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domingo, 12 de febrero de 2017

Del buen vivir (1 de 2)

   Por mucho que se los señale como padres de nuestra cultura, lo cierto es que los griegos tenían un modo de entender las cosas bastante alejado del nuestro. Uno no puede evitar cierta sonrisa amarga cuando lee que para Platón, para Sócrates, para sus contemporáneos, ética y política eran idénticas. Ser bueno y ser buen ciudadano constituían elementos inseparables. Platón argumentaba impecablemente que quien no sabe gobernarse a sí mismo, difícilmente sabrá gobernar la ciudad. Por tanto, quien aspire a gobernar deberá demostrar previamente la virtud que adorna todos sus actos. Esto, que resulta aplicable al gobernante, vale en realidad para cualquiera. El egoísta, el que busca el beneficio propio del modo más rápido posible, sólo puede hacerle daño a la sociedad, pues si no piensa en sus allegados inmediatos, en aquellos con los que comparte su vida diaria, difícilmente pensará en quienes sólo le rodean accidentalmente y a los que no le une vínculo afectivo alguno. A diferencia de Mandeville, a diferencia de Smith, a diferencia de todos los liberales de diferente cuño que en el mundo han sido, Sócrates, Platón, sólo creían en lo que podían ver, en lo que pudiera observarse y no en “manos ocultas”, cualidades invisibles ni milagrosos equilibrios jamás alcanzados. Únicamente lo demostrable, lo tangible, aquello que cualquiera pudiese observar e, incluso, cuantificar, merecía ser pesado en la balanza de quien pretendiera aspirar al título de benefactor de la comunidad.
   La época de Sócrates y Platón llegó a su fin con la conquista macedonia de toda Grecia. La concepción de que ética y política configuran una unidad comenzó a agrietarse tras la constitución del imperio. El Estado emergió como algo extraño, ajeno, lejano y decididamente supraindividual. Los ciudadanos aceptaron que debían cumplir una función en él y obedecer sus reglas, pero que su hogar, el lugar que habitaban, lo que originalmente designó el término ethos, había pasado a formar parte de su exclusiva competencia. La ética aparece en Aristóteles como una disciplina distinta de la política y cuyo objetivo ahora no consiste en crear buenos ciudadanos, sino en alcanzar la felicidad. A esta felicidad la llama también Aristóteles el “sumo bien” y es identificada con “vivir bien”, pues, dice Aristóteles, obrar virtuosamente y vivir bien son lo mismo. Una ética conformada por principios generales en contra de los intereses y deseos del sujeto le hubiese parecido a Aristóteles un disparate. 
   Pero Aristóteles no deja de ser discípulo de Platón y aunque ética y política se constituyen en él como disciplinas separadas, afirma que el fin del Estado consiste en buscar la felicidad para todos sus miembros o, por decirlo utilizando términos sinónimos, el Estado debe procurar que todos sus ciudadanos vivan bien. Un Estado que pretenda únicamente “vivir”, está viciado desde sus orígenes y sólo en la medida en que pueda proporcionar a sus ciudadanos un buen vivir puede decirse legitimado en su existencia. Este buen vivir tiene un doble componente, por una parte, una vida regida por la facultad más elevada que poseen los seres humanos y que los distingue de las bestias, es decir, la razón. Por otra, para que se pueda obrar racionalmente sus necesidades básicas deben estar cubiertas en lo que se refiere a alimentación, vivienda, ropa y demás. Aristóteles considera imposible que todos pueden alcanzar semejante meta. De hecho, sus planteamientos suponen una base de esclavos más o menos amplia pues casi al inicio de la Política nos aclara que hay dos tipos de esclavitud, la permanente y la temporal, también llamada “trabajo asalariado” (si bien este pasaje es controvertido en lo que se refiere a su traducción exacta). En la cantidad de esclavos que necesite un Estado se juzga, precisamente, su bondad. El mejor Estado, dice Aristóteles, no es el que tiene tal o cual régimen político, es el que tiene una clase media más extensa, es decir, el que engloba a una población capaz alcanzar el buen vivir más amplia. 
   No debe extrañarnos que las éticas que aparecen tras Aristóteles, renuncien a la dimensión política para centrarse en el individuo. Se barre bajo la alfombra el hecho de que pocos podrán aspirar a la felicidad, es decir, al buen vivir, quedando éste restringido a la pequeña comunidad o al individuo singular, caso del escepticismo. El escéptico niega la posibilidad del conocimiento, niega la existencia de la verdad, niega, incluso, la necesidad de aceptar que existan otros, para quedarse en la epojé, en la suspensión de juicio que permite una buena vida, rodeado de las mínimas condiciones materiales exigidas por Aritóteles. Que para disfrutar del tabaco de una pipa haya que dejar sin agua los huertos de medio país y eso origine hambrunas, es algo que al escéptico no le afecta pues él suspende su juicio acerca de la existencia de negritos hambrientos. Por mucho que se haya presentado como principio epistemológico más o menos saludable, el escepticismo ha debido su popularidad a esa capacidad para engendrar la buena vida que disfruta todo aquel que decide ignorar las condiciones materiales de su existencia o las consecuencias últimas de sus decisiones.
   Suele decirse que para los estoicos la virtud consiste en vivir de acuerdo con la naturaleza, pero se obvia que ellos definían ese vivir de acuerdo con las leyes que rigen el cosmos, una vez más, como el buen vivir. “Vivir noblemente”, “vivir según la naturaleza” y “vivir bien”, eran para los estoicos términos intercambiables. Si predicaban la liberación de las pasiones se debe a que ninguna vida puede ser buena durante mucho tiempo dejándose arrastrar por ellas. Las pasiones se hallan sometidas a una continua fluctuación, a un perpetuo cambio, que nos empujan hacia situaciones contrarias a los designios naturales y que, por tanto, sólo pueden conducir al desastre. Obrar de un modo racional o lo que es lo mismo, obrar de acuerdo con la ley universal, dado que el universo está regido por una ley racional, constituyen la base de la virtud y el secreto para vivir bien.
   Aunque partiendo de principios diferentes, no otra cosa vamos a encontrar en la ética hedonista. Epicuro critica a quienes aconsejan “vivir bien al joven y morir bien al viejo”, por varios motivos. En primer lugar, porque el buen vivir no depende de la edad y en todas las épocas de la vida pueden encontrarse cosas agradables de las que disfrutar. En segundo lugar, porque vivir bien y morir bien son dos aspectos de lo mismo. No porque morir bien implique haber vivido bien o porque vivir bien implique saber morir, sino porque los consejos que nos da Epicuro para vivir bien incluyen eliminar el miedo a la muerte, así que si hemos aprendido a vivir bien, nada habrá en  la muerte que nos pueda parecer “malo”. El mismo principio conduce a Epicuro a rechazar el miedo a los dioses y a prescribirnos la búsqueda del placer, pues todo ello contribuye a la buena vida. Aún más, entendida de esta manera, una buena vida es aquella en la que se ha evitado tanto como ha sido posible el dolor. Buscar el placer y evitar el dolor se convierte, por tanto, en la máxima capital de todo el planteamiento epicúreo.

domingo, 14 de febrero de 2016

El laberinto de los laberintos (y 2)

   Santarcangeli correlaciona acertadamente el laberinto con los ritos de iniciación al mencionar los laberintos existentes a la entrada de ciertos tempos egipcios o la estructura misma de las pirámides. El laberinto es frecuentemente asociado a los órganos internos, en particular, al vientre de la madre. En realidad, es el mismo simbolismo que puede encontrarse en la cabaña en la que quedan recluidos los jóvenes que transitan hacia la madurez en algunas tribus y, de un modo más general, en la caverna. Pero aquí hay una sutileza que Santarcangeli no alcanza a recorrer. Ni toda caverna es laberíntica, ni todo laberinto tiene por qué ser una caverna. Ciertamente, hay cavernas laberínticas, como ésa de la que no se puede salir porque acaba en una sima en la que los preneanderthales arrojaban a sus muertos y a la que nosotros llamamos "Atapuerca". Pero también las hay de otro tipo. Pensemos en Platón. Su inmortal mito de la caverna, en la que queramos o no, acabamos por vernos atrapados, no describe un laberinto. De la caverna se sale por una rampa, es decir, por una cuesta, que puede exigir más o menos trabajo remontar, pero que no desorienta, no pierde, no extravía aunque el que la recorre acabe por parecer extraviado. El camino desde el interior de la caverna al exterior no es laberíntico y, de hecho, Platón mismo lo asimila a una línea, línea que va desde el grado inferior de conocimiento hasta el superior. El mundo de Platón es el mundo de la luz, del sol, hasta el interior de la caverna tiene que estar iluminado por un fuego. Así pues, tenemos aquí unos textos donde aún se puede oír el eco de la mitología solar egipcia, pero en los que ya no hay laberintos como en tantos otros cultos solares. Santarcangeli mismo señala que hay épocas laberínticas y épocas antilaberínticas, lo cual, de acuerdo con el prefacio de Eco, significa que hay épocas en las que es fácil entrar pero difícil salir y épocas en las que es fácil salir pero difícil entrar. La civilización minoica pertenecería al primer género, la griega al segundo. De hecho, Platón no se explica cómo sus prisioneros han llegado hasta allí, es tan difícil entrar en su caverna antilaberíntica que básicamente la única opción es estar allí desde el nacimiento. El propio sabio que abandona la cueva, tiene que hacer un esfuerzo titánico por volver a ella. Su tendencia natural es permanecer en el exterior disfrutando del aire puro. Sabe que tras su vuelta a las penumbras, su andar será titubeante y tropezará con frecuencia. Resumiendo, volver al interior de la caverna le cuesta la vida.
   El barroco es otra época laberíntica. El laberinto es casi una obsesión. Sin embargo, vemos a un filósofo plenamente barroco como G. W. Leibniz proclamando que hay dos laberintos, el laberinto del continuo y el laberinto de la libertad. Si estando rodeado de laberintos sólo se dio cuenta de la existencia de dos, no es de extrañar que saliera a buscar un par de hojas iguales y no las encontrase. La mónada, que tiene el universo replegado en su interior, ¿no es acaso un laberinto? ¿no lo son las percepciones confusas? ¿la trayectoria de cada rayo de luz, reflejado por todas las sustancias del universo, no lo es? Recordemos que el laberinto encierra un principio de maximización al ser el recorrido más largo en la superficie más pequeña. El criterio propuesto por Leibniz para que Dios haya elegido precisamente este mundo y no otro, a saber que es el mejor de los posibles, que encierra la mayor cantidad de bien que podía existir a la vez, resulta, por tanto, reformulable de otro modo: Dios eligió este mundo porque es el más laberíntico de todos los posibles. Ahora podemos entender que Dios sea un arquitecto, es el mayor constructor de laberintos que existe. Sin duda, Leibniz es actual. En el siglo XVII, el laberinto podía ser una buena metáfora de nuestro paso por este valle de lágrimas, pero en un mundo tan interconectado como el nuestro, el laberinto es mucho más que una metáfora, ha devenido la estructura misma de la realidad. O, por decirlo de otra manera, vivimos en una época de la que costará trabajo salir.
   Pese a su incapacidad para reconocerlos, Leibniz sabía el truco para salir de ellos. Encontrar la salida del laberinto del continuo, como del laberinto de la libertad, consiste en saber diferenciar lo real de lo ideal. Dicho de otra manera, el modo más fácil de salir de un laberinto es colocando un signo en cada nodo, en cada nudo de corredores por el que pasemos, indicando el camino que ya hemos seguido. No se entenderá este procedimiento si nos quedamos con la bagatela de que estamos asignando significados usando signos. La clave no está ahí. Dentro de un laberinto, todas nuestras posibilidades de salir pasan por discriminar entre  trayectorias semejantes. Todo laberinto se basa en un principio de indeterminación, en la imposibilidad de determinar, a la vez, la posición en la que nos hallamos y el último momento en que pasamos por allí. Dejaremos de lado la cuestión de si toda indeterminación es una forma de laberinto, nos llevaría demasiado lejos. Resaltemos, sin embargo, que el signo no es la marca que ponemos sobre la pared de uno de los ramales de cada nudo, el signo es el tramo marcado, pues, de este modo, se anula la indeterminación propia de todo laberinto, estableciendo un principio de sucesión, una diferenciación entre lo que previamente era indiferente, es decir, nuestra posición en él. Determinar nuestra posición o, algo en todo punto sinónimo, determinar el momento en que hemos pasado por este punto concreto, es el principio que nos permite construir un mapa del laberinto, hallar el hilo conductor, abandonarlo. Esto nos proporciona una serie de definiciones de signo, todas ellas equivalentes, por ejemplo, como un procedimiento para orientarse allí donde no hay orientación posible, como posición, como una regla para el trazado de mapas o como una guía para entrar y abandonar un laberinto. Puede verse que los signos no se oponen entre sí. Lo que los caracteriza, lo que los diferencia, lo que les otorga significado, es decir, lo que los hace ser signos, es la posición que ocupan en el laberinto. Santarcangeli lo dice con total claridad, el laberinto es una escritura, la escritura secreta de su constructor, aunque sería más correcto decir que la escritura es el modo de salir de un laberinto. Allí donde aparece cualquier grafía podemos suponer el intento por salir de un laberinto
   Todo indica pues en la misma dirección. Recapitulemos: el laberinto está presente de modo necesario en las etapas de desarrollo del pensamiento infantil; el laberinto está presente en el desarrollo del pensamiento humano también en un sentido filogenético; todo signo puede ser entendido como un intento por salir de un laberinto. ¿Qué nos queda? Simple, que el modo habitual de proceder de la mente humana no es inductivo ni deductivo, es laberíntico.

domingo, 8 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (1)

   Durante varias décadas fui un fiel oyente de “Diálogos 3", el programa de Ramón Trecet en Radio 3 de Radio Nacional de España. Trecet era un personaje peculiar al que se amaba o se odiaba. Yo no conseguí hacer ni una cosa ni otra, pero sí le quedé inmensamente agradecido por haber puesto en mi vida un sin fin de músicas hermosísimas. Gracias a él conocí a minimalistas como Michael Nyman (antes de que le dieran un Oscar y lo estropearan), Wim MertensPhilip GlassSteve ReichJohn Adams, o Arvo Pärt; a grupos renovadores del folclore escandinavo como Hedningarna o Värttinä; y, en fin, a inclasificables como NigthnoiseDead Can Dance o Bel Canto. La mayoría de ellos fueron ninguneados de mala manera por la industria musical y vapuleados por puristas de toda índole. Del minimalismo y de los minimalistas podrán decirse muchas cosas, pero nadie podrá negar que sus músicas están más cercanas al público de lo que Ligeti, Stockhausen y el cúmulo interminable de sus epígonos han conseguido jamás. Y si alguien no considera tal constatación un mérito, habrá que recordar que La flauta mágica fue un espectáculo concebido para las masas.
   Después de alguna de sus filípicas o en medio de alguno de sus estados depresivos, Trecet solía despedir sus programas con una orden taxativa: “buscad la belleza, es la única forma de protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”. Me he acordado de ella escuchando el podcast del programa de “Sinfonía de la mañana” de Matín Llade en Radio Clásica (como ven, la cabra siempre acaba tirando al monte) del pasado viernes.
El protagonista de dicho programa no era otro que Arvo Pärt, que ofreció recientemente en Madrid uno de sus contadísimos encuentros con la prensa. De su actitud y sus silencios, más que de sus palabras, de la hermosa recreación que Martín Llade realizaba de ellos, se extraía la misma idea: que la belleza es el único refugio que nos queda en medio del caos. Martín Llade efectuaba, de hecho, una apología de la emoción, del estremecimiento de lo bello frente a la intelectualidad cerebral de tantas músicas contemporáneas empeñadas en echar al público de las salas. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
   La identificación de la belleza con el bien y la verdad, procede de Platón. A la hora de encontrar una idea suprema a partir de la cual estructurar todas las demás, Platón se enfrentó al problema de elegir una de las tres. La tarea era poco menos que imposible, así que la eludió haciéndolas a las tres aspectos diferentes de la misma idea. Hasta donde yo recuerdo no hay una argumentación posterior que apoye tal identidad más allá de la afirmación de que el ser humano aspira a ellas y como no es posible que aspire a cosas contradictorias, hay que suponer que la verdad implica al bien del mismo modo que éste implica la belleza. Aunque esta identidad fue plenamente asumida por la filosofía cristiana y pulula por nuestras cabezas como un axioma, nunca he conseguido encontrarle mucho sentido. Me parece a mí que la verdad no tiene por qué ser buena, al menos si “bueno” y “malo” son referidos al ser humano. Pienso, por el contrario, que, como decía Nietzsche, la verdad es un veneno que sólo soportamos en pequeñas cantidades. Aún menos evidente me parece que la verdad tenga que ser bella. En cuanto a la belleza en sí misma, tiene mucho más parecido con el mal que con el bien. Como el mal es algo puntual, discreto, que si aparece continuamente dejamos de apreciarlos. Como el mal, causa fascinación y quedamos absortos en su contemplación. Como el mal, produce escalofríos pues nos muestra algo que parece estar más allá de lo que pueden hacer los seres humanos. De hecho, del mismo modo que las flores necesitan del estiércol, la belleza se empeña por surgir allí donde se niega su posibilidad, parece necesitar un sustrato terrible para salir a la luz, la propia vida de los artistas que la engendran debe ser una tortura sin par con objeto de que ella pueda nacer.

domingo, 7 de diciembre de 2014

Platón en Siracusa (1)

   Tras la muerte de Sócrates, Platón emprendió un viaje, poco menos que iniciático, que, en su primera etapa, le llevó a Egipto. Desgraciadamente es poco lo que sabemos de la estancia de Platón en Egipto, qué templos visitó y a qué nivel doctrinal se le permitió acceder, aunque su identificación del sol con el bien nos permite intuir que semejante visita (si es que se llegó a producir) causó un profundo impacto en el joven Platón. No menos impactante fue la segunda estancia de dicho viaje, la Magna Grecia. Dos ciudades destacan de esta etapa. La primera fue Tarento, aristocracia de raigambre pitagórica, cuyo tipo de gobierno y,  probablemente, la numerología en que se basaba, también será recordada por Platón en su República. Menos trascendencia pareció tener en aquel momento, la otra ciudad visitada por Platón, Siracusa. 
   Siracusa era una tiranía ejercida por Dionisio el Viejo. Había inaugurado su mandato liberando a toda Sicilia de los bárbaros, lo cual hizo de él un político temido y respetado que llegó a tener en sus manos la unificación de la isla. Su desastrosa gestión posterior, acabó haciéndola imposible. La propia Siracusa, en tiempos de la visita de Platón, languidecía mientras sus habitantes se dedicaban, según testimonia Platón, a atiborrarse de comida un par de veces al día y a procurarse un compañero/a de lecho. En este ambiente de decadencia, sin embargo, Platón encontró un alma pura, el joven Dión, emparentado con el tirano, sobre el que sus enseñanzas ejercieron un poderoso influjo, hasta el punto de que dedicó el resto de su vida a lograr que su ciudad fuese gobernada no por una persona concreta, sino por leyes excelentes. La muerte de Dionisio el viejo pareció marcar el momento oportuno para ello. Dión, qua aprendió mucho de las doctrinas de Platón pero poco de la naturaleza humana, creyó ver en su hijo y sucesor, Dionisio el joven, al gobernante ansioso de sabiduría que podría conducir a su ciudad a un gobierno justo.
   En su carta VII, Platón nos cuenta cómo recibió invitaciones por parte de Dión y del propio Dionisio, para ir a Siracusa y contribuir a instaurar un gobierno henchido de filosofía. Aquí es preciso hacer algunas referencias cronológicas. Estamos en torno al 389-386 a. de C. Platón tiene alrededor de 40 años y ha comenzado a escribir diálogos en los que resulta claro que, si bien sigue hablando por boca de Sócrates, las doctrinas que éste expone no corresponden al Sócrates histórico, sino al propio Platón. No obstante, la carta VII, en la que se nos narran todos estos acontecimientos es muy posterior, en torno al 360 a. de C. Quien habla a través de ella es ya un Platón anciano, que recuerda los acontecimientos a la luz de su desenlace final. Este Platón anciano ha contado en La República y Las leyes, sus ideas políticas, pero  cuando encontró a Dión, no había publicado todavía nada al respecto que sepamos. En la época en que recibe la invitación para ir a Siracusa, Platón es, por tanto, un filósofo conocido y reputado, que aún no ha dado lo mejor de sí y cuyas ideas políticas deben conocerse entre sus coétaneos por sus palabras, no por sus escritos. Es a este filósofo, joven y con una reputación por hacer, al que se le ofrece la oportunidad de crear un Estado preñado de su filosofía. Si triunfa, su fama como político impulsará y, probablemente, sobrepasará a su fama como filósofo. Si fracasa, es lógico que Platón temiese que su nombre quedara irremediablemente ligado a todas las miserias políticas que iban a producirse, manchando y arruinando cualquier grandeza que pudiera hallarse en su filosofía. Este dilema platónico puede formularse de un modo más general y de terrible actualidad en España: ¿debe el filósofo participar en política arriesgándose a que todo su esfuerzo teórico quede embarrado por las miserias de la ambición humana o acaso debe restringirse a su labor crítica con la realidad, arriesgándose a que tomen su necesario distanciamiento por cobarde refugio en una torre de marfil?

domingo, 27 de octubre de 2013

Las causas de la corrupción

   Provoca un cierto estupor ver una lista de los países más corruptos del mundo y no encontrar a España en ella. El estupor da paso rápidamente al alivio y el alivio a la intriga, ¿cómo se  podrá vivir en esos países que sí figuran en la lista? El caso es que la percepción de los españoles roza la afirmación de que estamos en el país más corrupto de todos los posibles. Cuando consideramos las cosas de este modo, estamos obviando el factor que, probablemente, nos impide estar a la cabeza mundial de corrupción. Y es que, en España, encontrar funcionarios corruptos no es tan fácil como se pudiera sospechar. Pensemos en el caso de Hacienda. Se trata de una de las oposiciones más duras a las que pueda uno someterse. Quienes las aprueban en la escala básica son formados en la convicción de que pertenecen a una élite, que deben llevar a gala un cierto orgullo del cuerpo y una cierta ética del trabajo no exenta del culto a la honestidad. Por supuesto, eso no les libra de algunos garbanzos negros, pero éstos no representan al funcionario medio. La demostración es que a la mayoría de quienes son pillados en fraude fiscal ni siquiera se les ocurre “tantear” al equipo de inspectores que le ha caído encima. Incluso ha habido algún movimiento por parte de asociaciones de inspectores de Hacienda para protestar contra el exceso de rigor que se les exige contra los pequeños defraudadores mientras que las grandes bolsas de fraude gozan de una cierta impunidad.
   Otro tanto cabe decir del cuerpo de fiscales y jueces, en los que son un problema mucho más abundante las rencillas personales y el cantonalismo que la corrupción sistemática. El caso de las fuerzas de seguridad del Estado es algo más preocupante, pero es obvio que el cáncer no se encuentra ahí. El problema, el problema real, el problema en el que todos pensamos cuando hablamos de corrupción en este país, es la corrupción de quienes están situados por encima de los funcionarios, bien a nivel local, provincial, autonómico o nacional. No hay más que seguir las noticias para ver el menudeo de casos que están llegando a las fases finales de instrucción judicial y a ello hay que añadir lo que cualquiera puede oír en la calle de fuentes de primera mano. Entre ambos niveles, resulta difícil imaginar hasta qué punto ha llegado la corrupción de nuestra clase política. No se trata ya de que los grandes inversores internacionales hayan pagado el apoyo político prestado, cada empresa de medio pelo tiene su lista de políticos en nómina y no parece existir empresario que, tratando de montar desde un parque infantil hasta una pizzería, no haya tenido que tratar con el comisionista de turno. La extensión del problema es tal que no resulta difícil hablar de un sistema político corrupto en su integridad.
   Hace ya tiempo que Schumpeter y otros señalaron la posibilidad teórica de tratar al dinero como si fueran votos y los votos como si fuera dinero. Max Weber eximió al político del deber de la honestidad al encuadrar su actuación dentro del ámbito de la ética de la responsabilidad. Finalmente, Felipe González sacó el lógico corolario de ambas teorías: la responsabilidad por confundir lo democrático con lo crematístico debía ser una responsabilidad política, por tanto, el lugar último para dirimirla eran las urnas. Dicho de otro modo, a los políticos los deben juzgan las elecciones, no los jueces. Desde entonces el PSOE puso de moda dudar de las inclinaciones políticas de cualquier juez que hallase pruebas de su implicación en un escándalo, moda a la que se han sumado formaciones de todo el espectro parlamentario y, últimamente, las centrales sindicales.
  Es todo tan evidente y estamos todos tan de acuerdo que no puede corresponder sino a alguien proveniente del campo de la filosofía llevar la contraria. En efecto, en el siglo IV a. C. Platón ideó un sistema político cuyo punto de partida no era otro que la destrucción de la familia. Griego, es decir, mediterráneo, por tanto, buen conocedor de lo que hablaba, acabó acusando a la familia de todos los males humanos que previamente había achacado al cuerpo. En efecto, a uno y otro lado del mare nostrum, la familia es la institución que nos educa, nos da seguridad, nos protege, nos amortigua los golpes de la vida y, a cambio, nos controla, vigila y se sube a nuestras espaldas por el resto de nuestra vida. Pues bien, pregúntele a cualquier ciudadano de esos que sitúan como principal problema del país la corrupción política, qué haría si alcanzase un cargo y tuviese un hermano, cuñado o primo en paro. ¿No lo enchufaría? ¿No le daría un despacho con aire acondicionado a cargo del erario público? Ahora que ya ha conseguido que se sincere, presiónele un poco. Le confesará también que, de obtener dicho cargo, su objetivo principal no sería otro que llenarse los bolsillos tan rápido como fuese posible. La justificación que le dará es la corrupción misma hecha argumento: “para que lo hagan otros, lo hago yo”. Ya no tardará mucho en obtener la conclusión que lo aclara todo. Al español no le preocupa la corrupción política porque sea galopante, ni porque sea insostenible, ni porque sea inmoral, le preocupa porque no es él el que está robando. Los españoles no sienten desprecio ni repugnancia por su clase política, simplemente, sienten envidia.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Por qué soy un privilegiado

   Pertenezco a la privilegiada clase de los funcionarios. Si bien cíclicamente me planteo dedicarme a otras cosas, todavía no he encontrado nada mejor. A este respecto, debo insistir en el motivo central de este blog. Aunque parezca que la filosofía está muy alejada de la vida cotidiana, lo cierto es que nunca deja de vigilarla con un ojo. En contra de lo que suele decirse, el primer motivo de reflexión de los filósofos no fue la naturaleza, el ser o la realidad, sino cómo ganarse la vida (para dedicarse a pensar sobre esas cosas). Del que comenzó todo esto, Tales de Mileto, se cuenta que primero se procuró un buen pelotazo financiero y después se dedicó a estudiar las estrellas y esas cosas. Desde entonces la gente intentó seguir muy de cerca las inversiones de los filósofos, así que esta vía de ingresos quedó cerrada por unos siglos. En cuanto a un filósofo se le ocurrió pedir el subsidio de la democracia se lo cepillaron. Es lo que se conoce como la muerte de Sócrates. Un ejemplo para los filósofos del porvenir, sin duda. De modo unánime, los filósofos llegaron a la conclusión de que las democracias preferirían siempre emplear el dinero en cosas más útiles: bacanales, circos romanos o fútbol y buscaron el mecenazgo de los tiranos o bien dedicarse a la enseñanza. Algunos, más listos, buscaron ambas fuentes de financiación, caso de Platón o de Aristóteles. A este último le cabe el honor de haber sido el primero en dejar negro sobre blanco este tipo de preocupaciones filosóficas. Si uno se quiere dedicar a la teoría, dice Aristóteles, lo mejor es que satisfaga antes sus necesidades primarias, comida, vestimenta, etc. Quien pasa hambre y no tiene ropa que ponerse difícilmente se va a dedicar a preguntarse por qué existe el ser y no la nada. Él desde luego lo hizo. Se casó con la sobrina de un gobernador y completó los ingresos derivados de la dote aceptando la oferta para educar al Ale, el hijo del rey de Macedonia después conocido como Alejandro Magno. Aunque el Ale no aprendió gran cosa de su maestro, cosa típica de todos los alumnos/as, le permitió entrar a lomos de la victoria en Atenas. En un principio no lo pareció, pero Aristóteles creó el estilo de vida característico de los filósofos: vivir a costa del Estado y no tener que preocuparse por la cesta de la compra.
   Antes que aceptar plenamente las doctrinas de Aristóteles, una serie de filósofos encontraron otra manera de hacer fortuna. Consistía en ofrecer una cajita que encerraba todos los bienes de este mundo. A cambio de abrirla al pobre incauto de turno se le pedía la cesión de toda su fortuna o, al menos, la realización de "tareillas". Una vez enganchado el sujeto, daba básicamente igual qué hubiese en la cajita, porque, habiéndolo perdido todo, difícilmente reconocería que el maestro estaba desnudo. Este modelo de negocio es lo que actualmente se llama secta y, en buena medida, no es un modelo de negocio, es el modelo de negocio ideal que persiguen un buen número de multinacionales. Sus creadores fueron estoicos y epicúreos, pero fue rápidamente perfeccionado en Oriente. Hasta tal punto fue perfeccionado, que los filósofos acudieron en manada a aliarse con el chiringuito financiero más exitoso de la historia, quiero decir, con la religión. La simbiosis pareció, ciertamente, productiva. Los filósofos se encargaron del departamento de marketing de este chiringuito. Acuñaron eslóganes imperecederos (como el de "creo en el absurdo"), formaron una imagen de marca y elaboraron todo tipo de argumentos para estampárselos en la cara a los clientes insatisfechos (algo así como la atención al cliente de las compañías telefónicas). A cambio, la religión les ofreció comida, alojamiento y, en muchos casos, cerveza de gran calidad. No se pueden Uds. imaginar lo creativo que se vuelve un filósofo cuando se le ofrecen esas cosas.
   Pero, todo lo bueno se acaba. La religión fue perdiendo importancia y los filósofos tuvieron que volver a buscarse las papas. En general eso supuso hallar una buena corte a la que alagar oportunamente. El problema es que los filósofos, a diferencia de los bufones, no siempre tienen gracia diciendo las cosas. Bueno, la verdad es que casi nunca tienen maldita la gracia. Resultaban, pues, más molestos que otra cosa y este tipo de contratos acabaron muy mal, piensen en Descartes. En honor a la verdad hay que decir que no tan mal como aquellos que pretendieron trabajar como autónomos, caso de Spinoza. Con la generalización de la enseñanza, surgió al fin, ya en el siglo XIX, el modelo que todos aceptamos como la conformación estándar, es decir, el filósofo profesor.
   Ser profesor y filósofo no es ningún chollo y, si no que se lo digan a Moritz Schlick. El Estado pide lo más preciado para alguien que estudie filosofía, su tiempo. Tiempo que, como es normal en cualquier funcionariado, hay que emplear en no importa qué. Por ejemplo, este comienzo de curso viene marcado por la imprescindible realización de pruebas iniciales para determinar el nivel de los alumnos/as. Es algo perfectamente comprensible para los alumnos/as de nuevo ingreso en un centro. Un poco menos comprensible resulta para los niveles en los que se hallan implicados los profesores de filosofía. Una consulta de cinco minutos con cualquier compañero que haya conocido a los alumnos/as con anterioridad bastaría. Aún menos comprensible es que se obligue a realizar este tipo de pruebas cuando cada curso termina con el relleno sistemático de todo tipo de informes acerca de las aptitudes y actitudes demostradas por el alumno/a con anterioridad. Y todavía menos comprensible es la exigencia de que cada prueba vaya acompañada de un informe cualitativo del alumno/a y de la introducción de una nota numérica (es decir, cuantitativa) en el correspondiente programa. Se puede resumir de un modo breve, el Estado nos ve como a simples burócratas que hemos de rellenar papeles cuya única utilidad es que otros justifiquen su salario comprobando que han sido rellenados de modo correcto. Las actuales y draconianas medidas de varias autonomías españolas lo muestra bien a las claras, se exigen más horas de docencia, como si impartir clase fuese el mismo tipo de actividad que atender a los ciudadanos en una ventanilla. A efecto de los intereses del Estado, la docencia o la consulta del médico, son ventanillas en las que se dispensan papeles, papelillos y papelotes con los que ir a otras ventanillas a realizar trámites.
   El licenciado en filosofía metido a burócrata intenta racionalizar su kafkiana tarea como buenamente puede, en general, trashumando de un clásico en otro a la búsqueda de una respuesta que dé algo de sentido a la pantomima cotidiana. Mientras tanto se consuela pensando que el Estado, a la vez que rellena su cabeza con tareas absurdas, rellena su estómago y que fuera de sus acogedoras alas, se pasa mucho más frío y es mucho más difícil hacer filosofía. Esas son las ideas que se pretenden inculcar con la especie de que los funcionarios son unos privilegiados. Diría que este argumento es de tontos, de no ser porque se le ha ocurrido a alguien que no llega ni siquiera a eso, es decir, al amiguete de toda la vida de un político, enchufado a dedo como "asesor". Vamos a ver, Ud. tiene que operarse a vida o muerte, ¿quién desea que le opere, una persona muy satisfecha con el trabajo que tiene, un privilegiado, o alguien amargado con su trabajo? ¿Y si se trata de educar a su hijo? ¿Qué hace Ud. cuando su jefe lo trata mal? ¿devuelve ese maltrato con una atención exquisita a los clientes? ¿Qué espera que haga un funcionario cuando sus jefes lo tratan mal? ¿y va a dejar a su tierno infante en manos de alguien pisoteado por sus superiores? ¿De verdad le gustaría acabar con los privilegios de los funcionarios? ¿Qué nos interesa realmente, que los servidores del Estado sean los mejores posibles o que sean los peores posibles? ¿y cómo se consigue atraer a los mejores funcionarios posibles, con buenas condiciones de trabajo o con malas condiciones de trabajo?
   Como decía, yo pertenezco a la privilegiada casta de los funcionarios. Soy un privilegiado porque no comencé a ganar dinero a los 16 años como cualquier buen autónomo, sino que tuve que esperar bastante más allá de los 24. Soy un privilegiado porque he accedido al puesto que tengo gracias a mis conocimientos en una materia concreta. Soy un privilegiado porque dediqué más de un año de mi vida a preparar unas oposiciones, sin la menor certeza de poder aprobarlas y sin ganar un sólo euro mientras lo hacía. Soy un privilegiado por haber aprobado esas oposiciones libres. Soy un privilegiado por hacer algo que nadie puede hacer con ocho meses de aprendizaje. Soy un privilegiado por haberme llevado buena parte de mi juventud más preocupado por prepararme que por hacer caja. Y si por ser un privilegiado así tengo que pedir perdón, pues perdonen Uds.