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domingo, 29 de marzo de 2015

El suicidio de uno, la muerte de todos

   En El cisne negro, Nassim Taleb cita cierto conglomerado de casinos que había gastado una fortuna en prevención de riesgos. Básicamente cada cliente era monitorizado desde el momento en que entraba por las puertas hasta su salida. Cualquiera que mostrara mayor interés por las medidas de seguridad que por las mesas o que pareciera dedicarse al conteo de cartas, recibía una atención especial y sigilosa de medios técnicos y humanos. Otro tanto ocurría con los empleados, cuyas biografías eran rigurosamente analizadas para no dar cabida a topos, ludópatas o personas poco recomendables de ningún género. Anualmente celebraban unas jornadas a las que invitaban a especialistas de toda laya para recibir posteriores consejos sobre cómo mejorar sus sistemas. Cuando se les preguntó si la compañía había pasado por apuros en alguna ocasión, respondieron que sí, dos veces. La primera ocurrió cuando la hija de uno de los principales accionistas fue secuestrada por un grupo de mafiosos que pidieron un rescate astronómico. La segunda llegó cuando un empleado dejó de tramitar durante meses los informes semanales de ganancias que reclama Hacienda. La cantidad acumulada más las multas fue monumental. Por contra, ninguno de los riesgos previstos en los que la empresa había invertido tantos millones, manifestó nunca su peligrosidad. La conclusión que sacaba Taleb en su libro es que la única definición posible de “riesgo” es la de algo imprevisible, impensable e inesperado. Hablar, por tanto, de “cálculo de riesgos”, de “prevención de riesgos” o de “control de riesgos”, es manejar términos contradictorios. El riesgo siempre está allí donde no miramos, por lo que ninguna descripción de las cosas que vemos puede servir para atenuarlo.
   Taleb inició esta línea de argumentaciones precisamente cuando los economistas estaban diseñando sofisticadas estrategias para medir y, se suponía, eliminar el riesgo, de modo que fue inmediatamente tachado de charlatán. No me cabe la menor duda de que lo es, pero no creo que sea el único que merece tal epíteto. Como se encargaron de mostrar los años finales del siglo XX y los primeros del XXI, todo aquel aparataje matemático de que hicieron gala los economistas neoliberales, lejos de eliminar el riesgo, lo han convertido en una constante de nuestras vidas. 
   Esta semana ha ocurrido, una vez más, lo improbable, lo imposible, lo impensable. Hubo una época en que los capitanes de barco se quedaban en ellos hasta que el último de los pasajeros lo había abandonado, aunque eso supusiera hundirse con su navío. Era una época en que palabras como “deber” u “honor”, significaban algo por encima de los intereses personales de un individuo. Después esas palabras provocaron una carnicería habitualmente conocida como Primera Guerra Mundial y ya nadie quiere saber nada de ellas. Ahora, en cuanto los capitanes de navío tienen un problema, se lanzan en busca de la salvación atropellando a mujeres y niños si hace falta, o llevándoselos por delante. Como resumió el capitán del Costa Concordia: “no abandoné el barco, me caí en un bote salvavidas”. 
   En los años setenta, una serie de grupos terroristas pusieron de moda el secuestro de aviones. Parecía un negocio rentable. Un avión en mitad de un aeropuerto, con pasillos estrechos y multitud de rehenes era fácil de defender por un puñado de individuos armados y decididos. Las autoridades se propusieron eliminar el riesgo del secuestro. Rápidamente se identificó la causa de tal riesgo, es decir, los pasajeros. Se pusieron en marcha estrictas medidas de seguridad en los aeropuertos y se entrenaron grupos especiales de la policía capaces de asaltar un avión, matar a los secuestradores y liberar a la práctica totalidad de rehenes sin mayores dificultades. La moda desapareció tras unos cuantos intentos que no acabaron tan bien para los secuestradores como era costumbre. El riesgo había sido, por tanto, controlado. Nadie pensó que los secuestradores podían no tener la intención de aterrizar. Para controlar semejante riesgo se extremó la caza del pasajero, el cual debía ser manoseado, desnudado y humillado por atreverse a tomar un avión. Nadie pensó que el pasajero podía no ser el culpable de un desastre. Ahora le toca a los pilotos.
   Las autoridades aeroportuarias van un paso por detrás de los hechos, todo está pensado para evitar que dos aviones se caigan por el mismo motivo, lo cual es correcto y está bien, pero nunca va a evitar que se caiga el primer avión. Lo malo de los empiristas escépticos como Nassim Taleb es que, más allá de su necesaria labor crítica, no ofrecen alternativas reales o, para ser más precisos, no ofrecen alternativas reales a quienes carezcan de fondos para una martingala. Negar la calculabilidad del riesgo está muy bien porque obedece a argumentos con buena base, pero no puede llevarnos únicamente a la conclusión de que eso es lo que hay, que debemos afrontar la necesidad de vivir con el riesgo o aprovecharnos de él. Si, efectivamente, el riesgo está en lo improbable, en lo inesperado, en lo impensable, es necesario tener gente que piense de un modo totalmente diferente al resto y que pueda ver todo eso que los demás no vemos. Y esa gente debería trabajar única y exclusivamente en eso, en buscar los fallos posibles de todos y cada uno de los sistemas. Las empresas de seguridad informática lo saben y no desperdician ocasión de fichar hackers. El problema está, sin embargo, en lo que todo esto presupone, a saber, que si la prevención del riesgo pasa por fomentar la disidencia, una sociedad de pensamiento único vive constantemente al borde del precipicio.

domingo, 7 de octubre de 2012

Monadología como mercadología (y 2)

   Si lo que vimos en la primera parte de esta entrada es verdad respecto de los instrumentos de análisis, no deja de serlo respecto de los planteamientos habituales sobre los mercados. Es un dogma neoliberal que la información se distribuye de modo homogéneo, puesto que está "ahí" y sólo hay que descubrirla. Los críticos del neoliberalismo señalan que la información se concentra allí donde hay concentración de dinero, con lo que no hay distribución homogénea de información y, por tanto, tampoco de oportunidades. Ambos tienen razón. La información se distribuye de modo homogéneo dentro de unos círculos concéntricos cuyo perímetro viene trazado por la cantidad de dinero disponible para la inversión. De un modo burdo podemos decir que hay tres de estos círculos. El primero y más numeroso es el conjunto de pequeños y medianos inversores cuyas fuentes de información son las noticias que pululan por los periódicos o Internet. Entre ellos puede haber diferencias notables en lo referente a la cantidad de dinero y de información disponible, pero estas diferencias son menores de las que guardan, como conjunto, con los integrantes del segundo círculo, el de los agentes que se dedican a efectuar compras y ventas en el mercado. Finalmente, están los grandes potentados, directores de los grandes fondos de inversión, presidentes de grandes entidades financieras y otros actores capaces de determinar con sus decisiones las tendencias que seguirán los anteriores. Es cierto que un pequeño inversor tiene las mismas oportunidades que cualquier otro, pero, en absoluto puede competir con el empleado de un banco que maneja una cantidad de dinero de éste invirtiéndola en bolsa y no digamos con el presidente del mismo. Por tanto, los mercados no son eficientes en un sentido general y sin restricciones. Lo son en la distribución de ganancias entre los actores que manejan las mismas herramientas de análisis y entre los que tienen una cantidad de información y de dinero comparable.
   Insisto, Stevens es inteligente y calla más de lo que dice. Por eso el libro comienza advirtiendo a los lectores, sin llegar a decir una palabra, de las consecuencias que para sus bolsillos puede tener todo lo anterior. El modo que suele hacerse eso tradicionalmente es recitando los consejos de la doctrina neoliberal sobre "cálculo de riesgos". Ése fantástico charlatán que es Nassim Taleb contaba en El cisne negro (maravilloso ejemplo de cómo escribir un libro para no decir nada), una anécdota esclarecedora sobre lo que es el "cálculo de riesgos". En el transcurso de una jornadas sobre dicho tópico, organizadas por un conglomerado de casinos de Las Vegas, se le mostraron, previa firma de un compromiso de confidencialidad, todas las medidas de seguridad que se seguían en las diversaas salas de juego. Las medidas, le aseguraron a Taleb, cubrían todos los riesgos posibles. No obstante, también le confesaron que habían pasado dos situaciones apuradas. La primera fue cuando un empleado, en lugar de entregar cada día a sus superiores el obligatorio formulario para Hacienda, los fue guardando en un cajón. La broma le costó a la entidad una multa que casi la arruina. La segunda ocurrió cuando unos mafiosos secuestraron a la hija de uno de los mayores accionistas. La conclusión, correcta, que saca Taleb es que resulta absurdo hablar de prevención de riesgos. El riesgo, por definición, es el conjunto de circunstancias que no podemos prever. Hablar de prevención, de cálculo de riesgos, es, simplemente, un modo de tranquilizar a quienes están destinados a correrlos, a la vez que se libera de responsabilidades a quienes sacan beneficios de que los demás los corran.
   Pues bien, exactamente, ¿cuántas cosas hay que cambiar en el libro de Stevens para convertirlo en un buen tratado de nigromancia? Veamos, las líneas de los gráficos se pueden sustituir fácilmente por líneas de la mano. El reconocimiento de patrones, el descubrimiento de indicios, la identificación de las tendencias predominantes, son algo tan aplicable a lo uno como a lo otro. Charles Dow ya descubrió el secreto de todo buen nigromante, a saber, la capacidad para beneficiarse de los sentimientos del mercado (o del cliente). Todos esos "puede" que Stevens utiliza cuando habla de que los patrones, los indicadores "pueden" servir (o no) para predecir el comportamiento del mercado, es posible dejarlos sin alteración en lo que se refiere a las líneas de la mano. Las profecías que se autocumplen son el secreto del éxito en ambas disciplinas. Muchos inversores juegan en bolsa (y hacen fortuna) siguiendo los consejos de sus astrólogos. No estaría mal que alguien del MIT investigase qué disciplina tiene mayores porcentajes de acierto, el análisis técnico o la nigromancia.
   Ahora, hagamos como hace Stevens, pongámoslo todo junto. De una parte, tenemos unos mercados que funcionan gracias a métodos de análisis cuya "objetividad" consiste en que todo el mundo utiliza las mismas herramientas y, por tanto llegará a las mismas conclusiones; tenemos, por tanto, un sin fin de profecías que se autocumplen; tenemos una "ciencia" que en poco se diferencia de la más tramposa adivinación mágica; tenemos actores económicos capaces de determinar tendencias; tenemos cálculos de riesgos que no calculan nada; tenemos mercados que reparten eficazmente beneficios en función del capital que se posea; tenemos a la muy socialista familia Papandreu especulando con seguros sobre impagos mientras uno de sus miembros dirigía Grecia hacia el impago de la deuda; y tenemos países atrapados en una espiral de recortes por recomendación de quienes los han lanzado a necesitar esa espiral de recortes. De otra parte, tenemos diabéticos griegos que acuden a Médicos Sin Fronteras porque no tienen para pagar su dosis diaria de insulina. ¿A qué conclusión llegamos?