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domingo, 17 de agosto de 2014

Yo, por mi hijo, mato

   Hace un par de semanas, conducía de vuelta a casa en medio de una hermosa tarde veraniega. Paré al llegar a una rotonda porque en su interior había dos o tres vehículos, encabezados por uno de esos todoterrenos enormes que compra la gente que jamás pisa el campo. De pronto, el todoterreno frenó en seco. Su conductora, una señora ya entrada en años, había visto a una jovencita que esperaba en una acera a mi izquierda. La joven, tampoco sin correr demasiado, se acercó al todoterreno e inició el proceso de abrir la puerta para subirse. La maniobra me favoreció, porque pude continuar mi marcha sin esperar al resto de coches que pretendían hacer la rotonda, pero aquella situación me dejó pensando. La diferencia de edad entre las dos mujeres y ciertos rasgos físicos no dejaban mucha duda acerca de su parentesco. Al fin y al cabo, entre parar la circulación en una rotonda y que una joven tenga que dar cuatro pasos más para subirse al coche en medio de una tarde veraniega, no hay color. Rápidamente se me vino a la mente una afirmación repetida con frecuencia por estos lares: “yo, por mi hijo, mato”.
   En cierta columna de El País pude leer que esta afirmación, “yo, por mi hijo, mato”, es el principio del fascismo. Tenía razón, pero la idea no estaba bien desarrollada. Mucho más claro aparece en Platón. Platón, no lo olvidemos, era griego, conocía bien el significado de la familia en todas las riveras del Mediterráneo. Por eso no dudó en afirmar que la familia era el cáncer de cualquier Estado. Lleva a la acumulación de riquezas y de poder, a la corrupción y, sobre todo, a anteponer los intereses particulares sobre los intereses comunitarios. Tan convencido estaba, que no dudó en cortar por lo sano y en su república ideal, simplemente, no existía la familia. Los matrimonios eran temporales. Los hijos nacidos de ellos se entregaban inmediatamente al Estado que los educaba a todos por igual. Los padres no volvían a ver a sus hijos y, a lo sumo, podían identificarlos con una generación. Se creaba así la ficción útil de que todos ellos debían ser defendidos como si de sus hijos se tratase. A lo mejor fueron estos principios los que Platón trató de poner en práctica, por dos veces, en Siracusa y, claro, lo apiolaron.
   La sociedad española vive algo así como un platonismo invertido, en el que si no se mata por los hijos, es que uno, realmente, no los quiere. De este modo, si yo veo a mi hijo al pie de una rotonda o en medio de una calle, me paro y lo recojo. Obstaculizo el tráfico durante no importa cuánto tiempo, pero lo recojo. Y si mi hijo le ha pegado una pedrada a un adulto, que éste no intente decirle una palabra, porque yo me encaro con él y hago que le suplique disculpas a mi hijo, a mamporros si hace falta. A mi hijo, en todo caso, le reñirá su maestra... si tiene una grabación nítida en la que se ve claramente lo que ha hecho. Porque si lo único que tiene son pruebas circunstanciales, tales como que mi hijo estaba en la clase en la hora del recreo y ese día en esa clase, desapareció dinero de las maletas de sus compañeros, ya me encargaré yo de amenazar el centro con una denuncia si se atreven a acusarlo de algo. Yo, por mi hijo, mato. Mato a quienes él lesione, robe o agreda de algún modo. Mato a quienes quieran educarlo de otra manera que no sea divirtiéndolo, mato a quienes quieran inculcarle el menor género de regla moral de valor universal, mato a quien se atreva a ostentar ante él una verdad que le incomode lo más mínimo.
   Lo más sorprende de este modo de pensar es que se hace pasar por cariño paternal cuando se trata de simple egoísmo. Nadie tiene toda la razón del mundo por el hecho de ser rico, blanco, judío o mi hijo. Ponerse ciegamente de parte de alguien es adoptar la vía de la mínima resistencia, negarse a buscar la verdad, acatar una autoridad infalible para no tener que preocuparse demasiado. Durante la mayor parte del tiempo, es la manera perfecta de evitar problemas, confrontaciones y desagradables enfados. Aún mejor, cuando éstos son inevitables, resulta extremadamente fácil echarle la culpa al otro, al impaciente que nos pita desde el coche de atrás, a la ineficacia del centro en el que se educó nuestro hijo, al maestro que no cumplió el deber que yo tuve a bien inventarme para escabullir mis propios deberes o al mamarracho que se queja por la pedrada de un pobre niño que ya ve Ud. qué daño puede haberle hecho. En medio de la cálida condescendencia paternal, de esta dulce nube de irresponsabilidad, se va encubando el terrible huevo de una serpiente. Porque lo que no quiere apreciar ninguno de los que mata por sus hijos, de los que defienden lo indefendible, de quienes se paran en mitad de una calle o una rotonda para evitar que el tierno adolescente de una zancada más, es el mensaje que está trasmitiendo. Un mensaje, por lo demás, muy claro, a saber, que ninguna regla, ninguna norma, ninguna ley, vale nada cuando yo me encapricho en lo contrario. Y esto, amigos míos, es lo último que un padre debe enseñar a un hijo al que quiera, porque es, en estado puro, el ácido que disuelve cualquier forma de convivencia humana, incluyendo la familiar.

domingo, 27 de octubre de 2013

Las causas de la corrupción

   Provoca un cierto estupor ver una lista de los países más corruptos del mundo y no encontrar a España en ella. El estupor da paso rápidamente al alivio y el alivio a la intriga, ¿cómo se  podrá vivir en esos países que sí figuran en la lista? El caso es que la percepción de los españoles roza la afirmación de que estamos en el país más corrupto de todos los posibles. Cuando consideramos las cosas de este modo, estamos obviando el factor que, probablemente, nos impide estar a la cabeza mundial de corrupción. Y es que, en España, encontrar funcionarios corruptos no es tan fácil como se pudiera sospechar. Pensemos en el caso de Hacienda. Se trata de una de las oposiciones más duras a las que pueda uno someterse. Quienes las aprueban en la escala básica son formados en la convicción de que pertenecen a una élite, que deben llevar a gala un cierto orgullo del cuerpo y una cierta ética del trabajo no exenta del culto a la honestidad. Por supuesto, eso no les libra de algunos garbanzos negros, pero éstos no representan al funcionario medio. La demostración es que a la mayoría de quienes son pillados en fraude fiscal ni siquiera se les ocurre “tantear” al equipo de inspectores que le ha caído encima. Incluso ha habido algún movimiento por parte de asociaciones de inspectores de Hacienda para protestar contra el exceso de rigor que se les exige contra los pequeños defraudadores mientras que las grandes bolsas de fraude gozan de una cierta impunidad.
   Otro tanto cabe decir del cuerpo de fiscales y jueces, en los que son un problema mucho más abundante las rencillas personales y el cantonalismo que la corrupción sistemática. El caso de las fuerzas de seguridad del Estado es algo más preocupante, pero es obvio que el cáncer no se encuentra ahí. El problema, el problema real, el problema en el que todos pensamos cuando hablamos de corrupción en este país, es la corrupción de quienes están situados por encima de los funcionarios, bien a nivel local, provincial, autonómico o nacional. No hay más que seguir las noticias para ver el menudeo de casos que están llegando a las fases finales de instrucción judicial y a ello hay que añadir lo que cualquiera puede oír en la calle de fuentes de primera mano. Entre ambos niveles, resulta difícil imaginar hasta qué punto ha llegado la corrupción de nuestra clase política. No se trata ya de que los grandes inversores internacionales hayan pagado el apoyo político prestado, cada empresa de medio pelo tiene su lista de políticos en nómina y no parece existir empresario que, tratando de montar desde un parque infantil hasta una pizzería, no haya tenido que tratar con el comisionista de turno. La extensión del problema es tal que no resulta difícil hablar de un sistema político corrupto en su integridad.
   Hace ya tiempo que Schumpeter y otros señalaron la posibilidad teórica de tratar al dinero como si fueran votos y los votos como si fuera dinero. Max Weber eximió al político del deber de la honestidad al encuadrar su actuación dentro del ámbito de la ética de la responsabilidad. Finalmente, Felipe González sacó el lógico corolario de ambas teorías: la responsabilidad por confundir lo democrático con lo crematístico debía ser una responsabilidad política, por tanto, el lugar último para dirimirla eran las urnas. Dicho de otro modo, a los políticos los deben juzgan las elecciones, no los jueces. Desde entonces el PSOE puso de moda dudar de las inclinaciones políticas de cualquier juez que hallase pruebas de su implicación en un escándalo, moda a la que se han sumado formaciones de todo el espectro parlamentario y, últimamente, las centrales sindicales.
  Es todo tan evidente y estamos todos tan de acuerdo que no puede corresponder sino a alguien proveniente del campo de la filosofía llevar la contraria. En efecto, en el siglo IV a. C. Platón ideó un sistema político cuyo punto de partida no era otro que la destrucción de la familia. Griego, es decir, mediterráneo, por tanto, buen conocedor de lo que hablaba, acabó acusando a la familia de todos los males humanos que previamente había achacado al cuerpo. En efecto, a uno y otro lado del mare nostrum, la familia es la institución que nos educa, nos da seguridad, nos protege, nos amortigua los golpes de la vida y, a cambio, nos controla, vigila y se sube a nuestras espaldas por el resto de nuestra vida. Pues bien, pregúntele a cualquier ciudadano de esos que sitúan como principal problema del país la corrupción política, qué haría si alcanzase un cargo y tuviese un hermano, cuñado o primo en paro. ¿No lo enchufaría? ¿No le daría un despacho con aire acondicionado a cargo del erario público? Ahora que ya ha conseguido que se sincere, presiónele un poco. Le confesará también que, de obtener dicho cargo, su objetivo principal no sería otro que llenarse los bolsillos tan rápido como fuese posible. La justificación que le dará es la corrupción misma hecha argumento: “para que lo hagan otros, lo hago yo”. Ya no tardará mucho en obtener la conclusión que lo aclara todo. Al español no le preocupa la corrupción política porque sea galopante, ni porque sea insostenible, ni porque sea inmoral, le preocupa porque no es él el que está robando. Los españoles no sienten desprecio ni repugnancia por su clase política, simplemente, sienten envidia.