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domingo, 17 de septiembre de 2017

Del amar y el comer

   Como ya he explicado, me parece sintomático que Por qué soy misántropo, continúe encabezando las entradas más leídas y comentadas de este blog. Hace unos días apareció por aquí (quiero decir, por allí), “M.” con quien inicié una serie de intercambios de pareceres. En su último comentario decía: 
“Una chica que queda con usted y no se presenta ni lo llama es una chiquilla a la que le falta un hervor... Amar a los seres humanos implica necesariamente ver cosas buenas en medio de la inmundicia o la fealdad (ética y de todo tipo).”
Rápidamente le repliqué que yo atraigo la comida cruda, cosa totalmente cierta por muchos motivos que no voy a contar aquí y porque da igual cómo pida la carne en los restaurantes, siempre me la traen que sólo le falta latir. Mi asociación de ideas vino,  resulta obvio, de la multitud de expresiones que hay en los idiomas mediterráneos para hablar del amor a través de un lenguaje ligado a la alimentación, desde el piropo “estás para mojar pan”, hasta esa dulzura que le dice una madre a su crío, “te voy a comer enterito”, que debe inducir a los bebés a pensar que han venido al mundo en una cultura caníbal. Eso sin contar con el contenido sexual de los mordiscos, razón por la cual resulta un rollo mantener relaciones con una modelo. Pero mucho más interesante me pareció la idea de que amar implica pasar por alto la inmundicia de los seres humanos, exactamente lo mismo que hacemos en la mesa. Allí resulta de mal gusto recordar cómo se obtienen las trufas, el proceso de elaboración del foie gras, el nicho ecológico que ocupan las langostas, el género animal del que forman parte los caracoles o, paradigma de cuanto vengo diciendo, los gustos de ese delicioso animalito del que sacamos el jamón. En la mesa también idealizamos. Convertimos un bicho que se solaza en el barro, se alimenta de lo primero que pilla y no se lava ni por equivocación, en la forma pura de lo deseable. Quienes viven en la cultura del horror al cerdo, no pueden sino mirarnos y preguntarse si no sabemos lo que comemos, como quien ve desde fuera ese amor por un desalmado y no puede dejar de preguntarse cómo puede ignorar la pobre desgraciada lo que le espera.
   Más de un genio de los negocios se ha dado cuenta de lo que digo y ha hecho fama y fortuna preparando platos extraordinariamente aptos para servir de modelos fotográficos, pero incapaces de alimentar. Pide uno reserva con dos meses de anticipación, le clavan 400€ por una comida deliciosamente servida y cuando llega a su casa se tiene que preparar un bocadillo para no acostarse con hambre. Entonces comenzamos a sospechar que tal vez Freud tenía razón y que buscamos, de restaurante en restaurante, como de cama en cama, los sabores y las caricias originarias con los que nos criamos. También estos estafadores de los fogones constituyen un síntoma de estos tiempos en los que cuenta únicamente consumir, preferentemente sin alimentar nuestro espíritu ni nuestro cuerpo o, mejor aún, envenenándonos con hamburguesadas que haremos bien en excretar antes de que nos dañen definitivamente. No defiendo que haya que correr el riesgo de resultar muerto en el intento, ni en el amor ni en los manteles, pero sí que aprecio todo lo que va más allá de la pura satisfacción instantánea, incluyendo ese momento de reposo, esa pequeña conversación tras la comida que tanto mima nuestra cultura. Amar, comer, pensar, se pueden hacer de muchas maneras, pero no a toda velocidad como tratan de inculcarnos desde tantas partes. Así nos hemos quedado todos, pidiéndole al amor y a nuestro “espíritu”, lo que sólo la comida puede darnos: asimilar lo otro para convertirlo en parte de nosotros mismos. Desde Platón, queremos engrandecernos con el amor, hacernos más poderosos, más plenos de nosotros mismos, queremos, por supuesto, reproducirnos, en un sentido que sólo puede entenderse como copiarnos para perdurar en el tiempo. No se trata de la perduración del otro, buen cuidado ponemos en que nuestros hijos imiten cada uno de nuestros defectos. Se trata de nuestra propia perduración en un sentido ridículo que sólo comprenderemos plenamente si consideramos que actúa en nosotros un instinto, el poderoso espíritu de la especie que quiere sobrevivir y nos engaña de este modo. Nada de esto cuadra con el amor y sí con la alimentación. Los alimentos sirven para hacernos más grandes (muchas veces tanto que ya no entramos en nuestra ropa habitual), nos permiten perpetuarnos a nosotros mismos y reproducirnos en un sentido literal. La vida consiste en ese mantenimiento en la existencia por la reproducción, por la replicación, por la constancia de algo que, propiamente, no puede decirse idéntico, sino que se conserva diferenciándose de sí mismo. Confundimos, pues, amar con comer o, lo que viene a resultar lo mismo, consideramos que si para alimentarse hay que sacrificar a lo otro, también el amor tiene que implicar el sacrificio. El sacrificio de todo lo que en el otro hay de otro, todo lo que lo diferencia y aleja de mí. Obviamente no vamos a sacrificar a nuestra pareja, así que le pedimos que lo haga ella misma, que se sacrifique por nosotros, que nos dé todo aquello que no nos puede dar... porque nos ama. Y, cuando por fin nos lo da, cuando al fin se nos entrega plenamente con el sacrificio de aquello que desea, entonces no genera en nosotros satisfacción, genera temor, el temor de perderlo/a.
   Pero hay más, nuestra relación con la comida refleja nuestra vida emocional. Todos lo sabemos, cuando nuestra vida amorosa no va como deseamos, la comida pierde su atractivo y ya puede tratarse de nuestro plato favorito, que no sabe igual. Eso no significa, obviamente, que dejemos de comer. Este asunto depende de la persona. Las hay que realmente dejan de tener apetito y las hay que responden comiendo más de la cuenta o comiendo a todas horas, como hacen muchos cuando resultan presas del aburrimiento, el cansancio o el hastío. Buscamos, una vez más, el amor de nuestras vidas en cada restaurante o en cada bolsa de chucherías.
   Ya he hablado reiteradamente del sistema nervioso entérico, esa red de neuronas con capacidad de procesamiento de la información y de toma de decisiones independiente del cerebro que recubre nuestro tracto digestivo desde el esófago al colon. He comentado en varios sitios su relación con el sistema inmunitario, la mayor parte de cuyas células se concentran en el intestino. Pueden encontrarse por ahí multitud de sospechas de que el amor aumenta nuestras defensas, entre otras cosas, reduciendo la cantidad de cortisol que circula por nuestras venas. El amor, además, incrementa la producción de serotonina, ese meurotransmisor tan querido por el sistema nervioso entérico. Aunque no he podido encontrar evidencia científica de ello, doy por supuesto que existe un vínculo entre el sistema nervioso entérico y el cardíaco. Por otra parte tenemos lo que venimos viendo, las semejanzas entre el amor y la comida. Todos lo sabemos, el mejor modo de llegar al corazón de un hombre o de una mujer pasa por su aparato digestivo. Los españoles que han vivido en Alemania conocen los milagros que obra una buena tortilla de patatas. Por otra parte, nada hay de racional en el amor, bien al contrario, el amor nos atonta, disminuye nuestra capacidad de tomar decisiones racionales, como si hubiésemos dejado de utilizar ese sistema de procesamiento frío y lógico llamado cerebro. ¿Qué debemos concluir, pues, acaso que nos enamoramos con el estómago?

domingo, 25 de mayo de 2014

Un desastre llamado amor (2)

   Cualquiera que se haya enamorado sabe que este arrebato de las narices suele hacer que nos enamoremos de la persona menos indicada en el momento más inoportuno. Tal hecho constituye, a mi entender, todo el meollo del asunto. Dicen los psicólogos que el enamoramiento consiste en un comportamiento adaptativo. En efecto, al amor de nuestras vidas lo descubrimos al llegar a un sitio nuevo o al encontrarnos en una situación nueva con alguien que ya conocíamos. Esto me lleva a pensar que, en contra de lo que suele decirse, sí podemos enamorarnos a voluntad, a lo mejor no de una persona concreta, pero sí que nos cabe elegir el momento. Si no me cree, haga lo siguiente. Dedíquese a dormir menos de la cuenta. No le pido que se pase una semana sin dormir, más bien se trata de ese proceso por el que el cansancio se va acumulando progresivamente, quiero decir, dormir una o dos horas menos de lo habitual durante días. Añada a eso una mayor intensidad en su trabajo. Tampoco se trata de someterse a una presión brutal, pero sí de incorporar una cantidad limitada de estrés inexistente hasta ese momento en su vida. Múdese de piso, de ciudad o de país o bien cambie de profesión. Procure hacer esto en esas semanas en las que es evidente que se avecina una nueva estación del año, últimos días de verano, el otoño o, mejor aún, la primavera. Si ha llegado hasta aquí, tiene elevadísimas probabilidades de enamorarse o, cuando menos, de obsesionarse con alguien a quien hasta ahora no le había prestado atención o que acaba de entrar en su vida. Eso sí, le  garantizó que esa persona no le convendrá para nada.
   Si por su profesión, por su familia o por su vecindario, se relaciona Ud. con trescientas mujeres diferentes al cabo del mes, acabará enamorado de la que más le puede hacer sufrir. Una persona cariñosa, leal, dispuesta a cambiar por nosotros, atenta, reúne todos los rasgos de una persona que nos deja fríos. A los seres humanos nos interesa toda aquella persona de la que tenemos la certeza absoluta que nos puede chulear con cierta frecuencia. Volvemos así a un tema sobre el que ya hemos hablado en este blog: los seres humanos hacemos todo lo posible para huir de la felicidad. Ningún modo mejor para conseguirlo que enamorarnos de alguien de quien tenemos la seguridad que no nos va a echar la menor cuenta o, mejor aún, que nos prestará atención únicamente para fustigarnos con su látigo. Todo lo demás, ni da morbo, ni resulta sexy, ni nos atrae. Por eso nos gusta tanto el amor, por eso nos quedamos atrapados en la miel de su recuerdo cual golosos moscardones, por eso nos parece insípida una vida sin amor, porque se trata de la descripción perfecta de una vida feliz y a nada le tememos tanto como a la felicidad. No, hay que enamorarse, enamorarse mucho y de alguien que nos pueda hacer pasar penalidades sin cuento. Y si al final resulta que esa persona parecía algo que acabó no siendo, si resulta que sus miradas insultantes escondían el deseo ardoroso de estar con nosotros, ya nos encargaremos nosotros mismos de hacerle pagar por sus pecados y convertir la relación en un infierno porque “he cambiado”.
   Bien, supongamos que les digo que aprendemos a amar del mismo modo que aprendemos otros comportamientos y, por tanto, que también podemos aprender a desenamorarnos. Sí, sí, puede desembarazarse de esos sentimientos cuando quiera, como ya hemos visto que puede adquirirlos. Todo se halla bajo su control. Aún más, resulta extremadamente fácil si podemos evitar ver con frecuencia a la persona de la que nos hemos enamorado.  Sacar a una persona de sus pensamientos, incluso de sus sueños, puede hacerse si uno realmente lo desea, se trata de una simple cuestión de voluntad. Una vez se ha dado este paso, lo demás se sigue de suyo. Si consigue dejar de ver a una persona, de pensar en ella, de soñar con ella, aún más, si tiene la voluntad de borrar su número de móvil, su correo electrónico y sus fotos, los sentimientos que un día despertó se irán al cabo de poco de tiempo, como lágrimas en la lluvia. Volverá a verlo/a y se preguntará: ¿de verdad yo me enamoré de éste/a? Pero, claro, he  pasado de puntillas por el obstáculo mayor que existe para todo esto: querer. Sólo hay algo más común y poderoso que el deseo de enamorarse, el deseo de no perder el amor por esa persona que no puede o no quiere ser nuestra. Diría aún más, el amor nos atrae tanto, por el riesgo que implica de lo que, en realidad, más le gusta a los seres humanos en este mundo: sentirse desgraciados por amar. Quien considera que la persona a la que ama resulta inalcanzable se aferra a ese sentimiento como un náufrago a un salvavidas, piensa que al fin ha encontrado lo que tanto andaba buscando, algo que le permita mantenerse eternamente alejado de la felicidad. Y si no me creen, no tienen más que recordar esa situación que todos hemos vivido. Todos hemos tenido ese/a amigo/a destrozado/a por un amor imposible, ese amigo antes alegre, chistoso, que ahora tiene siempre las lágrimas aflorando en sus ojos, ese amigo que anda sin poder levantar la cabeza del suelo... Y cuando llevamos dos meses consolándolo, intentando que no se emborrache cada día, vigilando que no se tire a las vías del tren, llega ese momento en el que uno ya no puede más y le suelta: “Mira, Pepe, tu novia era fea, muy fea, de hecho, era más fea que cualquiera de las tías que están bebiendo los vientos por ti, así que haz el favor de sonarte el moquillo y enrollarte con cualquiera de los bombones que hay en esta discoteca que ya no te aguanto más, hombre”.

domingo, 18 de mayo de 2014

Un desastre llamado amor (1)

   Hace mucho, mucho, mucho tiempo, cuando me hallaba en mi juventud y visitaba sitios como aquél, me presentaron a cierto chico de apellido impronunciable y aspecto adormilado en los pasillos del Instituto de Filosofía del CSIC. Según me explicaron, había venido desde Alemania a desarrollar parte de su tesis doctoral en Madrid. Me pareció disparatado abandonar la riqueza de las bibliotecas alemanas para acabar en el norte de África intentado hacer una tesis doctoral y se lo atribuí a que el sueño que parecía acarrear aquel tipo le impedía saber dónde había ido a parar. Años después, volví a encontrarme el mismo rostro adormilado y el apellido impronunciable en las hojas de un catálogo de libros de cierta editorial germana. Había publicado un libro titulado Die Zukunft der Liebe (El futuro del amor). En caso de que se tratase de su tesis doctoral, hacía mucho más comprensible su paso por Madrid. Hablarle de amor a una alemana se parece mucho a escribirle poesías a una pared. Si uno se lo curra de verdad y si a la chica en cuestión le has caído en gracia, puede que sólo tardes cuatro o seis semanas en que levante una ceja cuando habla contigo. Acostumbrados a las españolas, que a los cinco minutos ya les brillan los ojos o te miran con cara de asco, un español puede llevarse con las alemanas más chascos que granos tiene un celemín. De todos modos, yo no hubiese elegido Madrid para una tesis así, mejor me habría ido a Zaragoza, Valencia, algún lugar de Andalucía o Canarias. Pero no se trata de eso de lo que quería hablar.
   Quería hablar acerca del amor y no dónde resulta endémica dicha enfermedad. He dicho bien, enfermedad. Entre las múltiples desgracias que asuelan la humanidad, enamorarse puede considerarse de las más dañinas. Al fin y al cabo, el SIDA, el ébola, te matan y ya está. El amor se parece mucho más al herpes genital, ni te mata ni te deja vivir. Resulta difícil saber qué resulta más catastrófico del amor: su inutilidad; el que en unas ocasiones nos vuelve locos y en otras tontos; su capacidad para destrozar vidas; la intensidad de los sufrimientos que provoca; el que destruya relaciones sociales, familiares y personales; que dinamite cualquier plan o proyecto... No hay nada que contribuya más a hacernos desgraciados que enamorarnos, porque, en esencia, cuando uno se enamora se ha dictado sentencia. Básicamente pueden ocurrir dos cosas. La primera, muy desgraciada, que a la persona de la que nos hemos enamorado le importemos un pepino. La segunda, todavía peor, que la persona a la que amamos, también nos ame. Si Ud. pregunta por términos que designen lo contrario al amor, todo el mundo le hablará del odio, el desamor o algo parecido. Craso error. No hay nada más contrario al amor que la convivencia. Resuciten a Romeo y Julieta, pónganlos a limpiar el piso, sacar la basura y, todavía mejor, cambiar pañales, encuéntrenles un trabajo común, de modo que no dejen de verse a lo largo del día y en menos de un año pedirán cita con un abogado experto en divorcios. No hay amor suficientemente fuerte que resista los pelos en la bañera, la interrupción de un partido de fútbol “para hablar de lo nuestro” o la discusión acerca de qué gastos hay que recortar para llegar a final de mes. Cuando una de estas situaciones se presenta queda claro que la época en que modificábamos nuestro comportamiento para aumentar el bienestar del otro pasó a la historia y que ha comenzado la etapa del domino estratégico, comúnmente conocida como guerra. Hasta ahí dura el amor eterno. Según los expertos, unos seis meses, según mi experiencia personal, unas seis semanas. Después se da paso a otras cosas a las que podemos edulcorar con bonitos nombres, pero, en cualquier caso, ya no se trata de amor.
   El amor, para que verdaderamente merezca el calificativo de “eterno” o, al menos, de “duradero”, tiene que producirse entre personas que se vean los fines de semana, cada quince días o una vez al mes. Más allá de eso mata o se muere, lo cual resulta una demostración palpable de que nos hallamos ante un género de veneno. Resulta difícil saber para qué demonios puso la madre naturaleza este veneno en nuestra venas. Si se trataba de garantizar que el macho contribuyera al cuidado de la prole, bastaba con habernos dotado de un instinto paternal, que hubiese logrado resultados más duraderos y fiables. Dado que la madre naturaleza y, todavía más, la selección natural, no han demostrado hasta ahora semejante grado de estupidez como para poner en nosotros esta fuente inagotable de desgracias, hay que suponer que el amor no puede considerarse algo “natural”. No hablamos, pues, de un instinto, ni de algo con lo cual hayamos nacido, cosa que todo el mundo admitirá. El amor, como la gripe, se adquiere y se adquiere por el contacto con los demás. Como el salivado de los perros de Pavlov, se trata de un postizo añadido a los seres humanos por nuestro carácter cultural. De hecho, nos hallamos ante un rasgo universal, presente en todas las culturas como el tabú del incesto. El punto cero de la cultura, el núcleo mismo de su nacimiento, vendría entonces marcado, negativamente, por la prohibición de determinadas relaciones y, positivamente, por la necesidad de encauzar de modo romántico, quiero decir, tóxico, otras. Digámoslo de otra manera: se aprende a amar y, retomando el camino a la inversa, también podemos aprender a dejar de amar.