Mostrando entradas con la etiqueta Mariano Rajoy. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mariano Rajoy. Mostrar todas las entradas

domingo, 27 de diciembre de 2015

¿Quieres gobernar conmigo?

   Las del pasado fin de semana fueron las primeras elecciones que yo recuerdo en las que no han salido en tromba todos los partidos a declarar su victoria. Muy al contrario, lo común han sido las caras de circunstancias y es fácil comprender por qué. El PP tiene exactamente lo que pidió a los electores, ser el partido más votado y capacidad para formar gobierno. Se ha dejado por el camino cinco millones de votos, pero tendrá fácil la presidencia... siempre y cuando pacte con Podemos. Si esta afirmación le ha hecho sonreír es que Ud. querido lector, es joven. A nadie le conviene más un referéndum en Cataluña en estos momentos que al PP. Si de él saliese un “no” a la independencia, Mariano Rajoy adquiriría una aureola de carisma con la que nunca había podido soñar. Y si saliese un “sí”, el consiguiente abandono de los diputados catalanes de las Cortes facilitaría una mayoría amplia sobre la que se podría sustentar un gobierno del PP. De este modo, ambos, PP y Podemos, tienen mucho que ganar y poco que perder con la autodeterminación catalana. Otra cosa es si Podemos es una formación con la madurez suficiente como para pactar con el PP, pero yo creo que estos chicos maduran rápido, ¿no pasaron del bolivarismo revolucionario a la socialdemocracia en dos meses? 
   Con el resto al PP las cuentas no le salen ni a tiros. A la coalición con Ciudadanos le faltan 13 escaños para llegar a una mayoría suficiente, que habrán de prestarles ERC, la antigua Convergencia, el PNV, o la antigua Izquierda Unida. El comienzo de este camino, es decir, un pacto de gobierno con Ciudadanos, tampoco es ningún regalo. La cuestión de los programas no es, como no ha sido nunca, un problema. La cuestión es de personalidades. Por mucho que tenga casi el triple de diputados que Albert Rivera, a los populares les resultaría muy difícil hacer aparecer a Don Tancredo como líder de esta alianza. Más bien el problema sería el inverso, no sufrir el abrazo del oso por parte de los naranjitos. Por ello desde Génova daban por descontado un pacto con el PSOE y ésta es la razón de su sorpresa cuando en el debate cara a cara entre Rajoy y Pedro Sánchez, éste salió mordiendo. Al fin y al cabo, comparten muchas cosas, les une todo un abanico de intereses, mostraría la vigencia del bipartidismo, a la larga podría hacerles recuperar votos y siempre se puede presentar como un pacto de Estado “dado el momento extraordinario que atraviesa el país”. Y así llegamos al nudo gordiano de la situación política heredada de las urnas, ese nudo gordiano que se llama Partido Socialista Obrero Español.
   El PSOE ha cosechado los peores resultados de su historia y, sin embargo, precisamente por haber cosechado semejante resultados, se ha convertido en el partido bisagra, clave en cualquier negociación. Desde que obtuvieron la última mayoría absoluta, nunca habían tenido tanto poder. La cuestión está en si no morirán de éxito, porque peligros tampoco les faltan. Si con sus acciones u omisiones conducen a un adelanto electoral, podrían acabar teniendo una nómina de diputados aún más exigua. Como ya he explicado, el problema del paro ha alcanzado cifras preocupantes entre sus enchufables y los barones regionales están muy nerviosos con la posibilidad de que puedan ir a más. Varios de ellos, que han alcanzado la correspondiente poltrona gracias a los votos de Podemos, han dejado claro que nada de pactar con estos trasnochados a nivel nacional. El motivo se ha podido oír oír de los labios de Pablo Iglesias: "lo primero que tiene que hacer [el PSOE] es sacar a sus miembros de los Consejos de Administración o pedirles el carné". Como no se le pueden reprochar tales declaraciones, se alude a Cataluña, dejando de ese modo abierta la excusa para un posible pacto con el PP. Pero es que, si ni siquiera existiera entre ambos el abismo crematístico, un pacto así tampoco conduciría a nada. Se suele pasar por alto el detalle de que el PP sigue teniendo una amplia mayoría absoluta en el Senado. Las reformas constitucionales que tanto ansían introducir los moraditos, el día a día de un gobierno encabezado por el PSOE, resultan poco menos que imposibles sin la aquiescencia de esa cámara tan frecuentemente tachada de inútil. 
   A pesar de que ahora mismo todo parece muy confuso y complicado, en realidad el camino es extremadamente simple y claro. En primer lugar, el PP intentará formar gobierno, el cual no llegará ni a la investidura del presidente o irá poco más allá. Después le tocará el turno al PSOE, que veremos a ver si consigue llegar a la fase de investidura. Para entonces, es decir, dentro de un año o año y medio, todo el mundo estará lo suficientemente cansado de inestabilidad política como para aceptar de buen grado una gran coalición entre populares y socialistas, en la que estaban pensando ambos desde el momento mismo del arranque de la campaña. Lo ha dicho Pedro Sánchez, la gente quiere cambio... para que nada cambie.
   En medio de un panorama tan lúgubre, por fortuna, siempre hay payasos que atinan a poner su toque de humor. Resulta que, ahora, Arturito Mas, ha descubierto que el sistema electoral español confiere un enorme poder a los nacionalismos periféricos en cuanto no se alcanzan mayoría absolutas; ahora se ha dado cuenta de que podría haber conseguido muchas cosas jugando bien sus bazas; ahora ha comprendido que era innecesario provocar la fractura social que ha generado con sus bravatas en Cataluña; ahora que ha perdido la mitad de los escaños y que ha conseguido que su formación pase de ser la más votada al tercer lugar en Cataluña; ahora... Enhorabuena, Sr. Mas, es Ud. un lince.

domingo, 11 de octubre de 2015

Das Auto (y 3. Vendiendo la plaga)

   Decíamos en la entrada anterior que los gobiernos europeos, democráticamente elegidos, piensan única y exclusivamente, en lo que es mejor para sus electores, sin parar mientes en lo que puedan decir u opinar grandes corporaciones industriales o países más poderosos. Un caso palmario lo tenemos en nuestro queridísssssssimo y amadísssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo. Su primera reacción al conocer el escándalo no ha sido clamar por los ciudadanos españoles estafados, no ha recordado todas las personas que han enfermado por culpa de las emisiones contaminantes ni la riada de dinero que se gasta el Estado en su atención. Lo primero que ha dicho es que espera que todo este escándalo no perjudique las planeadas inversiones de VW en España. Unos días después, nuestro ministro de industria, el Sr. Soria ha tenido a bien leer ante los medios de comunicación una nota de prensa redactada en Wolfsburgo en la que se dice que, pese a que los coches de la empresa alemana han contaminado entre 20 y 40 veces más de lo permitido, no existe fundamento alguno para exigirle la devolución de las ayudas que recibió por rebajar las emisiones contaminantes. Ya hemos explicado que en España pedir responsabilidades está mal visto. Uno empieza pidiendo la cabeza de quienes han organizado un complot mafioso y, como se lo deje, puede acabar pidiendo la cabeza de los políticos que nombraron a los directivos de las cajas de ahorros que nos metieron en el foso de la crisis. En Alemania las cosas son diferentes. Un alto ejecutivo monta un chiringuito para estafar a sus clientes y, cuarenta y ocho horas después de salir en la prensa el escándalo, se le obliga a dimitir... e irse a disfrutar tranquilamente de su multimillonaria pensión vitalicia. Pero no se trata de gobiernos cuyos miembros piensan en su futuro profesional cuando abandonen el poder antes que en sus gobernados, no se trata de empresas que usan el ecologismo para vender, se trata de algo más.
   En el coche se anudan tres características de nuestra civilización: imagen, consumo y viaje. Puede decirse que el coche aumenta el radio de acción de nuestros desplazamientos, pero lo que realmente hace es crear unos sujetos que no entienden su vida si no es como un continuo éxodo. Ciertamente, nuestra especie es viajera. No hemos dejado de explorar nuevos territorios desde que aparecimos sobre la faz de la tierra. Salimos de África, nos expandimos por Europa y Asia y realizamos una carrera para llegar cuanto antes desde Alaska a Tierra del Fuego. Sin embargo, hasta el surgimiento del coche, sólo eran unos pocos quienes viajaban. Hoy la inmensa mayoría de los miembros de nuestra civilización occidental realiza un desplazamiento diario que hubiese costado varias jornadas a nuestros antepasados.
   Naturalmente, no se puede viajar sin consumir. El coche es la máquina del consumo perpetuo. Incluso parado, el simple paso del tiempo exige revisiones, reparaciones y repuestos. Toda reducción de consumo aparente es, en realidad, una acumulación que acabará manifestándose como un desembolso superior al pretendido ahorro.
   Pero, para viajar, para consumir, hace falta poco más que cuatro ruedas, un volante y un motor de explosión. Las convenciones de coches antiguos, en perfecto estado de funcionamiento, lo demuestran. El aumento exponencial de los gastos asociados a la posesión de un coche, el transformarlo en el eje central de la industria de los más industrializados, caso de Japón o Alemania, exigía algo más, exigía sobredimensionarlo, exigía abstraerlo de su realidad, exigía convertirlo en imagen.  Imagen, en primer lugar, de sí mismo, pues no compramos el mejor coche, ni el más adaptado a nuestras necesidades, compramos el coche más grande, el de mejor apariencia, el mejor anunciado... el coche de cierta marca. Imagen de marca, pues, que al principio consistió en el color (Ford sólo fabricaba coches negros), después en el diseño y ahora, en esta época de la imagen en la que escasea la imaginación, en un logotipo tan grande como el volante. El color, el color que empezó identificando al coche, identifica ahora al concesionario, a los empleados, a las oficinas. Pero la imagen de sí mismo, la imagen de la marca, están incompletas sin alguien que las conduzca y para quien será parte de la imagen personal. Un individuo no es más que la imagen que proyecta mediante los productos que consume, entre otras cosas, el coche que se compra.
   Cuando un elemento tan característico de una cultura mata, envenena y enferma, se suele crear una mitología en torno a él que permita justificar o, al menos, ocultar, su naturaleza letal. Nos contaron que legislaciones cada vez más estrictas habían hecho a los coches menos contaminantes de lo que fueron nunca. Nos contaron que las revisiones técnicas protegían el medio ambiente y dejamos que nos metieran un sensor por nuestro tubo de escape como dejamos que en nuestras revisiones médicas nos metan una cámara por salva sea la parte. Nos contaron que la nueva generación de catalizadores harían nuestros coches tan respetuosos con la naturaleza como un árbol, mientras nuestros frenos, nuestros embragues y nuestros amortiguadores seguían emitiendo las mismas partículas cancerígenas de siempre. Ahora nos cuentan que una marca nos ha mentido, pero que todos los consumidores, incluyendo los de esa marca, pueden estar tranquilos, al tiempo que la patronal del sector hace piña con quienes han mentido...
   No hay que ser ingenuos, si un gobierno te considera una industria, da igual cuántos ciudadanos mates porque te protegerá. El proceso por el cual los coches contaminan, sus humos nos enferman y cada céntimo que ingresan en las arcas del Estado acaba saliendo de ellas con destino a los hospitales, no conforma un círculo vicioso, ni es la suma de incidencias aleatorias, constituye el corazón mismo del sistema capitalista, pues se trata de un proceso de creación de valor. Gracias al coche, el aire puro, la salud, la vida libre de un cáncer, han devenido algo escaso que cuesta trabajo conseguir, esto es, lo que económicamente se define como un bien. No nos venden coches, nos venden riqueza, es decir, toda esa enfermedad y muerte que ansiamos conseguir.

domingo, 28 de junio de 2015

In the loop

Tienen razón Podemos y Ciudadanos cuando afirman que han provocado un giro en la política nacional, aunque, sinceramente, yo preferiría ir en línea recta hacia otra cosa antes que volver a donde estábamos. El caso es que tan girada está la política española que nuestro queridíssssssssssssssssssssssimo y amadísssssssssssssssssssssssimo Sr. Presidente del gobierno, Don Tancredo, ha decidido hacer algo, algo rompedor, rupturista, que de nuevo impulso a un partido que está empezando a preguntarse si Ciudadanos hará con ellos lo que ya ha hecho con UpyD: ha cambiado de ministro de educación. El ciudadano medio, al que le importa tanto la educación como a una vaca el tren que pasa ante sus ojos, ha recibido este nuevo impulso con una sonora indiferencia. Por si fuera poco, el Sr. Wert se ha ido aclarando que todo está atado y bien atado en su antiguo cargo y que su cambio no va a cambiar nada por si alguien lo dudaba. Donde sí han cambiado mucho las cosas es en Andalucía. Adivinen qué partido va a gobernar los próximos cuatro años. Pues el mismo que lo hizo los cuatro anteriores y los cuatro anteriores y los cuatro anteriores y... Eso sí, con el apoyo de Ciudadanos, que consiguió una sólida representación parlamentaria gracias a un motón de votantes hartos de que en Andalucía gobernasen los mismos. 
   La razón por la que Susanita buscó el apoyo de Ciudadanos es doble. Primero porque el líder nacional de su partido le había pedido que pactara con Podemos. No es un secreto para nadie que la Sra. Díaz, como todo buen político andaluz que se precie, está deseando irse a Madrid y que no se habla con Pedro Sánchez, se limitan a insultarse por vía intermedia. La otra razón es que Podemos exigía una lista de altos cargos de la Junta, vamos que le mentó la madre al PSOE. La lista de altos cargos, como la de empresas y empleados públicos, es un secreto de Estado en este país. Antes dimitir (ahí es nada) que darla. La razón ha quedado manifiesta estos días. El PSOE podía haber acelerado el nombramiento de la Sra. Díaz exigiendo la renuncia de sus escaños a Chaves, Griñán y Viera. Prefirió esperar. La Hermandad de estos caballeros (que, por cierto, no procesiona en Semana Santa ni está integrada únicamente por militantes del PSOE) y las luchas fraticidas entre ellos, explican buena parte de la vida política y económica, no sólo de Andalucía, en los últimos veinticinco años. Me harté de reír el otro día cuando Susanita llamó a Viera “este señor”, ella que utilizó a Viera, a Griñán y a Chaves para escalar hasta donde está y que llegó a ser acusada por sus críticos de secuestrarlos, porque hasta para invitarlos a café había que llamar al despacho de la Sra. Díaz.
   Pero si el PSOE andaluz no es ya dueño y señor de su propia casa, ¿qué decir de Pedro Sánchez? Está intentando construir un discurso propio y encontrar una buena envoltura con que presentarlo. De momento sólo ha encontrado la bandera nacional y nadie se cree lo que llevaba dentro. Ha llegado donde está como en su día llegó Rajoy, por falta de voluntarios para recibir el tortazo que las encuestas auguran. Habrá que ver si logra mantenerse tanto tiempo como Don Tancredo. En cualquier caso, el líder político por el que resulta más arriesgado apostar sigue siendo su majestad el rey Arturo. Se lo ha ganado a pulso camino del reino del Camelo. En cinco años ha llevado a CiU desde una amplia mayoría en el Parlament hasta el borde de la irrelevancia. Eso sí, las pasadas elecciones municipales otorgaron una arrolladora victoria al frente independentista que él capitanea... o, al menos, así lo presentó. La verdad es otra. Hasta el 75% de los concejales pertenecían a candidaturas por la independencia, lo cual representa un 25% del electorado catalán. De la ola de concejales rojigualdos (quiero decir, de la bandera roja y amarilla en franjas alternas de la independencia catalana, muy diferente de la bandera de España... que también es de franjas rojas y amarilla aunque menos... bueno es un lío, mejor lo dejo), decía, de la ola de concejales rojigualdos se salvaron tres municipios: Tarragona, Lleida y Barcelona. El nacionalismo catalán sigue pasando por la alianza entre los pequeños propietarios agrícolas del interior y la burguesía, ya menos industrial, de las grandes ciudades, exactamente igual que hace un siglo. Toda la inmensa masa de población que queda por medio no quiere tener que elegir entre Cataluña y España porque lo que realmente quiere es vivir bien y no discutir cómo han de ordenarse los colores en la enseña nacional.
   En medio de todo este batiburrillo, me impresionó profundamente la entrevista concedida el otro día a El País por Antoni Ortuzar, presidente del PNV. Sí, el PNV, ¿se acuerdan? El partido aquel que en los años noventa decidió tratar a todo el que no tuviera ocho apellidos vascos como extranjero, perder michelines y echarse al monte y allí por poco si recibió el abrazo del oso de la izquierda abertzale. Pues las riendas de ese partido las tomó un Sr. llamado Íñigo Urkullu, que decidió que para aventuras ya estaban las de Terra Mítica y que, lo que de verdad deseaban los vascos, era salir de la crisis y no reeditar las guerras carlistas. Desde 2012 está llevando las buenas formas y la gestión eficiente como bandera de lo vasco. El resultado ha sido que el PNV barrió en las pasadas elecciones municipales, obteniendo sus mejores resultados en 30 años. La entrevista del Sr. Ortuzar es un dechado de moderación, buenas maneras y realismo político. Habla de vertebrar el Estado, insiste en elaborar un País Vasco para todos, en la necesidad de tener un proyecto de futuro común, en un derecho a decidir pactado cuando llegue el momento, porque sabe que ahora lo que más importa a los ciudadanos es llegar a final de mes, elabora razonamientos complejos, calcula teniendo en cuenta el medio plazo... Espero que se presenten por Sevilla en las próximas generales, me estoy planteando votarles.

domingo, 29 de diciembre de 2013

Es tiempo de ilusión, es tiempo de mentiras

   La navidad es, básicamente, un período de regresión a estratos primitivos de nuestra cultura. Esto da lugar a una extraña mezcla y el hecho de que la vivamos con normalidad indica que satisface recónditas necesidades de nuestra mente. En primer lugar está el aspecto más evidente, gastamos, comemos y quedamos con gente de un modo desproporcionado y brutal. Hay un cierto aroma a potlach en el aire. El potlach, recordemos, era una festividad de los indios de la costa noroeste de los EEUU. Básicamente la gente se dedica a regalar todo cuanto tenía, de modo que el que más recibía se consideraba ofendido y sólo podía lavar semejante ofensa entregando más de lo recibido. Cuando ya no hay nadie a quien regalar, los bienes (pieles, aceite o esclavos) se destruían. Presentado con frecuencia como un ejemplo contra el materialismo cultural, Marvin Harris recordó que era una ceremonia desconocida hasta que la cultura occidental comenzó a atraer a los jóvenes indios de tal manera que los poblados se quedaban vacíos. Mediante una festividad del derroche, se trataba de mostrar lo abundante y rica de la forma de vida tradicional, con la esperanza de traerlos de vuelta al redil. La navidad cumple precisamente ese papel. Bajo las luces, los adornos y los buenos deseos a las personas que detestamos, tratamos de ocultar el poderoso deseo de abandonar nuestro modo de vida habitual, que nos domina el resto del año.
   Pero la navidad es algo más que el potlach. Es el tiempo de la ilusión. Resulta fascinante descubrir la cantidad de esfuerzo que los adultos emplean en engañar a los más pequeños de la casa, los cuales, por su propia naturaleza, son fáciles de engañar sin tanto esfuerzo. Se les habla de Papá Noel, de los Reyes Magos, de los camellos y de los renos que vuelan y entran por la cerradura de las puertas, se les explica la legión de elfos y de pajes que, por un contrato basura, montan y empaquetan juguetes fabricados en China. Hay todo tipo de libros, de cuentos, de películas, explicando el milagro de los regalos. La verdad es que los niños por debajo de los cinco años ni entienden ni saben de qué demonios se les está hablando. Los adultos se empeñan en sentarlos en el regazo de un desconocido con barbas que, como no podía ser menos, les espanta, sobre todo porque suele ir con una saca, que vaya Ud. a saber si está ahí para echar mano de un regalo o para engullir al niño. Por encima de los ocho años, quien más quien menos ha conocido a ese listillo que llega al colegio diciendo que los Reyes Magos son los papás. En medias quedan esos dos o tres años en que el niño elucubra acerca de Papá Noel, se impacienta con lo que falta para que llegue su visita y se queda en la cama con los ojos cerrados si se despierta antes de tiempo. Los padres, los padres que con dos contratos temporales de trabajo firmaron una hipoteca a cuarenta años con cláusula suelo y dedicaban uno de los sueldos a pagarla, miran a su niños y piensan: “¡qué inocente!” La verdad es que los niños de inocentes tienen poco. Saben que por escribir una carta chorra  les va a caer encima un aluvión de regalos y, como es lógico, por tan ventajoso intercambio están dispuestos a creer en la barriga de Papá Noel, en los renos voladores, en la felicidad de los elfos y en la inteligencia de Mariano Rajoy si hace falta. Al fin y al cabo es el mismo comportamiento que desarrollamos todos cuando estamos dispuestos a creernos que hemos decidido qué política se va a aplicar en el futuro después de votar.
   Hay quienes piensan que alcanzaron la madurez el día en que descubrieron a su padre dormido, abrazado a la copa de coñá que debía beberse Melchor y con los regalos sin envolver. La verdad es que la madurez está más adelante, cuando uno descubre que si Papá Noel y los Reyes Magos no existiesen habría que inventarlos, es decir, cuando llega a la conclusión de que el bien de las personas a las que quiere, implica actuar como si ciertas ficciones fuesen reales. El como si es fundamental para la convivencia. Con frecuencia tenemos que actuar como si no nos importasen nada los dos besos que nuestra novia le acaba de plantar a ese antiguo "amigo" o como si no estuviésemos mirando a esa escultural mujer que nos pasa al lado mientras estamos con nuestra pareja. Pero hay un aspecto en que ese como si es todavía más importante. Decía Kant que en todo momento debemos comportarnos como si el cumplimiento de nuestro deber fuese a recibir una recompensa en esta o en la otra vida. Quizás es ese como si el que tratamos de enseñarles a nuestros hijos al mentirles.
   Pero los regalos, el despilfarro, no son los únicos componentes de las fiestas navideñas. En multitud de culturas tradicionales, el nacimiento de un nuevo ciclo se celebra con fiestas orgiásticas, estruendosas procesiones que intentan expulsar a los demonios del poblado y algún tipo de conjuro por parte del jefe o el brujo. Nosotros, civilizados occidentales, inauguramos el nuevo año con cotillones abundantemente regados de alcohol, infinidad de petardos y cohetes, y discursos hasta del presidente de la comunidad. En nuestras muy ordenadas cabezas de ciudadanos del nuevo milenio, se mezclan de un modo difícilmente comprensible una concepción del tiempo lineal de origen judeocristiano y una concepción del tiempo cíclico, cuyo origen está en la observación de los fenómenos naturales por parte de nuestros más remotos antepasados.
   En fin, no quiero terminar sin desearles unas propicias danzas alrededor del fuego y que el nuevo año, más que próspero y feliz, sea eso, nuevo, y no se parezca a los que hemos vivido últimamente.