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domingo, 25 de marzo de 2018

El próximo Oriente (Medio)

   Insisten los medios occidentales en que, desde la llegada al trono de Salmán bin Abdulaziz en enero de 2017, Arabia Saudí se halla en plena ebullición. Responsable sería no tanto el rey como su ambicioso hijo, Mohamed Ibn Salmán, nombrado heredero en junio del año pasado y que une a dicha designación los cargos de Ministro de Defensa y vicepresidente del Consejo de Ministros. Para muchos es el artífice de la agitación que ha embargado al país y que se ha hecho, en cierta medida, bajo las viejas formas. Recordemos que la voz de Riad era temida en los años setenta porque solía transmitirse al mundo a través del portavoz de la Organización de Países Productores de Petróleo que, en última instancia, dictaminaba el devenir de las economías occidentales. Después, comenzaron a aparecer productores de petróleo no adscritos a la OPEP, el fraking inundó el mercado de crudo y el gobierno saudí tuvo que hacerse a la idea de que la época de las vacas gordas había pasado. Inició entonces una defensa de sus intereses mucho menos "multilateral".
   Cuando se habla de "los intereses de Arabia Saudí", hay que tener claro lo que esta expresión implica: en esencia, lo contrario de lo que quiera Irán. Si bien la casa real no muestra una actitud displicente hacia ninguna crítica, el chiísmo supone una réplica a todos y cada uno de los elementos sobre los que aquélla se entiende asentada: ha constituido una república, el poder religioso se sitúa por encima del temporal y, para acabar de rematarlo, no reconoce su autoridad como protectora de los santos lugares del Islam. La posibilidad de que los chiíes acaben dominando un territorio que abarca desde el Hari Rud hasta el Mediterráneo, aterroriza a la familia Saud. 
   Casualmente, en los tiempos en los que la OPEP había devenido irrelevante, se alzó en el Irak ocupado por los EEUU una resistencia suní mucho más eficaz que el ejército de Sadam Husein, al que sucedió Al Qaeda y los lunáticos del Estado Islámico. Casualmente la disensión que llevó a que éstos se separaran de aquéllos consistió, precisamente, en la necesidad de fundar un Califato, esto es, en el creación de un territorio libre de influencia chií, justo entre Irak y Siria. Y casualmente también, el ascenso del nuevo monarca, ha resultado contemporáneo de los más sonados reveses del Estado Islámico cuyas huestes se han desvanecido en las arenas del desierto. 
   Arabia Saudí parece haber constatado el fracaso de los intentos de frenar a los iraníes por su cuenta (corriente) o, lo que es lo mismo, por fuerzas interpuestas y ha decidido dar un paso adelante en la escena internacional. A Saad Hariri, nominalmente presidente de Líbano, lo obligaron a buscar refugio en casa de sus patrones y, posteriormente, a regresar a hombros de muy espontáneas manifestaciones de apoyo para dejar claro que, por mucho poder que tengan los chiíes de Hezbola en el país del cedro, hay líneas rojas que los saudíes no van a permitir que se traspasen.
   Ibn Salmán se encuentra detrás del bloqueo a Qatar y de la intervención directa de las fuerzas saudíes en la carnicería de Yemen. En ambos casos, el enemigo era el mismo, aliados o, simplemente, lo que a ojos de Riad aparecen como elementos condescendientes con Irán. En ambos casos, igualmente, podemos ver cómo Arabia Saudí ha tratado de volver a cierto multilateralismo buscando el apoyo, aunque sea simbólico, de otras monarquías del Golfo. Esta visión, un tanto más acorde con las realidades del mundo contemporáneo, incluye la apreciación de que a Irán no bastará con bombardearlo o con aislarlo, al menos no con las fuerzas que los saudíes y sus aliados del Golfo puedan aportar. De aquí la aproximación, cada vez menos disimulada, a Israel. Es un secreto a voces los contactos,  a alto nivel, de los responsables de seguridad de ambos países. Incluso se ha permitido a un ministro declarar a la prensa que un atentado terrorista debe ser condenado con independencia del país donde se produzca, aunque se trate de un país cuya existencia su gobierno no reconoce como es el caso de Israel. 
   Por supuesto, el acercamiento a Israel, aunque se produzca fuera de los focos, tiene un precio y los Salmán están dispuestos a pagarlo. Permitir que las mujeres conduzcan ha sido un primer paso para ganar sustento popular, pero el más importante lo constituye la campaña contra la corrupción que ha enviado a más de 200 personas ante los jueces, incluyendo empresarios, ministros y, lo más novedoso, príncipes. Nadie dejará de observar que entre  los detenidos no figura ningún fiel seguidor del nuevo monarca o su heredero, pero la redada ha sido bien acogida por los ciudadanos saudíes de a Mercedes (ciudadanos saudíes de a pie no los hay), hartos de la impunidad en que se mueven las élites del país. Incluso los ulemas declaran a los medios occidentales su satisfacción por unas reformas que la gente demandaba. Pero claro, el horizonte no está libre de nubarrones.
   En primer lugar, aunque no es lo más importante, tenemos la cuestión palestina, con la que tradicionalmente la monarquía saudí se ha dicho tan vinculada. A Hamas, que domina la franja de Gaza y que nunca ha ocultado sus contactos y simpatía con Hezbolá, el cambio dinástico le ha pillado, además, enfrentado a un gobierno egipcio que no le perdona sus afinidades con otra formación maldita en la región, los Hermanos Musulmanes. La diplomacia saudí se encuentra ante la cuadratura del círculo: ofrecerle algo a Mahmoud Abbas que le permita presentarse como victorioso, humillando a Hamas y, a la vez, que tenga el visto bueno de Israel. De momento, la primera propuesta de la diplomacia saudí ha sido recibida con indignación por parte de la vieja guardia de la OLP.
   En segundo lugar, Yemen va camino de convertirse en el Vietnam saudí. No sólo el país recuerda ya a Somalia, no sólo los aliados de Irán mantienen el control sobre el terreno sin muchas dificultades, no sólo los bombardeos propiciados por su vecino del Norte han demostrado causar muchas más víctimas inocentes que progresos, sino que, por si fuera poco, las facciones apoyadas por Riad y sus aliados se hallan en guerra entre sí, como demostró la toma de Aden por parte de milicianos separatistas del sur. Irán ya ha puesto sobre la mesa la solución más humillante que quepa imaginar para los Salmán: una conferencia internacional de paz.
   Por último y, sin embargo, lo más importante, la nueva monarquía ha acelerado la carrea atómica. Recientemente han contratado un bufete de abogados norteamericanos para constituir un lobby a favor de este programa nuclear. Dicen las malas lenguas que el bufete en cuestión ha sido utilizado en múltiples ocasiones por empresas del presidente norteamericano y, casualmente, también ha defendido intereses de personas muy próximas al Kremlin en los EEUU. Hay quien acusa a los saudíes de estar ingresando dinero directamente en las cuentas de Donald Trump. El problema no es tanto el programa nuclear en sí, teóricamente pacífico, sino el hecho de que los saudíes pretenden desarrollarlo sin firmar tratado de no proliferación alguno. Ciertamente en Tel Aviv estarán contentos de tener otra parte de la pinza con la que pretenden conducir a EEUU al bloqueo de las maniobras iraníes, pero parece poco probable que reciban con agrado la propuesta de que exista una nueva potencia nuclear en su entorno aun cuando se les ponga por delante la zanahoria de un reconocimiento por parte de Arabia Saudí.
   Todo esto conduce a una cuestión ciertamente inquietante, la de qué nos cabe esperar de un futuro monarca en Riad, que haya fracasado en todos sus intentos diplomáticos pero esté en posesión de un botón nuclear.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Un futuro sombrío.

   La receta económica de Donald Trump para engrandecer América (del Norte) es tan desquiciante como lo fue la de aquel Reagan a quien los norteamericanos recuerdan con tanto cariño. La simple expulsión de tres millones de inmigrantes que han cometido un delito (ni que decir tiene que la cifra es inventada), elevaría el costo de la mano de obra a niveles insostenibles para la economía, especialmente en el sector alimentario y la industria de base. Trump, como tantísimos tontísimos que hay en el mundo, no entiende que la fraternal acogida de nuestros hermanos de otros países encierra, en realidad, la exigencia del capitalismo de aumentar el paro para mantener los salarios al nivel de la subsistencia. ¿Por qué creen que Alemania se muestra tan generosa con los inmigrantes?
   Una subida de los costos laborales conllevará, inevitablemente, una subida de precios, quiero decir, un aumento de la inflación. Pero Trump no se conforma con eso, quiere emprender una agresiva política de obras públicas que no sólo inundará las bolsillos de los amigotes de dinero, sino que, además, retirará lo que quede de mano de obra barata del mercado laboral, presionando la inflación hacia arriba por partida doble. ¿De dónde va a salir todo ese dinero? De los impuestos no. Como buen reaccionario, Trump ya ha anunciado una significativa rebaja de impuestos con un IRPF de tres tramos, lo cual significa que se dejarán de recaudar miles de millones de las grandes fortunas. Cuando un político dice que va a bajar los impuestos todo el que tiene dos dedos de frente entiende lo que se está diciendo, a saber, que se van a subir los impuestos. Se bajarán los directos que gravan en función de las rentas y se subirán los indirectos que gravan los productos que todos compramos o, mejor aún, que compramos los que menos ingresos tenemos. ¿Hace falta decir que nos hallamos ante otro factor que incrementará la inflación? Pues súmenle a los anteriores un mercado especulativo absolutamente desregulado como el que se está buscando.
   Difícilmente se podrá atajar toda esa masa inflacionaria que se va a crear artificialmente mediante una subida de los tipos de interés, pues eso enfriaría la economía en contra de los deseos presidenciales. Más bien se piensa, como ha sido costumbre, en exportar la inflación. Durante décadas EEUU pudo hacerlo por dos motivos: era la fábrica del mundo y su moneda era el patrón con el que se comparaban el resto de monedas. Hace tiempo que ambos factores se han vuelto algo más que cuestionables. Ni EEUU es ya la fábrica del mundo ni su moneda es el único patrón que ahora impera. Resulta poco probable, pues, que se pueda desaguar mucha inflación por aquí. Sólo queda, pues, una manera de amortiguar los efectos inflacionistas de todas las políticas que Trump ha propuesto: inyectando oro en circulación, oro negro. Producir enormes cantidades de petróleo le permitiría bajar a precios irrisorios la factura energética, amortiguando el efecto de los otros factores. 
   Una de las pocas cosas por las que pasará Obama a la historia, además de por el color de su piel, es por haber convertido el petróleo en el arma para vencer a sus enemigos internacionales. Inundar el mercado de petróleo en una época de crisis, o, lo que viene a ser sinónimo, disminuir la cantidad de petróleo que EEUU compra, fue un movimiento genial que colocó contra las cuerdas a Irán, Venezuela y Rusia, además de convertir en irrelevante a un aliado incómodo como fueron siempre las monarquías del golfo pérsico. Particularmente para Rusia fue la puntilla a sus ambiciones imperialistas. Unida a las sanciones internacionales por su adhesión de media Ucrania, la bajada del petróleo la pilló en plena modernización de las fuerzas armadas, en la que había comprometido gran parte de los recursos que se suponía que iba a obtener. 
   Además del levantamiento de las sanciones, Rusia buscará algún tipo de pacto con los EEUU que eleve el precio del petróleo, un movimiento que todos los humillados por Obama están buscando desesperadamente. De hecho, esta semana, la OPEP acordó reducir su producción. Tan pomposa declaración, que atrajo de nuevo a los especuladores al mercado del crudo, es poco más que un brindis al Sol. Su papel en la producción mundial se ha reducido sensiblemente y, por eso, su segundo movimiento ha consistido en intentar acordar una reducción semejante con los países que no forman parte del cartel, iniciativa que Rusia ha apoyado de modo entusiasta. No obstante, la parte divertida de esta maniobra es que si consiguieran alcanzar la solicitada reducción atraerían de nuevo hacia la producción a todas las empresas norteamericanas que la abandonaron precisamente por la caída de los precios, además de activar las colosales reservas canadienses, dejando su maniobra en agua de borrajas. Por si fuera poco algunas de las economías de los integrantes de la organización están ya tan dañadas, que difícilmente soportarán la reducción de ingresos que, a corto plazo, supondrá el recorte en la producción, por lo que no parece muy probable que el acuerdo llegue a materializarse.
   El resumen de todo lo anterior es simple: el imperialismo ruso exige un barril por encima de los 60$, el recalentamiento artificial de la economía norteamericana exige un barril claramente por debajo de los 40$. A menos que la “admiración” por Putin que padece Trump le lleve a entregarle las llaves de la caja fuerte, el acuerdo parece improbable. No obstante, en toda esta ecuación falta un elemento importante.
   En el año 2000, unas reñidas elecciones entre Al Gore y George Bush (hijo) se decidieron cuando el primero renunció a que se continuara la revisión del recuento en Florida. El país quedó dramáticamente dividido “como no lo había estado nunca” en palabras de la prensa. No faltaron voces que acusaron a los republicanos de haber dado un golpe de Estado privando de su cargo al candidato legítimamente elegido por los ciudadanos. Casualmente, apenas un año después, un terrible atentado y sus guerras subsiguientes unieron al país tras su comandante en jefe como un solo hombre. Este noviembre hemos vivido unas elecciones presidenciales en las que la candidata más votada se ha quedado sin su cargo. El país vuelve a estar dividido “como no lo había estado nunca”. ¿Qué sangrientas casualidades habremos de vivir para que se una en torno a su presidente como un solo hombre?