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jueves, 18 de agosto de 2011

Perdidos en la traducción (1)

   Lost in Translation es un maravilloso disco de Roger Eno de 1994, inspirado en el muy herético y medieval pensador flamenco Walthius Van Vlaanderen y con canciones en latín. Tan flamenco y hereje fue el tal Van Vlaanderen que sólo parecen conocerlo Roger Eno y en su casa a la hora de comer. En cuanto al “latín” de las canciones, mejor no hacer comentarios. Sabiéndolo o no, Sophia Coppola tomó este título para una película con Bill Murray y Scarlett Johansen. Narra la historia de dos personajes, perdidos en sus vidas, que se conocen en uno de los peores sitios para encontrar nada: Japón. La cámara de Coppola no les ofrece asideros, ni les muestra el camino, se limita a acompañarles en su deambular por un país inverosímil. En una escena, el actor venido a menos que encarna un superlativo Bill Murray, tiene que rodar un anuncio. El director de rodaje no parece estar muy satisfecho con su trabajo, de modo que le suelta una larga parrafada. La traductora que acompaña al personaje de Bill Murray no acierta a decirle más que “more intensity”. El actor vuelve a intentarlo, pero le vuelven a largar otra parrafada cuya traducción al inglés parece ser, de nuevo, “more intensity, more intensity”.
   Antes que el título para un disco y de una buena película, “Perdidos en la traducción” debería ser el título del volumen dedicado a la filosofía del siglo XX de cualquier historia de la filosofía. Los filósofos del siglo XX se han dedicado a discutir sobre el sexo de las traducciones mientras los nuevos otomanos barrían a mazazos la cultura clásica. Cualquier estudiante aceptable será capaz, al finalizar su carrera en una facultad española, de recitar cual papagayo las consecuencias básicas de la tesis de Sapir-Whorf, los problemas implícitos en la fusión de horizontes de que hablaba Gadamer y las perspectivas que se abren a las investigaciones sobre los tipos de racionalidad. Si se trata de un estudiante aplicado, hasta será capaz de soltar todos estos truismos antes de que Ud. logre parpadear. Si, no obstante, consigue reponerse o, en caso de que Ud. tenga realmente talento para estas cosas, parar su retahíla, le resultará tan fácil descolocarlo como lo es desmontar todos estos “hechos”. Porque lo cierto es que la tesis de Sapir-Whorf no es un hecho, es una tesis, aún más, una tesis refutada (en contra de lo que quería Popper, sólo fuera de la ciencia existen las refutaciones) y la imposibilidad de la fusión de horizontes es una memez digna de Gadamer, a la que cualquier estudiante de filosofía africano es su justa respuesta. Sí, sí, hay estudiantes de filosofía en Africa, aún más, hay filósofos en Africa. Siempre los ha habido, ¿no se acuerda Ud. de San Agustín? En cambio, lo de los tipos de racionalidad es cierto, básicamente existen dos, la de los que no son capaces de recitar más que tristes tópicos típicos y la de aquellos pocos a quienes los eslóganes de la tribu les suenan muy raros (algo que, con frecuencia, les convierte en raros a ellos mismos).
   Vamos a empezar por el principio. Traducir no es una tarea fácil. Yo la consideraba imposible y la esquivé tanto como pude, hasta que me hicieron una serie de propuestas que no pude rechazar. Lo que realmente me ponía nervioso de la traducción no era encontrar las palabras adecuadas, que las encontraba, el problema era de estilo. Si traducía del modo que me parecía correcto, me sonaba todo arcaico y artificial. Si traducía de un modo mucho más elegante, temía estar traicionando lo que decía el texto. Dudaba con cada línea, hasta que me encontré una con la que, simplemente, ya no podía. Tras muchas idas y venidas, busqué alguna traducción ya hecha de un párrafo semejante. Encontré una, de una persona a quien conocía. Sabía que era un auténtico perfeccionista, una persona quisquillosa con los términos, profeta de la fidelidad a los textos y exigente hasta el límite. Para mi sorpresa era muy parecida a la que le hacían al personaje de Bill Murray en la escena ya comentada. Me quitó todos los complejos. Desde entonces, cuando alguien me habla de Gadamer, de fusión de horizontes, de tipos de racionalidad y todo eso, tengo por costumbre contrastar sus traducciones con el original. Ahora que nadie nos oye contaré lo que he descubierto: todo el mundo traduce como puede y, sin embargo, ¡funciona! El problema de la traducción no es que sea imposible, el problema de la traducción es que es imposible que sea buena con lo que pagan por traducir.
   Que los traductores son traidores, que no hay una traducción fiel, que la literalidad es imposible cuando se pasa de un idioma a otro, pues sí. ¿Y qué? Voy a poner ejemplos de filosofía porque es lo que mejor conozco, pero lo que aquí digo se puede aplicar por igual a la religión, la literatura y hasta la ciencia. Supongamos un autor que escribió en una lengua ya muerta. Supongamos que sus escritos son trasladados a otro país, algo lejano y que ese país es invadido por gente de otra procedencia. Por una extraña veleidad sus textos son traducidos al idioma de los invasores y, andando el tiempo, son llevados miles de kilómetros más lejos, hasta otra frontera en la que son traducidos a la lengua que hablan gentes que luchan contra esos invasores. ¿Cuántas traiciones habrán sufrido esos textos en esta sucesión de traducciones? ¿cuántas tergiversaciones? ¿cuántos fragmentos, si no libros enteros, habrán perdido su sentido original? ¿cabe esperar que unos textos así traicionados, mutilados, tergiversados, encuentren una sola persona a la que le interesen? Bueno, la verdad es que no encontraron una persona, encontraron una legión. Esta es, precisamente la historia de los textos de Aristóteles y de cómo llegaron al pensamiento cristiano. Las traiciones, las mutilaciones, las tergiversaciones que sufrieron en las sucesivas traducciones no impidieron de ninguna manera que el aristotelismo conquistara primero el pensamiento musulmán y, después, el pensamiento cristiano. Aunque, quizás, habría que decirlo de otra manera: el pensamiento de Aristóteles conquistó el mundo musulmán primero y el cristiano después gracias a las traiciones, tergiversaciones y mutilaciones que sufrió por parte de sus traductores. Si un texto no se traiciona,  no se tergiversa y no se mutila, es que no se lo lee. Esto es algo así como lo que ocurre con las culturas. Una cultura que no cambia, que no incorpora elementos nuevos, que se conserva prístina, o está muerta o está en vías de extinción.
   En realidad, la gran tergiversación que sufrió Aristóteles no provino de sus traductores, fue muy anterior. A su culpable se lo conoce: Andrónico de Rodas. La gran tergiversación de Aristóteles ha sido convertirlo en autor de un libro que ni escribió ni tuvo intención de escribir nunca, la Metafísica. Y esto, amigos míos, es lo que saben los editores y los hermeneutas no parecen ni habérselo olido: cuando un texto llega a manos de los traductores, ya ha sido manipulado y deformado de un modo que puede haber cambiado por completo su sentido. De buena parte de los libros de filosofía conservamos su edición en formato estándar, es decir, con tapas más o menos duras que marcan su principio y su final. Pero de la mayor parte de la filosofía, es decir, de la mayor parte de los escritos de los autores de filosofía, no sabemos, ni siquiera, si pretendían que formaran algo. Los hay  fáciles de editar, otros plantean inmediatamente preguntas clave: ¿dónde colocar una nota marginal que en el texto no se indica dónde colocar? ¿qué es una disgresión y qué una nota a pie de página? ¿qué es una tachadura intencionada y qué un borrón no intencionado? si en el manuscrito figura un “no” y en el libro editado por el autor está ausente ¿es una errata o una corrección de última hora? Es al linealizar los textos cuando se toman decisiones que pueden cambiar de modo trascendental su sentido. Frente a este poder, la capacidad de alterarlos mediante la traducción palidece como simple cuestión de estilo.