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domingo, 24 de noviembre de 2013

Francia

   En cierta ocasión, un intelectual africano caracterizó la diferencia entre el colonialismo británico y el francés de la siguiente manera: los ingleses educaban a blancos y negros por separado, pero cada uno en su idioma natal; los franceses educaban a todos por igual, sin distinción de razas, pero todos en francés. Evangelizar, extender la civilización, luchar contra el salvajismo, fue para los británicos una simple excusa que ocultaba una lectura perversa de Darwin y un racismo poco disimulado. Los franceses, por contra, fueron mucho menos retóricos acerca de los valores de la civilización, de hecho, se los creyeron. En cierta medida veían sus correrías por África, Asia y América como una segunda oleada ilustradora tras la que protagonizó Napoleón en Europa. Esta diferencia fundamental marcó los respectivos procesos descolonizadores. La llegada de extranjeros a la metrópolis fue vista con recelos por los británicos que, con su habitual flema, siempre han guardado la secreta confianza en que, al final, asiáticos y africanos, acaben por admitir que no soportan el clima de las islas y se vuelvan a sus países. Los franceses acogieron poco menos que entusiasmados a todos aquellos que prefirieron la nacionalidad francesa a la correspondiente a su flamante país. Era una confirmación de que los ideales ilustrados conseguían atraer incluso a los habitantes de otras latitudes, una demostración de su valor y de lo justificado que había sido hacer posible que los conocieran muy lejos del París en el que nacieron. A los recién llegados, eso sí, se les exigía una prueba inequívoca de haber aceptado los valores republicanos, es decir, tenían que hablar un buen francés. El color de la piel, los rasgos exóticos, las nuevas costumbres eran bienvenidas siempre que se expresaran correctamente en la lengua de Voltaire.
   Con el paso de los años y la pérdida total de las colonias, más de uno se fue olvidando de cuál era el origen de esta tradicional buena acogida y el hexágono comenzó a poblarse de ciudadanos que sotto voce recelaban de los barrios de extranjeros, particularmente magrebíes, que se estaban formando. Hacia finales de los 70, un avispado político descubrió que se podía ganar un buen puñado de votos diciendo en voz alta lo que hasta entonces se consideraba de mal gusto decir en ese tono. Ese avispado político se llamó Jean-Marie Le Pen. Los partidos tradicionales fingieron taparse la nariz y hacerle el vacío o, dicho de otro modo, se alejaron prudentemente de él hasta ver cómo salía el experimento. Cuando descubrieron que el lepenismo había venido para quedarse, no dudaron en aliarse con él, encumbrarlo o criticarlo, según conviniese y, lo peor de todo, copiaron sus argumentaciones, objetivos y programa político para arañarle votos. El resultado es que la xenofobia se ha ido adueñando del discurso político hasta hacerse la tónica. De un punto del arco político a otro, es habitual oír comentarios, sarcasmos o, directamente, insultos, contra todo tipo de minorías.
   Hay que añadir que Francia no ha pasado un verdadero sarampión dictatorial, de modo que buena parte de la población siente la erótica de las bravuconadas, de la prepotencia, de los “caracteres fuertes”. Hace poco los franceses se enamoraron de un ridículo chulete de playa al que poco le faltó para montarse en un tanque como Yelsin y entrar a la carga en la banlieu, arrollando las barricadas levantadas por mozalbetes. No obstante, Francia sigue sin olvidar lo que fue, y sus propios votantes tardaron en avergonzarse de lo que habían hecho el tiempo de ver su primera foto en el Elíseo. Se fue como el presidente más detestado de la V República y eligieron al anti-Sarkozy por naturaleza, François Hollande. Ha pasado el tiempo suficiente como para que haya vuelto la cantinela de que la situación exige “una mano dura”, un gobierno que se atreva a tomar decisiones, un “carácter fuerte”. Una reciente encuesta demostraba el hartazgo de los franceses con sus políticos, Frente Nacional incluido. Sólo se salvaba la nueva estrella de la política gala, nuestro “compatriota” Manuel Valls, el Sarkozy de izquierdas. El Sr. Valls concilia en su persona todo lo que los franceses quieren ahora mismo. Es tan xenófobo, tan fascista, como el que más, pero, eso sí, es (supuestamente) de izquierdas y eso apacigua las mentes bienpensantes de los que quieren mantener los ideales republicanos. Pronto, quizás tras las próximas elecciones, descubrirán que el modelo Sarkozy, el modelo Valls, el modelo característico de cualquier dictadorzuelo de los que han llenado paginas en los libros de historia, no esconde altos ideales, no esconde propósitos claros, no esconde proyectos de país, es simple ambición de poder sin otro fin que el endiosamiento personal.

lunes, 30 de abril de 2012

Virtudes democráticas

   Supongamos que su país atraviesa una larga crisis de la que no parece haber salida. Los mandatarios existentes aseguran que la tierra prometida del crecimiento está a la vuelta de la esquina, pero no llega. Mientras tanto, siguen viviendo en su mundo de lujo y despilfarro, ajenos, por completo a la realidad. Supongamos que se presenta la oportunidad y, al fin, el pueblo les da la patada. Ahora se trata de elegir a quienes hayan de sucederles. Entre los muchos candidatos, hay un partido de larga tradición, bien asentado, conocido de todos. Este partido ha demostrado, cuando le han dejado, una buena capacidad organizativa, sus líderes están protegidos por una aureola de honestidad y de ser buenos gestores. ¿Por qué no habría de votarlos la mayoría de los ciudadanos? ¿Acaso no lo haría Ud.? Es lo que ha ocurrido en Islandia, en Irlanda, en España y lo que está a punto de ocurrir en Francia. El caso de Italia es todavía mejor. En un golpe de mano desde los mismos límites de la Constitución, se nombró un gobierno no elegido por los ciudadanos y que, a todos los efectos, actúa sin un verdadero control del parlamento. Por una especie de consenso habermasiano, partidos, sindicatos y demás entidades políticas se han autosilenciado para permitir la ejecución de una serie de recortes impuestos por los merkados (es decir, a medias por Merkel y a medias por “los mercados”).
   Mientras todas estas cosas suceden en Europa, intelectuales, expertos y parroquianos de las tabernas, en general, hablan acerca de la supremacía de la economía sobre las democracias liberales (como si fuesen cosas diferentes y, todavía más irónico, contrapuestas), del sistemático cambio de gobierno al que abocan las crisis y de nuevas versiones del milenarismo (el fin del Estado del bienestar, la nueva era que se avecina, la necesidad de que todo esto acabe con una guerra...) Pero cuando estas mismas cosas suceden en Africa, ya no se habla de los límites de la democracia, de lo que se habla es del peligro del ascenso de los movimientos islamistas, de lo cerrado de mollera que son estos moros que sólo confían en la religión y de que con nuestros gentiles amigos los dictadores sanguinarios vivíamos mejor. De paso, se trata con desdén a todos aquellos ilusos que pretenden hacer de la democracia una realidad global.
   Una de las cosas más curiosas de los defensores de este sistema político que se proclama el menos malo de todos los posibles, es que siempre quieren regímenes peores para los demás. Entre las virtudes que suelen adornar a los defensores de la democracia está el que, aun cuando digan defender la democracia en general, en realidad, siempre están pensando en su democracia,  la democracia a la que identifican con su país. Frente a ella, el resto de democracias parecen malas copias, desvíos de la verdad y la cordura, juego democrático adulterado. Por ejemplo, es un tema ya manido entre los intelectuales occidentales y, por qué negarlo, entre los intelectuales occidentalizados de otras regiones del mundo, preguntarse si el Islam es compatible con la democracia. Al parecer es un problema que no se plantea con otras religiones. Que antes de la invasión china, Tíbet fuera una teocracia en la que el pueblo trabajaba para y estaba subordinado a la casta sacerdotal, no ha llevado nunca a plantear que el budismo puede no ser compatible con la democracia. Habría que ver la pacífica convivencia entre el dalai lama y un jefe de gobierno encargado de gestionar todos los asuntos no regidos por los mandatos budistas, es decir, ninguno.
   Tampoco suele plantearse si, efectivamente, el cristianismo es compatible con la democracia. Desde luego, si por cristianismo entendemos la religión católica romana, la cosa se puede calificar de muchas maneras salvo como evidente. Para empezar, la Iglesia católica no es una democracia. Ni siquiera se puede aducir que la elección del papa es resultado de una votación pues, no hay que olvidarlo, en ella los cardenales no actúan como individuos libres que eligen según decisión propia, sino como meros instrumentos del Espíritu Santo, quien lo prepara todo para que el correspondiente pucherazo no se note demasiado. A partir de ahí, todo es voluntad de una sola persona o, una vez más, del Espíritu Santo. Espíritu Santo que, por lo demás, tiene cierta obsesión por inspirar sólo a quienes hacen pipí de pie, pues media Iglesia católica, no tiene ni voz ni voto y ya puede ir dando gracias por no ser obligada a llevar velo. Que cada vez que el papa, un cardenal o un obispo se pronuncie sobre cuestiones mundanas se monte un escándalo demuestra que la convivencia entre democracia y cristianismo es cualquier cosa menos pacífica. Para escamotear este hecho, se fundaron, después de la Segunda Guerra Mundial, una serie de partidos autodenominados “cristiano-demócratas”. Insuflar aire cristiano a la democracia condujo a políticas claramente de derechas... y a cosas peores. Entre los honorables supervivientes de aquellos partidos está la Unión Socialcristiana de Baviera, derecha dentro de la derecha alemana, que lleva más de sesenta años gobernando con mayorías absolutas aquellas hermosas tierras. Sin duda, es un buen ejemplo de la democracia a la que aspira el cristianismo, una democracia en la que manden los mismos por siempre jamás.
   Otro honorable superviviente de la democracia cristiana es don Giulio Andreotti, hombre fuerte de los gobiernos italianos durante más de treinta años, senador vitalicio en otro ejemplo de la búsqueda de la eternidad que caracteriza a la democracia cristiana y objeto de múltiples acusaciones de connivencia con la mafia, la logia masónica P2, el terrorismo de ultraderecha y un sin fin de los asuntos más oscuros de aquella época, paladín, en definitiva, de cómo hacer democracia sin el pueblo. No obstante, se me puede objetar, que estoy exagerando, que seguimos lejos de hacer del Corán la fuente de inspiración de las leyes y de obligar a las mujeres a cubrirse  con el velo. Sí, es cierto, estoy lejos porque todavía no hemos tratado el asunto clave, esto es, la presencia en el cristianismo (y en muchos gobiernos “cristiano-demócratas”) de miembros de ese sector a veces rigorista, a veces, lisa y llanamente integrista, del cristianismo llamado Opus dei. Al parecer, es contrario a la democracia obligar a la mujer a que se cubra con el velo, pero no aspirar a que tenga una educación separada del hombre. Es un peligro para la libertad que un predicador salafista pueda llegar a la presidencia de Egipto, pero no que un diputado español hable de la homosexualidad como algo característico de enfermos. Ofende la dignidad humana el castiga físico de diferentes "delitos", si con la presión de las buenas maneras se obliga a llevar un cilicio, no como castigo, sino como prevención de los malos pensamientos, eso es algo que podemos obviar.
   Integristas, radicales, gente dispuesta a quemar al prójimo para salvarlo, los hay en todas las religiones. Ocurre, sin embargo, que, junto con los rezos, los rituales y el amor a Dios, a todos se nos enseña a no ver los peligros de los puristas de nuestra religión y sí de los que proliferan en otras religiones.
   De todos modos, la verdad es que todavía no hemos pasado de arañar la superficie. Si los Hermanos Msulmanes se han repartido el pastel con el ejército en Egipto, si diversos grupúsculos integristas están controlando la situación sobre el terreno en Libia, si Enada ha llegado al poder en Túnez, si Justicia y Caridad ha alcanzado la jefatura del gobierno en Marruecos no es, como se nos suele decir, porque una oleada islámica avance al calor de la primavera árabe. La razón es mucho más pedestre. Se trata de una oleada, sí, pero de dinero. Detrás de todo este resurgimiento islámico lo único que hay es dinero, mucho dinero, una riada de dinero o, por decirlo mejor, dinero de Riad. Hace décadas que Arabia Saudí en primer lugar y Qatar después, están financiando movimientos nada moderados en todo lo que un día fueron territorios del Califato Omeya. De hecho, su financiación ha llegado hasta la mezquita de la M-30 o aquella cosa tan simpática que una vez se presentó a las elecciones autonómicas llamada Nación Andaluza. Así que, en el fondo, no hay de qué preocuparse, pues, por mucho que estos movimientos sean ya radicales o se puedan radicalizar, detrás de ellos, están nuestros buenos amigos, los miembros de la familia real saudí, famosos por su tolerancia religiosa y espíritu democrático. Sí, sí, sí, son tolerantes y demócratas, de lo contrario ya los habríamos invadido, ¿no?