Murray en la escena ya comentada. Me quitó todos los complejos. Desde entonces, cuando alguien me habla de Gadamer, de fusión de horizontes, de tipos de racionalidad y todo eso, tengo por costumbre contrastar sus traducciones con el original. Ahora que nadie nos oye contaré lo que he descubierto: todo el mundo traduce como puede y, sin embargo, ¡funciona! El problema de la traducción no es que sea imposible, el problema de la traducción es que es imposible que sea buena con lo que pagan por traducir.
   Que los traductores son traidores, que no hay una traducción fiel, que la literalidad es imposible cuando se pasa de un idioma a otro, pues sí. ¿Y qué? Voy a poner ejemplos de filosofía porque es lo que mejor conozco, pero lo que aquí digo se puede aplicar por igual a la religión, la literatura y hasta la ciencia. Supongamos un autor que escribió en una lengua ya muerta. Supongamos que sus escritos son trasladados a otro país, algo lejano y que ese país es invadido por gente de otra procedencia. Por una extraña veleidad sus textos son traducidos al idioma de los invasores y, andando el tiempo, son llevados miles de kilómetros más lejos, hasta otra frontera en la que son traducidos a la lengua que hablan gentes que luchan contra esos invasores. ¿Cuántas traiciones habrán sufrido esos textos en esta sucesión de traducciones? ¿cuántas tergiversaciones? ¿cuántos fragmentos, si no libros enteros, habrán perdido su sentido original? ¿cabe esperar que unos textos así traicionados, mutilados, tergiversados, encuentren una sola persona a la que le interesen? Bueno, la verdad es que no encontraron una persona, encontraron una legión. Esta es, precisamente la historia de los textos de Aristóteles y de cómo llegaron al pensamiento cristiano. Las traiciones, las mutilaciones, las tergiversaciones que sufrieron en las sucesivas traducciones no impidieron de ninguna manera que el aristotelismo conquistara primero el pensamiento musulmán y, después, el pensamiento cristiano. Aunque, quizás, habría que decirlo de otra manera: el pensamiento de Aristóteles conquistó el mundo musulmán primero y el cristiano después gracias a las traiciones, tergiversaciones y mutilaciones que sufrió por parte de sus traductores. Si un texto no se traiciona,  no se tergiversa y no se mutila, es que no se lo lee. Esto es algo así como lo que ocurre con las culturas. Una cultura que no cambia, que no incorpora elementos nuevos, que se conserva prístina, o está muerta o está en vías de extinción.
   En realidad, la gran tergiversación que sufrió Aristóteles no provino de sus traductores, fue muy anterior. A su culpable se lo conoce: Andrónico de Rodas. La gran tergiversación de Aristóteles ha sido convertirlo en autor de un libro que ni escribió ni tuvo intención de escribir nunca, la Metafísica. Y esto, amigos míos, es lo que saben los editores y los hermeneutas no parecen ni habérselo olido: cuando un texto llega a manos de los traductores, ya ha sido manipulado y deformado de un modo que puede haber cambiado por completo su sentido. De buena parte de los libros de filosofía conservamos su edición en formato estándar, es decir, con tapas más o menos duras que marcan su principio y su final. Pero de la mayor parte de la filosofía, es decir, de la mayor parte de los escritos de los autores de filosofía, no sabemos, ni siquiera, si pretendían que formaran algo. Los hay  fáciles de editar, otros plantean inmediatamente preguntas clave: ¿dónde colocar una nota marginal que en el texto no se indica dónde colocar? ¿qué es una disgresión y qué una nota a pie de página? ¿qué es una tachadura intencionada y qué un borrón no intencionado? si en el manuscrito figura un “no” y en el libro editado por el autor está ausente ¿es una errata o una corrección de última hora? Es al linealizar los textos cuando se toman decisiones que pueden cambiar de modo trascendental su sentido. Frente a este poder, la capacidad de alterarlos mediante la traducción palidece como simple cuestión de estilo.