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domingo, 15 de noviembre de 2015

Venga, hablemos de Cataluña

   Hace siete años, el sempiterno Angel María Villar, a quien tantas victorias le debe la selección española, estaba enfrascado en una dura lucha con Javier Lissavetzky, a la sazón, Secretario de Estado para el Deporte. La habitual desafección personal que siempre se halla detrás de estas cuestiones, tenía un curioso añadido. El intento de la Unión Europea por poner fin a los desmanes de la UEFA, había llevado a la FIFA a proclamar que sus reglamentos estaban por encima de las leyes de cualquier Estado. Villar, siempre fiel vasallo, había puesto en práctica tal mandato y no estaba dispuesto a acatar la ley aprobada por el ministerio que le exigía la celebración de elecciones antes de final de año. La Federación Española de Fútbol introdujo, pues, una modificación en sus estatutos por la cual las leyes españolas dejaban de afectarle. Hasta tal punto llegó la cosa, que la FIFA envió una carta al gobierno español exhortándole a rendirse ante la federación bajo la amenaza de expulsar a todas las selecciones españolas de las competiciones. Oficialmente el gobierno respondió a la FIFA poniendo los puntos sobre las íes y ésta quedó tan convencida que medió para la claudicación de Villar. La realidad fue muy otra. El presidente de la federación de fútbol convocó las elecciones cuando le vino a bien y a Lissavetzky lo destituyeron con la excusa de que sería el candidato ideal para la alcaldía de Madrid, lo cual, dentro del PSOE, desde hace bastante tiempo, significa que te tiran por el retrete. Desde entonces, Villar ha hecho lo que le ha venido en gana. Si en aquella ocasión se negó a adelantar las elecciones contraviniendo la ley, con Wert hizo exactamente lo contrario, adelantándolas en contra de la legislación. 
   Villar fue y sigue siendo un ejemplo de que en España las leyes no sirven para nada si uno tiene los contactos necesarios. Aquí, tener un cargo y, especialmente, un cargo de libre designación, ha significado siempre que uno estaba más allá del bien y del mal, pues nuestra casta política (¿se acuerdan de cuando el término “casta”, estaba de moda? ¿a que ahora parece que fue hace mucho tiempo?) lleva décadas entregada con fruición al desmantelamiento del sistema jurídico. No tienen más que ver lo que ha ocurrido con el Tribunal de Cuentas, que, de órgano supremo de control lo han convertido en la madre de todos los apaños. Semejante conducta sólo podía terminar de una manera y es que alguien, más tonto que la media, decidiese ponerse la Constitución por montera y lanzarse al ruedo a romper todas las barajas con las que hasta ahora habían estado jugando quienes pueden jugar a ser poderosos. No hace falta decir que ese tonto es Artur Mas y que va a acabar poniendo a Cataluña en una situación que difícilmente terminará sin el derramamiento de sangre, no la suya, por supuesto, sino la de unos pocos inocentes  que nada tenían que ganar en toda esta locura. 
   Ahora, nuestros brillantes políticos descubren que el desarme de la justicia, tan meticulosamente llevado a cabo, se vuelve en su contra y que los jueces poco pueden hacer cuando es un político quien infringe la ley. A lo sumo puede lanzar brindis al sol, como lo están siendo las sucesivas proclamas de ese Tribunal Constitucional al que sería tan fácil acallar recurriendo cada una de sus proclamas al Tribunal Supremo, con el que tantas querellas cruzadas tiene. El Sr. Mas lo ha dicho claramente, el Tribunal Constitucional prohibió una consulta que acabó celebrándose y ha advertido de las consecuencias de una declaración secesionista que afirmó que no se podía hacer. Como buen tonto, sigue hacia delante mientras los palos no lleguen hasta su cabeza y sabe que, de acuerdo con los estándares españoles, el garrote de la justicia no le alcanzará antes de 18 meses, cuando él ya esté a salvo al otro lado de la frontera recién creada con el único motivo de no acabar en la cárcel..
   Pero, en contra de lo que muchos creen, la estupidez es una enfermedad contagiosa. El otrora símbolo de la intelligentsia catalana, ERC, se ha aferrado a los destinos del President como un innecesario náufrago a su bote salvavidas. Al final su actitud acabará siendo una profecía autocumplida, han dejado a Convergencia sin discurso propio, pero ya le ha surgido por su izquierda quienes les van a aplicar la misma receta. Tras ellos va ese 47% del electorado catalán que siempre fue un 47% y al que ni las elecciones municipales plebiscitarias, ni las listas unitarias, ni toda la presión que la calle ha ejercido ha logrado añadir ni un voto más del 47% en las decisivas elecciones en las que marcharon juntos por el sí... a Artur Mas. ¿De verdad creen que quienes tanto gusto le están cogiendo a saltarse la ley a la torera, cuando sean ellos los que hagan las leyes y hasta la constitución, se van a volver fieles cumplidores de lo legislado? ¿Qué se puede esperar de alguien que, cuando no le conviene, tira a la basura todo el marco institucional que le ha permitido llegar hasta donde está? ¿Resulta sensato entregar el futuro a quien desprecia de un modo tan abierto a jueces y tribunales? Cierto que España es una idea que no ilusiona, pero esta República Independiente de Cataluña nacida de las entrañas de Mas y su caterva, da pavor.