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viernes, 1 de julio de 2011

El último hombre íntegro

  
   Hay una película que se llama Los tres días del cóndor. Es de otra época. Se rodó en 1975 y eso significa que no se le da todo mascado al espectador para que no tenga que pensar nada. Es difícil, terrible, oscura, es una película genial, como las que hacía Sydney Pollack por entonces. En una escena un alto cargo de la CIA cuenta a su interlocutor cómo se pasó varios meses durante la guerra en un crucero, tirándose a una espía enemiga. "Me dieron una medalla por ello", dice. Entonces, su interlocutor le pregunta si echa de menos la acción de aquellos tiempos y él le responde: "No, echo de menos la claridad". Parece como si al mirar atrás estuviese muy claro quiénes eran los buenos y quiénes los malos, todavía mejor, que había buenos y malos. Esa claridad se pierde cuando la mirada se concentra en el ahora.
   Una de las características de nuestros tiempos es la segmentación. Es la clave en cualquier proceso de marketing moderno, es el supuesto de cualquier campaña publicitaria y es la fuente del mal. La segmentación es lo que permite elegir un grupo de consumidores que difícilmente se va a resistir al producto en cuestión, es lo que permite que una empresa obtenga el monopolio de un pequeño, pero rentable, sector del mercado y es lo que permitía a los vigilantes de los campos de concentración llegar a casa, lavarse las manos y jugar como padrazos con sus hijos. Se segmentan los mercados, se segmenta a la población, se segmenta, sobre todo, a los individuos.
   Tenemos trabajos en los que ni siquiera nos planteamos si tienen algo que ver con la justicia, seguimos caminos perfectamente trazados para nosotros, con nítidos protocolos de actuación que nos impiden averiguar qué demonios estamos haciendo realmente. Pero suena el timbre y al fin podemos ser nosotros mismos, podemos solucionar el mundo delante de una cerveza, podemos exigir nuestros derechos o los de nuestros hijos y podemos apoyar varias campañas subversivas desde Internet. El tiempo del trabajo ha quedado atrás y somos hombres nuevos, capaces de asumir decisiones que jamás intentaríamos asumir en el ámbito laboral.
   Mi padre era un hombre íntegro e intentó hacer de la integridad uno de mis valores fundamentales, pero ¿qué demonios significa hoy día ser íntegro? ¿Cómo podemos mantener algún resquicio de integridad en un mundo en el que ya no tenemos facetas sino que somos personas diferentes en el trabajo, en el ocio, en la familia, en las tiendas, en las calles y en el interior de un coche? ¿Qué integridad podemos tener si insultamos al volante a los mismos a los que tratamos con respeto cuando se nos presentan como clientes potenciales? ¿qué integridad le cabe a quien despide a padres de familia porque ése es el trabajo con el que puede alimentar a sus hijos? ¿cómo se puede hablar de la integridad de un especialista en marketing que presenta una reclamación por publicidad engañosa? ¿es íntegro un profesor que ejerce sobre los profesores de su hijo la misma presión que detesta que el resto de padres ejerza sobre él?
   Es raro el día en que no me hago estas preguntas. El pasado miércoles no fue uno de esos días. De las noticias que traía la prensa podía deducirse fácilmente que la tensión en los mercados se había relajado porque la policía griega había herido a 500 personas durante la contención de los disturbios originados por el nuevo (que no último) plan de ajuste. Ya he explicado el caso de la policía, así que no me referiré otra vez a ellos.
   Hace no mucho tiempo las bolsas subían cada vez que aumentaba el paro. ¡Qué tiempos! Parece que hemos entrado en una nueva era. A partir de ahora las bolsas subirán cada vez que la policía haga una nueva demostración de poder represor. El caso es que, esos "mercados", son un conglomerado de entidades financieras muchas de las cuales, para desgravar, conceden becas, entre otros, a algún hijo de uno de los apaleados. Los bancos tienen unos accionistas a los que no les van a hablar de otra cosa que no sea de dinero (ese elemento que tiene la extraña propiedad de no ser manchado ni por la sangre) y una obra social que promueve la mejora material y/o cultural del entorno en el que opera. Si ambas cosas fuesen a la par, si estuviesen integradas en los mismos departamentos, en las mismas estructuras, no habría nada malo que decir. Pero no ése no es el caso. Se ayuda a quienes se ha contribuido a convertir en alguien que necesita ayuda.
   Hoy tampoco ha sido un día en el que no me haya hecho la pregunta en torno a qué pueda significar la palabra "integridad". He tenido noticias de la existencia de un manifiesto de apoyo de los filósofos al movimiento del 15-M. En ese manifiesto, entre otras cosas, se pone a caldo a quienes andan buscando desesperadamente excusas para no participar en las protestas. Lo he firmado casi impulsivamente. Después he reparado en sus promotores. Por supuesto conozco a alguno. Hay gente a la que admiro. Hay gente a la que respeto profundamente. Hay gente de la que, simplemente, sé con toda seguridad que son mejores personas que yo y que ayudan mucho más a los que les rodean que yo. Hay quienes exigían repartir megáfonos antes de que hubiese ninguno en nuestras plazas (¿verdad Txetxu?) Pero hay gente... Entiéndaseme, si quisiera decir que no son personas íntegras lo diría sin más. No es eso. No estoy convencido de ser una persona íntegra y, por lo tanto, no me voy a poner a juzgar a los demás. Lo que ocurre es que ignoro qué harían si las propuestas del 15-M traspasaran las barreras de la política y la economía y llegaran a la universidad. ¿De verdad están por abolir todos los privilegios injustos? ¿de verdad apoyarían, por ejemplo, la participación de todos los sectores en la elaboración de los presupuestos de los departamentos? ¿de verdad dejarían en manos de una asamblea decidir la distribución del espacio en una facultad?
   He asistido a unos cuantos congresos, he trabado relación con mucha gente extraordinaria, he comido, bebido y reído con ellos. Con algunos mantuve el contacto durante años. Recibí de ellos calor, comprensión, ánimos y ayuda. Pero ¿qué hubiese obtenido de ellos si los hubiera conocido como miembros de un tribunal de oposiciones? Y al contrario ¿cómo se hubiesen portado en un congreso los que conocí en un tribunal? Todavía más ¿acaso he sido yo dos personas distintas, una en los congresos y otra ante un tribunal de oposiciones?
   En fin, he llegado a esa triste edad en la que uno echa de menos poder consultarle cosas a su padre.