Mostrando entradas con la etiqueta azar. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta azar. Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de enero de 2014

Lo que nos hace humanos

   Se llaman transposones. Son regiones de nuestro DNA que, bajo determinadas condiciones, abandonan la posición en la que se encontraban y emigran hasta otra, cambiando, con frecuencia, de cromosoma. Esta sola acción ya implica una modificación bastante ostensible del organismo. La regulación genética se ejerce sobre regiones del DNA y no sobre genes concretos con lo que, al cambiar de posición, alteran  el sistema de regulación de los genes, haciendo que se expresen con libertad genes hasta entonces restringidos. Pero hay más. Lo habitual es que al trasposón en sí le acompañen algunos pares de bases adyacentes. Esto implica alterar completamente los genes vecinos a la posición en la cual se intercala, sin contar con que puede insertarse dentro de otro gen. El origen más cercano o lejano de un transposón es un virus. A veces se trata de retrovirus, es decir, virus cuyo material genético es RNA, que van acompañados de una proteína que los transcribe a DNA. Se introducen entonces en el genoma del organismo huésped y allí se quedan hasta que se activan. El ejemplo más conocido es el virus del SIDA, pero no es el único. Si el material genético del virus queda en un estado en que no se activa, puede acabar convirtiéndose en un trasposón, es decir, se incorpora al genoma del organismo huésped y allí se queda transmitiéndose a su descendencia y saltando de cuando en cuando.
   Evidentemente, es una locura que algo así pueda existir. ¿Cómo se va a "adoptar" el genoma de un virus y se le va a permitir saltar de cromosoma en cromosoma cada vez que le venga en gana? Y si existen deben ser muy pocos. Y aun siendo pocos, debe haber algún mecanismo regulador que se asegure que cambien se posición pocas o ninguna vez. El problema no es ya que todo esto sea disparatado, el problema es que se comenzó a hablar de ellos en un centro de investigación al que, desde luego, nadie hubiese enumerado entre los más prestigiosos del momento. Aún peor, comenzó a hablar de ellos una mujer, Bárbara McClintock. Chocó contra un muro. La genética norteamericana de los años cuarenta estaba dominada por la idea de que cada gen regulaba una característica del organismo que lo portaba. Los transposones conllevaban introducir la aleatoriedad en un modelo mecánico cuyo objetivo última era la eugenesia y, lo que era aún más “peligroso”, conducía a que dos organismos genéticamente idénticos podían tener apariencias (fenotipos) distintos. A McClintock la trataron como a una loca o, mejor dicho, como a una histérica. Alguien con sentido común debió aconsejarle que, si quería seguir obteniendo financiación para sus investigaciones, abandonara la lucha por “sus” trasposones. A partir de 1953, McClintock dejó de publicar sus resultados.
   Una década después, François Jacob y Jacques Monod, es decir, dos genetistas franceses procedentes, pues, de otro enfoque sobre la genética, redescubrieron el papel de los genes reguladores de los que había hablado McClintock. Debió pasar aún casi otra década para que el mecanismo de transposición fuese nuevamente descrito en bacterias y levaduras. A partir de entonces McClintock comenzó a recibir toda clase de premios y honores hasta la concesión del Nobel en solitario ¡en 1983!
   Ahora que ya sabemos que los transposones existen... ¡¡agárrense porque vienen curvas!! No sólo existen, existen en los seres humanos. Se piensa que una parte importante de ellos se insertaron antes incluso de la separación entre eucariotas y procariotas. Algunos, para efectuar su transposición, necesitan ser codificados en RNA y, después, ese RNA se vuelve a transcribir en DNA que, ahora sí, se inserta en su nueva posición. Ese mecanismo indicaría la cercanía de su estado puramente vírico, es decir, son mucho más recientes. 
   No sólo los tenemos en nuestro genoma, los tenemos en abundancia. Algunos estudios señalan que hasta el 42% de nuestro material genético podrían ser transposones. Esta elevada cantidad no haría sino demostrar su antigüedad, pues buena parte de esa cifra son copias de un mismo gen en diferentes lugares del genoma. ¿Cómo puede un organismo tener tal cantidad de copias de genes de un virus y seguir funcionando? Naturalmente porque tienen alguna utilidad. Hay, al menos, dos funciones fundamentales que cumplen los transposones. La primera es ser un reservorio de mutaciones. De alguna manera, el organismo los mantiene controlados hasta que, en respuesta a una situación crítica del ambiente, les da rienda suelta, creando nuevos genes o nuevas funciones en los ya existentes. “Nuevo” significa aquí algo que no estaba presente en el genoma heredado y que se activa en las primeras fases del desarrollo embrionario pudiendo, por tanto, trasmitirse a la descendencia. La otra función es la que propuso McClintock, permitir la diferenciación de las células que comparten un mismo genoma, ganando, con ello, adaptabilidad al medio ambiente. Y aquí es donde aparece Fred Gage, genetista del Salk Insitute for Biological Studies de La Jolla, California. A finales del siglo pasado, Gage puso patas arriba las teorías sobre el cerebro humano al demostrar que en los adultos también se crean nueva células nerviosas destinadas, fundamentalmente, al hipocampo, es decir, la región donde se guardan los nuevos aprendizajes. Obviamente una sola de esas nuevas células basta para la adquisición de conocimientos complejos pues al establecer conexiones con las demás, modifica toda la red neuronal. A principios de este siglo Gage fue más lejos, describiendo un tansposón, el LINE-1, particularmente activo en el proceso de diferenciación de los precursones neuronales, es decir, en el proceso por el que aparece una neurona especializada en una nueva actividad. La conclusión está escrita con todas las letras en un artículo firmado por Gage y su equipo en 2007: “el genoma celular no es estático o determinista sino, más bien, dinámico”. No somos lo que somos por unos genes que determinan las características superiores que nos adornan, somos lo que somos porque hemos aprendido, como ningún otro organismo, a dominar el azar que nos constituye.

domingo, 8 de abril de 2012

¡Qué suerte! (1)


   España es el país de la suerte. Todo se achaca a la suerte, todo es gracias a o por culpa de la suerte, todos tenemos buena o mala suerte. La suerte, ya sabemos es fundamental. Tan fundamental que lo rige todo, desde lo trascendental hasta lo trivial. Normalmente, cuando se le explica a cualquier español que los griegos y los romanos tenían un dios para cada cosa, suele esbozar una sonrisa. Los había para los viajes, para los negocios, para los casamientos, para el amor, hasta tenían un templo al dios desconocido. Sin embargo, es difícil entrar en un negocio cualquiera sin encontrarse con la efigie de nuestro dios de los negocios particular, San Pancracio. Naturalmente, no basta con tener una imagen suya, además, hay que ofrecerle los correspondientes exvotos. A su lado, a sus pies, se coloca una ramita de perejil y todavía hay san pancracios que llevan en su índice una moneda de 25 pesetas, de aquéllas que tenían un agujerito en el centro. Como todos los santos, la historia de San Pancracio tiene miga. En primer lugar su nombre. Pancracio viene del griego pankration que, literalmente, significa “todo el poder”, “toda la fuerza” o “toda la energía”. Era la denominación de una especie de lucha extrema de las olimpiadas, en la que se permitía todo tipo de maltrato al contrincante, salvo morderle y sacarle los ojos. En las olimpiadas panhelénicas, claro, porque en los juegos espartanos, por ejemplo, sí estaba permitido morderle y sacarle los ojos al rival. Sin duda, es un bonito nombre para alguien destinado a la santidad. Por otra parte, algo habitual en los santos, los relatos más antiguos sobre su vida son siglos posteriores a su muerte. A San Pancracio, en concreto, lo martirizan con catorce años y ya me contarán Uds. cómo alguien con catorce años puede convertirse en patrón de los juegos de azar. Porque eso es lo que realmente es San Pancracio, el santo protector de los jugadores y no de los negocios. Que se lo pueda encontrar en prácticamente cada uno de los que hay abiertos en este país, lo dice todo acerca de lo que es nuestro concepto de cómo se gestiona una empresa. ¿Para qué se va a preocupar uno por las necesidades de los clientes si basta con ponerle perejil fresco todos los días a la estatuilla de San Pancracio? ¿Para qué se va a preocupar uno por los detalles si, como todo el mundo sabe, los negocios son cosa de suerte? ¿Qué puede haber conducido al cierre de una freiduría de pollos, llamada “El pollazo” (sic), si no ha sido la mala suerte?
   Indudablemente, existen personas con suerte, con mucha suerte y personas con mala suerte, con mucha mala suerte. Pero unas y otras son los casos extremos, no el término medio habitual. La vida de la inmensa mayoría de las personas no viene condicionada por un golpe de buena o mala suerte. Puede condicionar una parte, incluso una parte importante, de nuestras vidas, por lo general, no toda. Aún más, un golpe de buena suerte puede ser una impresionante desgracia. Conozco alguna historia de personas bien asentadas, con un trabajo estable y una familia. Un día tuvieron la buena suerte de recibir un chaparrón de millones en la lotería, en los cupones o cualquier otro juego de azar. Con tanto dinero, ¿cómo no comprarse un par de coches lujosos, una gran casa, poner un negocio, no importa cuál porque sobra el dinero? Naturalmente, en el cambio de vida  y de vivienda va implicado el cambio de amistades y, ya puestos, de marido o esposa. Un día, las cuentas empiezan a no salir. Se ha comprado más de lo que se puede mantener si no hay nuevas aportaciones de dinero... Éstas no pueden venir del negocio que se emprendió que, al fin y al cabo, era un capricho y, en lugar de generar ingresos, es un agujero negro que se lo traga todo.... El estilo de vida adoptado es demasiado alto para los intereses que proporciona el banco... Por otra parte, ha pasado el tiempo, el probo empleado se ha acostumbrado a la molicie, a levantarse tarde, a pasar los días sin hacer nada concreto... Al final, el golpe de suerte ha acabado por destrozar una vida que tampoco iba tan mal. En cierta ocasión, un jugador tuvo una sorprendente racha de buena suerte jugando a la ruleta. Consiguió una fuerte suma de dinero. Mientras lo veía cambiar las fichas, otro cliente le comentó a un croupier: “Esto les pondrá a Uds. un poco nerviosos”. El croupier, sonriendo, le respondió: “¡Oh, no crea señor! Todo lo más, ese dinero pasará una noche fuera de casa”.
   Mis dos historias favoritas acerca de la suerte vienen a colación de lo anterior. Una es la de aquel campeón del golf, que, harto de que le recordaran la suerte que tenía, un día replicó: “sí, es cierto que tengo mucha suerte, pero, además, me ocurre algo curioso, cuanto más entreno, más suerte tengo”. Tener suerte está bien y es importante. Más importante es estar preparado para gestionarla. No existe suerte alguna en el mundo, no existe talento alguno en el mundo, que produzca resultados por sí mismo. Y, a la inversa, gente sin talento y sin suerte pueden lograr enormes éxitos a base de un continuado trabajo diario. Esto forma parte de mi realidad cotidiana. Veo estudiantes a quienes cualquiera atribuiría unas capacidades limitadas, salir adelante, muchas veces de un modo brillante, a base de un esfuerzo brutal, de un hábito de trabajo fuera de toda lógica. Para ellos no existe la suerte de que en un examen caiga lo que se han estudiado, simplemente, se lo estudian todo. Por contra, veo estudiantes, dotados de una inteligencia singular, estrellarse contra la primera asignatura que les exige algo más que los cinco minutos que están acostumbrados a emplear en el resto. Por eso maldigo los test de inteligencia, las pruebas de aptitud y los mapas genéticos. Son todos zarandajas pseudocientíficas que pretenden clasificar a la gente, dejarles claro a qué se les permite aspirar. Sí, por supuesto que Einstein tenía un coeficiente intelectual de 160. Bobby Fischer lo tenía de 180 y la ristra de locuras y extravagancias que jalonaron su vida no tiene fin. De qué estamos hablando lo pueden comprobar muy fácilmente. Llévenle a un grafólogo un manuscrito y díganle que es la letra de Mozart o de Picasso. Le oirán contar maravillas de las destrezas que muestra el trazado de sus vocales, de la pasión y genialidad de sus consonantes. Ahora llévenle el mismo fragmento y díganle que es de su vecino de al lado, ¿serán los mismos los resultados de su análisis? Háganle un test de inteligencia a un alumno mediocre y convénzanlo de que sus resultados demuestran que posee una prodigiosa inteligencia, hasta ahora oculta. No tardará mucho en convertirse en un alumno brillante. Me pregunto cuántos profesores de universidad, cuántos pintores, literatos, científicos, premios Nobel, hubiesen llegado donde han llegado si les hubiesen hecho uno de esos tests y se hubiesen conformado con sus resultados.
   Otra historia que me encanta repetir acerca de la suerte es la del indio que encontró un magnífico caballo salvaje. Lo capturó y se lo llevó a su poblado. Todo el mundo comentó la suerte que había tenido consiguiendo un caballo así. Intentando domarlo, se cayó y se fracturó una pierna. Sus vecinos afirmaron que había tenido muy mala suerte. Entonces se declaró la guerra contra  una poderosísima tribu rival. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que el indio había tenido mucha suerte no yendo a esa guerra de la que, a buen seguro, la mayor parte de los guerreros no volverían. Pero la guerra fue un paseo triunfal y todo el mundo lamentó la mala suerte que había tenido no participando en la gloria de los combates. Buena y mala suerte dependen, muchas veces, respecto de qué o de cómo se considere. Todos nosotros tenemos mucha suerte viviendo en una parte del mundo en la que la guerra está prácticamente ausente y el agua potable sale de los grifos y tenemos muy mala suerte porque nos ha tocado vivir una época de crisis y muy buena suerte porque el accidente de tráfico que hemos presenciado no nos tocó a nosotros y muy mala porque no conseguimos acertar ni un número en la lotería primitiva y muy buena porque nunca nos hemos tropezado con el psicópata que vive en nuestro barrio y... Tener buena o mala suerte depende, con frecuencia, de en qué nos fijemos y no de lo que realmente ocurre.