Mostrando entradas con la etiqueta Tommy Flowers. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Tommy Flowers. Mostrar todas las entradas

domingo, 2 de agosto de 2015

The Imitation Game (3 de 3)

   En contra de lo que se muestra en la película, Turing no estuvo solo en sus ideas. Aunque es cierto todo lo que se ha dicho acerca de su trato difícil, poseía una característica de las personas inteligentes: saber cuándo estaba delante de algo realmente bueno. Eso fue lo que ocurrió cuando entró en contacto con Tommy Flowers. Thomas Harold Flowers es, desde luego, un personaje con mucho menos glamour que Alan Turing, pero no menos importante para el esfuerzo criptográfico británico de la Segunda Guerra Mundial. Empleado de la sección de telecomunicaciones del correo británico, llegó hacia 1939 a la convicción de que un sistema completamente electrónico era posible. En 1941, cuando Turing estaba buscando ayuda para convertir en realidad su “Bomba”, se topó con él y entre ambos se produjo una inmediata sintonía intelectual. Por mediación de Turing, Flowers aterrizó en Bletchley Park en 1942 y posteriormente utilizó su poca mano izquierda para que los proyectos de Flowers progresaran. A Flowers, en efecto, se lo enfrentó con la tarea de romper las máquinas de tipo Lorenz SZ 40 y SZ 42 cuya complejidad dejaba en mantillas a las máquinas Enigma. En esencia lo que propuso fue construir algo que hoy día podríamos llamar el primer ordenador. Se trataba de un monstruo con más de 1.500 válvulas de vacío, es decir, multiplicaba por 10 la máquina más grande de este tipo construida hasta ese momento. El proyecto de Flowers le pareció a los responsables de Bletchley Park demasiado arriesgado, así que le dieron una palmadita en la espalda y lo animaron a que fabricara ese aparato pero de su propio bolsillo porque no le iban a dar ni un penique de los fondos de que disponían. Flowers no se lo tomó como un no y en 11 meses construyó una máquina que recibió el nombre de Colossus por su inmenso tamaño. Pero Colossus, técnicamente conocido como Mark 1, rápidamente demostró ser también colosal por sus resultados. A diferencia de la Bomba de Turing, no dependía de repeticiones o errores humanos. Abrió los mensajes encriptados por las máquinas de tipo Lorenz de par en par, hasta el punto de que los británicos tuvieron que decidir si usaban o no toda la información que proporcionaba (y existe el caso documentado del bombardeo, al menos, de una ciudad inglesa en el que no la usaron). La entrada en funcionamiento de una versión mejorada, el Mark 2 con 2.400 válvulas en 1944, aseguró el éxito del desembarco de Normandía. 
   Al término de la Segunda Guerra Mundial, a Flowers se le recompensó con mil libras (que no cubrían los gastos efectuados para la construcción de su primera máquina Colossus). Ésta, obviamente, no le fue devuelta, bien al contrario, fue destruida al final de la contienda. Creyó que, tal vez, podría sacar provecho de su trabajo creando una máquina parecida para uso civil, pero el banco le denegó el préstamo solicitado a tal fin arguyendo que, obviamente, un aparato así no funcionaría. Hasta 1970 su familia trataba sus historias acerca de lo que hizo durante la guerra como los cuentos del abuelete, pues nada podía ser reconocido oficialmente. Dedicó el resto de su vida a implementar electrónicamente el sistema telefónico británico desde su puesto de responsabilidad en la Post Office Research Station. Los primeros galardones por sus méritos en el área de la computación llegaron en 1980, tenía 75 años.
   Lo que ocurrió con Turing tras la Segunda Guerra Mundial fue casi simétrico del caso de Flowers. Él sí pudo seguir trabajando en computación y obtuvo notable reconocimiento por ello. A cambio su vida fue mucho más breve. Desde 1945 se dedicó tanto al diseño de los primeros prototipos de ordenadores como a la creación de lo que hoy podríamos llamar el software para los mismos. Como es lógico, acabó interesándose por las más fascinantes máquinas de computación que existen, los seres vivos. Sus últimos estudios se dedicaron a la aparición de la sucesión de Fibonacci en los vegetales. 
   Sus ideas siempre iban muy por delante de los tiempos. El primer programa para jugar al ajedrez, en parte, obra suya, era imposible de ejecutar en las máquinas de la época. Aún más avanzado fue el artículo de 1950 sobre inteligencia artificial en el que proponía su famoso “test de Turing”. El “test de Turing” es un ingenioso experimento mental para decidir si un programa “piensa” o no. Lo que propuso Turing es que un sujeto, el evaluador, tendría que intercambiar mensajes con dos interlocutores con los que sólo podría comunicarse por medio, digamos, de unas fichas pasadas por una ranura. Sabría que uno de sus dos interlocutores era una máquina y el otro un ser humano. Si al cabo de un tiempo, cinco minutos en el artículo original, no era capaz de determinar quién era quién, el programa en cuestión poseería inteligencia artificial. El test de Turing sigue siendo de enorme actualidad, tanto en la discusión teórica que originó como por su aplicación práctica. Plantea cuestiones muy profundas acerca de lo que significa “entender”, “comunicarse” e “inteligencia”. Los captchas que todos resolvemos cotidianamente 60 años después en Internet están basados en este test. De hecho, si por “evaluador” entendemos una persona cualquiera, las máquinas hace tiempo que franquearon la frontera de la inteligencia artificial, pues mi madre solía darle las gracias a los contestadores automáticos de los teléfonos. 
   En 1967 el Parlamento británico acordó que era “legal” que dos personas del mismo sexo yacieran juntas “en la intimidad”. Esta “intimidad” fue interpretada tan restrictivamente por los jueces que provocó la condena de homosexuales por compartir habitación de hotel e, incluso, el lecho del hogar cuando en éste, aunque fuese en otra habitación, había una tercera persona. En 1998 se presentó por primera vez al Parlamento una legislación que abolía cualquier tipo de discriminación de las parejas gays respecto del resto de parejas. La ley fue discutida y votada varias veces hasta que, en el año 2000, tras un interminable tira y afloja entre los innumerables ex-alumnos de Cambridge y de Oxford que conforman la Cámara de los Lores y la de los Comunes, el portavoz de ésta decidió darla por aprobada. Hacía décadas que la actitud de los británicos hacia gays y lesbianas iba muy por delante de la voluntad de sus legisladores. Trece años más tarde, Alan Turing fue indultado por su graciosa majestad la reina de Inglaterra de los cargos de “indecencia grave y perversión sexual”. Para entonces todo el mundo tenía claro quién había sido Turing, simplemente, un genio de la humanidad.