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domingo, 19 de agosto de 2012

Una historia que es una bomba (3. Hechos, leyendas y moralejas)

   El año 1941 fue crucial para el proyecto nuclear alemán. Por un lado tenemos a un Hitler deseoso del arma definitiva y por otro a unos científicos erráticos que avanzan al paso de una tortuga con reúma. En octubre de ese año Heisenberg se entrevista con Niels Bohr. Hay dos versiones de esa entrevista. Una es la de Heisenberg, según la cual, le contó a Bohr su frustración por un programa nuclear que iba de cabeza hacia el fracaso. Otra es la de Bohr, que llega a EEUU alarmado por lo extraordinariamente cerca que están los alemanes de la bomba atómica. ¿Qué fue lo que le contó de verdad Heisenberg a Bohr? En sus memorias Heisenberg asegura que sólo le insistió sobre su intento de reconducir el proyecto nuclear hacia usos civiles, algo, desde luego, nada alarmante. Pero quizás, también deslizara su preocupación por no ser el único que estaba investigando la energía nuclear en Alemania...
   En efecto, un poquito hartos ya, la verdad, los nazis llegan a la consecuencia que también habían pergeñado los japoneses, a saber, que si uno quiere fabricar algo, lo mejor es ponerlo en manos de ingenieros y no de científicos. Justamente cuando Speer está entregando una enorme suma de dinero para su proyecto a Heisenbreg, se crean dos grupos paralelos al proyecto "oficial" para la fabricación de la bomba atómica. Uno, a cargo de Manfred von Ardenne, progresa vertiginosamente en la producción de Uranio 235, entre otras cosas. El otro, liderado por un misterioso general Kammler, no se sabe muy bien qué hacía, pero termina por fusionarse con el primero en 1944. A partir de aquí es difícil desligar lo que son hechos, de lo que son teorías, de lo que son simples leyendas urbanas.
   Es un hecho que el general Kammler nunca estuvo enterrado en la tumba que llevaba su nombre. Es un hecho que von Ardenne acaba siendo pieza clave en la fabricación de la bomba atómica soviética. Es un hecho que, en los últimos días de Hitler, un submarino, el U-234, zarpa rumbo a Japón cargado de material nuclear y de un detonador ideal para hacer explotar una bomba de Plutonio. El detonador acabará llegando a Japón, más en concreto, a Nagasaki... ¡dentro de Fat boy, la bomba de Plutonio de los americanos! El submarino acabó entregándose a éstos tras la rendición de Alemania.
   Si el submarino portaba un detonador para una bomba de Plutonio y si fue fabricado por von Ardenne, cabe teorizar que éste, en realidad, acabó aceptando las conclusiones de Bolthe y que su contribución consistió en suministrar combustible nuclear y preparar la fabricación de un ingenio que utilizase los residuos de la fisión nuclear que se producen en un reactor. Pero por aquí aparece un periodista italiano que asegura haber asistido a una prueba nuclear alemana en la isla de Rügen en 1944, prueba que se mantuvo en secreto a la prensa alemana para... ¿no subir los ánimos de la tropa? No es algo muy original, otro periodista adjudica una prueba nuclear (también exitosa, claro) a los japoneses y no en una isla remota, no, en las mismas barbas del ejército ruso al que le faltó tiempo para hacer prisioneros a todos los científicos japoneses. ¿Qué queda? ¡Ah sí, el avión! Hubo, efectivamente, un modelo modificado de avión a reacción del que, dicen, de haber volado alguna vez, hubiese podido bombardear New York. Y eso, sin necesidad de que una escuadrilla de cazas le diera protección de ningún tipo y saltándose a la torera la aplastante superioridad aérea que los aliados tenían desde principios de 1944. Pero este avión no es que pudiera volar, es que lo hizo efectivamente y no hacia el Oeste, no, sino hacia el Este, es decir, hacia donde la guerra aérea era más desfavorable. Piénselo bien, es Ud. Hitler, tiene una bomba atómica, está decidido a lanzarla contra los rusos, ¿dónde la lanza? Pues en Tunguska, claro, en plena Siberia, no vaya a ser que lanzándola en Moscú, mate a Stalin, algo que podría haberlo molestado un poco (1).
   En fin, esto es lo que tienen las leyendas, que cualquier mente golosa acaba atrapada en ellas como las moscas en la miel. Pero lo que me gusta de toda esta historia no son las leyendas a las que ha dado pie. Lo que realmente me fascina es la actitud de Heisenberg, de Hahn, de Bolthe y quienes con ellos trabajaron. Tuvieron extraordinariamente fácil declarar, tras la guerra, que siempre habían sido opositores, desde dentro, al régimen nazi. Muchos otros, en Francia y en Alemania, con menos méritos objetivos, se convirtieron de la noche a la mañana en resistentes contra el nazismo en cuanto vieron ondear la bandera norteamericana. Y es que, si uno se ciñe a los hechos, la conclusión inevitable es que hicieron todo lo posible por sabotear el proyecto nuclear alemán desde el primer día. Sólo hay un pequeño detalle que no encaja con esta manera de interpretar los hechos: las propias declaraciones de Heisenberg y de Bolthe. Cada vez que tuvieron ocasión, insistieron en que no hubo sabotaje alguno por su parte, simplemente, cometieron errores, errores incomprensibles y sistemáticos. Esta generación de científicos en particular y de alemanes en general, fue educada en la creencia de que tenían una deuda para con su país y que esa deuda tenían que pagarla aunque el país estuviese gobernado por una camarilla de sinvergüenzas. Para ellos "traidor" siempre fue un insulto peor que "colaborador", aunque esa colaboración fuese la colaboración con un gobierno criminal. Ni siquiera en el caso de que hubiesen saboteado el proyecto, cosa que no creo que hicieran deliberadamente, lo hubiesen reconocido.
   No obstante, es innegable, que durante su desarrollo, nunca mostraron la mejor versión de sí mismos. Y ésta es la primera moraleja que quisiera sacar de esta historia. Como los libros de management empresarial insisten en subrayar, está muy bien centrar todo el negocio en el cliente, pero si los empleados no son capaces de mostrar la mejor versión de sí mismos, ningún negocio dura más de seis meses. Da igual las bondades del producto, da igual la capacidad de liderazgo de la dirección, da igual los mecanismos de control, al final todo depende de que el empleado sonría, o no, al cliente, de que notifique, o no, que las bolsas de pipas no se están cerrando correctamente, de que se dé cuenta, o no, de ese tornillito más flojo de lo normal que puede parar toda la cadena de montaje. Cada uno de nosotros conoce esa multitud de pequeños detalles que, con buena voluntad, corregimos cada día y que, si no lo hiciésemos, acabarían por echarlo todo a perder. Y, a lo mejor, como Heisenberg, como Hahn, como Bolthe, deberíamos comenzar a preguntarnos si de verdad todo este proyecto nos entusiasma tanto como para que sigamos teniendo buena voluntad. Si el ideal de nuestros empresarios y políticos es sumirnos a todos en la esclavitud, quizás debamos complacerles. Seamos esclavos. Y como esclavos, dejemos de arrastrar los pies únicamente cuando azoten nuestra espalda. Habrá que contratar muchos capataces y que comprar muchos látigos para azotar tantas espaldas. Ya veremos si les salen las cuentas.
   Sí, lo sé, no son éstas las cosas que se espera oír a un filósofo. No es de extrañar, los filósofos ni siquiera se han enterado de que la ciencia necesita comunicación, intercambio de ideas, de teorías, flujo de información y que si no se quiere eso, si lo que se quiere son patentes y mantener los secretos, entonces es mejor echar a los científicos y contratar ingenieros. Pero entonces, entonces queridos lectores, ya no es de ciencia de lo que estamos hablando, estamos hablando de tecnología. Porque (y ésta es la segunda moraleja que quería sacar de esta historia), lo cierto es que, si uno deja de aprenderse de memoria párrafos enteros de los escritos de Heidegger y de Habermas y le echa un vistazo, aunque sea somero, a cómo han llegado hasta nuestras manos los aparatos que manejamos, descubrirá, inevitablemente, que ciencia y tecnología no son lo mismo.
  


   (1) Pueden leer más sobre estas historias aquí y, particularmente, aquí.