Mostrando entradas con la etiqueta Wittgenstein. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Wittgenstein. Mostrar todas las entradas

domingo, 13 de febrero de 2022

De escarabajos y sueños.

   En el parágrafo 293 de las Investigaciones filosóficas aparece el famoso experimento mental de Wittgenstein sobre los escarabajos. Imaginemos, dice Wittgenstein, una tribu en la que cada miembro tiene una cajita con un contenido al que suelen llamar “escarabajo”. Las reglas del pudor de la tribu implican que nadie puede mirar en la caja de otro, por lo que el único modo que tiene cada miembro de la tribu de saber a qué puede llamarse “escarabajo” pasa, única y exclusivamente, por lo que hay en su caja. Aunque en la palabra “escarabajo” reconocemos el nombre de un insecto, en el juego del lenguaje de esa tribu, no existe el efecto de designación que solemos apreciar en dicha palabra cuando la utilizamos nosotros porque bien podría ocurrir que en la caja de algunos de los miembros de esa tribu hubiese hormigas, serpientes o, simplemente, nada. El contenido de la caja, concluye Wittgenstein, resulta por tanto irrelevante para el uso de la palabra que se hace en su lenguaje. Ahora sólo tenemos que generalizar dicha conclusión, las sensaciones subjetivas de cada uno de nosotros, la intimidad de nuestras conciencias, cualquier supuesto “lenguaje privado” que las describa, carece por completo de relevancia a la hora de entender el lenguaje. “Lenguaje” implica, única y exclusivamente, algo que, como la moneda, puede intercambiarse a la luz pública en un mercado y todo lo significativo, quiero decir, cualquier significado, se reduce a los acuerdos que permiten dicho intercambio. 

   Wittgenstein se cercioró de la inevitabilidad de sus conclusiones anclando en la mente de todos que “escarabajo” quería decir “dolor” y que el dolor no puede explicarse por el modelo de “objeto y designación” habitualmente utilizado. “Dolor” a todos los efectos implica la realización de una serie de comportamientos públicamente observables y reconocibles como “dolor”. El fenómeno del dolor se agota en esa manifestación pública, en el uso que se hace de este término. Por vergonzante que pueda parecer, la totalidad de filósofos vigesimicos siguieron cual rebaño de borregos a su apóstol sin reparar en su truco de mal trilero. En efecto, ¿por qué identificar a esos “escarabajos” con el dolor? ¿en serio alguien ha experimentado alguna vez su dolor como algo que sucedía “en una caja”? ¿no existe otro análogo mejor para ese escarabajo? Intentemos hallar un sustitutivo mejor. Debe tratarse de algo que nadie más que cada uno de sus dueños pueda mirar, que no se muestra a los demás, que todos sabemos en qué consiste aunque no haya una situación en la que “abramos nuestra cajita”, que designamos con un nombre, que puede presentar múltiples formas y que, simplemente, puede no hallarse “en la caja”. ¿No acabamos de describir nuestra vida onírica? ¿Acaso alguien más puede contemplar su contenido? ¿acaso podemos contemplar el contenido de los sueños de otra persona? ¿acaso podemos saber si verdaderamente otra persona sueña como lo hacemos nosotros? ¿soñamos siempre o, aún peor, existen los sueños no recordados? Apliquemos ahora lo que dice Wittgenstein a propósito de sus escarabajos. Los sueños, de acuerdo con Wittgenstein, carecen por completo de significado a menos que los narremos en un lenguaje público. En esa manifestación pública, nuestro sueño adquiere su significado y lo hace porque existen reglas convencionales que permiten adjudicar ese significado al sueño. Si un sueño no se hace público, no existe o, al menos, carece de cualquier relevancia. Un compañero de carrera me contó una vez que había soñado con las oposiciones al cuerpo de profesores de secundaria y las oposiciones consistían en una piscina donde tiraban a los opositores y éstos se iban ahogando. Según Wittgenstein, en el momento en que me lo contó y sólo en el momento en que me lo contó, este sueño adquirió el significado del agobio y la angustia implicados en prepararse unas oposiciones. Antes de contármelo, mi compañero de carrera no podía conocer el significado de ese sueño, aún más, dicho sueño ni siquiera existía o ni siquiera tenía relevancia para su vida. Como tal, el sueño en sí, carecía de cualquier cosa merecedora de que se le aplicase el término “significado” porque todo lo relevante se reduce a lo que se conforma con las reglas comunes aprobadas por convención. ¿De verdad carecen de relevancia los sueños si no se verbalizan públicamente? ¿De verdad afrontamos con el mismo temple los días en que hemos tenido pesadillas que los días en los que hemos tenido sueños felices? ¿De verdad miramos igual a la cara a esa persona con la que hemos tenido un inesperado sueño erótico? ¿De verdad que nada tan público como la ciencia ha surgido de la experiencia íntima de un sueño? Las respuestas de Wittgenstein resultan extravagantes entre otras cosas, porque con indiferencia de a qué cultura hagamos referencia y a qué época, una constante de las vivencias humanas consiste en asumir que los sueños constituyen un lenguaje, un lenguaje a través del cual recibimos mensajes de los dioses, los antepasados, el inconsciente o los mecanismos de archivado de los recuerdos. Un lenguaje, definitiva y absolutamente, privado. Por sorprendente que pueda parecer, esta observación tan trivial mete a cualquier wittgensteniano en un brete, porque, para demostrar lo erróneo de semejante creencia, habríamos de recurrir a una definición general de qué entendemos por lenguaje. Pero, si hubiese una definición general de lenguaje, podría haberla también de sus términos, por ejemplo, del significado general de cada palabra y la teoría del uso y desuso caería por su propio peso. Por tanto, tenemos, por un lado, a buena parte de la humanidad convencida de que los sueños constituyen un cierto tipo de lenguaje y, por otra, a los filósofos del lenguaje diciendo que eso debe considerarse un error porque sus libros sagrados prohíben la existencia de lenguajes privados. La única salida consistiría en aludir a los reiterados fracasos para encontrar la manera en que surgen los sueños. Pero, claro, entonces, por contraste, habría que sacar a la luz el oscuro secreto que tanto tiempo llevan tratando de ocultar los esbirros de la filosofía del lenguaje vigesimica: que no hay por qué medir todas las relaciones humanas con las reglas del mercado; que si nos empeñamos en convertir la metáfora de las palabras como monedas en un modelo explicativo, entonces habrá que dejar claro, de una vez por todas, lo que Victor Klemperer testimonió, que detrás de cada nuevo uso de las palabras, como detrás de cada nueva impresión de billetes, se encuentra siempre la planificada estrategia de un poder establecido.

domingo, 18 de febrero de 2018

Por qué debería haber una Academia de la Lengua (1 de 2)

   Abrahan Klemperer, maestro experto en el Talmud, tuvo dos hijos, Natham y Whilhelm. De los tres hijos de Natham alcanzó fama Otto, extraordinario director de orquesta al que debemos versiones de referencia de Bach, Mozart, Haydn... Pero no quería hablar de esta rama de la familia sino de la otra, la de Wilhelm, padre de Viktor Klemperer. Voluntario condecorado en la Primera Guerra Mundial, convertido al protestantismo en 1912 y casado con una alemana “aria”, ejerció como profesor en la Technische Universität Dresden desde 1920. El nazismo le obligó a abandonar su cargo, a realojarse en una “casa judía” con otras “parejas mixtas” y a trabajar en una fábrica. En esa época, 1933, comienzan sus diarios. Klemperer debió redactarlos como Winston Smith, el protagonista de 1984, con el deseo de testimoniar la barbarie cotidiana a lectores, con toda probabilidad, inexistentes. Escribió 1.600 páginas convencido, salvo improbable optimismo, de que ninguna de ellas vería la luz, como puro acto de autoafirmación. Dos singulares azares jugaron, sin embargo, en su favor. La confusión que engendró el primer bombardeo aliado de Dresde le permitió arrancarse la estrella judía del pecho y huir con su mujer poco antes de que se certificara su deportación a un campo de exterminio. Después de la guerra, sus escritos formaron parte de la tanda de libros publicados en la naciente República Democrática Alemana en los días previos a la entrada en vigor de las leyes de censura. Así pudo llegar hasta nosotros la voz de Klemperer y, más en concreto, la voz de su época, de la que se convirtió en fiel testigo.
   Lingua Tertii Imperii: Notizbuch eines Philologen constituye  un pormenorizado estudio de cómo la propaganda nazi alteró la lengua alemana para difundir sus ideas entre la población. Sostenía Klemperer que la introducción de nuevos usos de las palabras mediante la reiteración de los mismos en los discursos oficiales, aunque resultaría más exacto decir, en los medios de comunicación que daban cuenta de ellos, acabaron impregnando de nazismo toda la sociedad. “Eterno”, por ejemplo, pasó no a designar una cualidad divina, sino una cualidad de los pueblos, “el eterno judío”, “la Alemania eterna”. “Fanático”, dejó de tener un significado peyorativo, de hecho, se enfatizaba la necesidad de seguir ciegamente los dictados del Führer. “Crisis” comenzó a denotar todas las situaciones en las que el ejército alemán necesitó retirarse. “Especial”, referido al tratamiento, constituía el modo habitual de denominar los asesinatos. “Reforzado”, como calificativo de “interrogatorio”, se empleaba en los mismos contextos en los que habitualmente se usa “tortura”. Y, mi favorito, Welt, mundo, que se utilizaba para indicar la audiencia del Führer, en el doble sentido de que Hitler había conseguido que todo el mundo escuchara a Alemania y que quienes se negaban a oír su voz, no formaban parte del mundo, de la humanidad. Welt, además, se usó en Weltanschauung, término técnico de la antropología y la historiografía que puede traducirse como “cosmovisión”. El nazismo lo popularizó, pasando a emplearse para designar el “nuevo” modo de entender las cosas. Curiosamente, los enteradillos de la filosofía contemporánea, muy progres todos ellos, siguen utilizando de un modo muy parecido este término ignorando quién puso de moda semejante uso.
   Wittgenstein nunca nos explicó de dónde surgían los juegos del lenguaje. Como su maestro, Lamarck, pareció apuntarse a la teoría de la generación espontánea, ignorando o tratando de ocultar, que quienes tienen el poder para crear leyes, reglamentos y estándares, someten a todos los demás a prácticas de las que, si seguimos cacareando que “el significado es el uso”, como hacen tantos de sus epígonos, ya no podremos escapar. Quien manda impone el uso aceptable y, por tanto, el significado de las cosas. Si ahora amalgamamos tal planteamiento con el concepto del “mundo de vida”, lejos de resultar una teoría emancipadora, como pretende Habermas (no sabemos si por ignorancia o por bien pagado colaboracionismo), nos vemos abocados, en realidad, al fatalismo de lo dado, en el que ya no tenemos más remedio que jugar según las reglas establecidas si queremos seguir teniendo una vida en el mundo. El hecho de que Klemperer pudiera percibir el cambio en los usos, quiero decir, el hecho de que él sí pudiera hacer eso que tantos recitadores de eslóganes niegan, comparar, diacrónicamente, juegos del lenguaje, su resistencia a la neolengua, su obstinación en un juego del lenguaje que sabía condenado a la eterna privacidad, muestra que hay algo más allá del uso, algo que siempre ofrece la posibilidad de resistencia y de escape, por mucho que tanto estómago agradecido intente impedirnos ver su existencia. Por eso no resultaría mala idea crear una institución, una Academia, que lo protegiese.

domingo, 29 de enero de 2017

Que yo fuera o fuese interlocutado (1 de 2)

   El pasado viernes 13 de enero, la versión impresa de El País informaba que los propietarios de la torre Agbar de Barcelona habían decidido renunciar a sus pretensiones de convertir el citado edificio en hotel, debido al desgaste de varios años de tramitación “y a las dificultades para interlocutar con el gobierno de la ciudad”. El palabro tenía tal magnitud que cuando esa tarde intenté encontrarlo en la edición digital, había desaparecido. No obstante, me quedó la inquietud de quien ha tenido un encuentro en la tercera fase, así que me puse a buscar por Internet y, en efecto, allí encontré testimonios de otros avistamientos. En los foros de la Real Academia de la Lengua, quedaba constancia de su existencia al menos desde 2011. Se especulaba con que vio la luz en Chile, en Honduras o en la propia España y se afirmaba que, si bien aún no se halla recogida en el diccionario de la RAE, consta ya en el Diccionario de americanismos. Dada la práctica habitual de la academia de dar por bueno todo lo que se pronuncie, queda poco para la  canonización de semejante término. Dudo mucho, en cualquier caso, que tan feliz invento haya tenido su origen aquí. Los madrepatrios acostumbramos a maltratar el idioma por vía de la tergiversación gramatical o semántica más que por la vía inventiva, algo que me parece mucho más habitual allende los mares. En cualquier caso deben entenderme, aunque lo parezca, no me opongo a la innovación lingüística, bien al contrario, me fascina.
   La ingenua teoría de que el significado de una palabra viene dado por su uso, teoría que Wittgenstein se limitó a proponer para “la mayoría de los casos” y que sus epígonos han convertido en dogma de fe, nos deja en la absoluta inopia cuando se trata de explicar cómo surgen las palabras. Al parecer, una conjunción de letras se halla en el limbo de las palabras esperando que alguien la descubra y carente por completo de existencia mundanal, quiero decir, de significado. De repente, los hablantes comienzan a usarla, con lo que adquiere un significado ex nihilo. Dicho de otro modo el significado no existe y, súbitamente, comienza a existir, sin causa, razón ni motivo. Además, como Wittgenstein insistía en que no podía haber juegos del lenguaje privados, tenemos que no se trata de que alguien, de buenas a primeras, asigne un significado a lo que antes no constituía una palabra. Tiene que tratarse de un conjunto de hablantes, al menos dos, que comienzan a utilizar una palabra de la misma manera, quiero decir, asignan el mismo significado a una palabra a la vez. Dado que no han podido ponerse de acuerdo en ello, pues entonces habrían usado la palabra antes de que ésta tuviese significado, la única explicación consiste en que, por una telepatía extralingüística, han llegado a algún tipo de acuerdo. Si esto parece un poco raro, hay cosas mejores, por ejemplo, siguiendo semejante “explicación”, a los pañuelos de papel se los podría haber comenzado a llamar Kleenex antes de que tal empresa hubiese existido y “formica” designaría un tipo de plástico antes de que se hubiese fabricado por primera vez. En realidad, la teoría del significado como uso y la existencia de una comunidad de hablantes constituyen términos excluyentes porque no hay nada que garantice que yo uso un término exactamente de la misma manera que lo hacen los demás.
   El modo de evitar estas incongruencias pasa por anteponer un elemento al uso del término: la necesidad. Aparece una necesidad y, como consecuencia, algo, un artefacto, un producto, un partido político o una palabra, viene a satisfacerla. El propio Lamarck señalaba ya que la necesidad crea la función y Lázaro Carreter parece inclinarse por el bonito criterio de que no se deben admitir nuevas palabras en el idioma a menos que se necesiten, criterio que, de seguirse a rajatabla, nos tendría aún confinados en el latín. No obstante, a mi esta teoría siempre me han encantado, porque una versión de la misma aparece en Astérix en Bretaña. Allí se nos cuenta cómo los habitantes de las islas británicas bebían agua hervida, a veces “con una nube de leche”, hasta que Panorámix satisfizo su necesidad llevándoles unas hierbas de la India llamadas “té”. De modo semejante me imagino que durante siglos los europeos anduvieron dándose de cabezazos unos con otros debido al enorme mono de nicotina que tenían antes de que hubiese nacido Colón. Debió haber una especie de cuenta atrás que llegó al día en que, por fin, alguien trajo el tabaco al viejo continente, acabando con la inmensa necesidad que de él había. Y, todavía mejor, dado que las necesidades “están ahí” mientras no venga alguien a satisfacerlas, no se entiende por qué no hubo necesidad de productos para limpiar la vitrocerámica antes de que existieran las vitrocerámicas. Así llegamos a la cuestión que queríamos plantear: ¿qué necesidad había de crear un palabro como “interlocular”? Y si no había necesidad, ¿por qué hay quien ha comenzado a usarla, quiero decir, la ha dotado de significado?

domingo, 26 de octubre de 2014

El ajedrez y la filosofía (del lenguaje)

   Vimos en una entrada anterior cómo Laplace describió una inteligencia capaz de predecir la posición futura de cada cuerpo del universo. Vimos cómo esa propuesta se expandió más allá de sus límites originales y cómo tal propuesta no hubiese existido nunca de no haber cometido Laplace un error de cálculo. Y es que la maravillosa mente humana resulta extremadamente torpe a la hora de colocar dos etiquetas en particular, la de “simple” y “complejo”. Tomemos el caso del ajedrez. Son 32 piezas en total (8 peones, 2 torres, 2 caballos, 2 alfiles, una reina y un rey por jugador), distribuidas en 64 casillas. Nadie que no esté en el ajo podrá percibir nada especialmente complejo en tales números. ¿Podrá un ordenador encontrar siempre el modo de convertir la posición de cualquiera de los dos contendientes de una partida en ganadora con independencia de la calidad de su rival? Una vez más, nuestro cerebro nos dirá que la respuesta es “simple”: dotamos a un ordenador de una base de datos que incluya todas las partidas posibles y un algoritmo de búsqueda y ¡hecho! Pues bien, un cálculo aproximado sitúa el total de partidas posibles en algo así como 10120 (casi el doble de átomos del universo). Incluso si tuviésemos un algoritmo de búsqueda adecuado, incluso si lo pusiéramos a funcionar en el mejor superordenador imaginable, no resultaría de ahí un procedimiento aplicable a una partida de ajedrez real. De hecho, la resolución total del ajedrez, esto es, la posibilidad de encontrar siempre la manera de ganar aunque el rival juegue del mejor modo posible, no se considera factible hoy día. En el ajedrez (no vamos a hablar del go), como en la vida, las cosas no suelen ser lo que parecen.
   Sin embargo, es frecuente ver a los filósofos argumentando en base a analogías extraídas del ajedrez. Ferdinand de Saussure es un buen ejemplo. Su Curso de lingüística general se considera el escrito seminal de todo lo que después se llamó estructuralismo. Estamos, pues, en una manera de entender el lenguaje que marcó a una generación de antropólogos y filósofos continentales (franceses, particularmente). En el corazón de esa perspectiva puede hallarse esta afirmación: "el valor respectivo de las piezas [del ajedrez] depende de su posición en el tablero, del mismo modo que en la lengua cada término tiene un valor por su oposición con todos los otros términos"(1). La conclusión es, una vez más, “simple”: el lenguaje constituye un sistema reglado en el que el significado de cada término proviene de su oposición con otros. Cada regla, es, pues, una especie de interruptor, que estará en “on” o en “off” para cada término en cada momento concreto. Ahora bien, ¿de verdad se ha seguido correctamente la analogía? Las aperturas de india de rey, india de dama y la inglesa, entre otras, incluyen una posición característica a la que se denomina “fianchetto”. El “fianchetto” designa a un alfil que, en lugar de aparecer en el juego a través del hueco dejado por el peón de rey o de dama, lo hace por el peón de caballo, pasando así a dominar una de las grandes diagonales del tablero, como puede verse en la siguiente imagen tomada de http://www.chessmusings.com/misc/the-fianchettoed-bishop/. 

El fianchetto hace referencia a una posición desde la que se puede
dominar una de las grandes diagonales como es el caso del alfil de g7.

Pues bien, ¿a qué se opone un alfil en tal posición? ¿lo que le da significado en el juego no es, precisamente, su carencia de oposición?
   Pero no se trata sólo de Saussure. El ajedrez, una vez más como analogía con el lenguaje, aparece también en las Investigaciones filosóficas de Luwdig Wittgenstein. Dice Wittgenstein que aprender el significado de una palabra es lo mismo que aprender cómo se usa una pieza de un juego cualquiera. Su significado es su uso dentro de ese juego. Por tanto, el significado de un alfil es lo mismo que el uso que se hace de esta pieza en una partida. Si hubiese que tomarse en serio esta propuesta llegaríamos a consecuencias hilarantes para cualquier jugador de ajedrez. En efecto, de seguir a Wittgenstein, un rey carece de significado hasta que se lo usa. De hecho, el uso habitual del rey suele implicar el uso simultáneo de otra pieza, la torre, en un movimiento conocido como enroque. ¿Cuál de las dos cobra significado por ese uso? ¿las dos? ¿acaso rey y torre tienen el mismo significado en el juego del ajedrez? Todavía mejor, si el significado es el uso, el mismo significado en la partida tendría situar a una pieza ocupando una posición perdida en el tablero que ocupando una posición que domine el centro del mismo. No creo que Wittgenstein ganase muchas partidas de ajedrez siguiendo sus propuestas.
   Dónde está la clave podremos verlo fácilmente si echamos un vistazo a la teoría de la verdad de Hans Reichenbach. Dice Reichenbach que la proposición "el rey está en g8" es verdad si y solo si hay una figura en g8 que corresponde a un rey. Reichenbach saca entonces una consecuencia lógica, las proposiciones tienen sentido si son verdaderas o falsas o, lo que es lo mismo, una proposición tiene sentido si es verificable. "La verdad es una propiedad física de cosas físicas llamadas símbolos; consiste en una relación entre esas cosas, los símbolos y otras cosas, los objetos"(2). “Simple”, sin duda, pero erróneo.
   Supongamos dos personas ante una mesa vacía. Una de ellas dice "el rey está en g8" ¿es ésta proposición verdadera? ¿falsa? ¿sin sentido? Va a depender de si nuestros jugadores están  jugando lo que se llama una partida de ajedrez a ciegas o no. Es ridículo afirmar que no se puede hablar de verdad dado que no hay una correspondencia física entre objetos. Se nos dirá, bien, pero hay un modo de verificar la verdad de esa proposición. Cierto, reconstruyendo las sucesivas posiciones de las piezas sobre el tablero. La clave no está en las relaciones entre objetos físicos, sino en las posiciones. El valor de cada pieza de ajedrez, su sentido, su significado, su capacidad causativa, viene dada por su posición actual y por las posiciones que puede llegar a ocupar desde ella. Es la posición y no la oposición o el uso, lo que determina el significado y, evidentemente, ya no estoy hablando sólo de ajedrez.


   (1) Saussure, F. Curso de lingüística general, trad. A. Alonso, Losada, Bs. As., 1977, pág. 158-9.
   (2) Reichenbach, H. Erfahrung und Prognose: Eine Analyse der Grundlagen un der Struktur der Erkenntnis, 1938, Viewegt + Teubner Verlag, Wiesbaden, 1983, págs. 19-20.

domingo, 21 de julio de 2013

Bye, bye Wittgenstein's Pie

   Hacia principios de los ochenta, cierta empresa automovilística se encontró en una extraña situación. Los informes que obraban en su poder indicaban una expansión del mercado de los todoterreno, particularmente en los países de habla hispana. Habían diseñado un producto con notables innovaciones tecnológicas que causó expectación en las ferias por las que pasó. Su lanzamiento al mercado resultó brillante en los países asiáticos, no tanto en EEUU y fue un auténtico fracaso de ventas en Hispanoamérica. La casa matriz solicitó todo tipo de informes a sus filiales, pero ninguno de ellos explicaba el origen del problema. Se realizaron múltiples reuniones con los responsables en España e Iberoamérica, igualmente infructuosas. Finalmente, en una de ellas, con seguridad alguien joven que desconocía lo que no se de debe decir en una reunión de estas características, levantó la mano e indicó que, simplemente, era imposible vender un producto con ese nombre en un país donde se hablase español. Los directivos nipones sonrieron con suficiencia y le espetaron que el nombre había sido elegido pensando precisamente en esos países, de hecho, pertenecía a un felino de Sudamérica. “Bien, debió insistir el joven, ¿y cómo se llama ese felino?”. “Pues, Leopardus, Leopardus pajeros”. “De eso se trata, concluyó el joven, no es fácil conseguir que alguien que hable español se suba a un Pajero”. Los directivos acabaron por darle la razón al joven y así fue como el Mitsubishi Pajero pasó a denominarse Mitsubishi Montero. “Milagrosamente”, el cambio de nombre hizo que su ventas subieran como la espuma. Por desgracia, en Mazda nunca hubo un joven de estas características para explicarles por qué no se vendía entre las mujeres hispanas su modelo Laputa, ni en Toyota para explicar el fracaso en Francia del Toyota MR-2 (léase “merdeux” y recuérdese que en francés existe la palabra merde de obvio significado), ni en Lexus para explicar que ninguno de sus modelos debía llevar el nombre LF-A (léase “lefa”).
   Cambiemos de tercio. Supongamos ahora que vive Ud. en Milán y que tiene una hija de pocos meses a la que quiere dar una educación de élite desde su más tierna infancia. Una educación, por ejemplo, bilingüe. Así aprenderá español en casa, italiano e inglés. Le hablan muy bien de una guardería con esas características y decide ir a verla. ¿Se molestaría en traspasar el umbral de la Follador Nursey School? Follador es un apellido como otro cualquiera en Italia. De hecho, existen las bodegas Follador. Ud. puede pedirse un Follador en cualquier restaurante de postín y comprobará su solera, “Follador since 1769" podrá leer en la etiqueta. No siempre es buena idea ponerle el apellido familiar o cualquier otro nombre al que se está emocionalmente unido a unos vinos, en especial si uno vive en un Estado hispano como Texas y quiere llamar a sus vinos como a su barco, porque el resultado puede ser los vinos Kagan.
   A veces el problema está en una palabra que cambia de significado con el tiempo. “Gay”, por ejemplo, era un adjetivo que significaba “alegre” hasta los años 60 del siglo XX. De ahí el helado Golden Gaytime australiano. Hartos de ver caer las ventas, la empresa que lo comercializa, Streets, decidió coger el toro por los cuernos y relanzarlos con su eslogan original: “It’s hard to have a Gaytime on your own!” Esto debe contextualizarse, en Australia existe una potente comunidad gay y a ella se dirigía como público objetivo los anuncios de Streets. Ni que decir tiene que en otros países, como la vecina Nueva Zelanda, lo comercializan con otro nombre. No sabemos si el agua Sogay pretende seguir esa estrategia, tampoco sabemos si sus anuncios son del tipo: “Bebe Sogay”. La mayoría de las empresas son mucho más precavidas. Knorr, por ejemplo, no ha comercializado (todavía) en España sus sopas de verdura Pota, cosa que sí hace en Japón (1). 
   Encontrar el nombre adecuado para un producto es hasta tal punto difícil que se ha creado toda una rama del marketing, el naming. Es fácil de entender, ¿compraría Ud. el suavizante Rasrras? ¿la secadora Chofchof? ¿el sistema operativo Colga-2? ¿por qué si no los ha probado? En cambio sí está dispuesto a pagar por obtener “inmunitas”. El nombre es lo que hace oler a una rosa, saber bien a un refresco y curar a un medicamento. El problema está en que si intenta Ud. encontrar una explicación a estos hechos en la filosofía del lenguaje contemporánea, no la hallará. Toda esta disciplina está dominada por la doctrina de Wittgenstein de que el significado de una palabra es su uso y que el uso se produce en un contexto no exclusivamente lingüístico, lo que suele llamarse un juego del lenguaje. Aún más, Wittgenstein señalaba que las palabras no tienen “un” significado, tienen tantos significados como juegos del lenguaje de los que forman parte. A lo sumo, puede decirse que entre esos juegos del lenguaje hay cierto “parecido de familia”, pero no puede hablarse ni de evolución de un juego del lenguaje ni puede explicarse cómo y por qué una determinada palabra adquiere un significado o lo pierde.
   Nuestros políticos son todos wittgenstenianos convencidos y creen que si usan muy a menudo términos como “daños colaterales”, “contratos de formación” o “violencia de género” nos olvidaremos de los inocentes asesinados, del empleo precario o de las mujeres maltratadas. Si, efectivamente, el significado de una palabra dependiera de su uso en un juego del lenguaje, nadie se acordaría del onanismo, ni de prostitutas al hablar de coches, ni del priapismo al hablar de guarderías ni de vinos, ni de la homosexualidad paladeando un helado o refrescándose con una botella de agua. En este mundo en el que el centro de atención de los filósofos es lo que ocurre con sus cátedras, nadie parece haber descubierto lo que saben los especialistas en marketing desde hace décadas, que hay algo en las palabras que las aferra a significados concretos y que las lleva a arrastrar ese significado, digamos, plegado en su interior, por todos los juegos del lenguaje en los que van participando. Y ese algo no es otra cosa que la posición que ocupan en nuestras mentes. Pero, claro, para sacar este género de conclusiones hay que hacer lo que Wittgenstein pedía, pensar con él y no interpretarlo.


   (1) Pueden encontrar muchos más casos en la siguientes páginas:
   http://www.motorpasion.com/industria/nombres-de-coches-poco-afortunados-ford-corrida-mi
tsubishi-pajero
   http://www.comandopollo.com/2013/04/29/curiosiosidad-del-d%C3%ADa-productos-con-nombres-poco-afortunados/
   http://blogs.elpais.com/el-comidista/2013/04/nombres-inapropiados-comida.html
   http://ziza.es/2012/09/11/nombres_poco_afortunados.html