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domingo, 29 de mayo de 2016

Venezuela

   Venezuela es uno de esos países que, si no existiese, habría que inventarlo. Puesto que el capitalismo es incapaz de mostrar una cara agradable ni siquiera cuando sonríe, necesita todo tipo de monstruos que se digan alternativas a él, para convencer a los indecisos. Esto lo sabe cualquier régimen comunista: no hay nada como una masacre de la propia población, convenientemente divulgada fuera de las fronteras, para que los adalides de las libertades democráticas te dejen en paz. Fue el caso de Stalin, de Mao, de los jeremes rojos y más recientemente, de Corea del Norte, muestra palpable de que la única alternativa real que permite el capitalismo es la monarquía absoluta. Si en algún momento se intenta crear algo que difiera de ese modelo, rápidamente es abortado, mientras que la formación de una Casa Real recibe pronta bendición, como la que Obama ha ofrecido a los Castro. Pero me estoy alejando del tema.
   El tema es que, definitivamente, la situación en Venezuela ha pasado a formar parte de la campaña electoral española. La prensa de una y otra dirección cacarea con orgullo las desgracias que viven los venezolanos como amenaza de lo que ocurre cuando se acaba votando por partidos políticos ajenos al reparto de cromos tradicional. En Egipto, en Eritrea, ocurren cosas peores desde hace años sin que merezcan un titular ni por equivocación. Pero Venezuela, sí. Puntualmente se nos informa de lo que ocurre allí. O, lo que es lo mismo, puntualmente se nos desinforma. Porque la desgracia real es que en Venezuela no ocurre nada que no haya ocurrido desde la fundación del país. El desabastecimiento y la violencia política no son un invento del chavismo, son tan antiguos como la propia república venezolana, donde encarcelar a los opositores casi es la forma habitual de hacer política. 
   Venezuela es uno de esos países que tiene el petróleo como condena. Desde la fundación del Estado moderno, digamos que a principios del siglo XX, todo el poder político y económico quedó en manos de unas cuantas familias que lo administraban como si fuese una herencia. El resto de venezolanos veían el banquete desde lejos, esperando que los grandes nombres se levantaran de la mesa para poder recoger las migajas. A veces se nombraban testaferros para que desempeñaran los cargos públicos y la cosa no fuese demasiado evidente y a veces había que recurrir a algún general o coronel que restaurara los intereses familiares, pero, al final, todo quedaba en casa. El 31 de octubre de 1958 se firmó el Pacto de Punto Fijo por el que los partidos con mayor representación parlamentaria pasaban a formar parte proporcional del gobierno, quedando excluido el Partido Comunista de Venezuela, en una especie de institucionalización de lo que en Italia se hacía por acuerdos ad hoc después de la constitución de cada parlamento. En la práctica el sistema venezolano consagró un bipartidismo que socialmente permitió el enriquecimiento de unos pocos mientras la mayoría vivía al albur de la situación económica mundial, bien cuando ésta iba bien y mal en cuanto comenzaba a ir regular. Siendo uno de los principales productores de petróleo del mundo, Venezuela llegó a acumular una deuda externa de mareo que hizo al país someterse a los dictados del FMI, cosa que todos sabemos lo que supone para el ciudadano de a pie. Y así llegamos a finales del siglo XX.
   La tragedia de Venezuela no fue la llegada al poder de Hugo Chávez, la tragedia de Venezuela es que la llegada al poder de Hugo Chávez fue vista por amplias capas de la población como una señal de que se hallaba cercana la época en que, por fin, se haría justicia social o, al menos, justicia histórica. Para todos los venezolanos que del petróleo no habían recibido más que la subvención de la gasolina, para todos los que divisaban el juego político desde lejos, para quienes no tenían la misma proporción de sangre española que Bolívar, Hugo Chávez era un giño a su dignidad, era la autoconciencia a caballo o, mejor, sobre un tanque. Su efecto fue inmediato y rápidamente catalizó movimientos análogos en Bolivia y Ecuador, había llegado la hora de que los desposeídos en general y las poblaciones autóctonas en particular, adquiriesen la categoría de ciudadanos. Chávez abrió espacios para la reflexión en las otrora machacadas (muchas veces literalmente) universidades venezolanas, creó programas de  ayuda y desarrollo social e hizo que una parte de los beneficios del petróleo fuera repartido entre las capas más populares del país. Todo ello lo envolvió en una bonita palabrería acerca del Socialismo del Siglo XXI, el bolivarianismo y el patriotismo latinoamericano. Apenas que uno escarbase un poco en todo aquello no encontraba más de lo que ya encumbró a Perón y los suyos. La praxis política de Chávez tampoco fue muy diferente de sus antecesores, reformó el sistema político a su antojo y conveniencia, nacionalizó (otra vez) Petróleos de Venezuela y ejerció la violencia política contra los opositores, todo dentro de la más rancia tradición de la política venezolana. En cuanto al “Socialismo del Siglo XXI”, significó lo que siempre ha significado la palabra “socialismo”: repartir lo que sobre de la tajada que yo me voy a llevar. Y, por encima de todo, su ideal político, como el de cualquier venezolano que se precie, nunca fue la Cuba de la que tantas cosas bonitas decía, sino las monarquías del Golfo, regímenes totalitarios en los que las familias reales otorgan a la población la gracia de vivir de sus dádivas. De la “grandeza” real del personaje da cuenta que hizo lo que ya había hecho el emperador romano Tiberio, nombrar para sucederle a alguien mucho peor que él con el objetivo de que todo el mundo lo echase de menos.
   Nicolás Maduro sólo heredó de Chávez el chándal de colorines chillones. Con una cámara en la que aún conservaba un buen número de asientos, con una oposición unida exclusivamente por su rechazo al chavismo y conservando las estructuras de poder que le dan un régimen presidencialista, hasta Hugo Chávez hubiese sabido maniobrar para fracturar a la oposición y tomarse la revancha en las próximas elecciones. Pero Maduro es incapaz de otra argucia política que no sea la embestida y, al fin, los benjamines de las familias que siempre mandaron en Venezuela como si su cortijo fuese, representan la gran esperanza democrática de una ciudadanía a la que sólo cabe desearle que no le ocurra nada peor de lo que ya les ha pasado, que no ha sido poco.