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domingo, 14 de septiembre de 2014

El ajedrez y la inteligencia.

   Me he desenganchado del ajedrez dos veces en mi vida. La primera fue en mi adolescencia. Me di cuenta de que jugaba al ajedrez para machacar a mis rivales. Me lo había advertido uno de mis maestros en el colegio y me dio tanta rabia tener que darle la razón que dejé de jugar. Años después cayeron en mis manos programas que jugaban decentemente a este juego. Me volví a enganchar. Leí estudios de aperturas, pasé largas horas jugando y, en los ratos libres, resolvía problemas. Llegué a ir siempre con unos cuantos recortes con problemas en la cartera para aprovechar cada segundo que tuviera y echarles un vistazo. El ajedrez fue para mí una droga. No podía controlarlo. Dedicaba más tiempo y energías mentales al dichoso jueguecito que a los temas sobre los que debía estar trabajando. Me desenganché entonces por segunda vez. Aunque esporádicamente juego alguna partida, procuro no emocionarme demasiado y ser piadoso con mi rival si es humano. Buena parte de esta nueva actitud la debo al hecho de haberme iniciado en  la práctica del Go, pero ésta es otra historia.
   Hay multitud de mitos y de creencias en torno al ajedrez que son erróneas. Una de ellas correlaciona el ajedrez con la inteligencia. Se piensa que los buenos jugadores son muy inteligentes o, a la inversa, que si alguien es muy inteligente, tiene que jugar bien al ajedrez. La verdad es que no sé de dónde viene semejante creencia. Un buen jugador de ajedrez, como un buen matemático, un buen músico o un artista, es alguien que tiene la capacidad de saber colocar cada pieza en el sitio justo, en el momento oportuno. Naturalmente, buena parte de esa capacidad es producto de la práctica, aunque cuánta práctica se necesite ya no es una cuestión de práctica. Poco más cabe dedudir de semejante capacidad.
   Tomemos el caso del más mítico de los jugadores de ajedrez, Bobby Fischer, campeón mundial entre 1972 y 1975, que dejó de serlo por desavenencias con la federación, no por derrota. Sus partidas incluyen jugadas inesperadas, auténticas bombas lógicas, que descolocaban a sus rivales y los sometían a la tortura china de efectuar profundos análisis con la amenaza del tiempo encima. Es frecuente leer, en los estudios sobre esas partidas, que, en realidad, tal o cual movimiento restablecía la igualdad sobre el tablero, pero para llegar a esa conclusión se necesita la calma y tranquilidad que no se tiene durante el desarrollo de un torneo. Fischer, por tanto, no ganaba a sus rivales, los fundía. Ninguno volvió a hacer nada destacado tras enfrentarse con él. 
   A Fischer se le adjudicó un coeficiente intelectual de 184, superior al de Albert Einstein, con lo que su caso no sólo aclara las relaciones entre ajedrez e inteligencia, también nos permite deducir qué relación hay entre dicho coeficiente y un comportamiento inteligente. De Fischer se dice que se arrancó todas las muelas convencido de que los soviéticos habían metido micrófonos en ellas. Leontxo García, cuenta que Fischer acudió a una entrevista con él completamente empapado, en un día en que no había llovido. Y éstas son sólo dos de las anécdotas que jalonan una existencia, cuando menos, singular. Si en vez de pertenecer a la vida de un campeón de ajedrez, fuesen parte de las ocurrencias de nuestro vecino, tendríamos muy claro el calificativo que merecen.
   ¿Era Fischer muy inteligente? Pues depende de para qué. Sin embargo, tan profunda es la creencia de que el ajedrez desvela secretos acerca de la inteligencia que los primeros informáticos que se enfrentaron a la tarea de hacer que un ordenador aprendiera este juego lo hicieron con unas esperanzas bastante remotas. Tenían motivos para ello, el primer movimiento que realizó un programa creado para jugar al ajedrez fue... ¡abandonar! Treinta años después, circulaban programas que barrían del tablero a cualquier ciudadano medio. Todavía recuerdo las bravatas de Gary Kasparov, a quien muchos señalan como el heredero de Fischer, diciendo que, pese a ello, él siempre podría ganarle a cualquier programa de ordenador. El ajedrez, aseguraba Kasparov, era producto de la inteligencia humana, por tanto de la intuición, de la capacidad para encontrar respuestas no previstas, nada programable. Sus bravatas duraron siete años. En 1996, Deep Blue le ganó por primera vez una partida, al año siguiente, una nueva versión de Deep Blue ganó el torneo contra Kasparov. Deep Blue carecía de intuición, de capacidad innovativa, era pura fuerza bruta, pero se portó, desde luego, como Fischer, porque Kasparov ya no volvió a levantar cabeza. Sin embargo, en la época en que un supercomputador en paralelo era capaz de derrotar al vigente campeón del mundo de ajedrez, no había máquina capaz de igualar la capacidad del cerebro humano para reconocer un rostro. Y es que en el ajedrez,  nada es lo que parece, como veremos en la siguiente entrada.

miércoles, 9 de mayo de 2012

De poleas y cuerdas

   El lunes, cuando ya casi había terminado de leer un libro de matemáticas, me encontré que, en la demostración de un teorema, se aludía, de modo algo críptico, a la teoría de poleas (no sé si es la traducción habitual de “theory of sheaves”). Sospechando que no se trataba de lo que me habían enseñado a mí en el instituto acerca de garruchas y correas, me puse a indagar por Internet. Conseguí averiguar que son complejos operadores que permiten analizar datos vinculados a conjuntos abiertos de un espacio topológico. Como seguía (por cierto, sigo) sin ver el vínculo con el teorema que se pretendía demostrar, estuve dando vueltas hasta que encontré una conferencia en la página del Institute for Avanced Study. La gente de este centro de investigación privado (ahora que ya tenemos algunas fortunas en la lista Forbes me imagino que comenzarán a proliferar este tipo de instituciones en nuestro país), ha tenido la encomiable idea de colgar los vídeos de las conferencias que se van impartiendo en dicha institución sobre las cuatro áreas de interés del centro: historia, matemáticas, ciencias sociales y ciencias naturales. Y no es moco de pavo, pues por allí pasaron Einstein, von Neumann, Weyl o Panofky.
   Entre tanta conferencia rutilante y tantas estrellas del mundo de la ciencia actual, no puede evitar la tentación y empezar a ver una de Edward Witten sobre nudos y teoría cuántica. Había visto fotos suyas e, incluso, alguna entrevista para un documental. Los años no han sido misericordes con él. En su autobiografía, Max Planck explicaba que, en ciencia, realmente, uno no logra convencer a nadie de las nuevas ideas. Hay que esperar a que la generación anterior de físicos vaya muriendo y generaciones coetáneas de esas nuevas ideas y, por tanto, ya habituadas a ellas, vayan accediendo a los cargos académicos, para que una teoría acabe por imponerse. Eso es lo que, posteriormente, Kuhn identificó con los paradigmas (que, como los extraterrestres, no existen, por lo menos en ciencia). Witten ha librado una larguísima batalla por las supercuerdas y ahora que la generación de teóricos, de la que él ha sido un exponente bien visible, está entrando en la cuesta abajo, no parece que la haya ganado. La verdad, es una pena. Siento real simpatía por la magia de las supercuerdas. Tengo varias razones para ello. La primera es que estamos, por fin, ante una teoría acerca de todo o, por decirlo mejor, es la teoría total. Las supercuerdas explican desde la asimtería del universo, pasando por su conformación hasta la interacción entre partículas elementales. Si, además, a estas cuerdas les hacemos “nudos”, las convertimos en sistemas capaces de asimilar y producir información, dicho de otro modo, se convierten en ácidos nucleicos o en quipus incas, es decir, en lenguaje, pues la gramática es el modo en que las cuerdas interactúan. En verdad, cualquier red es un conjunto de cuerdas anudadas. Pero, claro, hay un pequeño problema. El pequeño problema es que nadie sabe qué demonios es una supercuerda. Las diferentes descripciones matemáticas no casan entre sí y, como los propios partidarios de la teoría reconocen, serían necesarias cantidades de energía varios órdenes de magnitud superiores a los que manejan los aparatos cientíificos más grandes, para hacer algo parecido a un experiemento sobre supercuerdas.
   Dada mi formación filosófica, estoy acostumbrado a hablar de cosas que no sé muy bien qué son realmente y me importa bastante poco si una teoría está comprobada empíricamente o no (ya lo estará). Tampoco le preocupa mucho a los matemáticos la proliferación de dimensiones a la que da lugar la teoría de las supercuerdas. Para ellos, una dimensión es, simplemente, un modo de caracterizar un sistema, así que puede tomar cualquier valor entre los números racionales, esto es, incluyendo los fraccionarios, pues eso son los fractales (¿o, más bien, entre los reales, es decir, podría ser un número negativos? ¿o, quizás, entre los complejos?). Pero a los  físicos, todas estas cosas les ponen nerviosillos. En general, ven con escepticismo la teoría de las supercuerdas y acusan a Witten y compañía de hacer “pura matemática”. Esa acusación tiene su gracia. Parafraseando un famoso chiste acerca de los bioquímicos, puede decirse que un físico es un señor que cuando está con matemáticos habla de tecnología, cuando está con ingenieros habla de matemáticas y cuando está con otros físicos habla... de mujeres. Hoy día, si se quiere ser físico, hay que ser estrábico, pues es preciso tener un ojo centrado en los desarrollos matemáticos más abstrusos y el otro en los desarrollos tecnológicos más innovadores. Por lo demás, lo de “hacer pura matemática” es muy habitual en la historia de la física. Recordemos la famosa constante λ, a la que Einstein otorgó un valor “puramente matemático” y, como reconoció más tarde, encerraba la forma que puede tener el universo.
   En cualquier caso, ocurra lo que ocurra con Witten y sus secuaces, su destino no será el de las cuerdas, pues éstas han acompañado a los sistemas de pensamiento desde la antigüedad. No hay que olvidar que fue precisamente el modelo de una cuerda vibrante el que llevó a los pitagóricos a la idea de que la realidad es matematizable y que existe armonía en el universo, es decir, que es un cosmos. Al describir esta armonía, Plotino decía que cada uno de nosotros es una cuerda colocada en el lugar oportuno. Hay, además, un tipo de cuerdas con posiciones no definidas, llamados esquemas, los cuales, según Kant, conforman el necesario elemento intermedio entre conceptos e intuiciones y son proporcionados por la imaginación. Pero, cuando Eduard von Hartmann quiso explicar la memoria no encontró otro modo de hacerlo que aludiendo a la resonancia que una cuerda afinada en una determinada tonalidad provoca en otra de la misma afinación (obviamente, Hartmann quería decir que la base de la memoria es la gramática). De hecho, cualquier tubo puede entenderse como el resultado de la unión de dos cuerdas cerradas y eso incluye los microtúbulos celulares a los que Penrose otorga tanta importancia para explicar el funcionamiento de la mente. A ello cabe añadir que, según algunos descubrimientos neurofisiológicos, la base de la conciencia sería cierta coherencia rítmica entre neuronas, cierta vibración monocorde, el ya famoso “ritmo gamma”...
   La apasionante historia de las cuerdas vibrantes es una historia (hasta donde yo sé) por escribir.