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domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Qué ha cambiado?

   Esta semana hemos vivido la confirmación oficial de algo que  se rumoreaba desde hacía algunas semanas: España (e Irlanda) ya no necesitan las medidas de emergencia que se adoptaron para ellas. Europa ha celebrado el éxito del rescate de estos dos países y el gobierno español ha obtenido la palmadita en la espalda que estaba buscando. El PP ha comenzado a colgarse medallas y hasta hay quien está empezando a vender optimismo. 2014 está ahí mismo y es el año de la recuperación. Si uno lee estas noticias y vive lejos de España pensará, sin duda, que la crisis ha comenzado a ser cosa del pasado y que ya sólo queda que las buenas noticias macroeconómicas lleguen a los hogares de una semana para otra. La realidad es muy distinta.
   La deuda pública se ha disparado en los últimos años. Cuando eso que se ha dado en llamar "crisis" nos alcanzó de lleno y el pánico cundió en los mercados, apenas suponía el 62% del PIB. En el tercer trimestre de 2013, alcanzó el 92,30%. Pocos dudan de que en los próximos años llegará al 100% e, incluso, puede superar esa cifra. Es extremadamente poco probable que tales porcentajes se reduzcan a medio plazo. Existen básicamente tres factores que han contribuido a este crecimiento geométrico. El primero es la necesidad del Estado de dinero para tapar el agujero que habían dejado en el sistema financiero las cajas de ahorro dirigidas por políticos retirados y otros en formación. El segundo es el aumento de los tipos de interés a pagar por culpa del aumento de la famosa “prima de riesgo”. El tercero es absolutamente incontrolable por parte del gobierno: la contracción brutal del PIB provocada por una retirada masiva de efectivo del mercado por parte del propio Estado. Evidentemente, si la  deuda se calcula respecto del PIB y éste no hace más que disminuir, el porcentaje aumentará. Así, desde 2008, la deuda pública per capita se ha duplicado (ha pasado de los 9.500 € a los 19.000) y otro tanto ha ocurrido en millones de euros (de 436 mil millones a 884 mil millones). En porcentaje, sin embargo, ha pasado del 40,20% al 86% del PIB.
   Exactamente el mismo problema podemos encontrar en el déficit público. Con una progresiva disminución del PIB, el objetivo de alcanzar un 4,5% este año apareció como imposible a las propias autoridades europeas. No obstante, el 6,5% en el vamos a acabar con toda probabilidad está por encima de lo que todo el mundo anunciaba. Claro que esto no es ningún problema si lo comparamos con lo que queda por delante. Europa nos exige estar por debajo del 3% del PIB en 2016. Con un crecimiento esencialmente nulo, estamos ante la exigencia de un ajuste al menos tan drástico como el que se ha producido en estos últimos años. Difícilmente se puede alcanzar un objetivo así sin recortar de nuevo el sueldo de los funcionarios, los servicios públicos, y las pensiones e incrementar los impuestos. De hecho, tras festejar la salida de España de la recesión, la Comisión Europea  ha advertido al gobierno que tiene que ir aclarando de dónde va a detraer los 35.000 millones que hay que quitar de las cuentas públicas de aquí a 2016. Por supuesto el gobierno se ha subido por las paredes. Si en 2011 España estaba gobernada por una mayoría absoluta que permitía hacer todas las barrabasadas que se propusiese sin problemas, 2015 es un año electoral y el partido gobernante no quiere llegar a esta cita con el anuncio de nuevos recortes fresco en la memoria de los electores.
   Falta un tercer elemento. Gracias a la última reforma laboral, la cifra de paro en España es descomunal. Casi uno de cada tres trabajadores potenciales está desempleado. Ni las previsiones más optimistas hablan de una reducción de esa cifra en el próximo lustro. Sin prestaciones por desempleo, sin ayudas, sin perspectivas de una mejora en su situación, viviendo de las pensiones de unos padres que acabarán por verse mermadas, la situación se puede tornar de aquí a poco en explosiva.
   El resumen de todo lo anterior es muy simple, la situación de España es hoy mucho peor que hace tres o cuatro años. Aún más, nada parece indicar que las cifras macroeconómicas vayan a mejorar a corto o medio plazo. Y, sin embargo, el diferencial con el bono alemán, es decir, la famosa “prima de riesgo” ha caído desde el 612 que alcanzó en el 30 de julio de 2012, al 215 del pasado viernes. En numerosas publicaciones económicas se está empezando ya a hablar de España como un país en el que existen grandes oportunidades para invertir y ha saltado a la primera página de los periódicos la entrada de Bill Gates en Fomento de Construcciones y Contratas, S. A.  Dicho de otro modo, todos los indicadores son iguales o peores que tres años atrás, la percepción que se tiene de nuestro país ha cambiado radicalmente. ¿Cómo explicar esto? Muy fácil, los operadores internacionales, los “mercados”, tienen hoy muy claro algo que hace dos, tres o cuatro años no tenían tan claro, a saber, que el inmenso agujero económico que dejó el despilfarro y la corrupción de políticos, banqueros y honrados emprendedores de la construcción, lo vamos a pagar todos aquellos que no participamos en el despilfarro y la corrupción. Es un hecho que los causantes de los males económicos van a quedar impunes financiera y judicialmente.  Aún más, sus ganancias y sus sueldos no han dejado de incrementarse en estos años de crisis. No obstante, en economía las promesas no valen de mucho. Los ciudadanos de a pie tenemos que pagar hasta el último céntimo que se dilapidó. Sólo entonces la economía comenzará a crecer, es decir, comenzará a montarse otra burbuja económica con la que puedan arrebatarnos lo que hayamos conseguido ahorrar quitándole el pan de la boca a nuestros hijos.

domingo, 30 de septiembre de 2012

Monadología como mercadología (1)

   Este viernes he terminado de leer el libro de Leigh Stevens, Essential Technical Analysis. Tools and Techniques to Spot Market Trends (John Wiley & Sons, 2002). Es un libro magnífico. Da gusto leer algo escrito de un modo tan claro por una persona inteligente, especialmente, si el tema no es baladí. Y, desde luego, el tema de este libro no lo es. A lo que hace referencia el "análisis técnico" es al conjunto de técnicas estadísticas para predecir el comportamiento de un mercado, sea de acciones, de futuros o de cualquier otro bien negociable. Dicho de otro modo, son las herramientas con las cuales los actores que conforman "el mercado" toman sus decisiones. Existe toda una panoplia de ellas. La más elemental es el trazado de "canales" por los que circula el precio de un valor, enlazando al menos tres mínimos o máximos. Se supone que, al llegar al borde inferior de ese "canal", el precio "rebotará" y otro tanto, aunque en sentido inverso, ocurrirá cuando llegue al borde superior. No obstante, hay que vigilar el valor medio entre ambos extremos, pues marca la tendencia y ésta puede desembocar en nuevos valores mínimos y máximos del "canal". También hay que tener en cuenta el volumen total negociado, ya que, como estableciera el padre de todo esto, un tal Charles Dow (fundador de Dow, Jones & Co.), el volumen precede al precio. Además, hay que vigilar otro género de gráficas, como uno ideado por un japonés del XVIII, conocido popularmente como el modelo de "velas". "Velas" que, por supuesto, pueden ser blancas o negras (les juro que no estoy de coña). Por si fuera poco están los ángulos y arcos que es preciso reconocer en las gráficas, las islas, los rectángulos, las banderas, las oscilaciones, cuándo un mercado es un "toro" y cuándo un "oso", etc. etc. etc. Si ahora ponemos todo esto a funcionar tomando un valor cualquiera y realizando su análisis técnico, indefectiblemente, un tercio de los resultados le dirán que el valor bajará sin duda, el otro tercio le indicará un alza más que probable y el tercio restante no le señalará ni en una dirección ni en otra. Stevens cuenta una anécdota esclarecedora al respecto. Dicen que si uno hace meditación trascendental durante cinco años, las casas dejan de parecer casas y los árboles dejan de parecer árboles. Pero si se sigue haciendo meditación trascendental cinco años más, al final, las casas vuelven a parecer casas y los árboles, árboles. Algo muy semejante puede decirse del análisis técnico. ¿Cómo toman entonces sus decisiones los actores económicos? ¿cómo saben de qué elementos del análisis han de fiarse? Para ello es necesario un buen conocimiento del mercado o, dicho de otro modo, una mezcla de suerte y corazonadas. En definitiva, las decisiones se toman, habitualmente, por motivos que no pueden calificarse de racionales. Digo "habitualmente", porque hay casos en los que todos los parámetros están de acuerdo en que habrá subidas o bajadas. Son esos casos en los que Ud. y yo también somos capaces de augurar una subida o bajada sin necesidad de ningún análisis técnico.
   Stevens es inteligente y no deja de advertir contra el uso "mecánico" de las herramientas que él proporciona. Llega, incluso, a calificar de "ideología", el aferrarse a la pura matemática (pág. 306). No obstante, todo este conjunto de precauciones, resultan un tanto misteriosas. Su punto de partida era la ya consabida "eficiencia de los mercados", esto es, la inconmobible fe neoliberal en que el precio acabará por reflejar toda la información que existe sobre un activo. Si los mercados son eficientes, ¿por qué no son tan predecibles como la trayectoria de una bala de cañón? La razón es que hay dos errores en esta manera de enfocar las cosas, errores que, sin duda, Stevens conoce, pero que, de aclararlos, harían inútil este libro.
   El primero es un error básico de planteamiento. El punto de partida es la idea de que hay, por una parte, un sujeto y, por otra, un objeto, llamado "el mercado". La realidad es muy diferente. No se trata de un sujeto confrontado a un objeto, sino de una multiplicidad de sujetos que interactúan de forma compleja entre sí. Por poner un modelo filosófico, no estamos ante en sujeto cartesiano, que trata de conocer un mundo absolutamente diferente de sí mismo. Más bien, estamos ante la mónada leibniciana. Leibniz definía su mónada como un reflejo del universo, pero este "universo" no era sino una pluralidad de mónadas que se reflejaban unas a otras. Exactamente eso es el mercado, una pluralidad de sujetos en todo momento pendientes de todos los demás. Ahora bien, la pregunta que cabe plantear respecto de esta manera de entender las cosas es, precisamente, la inversa de la que vimos anteriormente, a saber, cómo puede haber pautas de regularidad en el comportamiento de una masa de sujetos, todos pendientes unos de otros, dispuestos a reaccionar el menor síntoma de pánico o de euforia. Y la respuesta está en Leibniz y en el análisis técnico. El universo leibniciano era un todo ordenado porque todas las mónadas estaban constituidas de la misma manera y el mercado presenta regularidades porque todos sus actores utilizan las mismas herramientas para analizarlo. Son estas herramientas las que conducen a soluciones equivalentes y las que garantizan una cierta homogeneidad de comportamientos. Evidentemente, no todos los actores van a una porque, como hemos visto, estas herramientas proveen soluciones dispares y dependerá de a cuál de ellas se le preste atención preponderante. Estamos, en cualquier caso, lejísimos del modelo clásico de un sujeto que tiene que conocer un objeto llamado "mercado". Esta es la razón del éxito de los paseos aleatorios por la bolsa.
   Hace ya tiempo, unos periodistas demostraron que, vendándose los ojos, lanzando dardos sobre las páginas de cotizaciones del Wall Street Journal y comprando las acciones así "seleccionadas", se podían obtener beneficios superiores a los obtenidos mediante la utilización de cualquier método de análisis. Es significativo que Stevens dedique un considerable esfuerzo a demostrar que los instrumentos por él descritos proporcionan resultados mejores que un paseo aleatorio. A tal efecto cita muy pronto un estudio del MIT que vendría en apoyo de sus procedimientos aunque, como acabaremos descubriendo si seguimos leyendo, los resultados del MIT sólo dicen que el análisis técnico es mejor que un paseo aleatorio para ciertos mercados, bajo ciertas condiciones y a largo plazo, cuidándose mucho Stevens de cuantificar el porcentaje de aciertos (por no mencionar de dinero) del que estamos hablando.
   Que las herramientas de análisis son la causa de los resultados y no, simplemente, el método que conduce a ellos, explica una curiosa paradoja. Charles Dow, Muchisa Homma, W. D. Gann y otros padres del análisis técnico, fueron exitosos inversores que lograron obtener notables fortunas personales utilizando algunos instrumentos de su invención. En realidad, nunca se nos aclara, ni se nos aclarará, si esa fortuna se debió a su éxito como inversores o como escritores de libros que se vendieron como rosquillas, pero, bueno, supongamos lo primero. Todos los que vinieron después, usaron sus herramientas, progresivamente con menos éxito. Ninguno de ellos logró repetir la acumulación de dinero de que hicieron gala los fundadores del método. ¿Por qué? Pues porque cuando todo el mundo utiliza las mismas herramientas de análisis, la ventaja que éstas proveen desaparece, pasando a integrarse como canales reguladores del propio flujo económico. Con ello, dejan de ser parte de la solución y se convierten en parte del problema. La prueba más simple de lo que venimos diciendo es que cuando los análisis coinciden en que un valor debe subir o bajar, éste sube o baja, sin que haya necesariamente nuevas informaciones sobre él, simplemente, porque las herramientas de análisis conducen a una profecía que se autocumple.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Portugal

   España limita al Norte con Francia, al Este con el Mediterráneo, al Sur con Marruecos y al Oeste con una cosa que todos sabemos que está ahí, pero que nadie conoce. Si uno analiza el turismo español, encontrará que, tradicionalmente, ha habido más afluencia a la lejana y cara Praga que a Lisboa. Ud. dice: "he pasado unos días en Lisboa" y la gente le mira raro, como si, repentinamente, se hubiesen acordado de la existencia de una remota ciudad con ese nombre. En las hermosas tierras lusitanas, encontrará numerosos portugueses que hablan español o, al menos, una versión suavizada y sin acentos de su lengua, versión ésta a la que se conoce como "portuñol". ¿Cuántos españoles hablan portugués? Ni uno. Bueno, es mentira, yo tengo un primo que estudió portugués, pero eso sólo demuestra lo raros que somos en mi familia. Los españoles no aprendemos idiomas ni a tiros. Nos inculcan con cinco años que nuestra lengua la hablan 300 millones de personas y que es un idioma en expansión, así que los niños ven inútil aprender inglés, alemán, chino o cualquier cosa parecida. Ahora las cosas están cambiando, las familias se pirran porque sus hijos estén en un colegio bilingüe y dominen el inglés antes de saber leer. En cualquier caso, sigue habiendo algo pacato en nuestra mentalidad. Hablar idiomas significa hoy hablar inglés. ¿Para qué aprender varios idiomas si con el inglés se puede ir a todas partes? Pero me estoy desviando del tema sobre el que quería escribir.
   Portugal es un país lleno de encanto, con ciudades maravillosas, playas preciosas (aunque de aguas heladas) y una dulce melancolía que lo envuelve todo. Los portugueses son gente humilde, trabajadora, que siempre parecen estar y no estar, como si tratasen de pasar desapercibidos. Naturalmente, hay gente engreída, pero un portugués engreído es un español modesto... Y después está Mourinho. Por algo los portugueses declararon fiesta nacional el día en que lo fichó el Chelsea.
   La relación entre españoles y portugueses es la de un matrimonio feliz, dormimos espalda con espalda. Históricamente siempre hemos estado en alianzas diferentes, nosotros con los franceses y ellos con los ingleses. La cosa cambió con el surgimiento de la Comunidad Europea. Los ingleses entraron porque estaba Francia, aparte de eso nunca le han encontrado aliciente. Tampoco los portugueses se lo veían, pero la posibilidad de que entrase España cambió las cosas. Tuvieron que hacer una difícil elección. De un lado estaba la posibilidad de que un día dejara de existir su frontera con nosotros, de otro, que España estuviese en Europa y ellos no. Al final, se tragaron el sapo fronterizo y entraron.
   Los portugueses nos admiran, nos temen y nos desprecian a partes iguales. Desprecian nuestra arrogancia, temen el hecho de que seamos más que ellos y admiran nuestro civismo a la hora de conducir. Es imposible explicar esto último si Ud. no pasado por la inefable experiencia de conducir por las carreteras portuguesas. Todavía me acuerdo de una ocasión en la que estaba al volante de mi coche, esperando que un semáforo lisboeta se pusiera en verde. Llegó un conductor autóctono por detrás y empezó a echarme las largas para que me lo saltara. Pese a ello, a mí siempre me ha parecido que Portugal iba por delante de nosotros en muchas cosas. Por ejemplo, los portugueses se libraron de su dictadura un año antes que nosotros de la nuestra. Y no porque se les muriese el dictador en su cama como nuestro tormento, no. Una generación de mandos intermedios, ideologizados en las guerras coloniales, plantaron los tanques en la calle con dos narices. De inmediato, el pueblo salió a manifestarse, para dejar claro de parte de quién estaba. Ahí aparecieron los claveles y un nombre para la historia.
   Otra razón por la que creo que Portugal va por delante de nosotros es que tiene curiosas tradiciones. Una de ellas es que si un ministro tiene responsabilidad en un escándalo, ofrece un trato de favor a un familiar, insulta a un diputado o cualquier cosa semejante, ¡dimite! Sí, sí, los ministros pueden dimitir. Yo me enteré, precisamente, por la noticia de la dimisión de un ministro portugués. Siempre había pensado que las constituciones democráticas lo prohibían. En España, cuando a uno le entregan la cartera de ministro, en ella van los correspondientes remaches del 14 especial, con los cuales queda ya atornillado a la poltrona hasta el siguiente cambio de gobierno. El único ministro que dimitió, hasta donde yo recuerdo, fue Manuel Pimentel. Este singular personaje de la derecha española, no dejó el gobierno por un escándalo, sino por desacuerdos con la política sobre inmigración, es decir, por principios. No me extrañó que después acabase por abandonar la cúpula del PP cuando Pepe Mari decidió pasar a la historia invadiendo Irak. Manuel Pimentel es un ejemplo más de que quien no entra en la política para medrar, acaba por irse.
   Portugal nos mostró el camino, de nuevo, cayendo al abismo antes que nosotros. En realidad, no había motivos para ello. Sus cifras macroeconómicas no habían empeorado significativamente en los últimos años, sus bancos no se habían vuelto locos de codicia como en Irlanda, no habían mentido sobre las cuentas públicas como Grecia y ni siquiera habían tenido una burbuja inmobiliaria como la nuestra. Simplemente, era una economía pequeña, era posible tumbarla y los merkados fueron a por ella. Si Portugal hubiese tenido el tamaño de España, estaría todavía viéndolas venir, como Francia o Bélgica. Y llegaron los hombres de negro, con sus hojas de cálculo, sus informes de mil páginas y sus poderosísimas herramientas de análisis para hacer lo mismo que hacía mi madre cuando los rosales no daban rosas: podar todo lo podable. Algunas veces, a mi madre le salía bien y el rosal, escarmentado, comenzaba a echar flores antes de que le volvieran a salir las hojas. La mayor parte de las veces les ocurría como a los países sudamericanos en las décadas de los 70 y los 80, como a Grecia, a Irlanda, a España y a Portugal, esto es, se deprimían y se morían. Los portugueses, de hecho, llegaron a la conclusión de que no querían un país recortado, que les habían metido a la fuerza en un proyecto en el que no querían estar, que les estaban robando la vida para que unas cifras, que por sí mismas no significan nada, cuadrasen. El sábado 15 de septiembre se lanzaron a la calle, unos 300.000 en Lisboa, alrededor de un millón en todo el país. Las manifestaciones las llenaron los perroflautas de siempre: jubilados, policías de paisano, funcionarios en general, parados, estudiantes, familias enteras. Corearon esloganes simples, pidieron cosas elementales: que se les dé a quienes lo necesitan, que se les quite a quienes tienen, que se emplee racionalmente lo recaudado, que no se les robe el futuro a generaciones enteras. Ahora, esos perroflautas asisten a cada acto político, a cada cena pagada con dinero público, a cada bonita fotografía para la posteridad, con huevos, tomates y carteles donde puede leerse: "ladrones". Este sábado, más de 10.000 personas se han concentrado frente a la sede de la jefatura de Estado, a la hora en que estaban reunidos el Presidente de la República, el Primer Ministro y buena parte de su gabinete, entre otras personalidades. A diferencia de la, supuestamente, democrática España, no se ha detenido a ningún instigador de la protesta antes de que haya cometido delito alguno. El Sr. Passos Coelho, que hasta ayer, como el Sr. De Guindos, sólo parecía ufano cuando los podadores le daban una palmadita en la espalda, ya ha dicho que una cosa es ser firme y otra intransigente. Su sólido gobierno se tambalea y acaba de descubrir que, al fin y al cabo, en las reuniones de primeros ministros europeos hay 25 para tirarle de las orejas y en las calles portuguesas hay millones. Por todo ello, pienso que nuestros vecinos peninsulares están, otra vez, mostrándonos el camino a seguir.

domingo, 24 de junio de 2012

Es tiempo de sacrificios

   Hace unos años, Justin Clemens y Dominic Pettman, publicaron un curioso libro titulado Avoiding the Subject. Media, Culture and the Object (Amsterdam University Press, Amsterdam, 2004). Recuerdo que incluía un extraño capítulo dedicado a algo así como la ubicuidad del conejo en la cultura visual australiana y un apartado que analizaba el concepto de sacrificio siguiendo las pistas ofrecidas por Slavoj Zizek.
   En esta época de sacrificios, no estará de más recordar que "sacrificio" viene del latín "sacro facere", es decir, hacer sagrado. El sacrificio es, pues, un acto por el cual se convierte algo profano en sagrado. Como todo acto, tiene un objetivo concreto y unas pautas de realización más o menos estrictas. En el caso del sacrificio, estas pautas conducen a la ritualización. Aparentemente, estamos hablando de una tradición habitual en pueblos "primitivos", completamente imbuidos en la etapa mágica del desarrollo cultural, ésa en la que todo gira alrededor de la religión. Lo que desvelaba el análisis de Clemens y Pettman es que, lejos de ser síntoma de "primitivismo", el sacrificio es característico de los pueblos "civilizados". Sólo allí donde haya una organización nítida de la sociedad que establezca determinadas prohibiciones, por ejemplo, las concernientes a matar, y donde estas leyes son lo suficientemente fuertes como para imponerse, cobra valor el sacrificio. En caso contrario, perdería todo su significado real, todo su poder de excepción máxima. El sacrificio, convierte en sagrado algo profano, precisamente, sometiéndolo a una transformación excepcional, fuera de lo común, que aniquila lo que de mundano hay en lo sacrificado. No existe, por tanto, sacrificio sin ley. En el fondo, es la ley la que exige el sacrificio. Puede entenderse que la barbarie de la guerra no sólo no se haya extinguido con el progreso de la "civilización", sino que se haya acentuado.
   Hasta aquí, el análisis de Zizek, de Clemens y Pettman, es impecable. Pero en este punto, comienzan a aparecer los extravíos. Zizek está pensando en y ejemplificando con las sucesivas guerras yugoslavas y su punto de partida, por lo demás correcto, es que la distinción entre serbios, croatas y musulmanes, es posterior a la decisión de iniciar una política de exterminio contra un enemigo, en principio, a determinar. Insisto, este punto de partida descansa en una profunda verdad. No se puede decir lo mismo de la conclusión que saca Zizek, a saber, que siempre se sacrifica algo de la propia comunidad, que es la propia comunidad la que ofrece algo, cuanto más propio mejor, como víctima propiciatoria. Esto es a todas luces erróneo, ni casa con los hechos históricos, ni explica por qué no se sacrifica toda la comunidad en conjunto. Como tales consecuencias son implausibles históricamente hablando, Clemens y Pettman retocan los planteamientos de Zizek, pretendiendo que lo sacrificado es reconocido, pero reconocido únicamente en su sacrificabilidad. La consecuencia última es muy clara, si el sacrificio lo es de lo propio y si el sacrificio es algo que nos constituye, el propio sacrificio debiera ser él mismo sacrificado, como llega a ser efectivamente el caso con la desaparición o transformación de los sacrificios en prácticas cada vez menos sanguinarias. Aparentemente, llegamos por aquí a la optimista conclusión de que los sacrificios que nos exigen nuestros gobernantes tienen un límite temporal claro. Pero sólo aparentemente, pues este razonamiento conduce a la paradoja de que los Estados deben resucitar periódicamente el acto sacrificial para volver a sacrificarlo.
   En realidad, lo sacrificado, siempre es lo "otro". Incluso cuando se trata de una parte de la propia comunidad, ésta es señalada, acotada, delimitada, para que pueda ser reconocida como lo "otro". Podemos entender esto fácilmente si nos colocamos en la situación límite, es decir, cuando somos nosotros quienes nos sacrificamos. Sacrificarnos por nuestros padres, por nuestros hijos, por aquellos hacia los que sentimos un deber, implica tratarnos a nosotros mismos en tercera persona, como si alguien ajeno a mí, en realidad, yo mismo en un pasado más o menos reciente, fuera sometido a una pena. Sacrificarnos por otra persona significa tratarnos a nosotros mismos como un otro al cual niego caprichos, deseos o autonomía para decidir su (mi) propio futuro.
   Pero es fundamental para entender el sacrificio y sus implicaciones que a lo "otro" no se lo sacrifica para aniquilarlo, se lo sacrifica para obtener reconocimiento. Y aquí volvemos a la etimología, se sacrifica algo para hacerlo reconocible ante alguien, por ejemplo, ante los dioses, con quienes pasa a compartir, en cierto modo, naturaleza. La finalidad del sacrificio siempre es que la comunidad o el individuo sea reconocido por sí mismo o por los otros como racialmente pura, interlocutor válido, sujeto de deber, o cualquier otra cosa. El sacrificio es un modo de que los demás nos reconozcan, pero también un modo de reconocer a lo "otro", de reconocer la sacrificabilidad de lo "otro". Y, en última instancia, de reconocernos a nosotros mismos en el acto de sacrificar a lo otro. De aquí se deriva la ritualización de todo sacrificio y su conversión en una suerte de creación original que tiene que ser revivida periódicamente para mantener la unidad del Estado, quiero decir, el reconocimiento de su existencia por parte de los propios ciudadanos.
   Por fin, estamos en condiciones de entender a qué se refieren nuestros gobernantes cuando nos advierten que estamos en una época de sacrificios. Lo primero y más importante es que se va a delimitar nítidamente un sector de la población, para arrancarles el corazón de modo civilizado. En este caso, ese sector de la población no va a ser elegido por el color de su piel, su religión o su etnia, es mucho más simple, encerrará a todos aquellos por debajo de un cierto nivel de ingresos.
   En segundo lugar, se los va a sacrificar con un objetivo muy preciso y en un plazo de tiempo lo más breve posible, pues todo sacrificio es un acto. De hecho, hay que someterlos al rito sacrificial antes de que puedan reaccionar. En tercer lugar, se los va a sacrificar, no porque sea necesario, no porque beneficie al país en su conjunto, no porque sea la única posibilidad o el único remedio, sino para obtener reconocimiento, en este caso, para que los merkados, reconozcan la disposición de nuestros gobernantes a sacrificar una parte de su población. Y, finalmente, este acto se va a repetir tantas veces cuantas sea necesario actualizar este reconocimiento. Ciertamente, todo ello es una excepción, pero una excepción que carece de carácter excepcional, pues es la reiterada historia de cualquier país, como puede observarse, en el caso de España, desde su acto inaugural, con la expulsión de judíos y musulmanes, hasta la cruzada franquista.

domingo, 17 de junio de 2012

¿Por qué confiamos?

   Hace algunos años, mi amigo y profesor en la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad Pablo de Olavide, Joaquín García Cruz, inició una investigación sobre confianza y compromiso en el mundo empresarial. Aprendí una barbaridad mientras seguía el camino que él iba abriendo en el bosque que, por aquel entonces, era la bibliografía sobre confianza. Lo primero de todo, por supuesto, la enorme trascendencia de este concepto en el mundo de la ética y la economía. Si trabajamos cada lunes sin recibir una recompensa por ello hasta treinta días más tarde, si le damos la espalda a un desconocido en la calle sin ponernos nerviosos, o si rechazamos la proposición de una atractiva mujer sin plantearnos que, tal vez, nuestra pareja nos espera en casa con una petición de divorcio, es porque confiamos. Cada mañana nos levantamos llenos de confianza en que todo cuanto consideramos seguro y estable lo es con absoluta firmeza. Lo cierto es que la relación es exactamente la inversa, cuanto de inamovible hay a nuestro alrededor se apoya únicamente en nuestra absoluta confianza de que las cosas no van a cambiar. La prueba es que, en el mismo momento en que perdemos esa confianza, todo lo sólido se desvanece en el aire (que decía Marx).
   Esencialmente los seres humanos necesitamos confiar en algo o en alguien. En las primeras formaciones sociales de nuestra especie, los pequeños grupos de cazadores-recolectores, aprendimos a confiar los unos en los otros, dividiendo nuestro trabajo y coordinando las acciones de caza. A los niños se les enseña a confiar en que sus papás siempre estarán ahí para ayudarles y sacarles de cualquier apuro. Cuando somos adultos y nos damos cuenta de que, en realidad, no deberíamos confiar en nada ni en nadie, siempre ponemos un colchón de salvaguardia por debajo que, curiosamente, es el mismo factor que sabemos que nos lo arrebatará todo, el tiempo. Por supuesto, nada nos garantiza que nuestra relación vaya a durar eternamente o que el dinero que hemos invertido no se vaya a volatilizar, pero eso es a largo plazo. Hoy, ahora mismo, todo está bien atado y nada se nos puede escapar.
   Es muy difícil establecer qué factores nos hacen confiar en determinadas cosas o personas y no en otras. Cedemos nuestros ahorros a personas con las que no nos iríamos de copas, nos vamos de copas con amigos a quienes no cederíamos nuestros ahorros y confiamos que nos ayudará a ganar un partidillo de fútbol alguien con quien no queremos compartir ahorros ni copas. Los más desconfiados, acaban sucumbiendo a los trucos de un estafador y personas desbordantes de confianza no son capaces de invertir en nada que no puedan ver o tocar. En ciertas personas confiamos nada más verlas, pero resulta extremadamente difícil restaurar la confianza perdida en alguien con quien llevamos media vida compartiendo colchón.
   Todo lo anterior se vuelve un poco más inteligible si nos damos cuenta de que, en realidad, no confiamos en otras personas o, por lo menos, no confiamos en ellas en tanto que personas, sino en la medida en que se hallan insertas en una situación, en un entramado social u organizativo. La razón es que esa situación, la estructura de esa sociedad o institución, hace su comportamiento predecible. Cuanto más predecible sea el comportamiento de una persona, más confiaremos en ella. Por eso decía Cicerón que la confianza se basa en la justicia y la sabiduría. El hombre sabio, como el hombre justo, rigen su comportamiento por unas reglas muy claras y esto nos induce a confiar en ellos. Pongamos un ejemplo, si un gobierno quiere generar confianza no se puede permitir tener un ministro como el Sr. Wert que siembra sus declaraciones de datos falsos o burdamente manipulados. Un hombre sabio, se informa concienzudamente antes de hablar y si tiene seis meses para elaborar un plan de ajuste, éste no se hará metiendo las tijeras por donde más bulto hay (por ejemplo, el sueldo de su personal), sin buscar formas más inteligentes de reducir gasto. Para ello hay una razón adicional, hacer recaer sobre personas que no han tenido la culpa de algo, la obligación de repararlo, es casi una definición de injusticia. Por tanto, cualquier gobierno que obligue a pagar los platos rotos a personas que no los han roto, estará haciendo lo posible para que los ciudadanos dejen de confiar en él.
   Frente a los dos factores que menciona Cicerón, la comunicación es algo menos relevante para generar confianza, sin dejar de ser importante. Al hablar de comunicación referida a la confianza, de lo que se está hablando no es tanto del contenido de esa comunicación. Más importante es cuándo y la forma en que se haga. La comunicación debe ser frecuente y detallada, la univocidad del mensaje debe ser absolutamente patente, por más que adquiera diferentes expresiones y matices, y, por encima de todo, debe ser un camino de ida y vuelta, es decir, se deben admitir preguntas y sugerencias. Observados estos preceptos, que, efectivamente, se esté contando todo lo que se puede contar o no, resulta poco importante, de hecho no es necesario. Una persona que, como todos nosotros, necesita confiar, ni puede ni, probablemente, quiere, tener toda la información. Como decía uno de los mayores teóricos de la confianza, William Godwin, en su Enquiry Concerning Political Justice and Its Influence on Morals and Happines de 1793, un cierto grado de ignorancia es fundamental para que exista confianza en un gobierno.
   ¿Qué ocurrirá si un presidente del gobierno hace declaraciones cada vez que hay eclipse de luna, si no admite preguntas en sus intervenciones, si los ministros se creen tan listos que sonríen con suficiencia ante cualquier propuesta, si un banco quiebra y en el plazo de una semana se dan tres cifras distintas para nacionalizarlo sin nacionalizarlo, si cada ministro, cada secretario general, cada subsecretario y hasta cada diputado del partido del gobierno dice una cosa distinta a cada momento, si hoy se afirma lo contrario de mañana que, en cualquier caso, resultará lo contrario de lo que se hace, si se habla de un rescate exigido mientras se deja constancia escrita de que se suplicó? Muy fácil, un gobierno de esa naturaleza sólo podrá conducir al país cuyos destino rija al más oscuro de los abismos, porque sus ciudadanos, sus aliados internacionales y los merkados, dejarán rápidamente de confiar en él.

lunes, 30 de abril de 2012

Virtudes democráticas

   Supongamos que su país atraviesa una larga crisis de la que no parece haber salida. Los mandatarios existentes aseguran que la tierra prometida del crecimiento está a la vuelta de la esquina, pero no llega. Mientras tanto, siguen viviendo en su mundo de lujo y despilfarro, ajenos, por completo a la realidad. Supongamos que se presenta la oportunidad y, al fin, el pueblo les da la patada. Ahora se trata de elegir a quienes hayan de sucederles. Entre los muchos candidatos, hay un partido de larga tradición, bien asentado, conocido de todos. Este partido ha demostrado, cuando le han dejado, una buena capacidad organizativa, sus líderes están protegidos por una aureola de honestidad y de ser buenos gestores. ¿Por qué no habría de votarlos la mayoría de los ciudadanos? ¿Acaso no lo haría Ud.? Es lo que ha ocurrido en Islandia, en Irlanda, en España y lo que está a punto de ocurrir en Francia. El caso de Italia es todavía mejor. En un golpe de mano desde los mismos límites de la Constitución, se nombró un gobierno no elegido por los ciudadanos y que, a todos los efectos, actúa sin un verdadero control del parlamento. Por una especie de consenso habermasiano, partidos, sindicatos y demás entidades políticas se han autosilenciado para permitir la ejecución de una serie de recortes impuestos por los merkados (es decir, a medias por Merkel y a medias por “los mercados”).
   Mientras todas estas cosas suceden en Europa, intelectuales, expertos y parroquianos de las tabernas, en general, hablan acerca de la supremacía de la economía sobre las democracias liberales (como si fuesen cosas diferentes y, todavía más irónico, contrapuestas), del sistemático cambio de gobierno al que abocan las crisis y de nuevas versiones del milenarismo (el fin del Estado del bienestar, la nueva era que se avecina, la necesidad de que todo esto acabe con una guerra...) Pero cuando estas mismas cosas suceden en Africa, ya no se habla de los límites de la democracia, de lo que se habla es del peligro del ascenso de los movimientos islamistas, de lo cerrado de mollera que son estos moros que sólo confían en la religión y de que con nuestros gentiles amigos los dictadores sanguinarios vivíamos mejor. De paso, se trata con desdén a todos aquellos ilusos que pretenden hacer de la democracia una realidad global.
   Una de las cosas más curiosas de los defensores de este sistema político que se proclama el menos malo de todos los posibles, es que siempre quieren regímenes peores para los demás. Entre las virtudes que suelen adornar a los defensores de la democracia está el que, aun cuando digan defender la democracia en general, en realidad, siempre están pensando en su democracia,  la democracia a la que identifican con su país. Frente a ella, el resto de democracias parecen malas copias, desvíos de la verdad y la cordura, juego democrático adulterado. Por ejemplo, es un tema ya manido entre los intelectuales occidentales y, por qué negarlo, entre los intelectuales occidentalizados de otras regiones del mundo, preguntarse si el Islam es compatible con la democracia. Al parecer es un problema que no se plantea con otras religiones. Que antes de la invasión china, Tíbet fuera una teocracia en la que el pueblo trabajaba para y estaba subordinado a la casta sacerdotal, no ha llevado nunca a plantear que el budismo puede no ser compatible con la democracia. Habría que ver la pacífica convivencia entre el dalai lama y un jefe de gobierno encargado de gestionar todos los asuntos no regidos por los mandatos budistas, es decir, ninguno.
   Tampoco suele plantearse si, efectivamente, el cristianismo es compatible con la democracia. Desde luego, si por cristianismo entendemos la religión católica romana, la cosa se puede calificar de muchas maneras salvo como evidente. Para empezar, la Iglesia católica no es una democracia. Ni siquiera se puede aducir que la elección del papa es resultado de una votación pues, no hay que olvidarlo, en ella los cardenales no actúan como individuos libres que eligen según decisión propia, sino como meros instrumentos del Espíritu Santo, quien lo prepara todo para que el correspondiente pucherazo no se note demasiado. A partir de ahí, todo es voluntad de una sola persona o, una vez más, del Espíritu Santo. Espíritu Santo que, por lo demás, tiene cierta obsesión por inspirar sólo a quienes hacen pipí de pie, pues media Iglesia católica, no tiene ni voz ni voto y ya puede ir dando gracias por no ser obligada a llevar velo. Que cada vez que el papa, un cardenal o un obispo se pronuncie sobre cuestiones mundanas se monte un escándalo demuestra que la convivencia entre democracia y cristianismo es cualquier cosa menos pacífica. Para escamotear este hecho, se fundaron, después de la Segunda Guerra Mundial, una serie de partidos autodenominados “cristiano-demócratas”. Insuflar aire cristiano a la democracia condujo a políticas claramente de derechas... y a cosas peores. Entre los honorables supervivientes de aquellos partidos está la Unión Socialcristiana de Baviera, derecha dentro de la derecha alemana, que lleva más de sesenta años gobernando con mayorías absolutas aquellas hermosas tierras. Sin duda, es un buen ejemplo de la democracia a la que aspira el cristianismo, una democracia en la que manden los mismos por siempre jamás.
   Otro honorable superviviente de la democracia cristiana es don Giulio Andreotti, hombre fuerte de los gobiernos italianos durante más de treinta años, senador vitalicio en otro ejemplo de la búsqueda de la eternidad que caracteriza a la democracia cristiana y objeto de múltiples acusaciones de connivencia con la mafia, la logia masónica P2, el terrorismo de ultraderecha y un sin fin de los asuntos más oscuros de aquella época, paladín, en definitiva, de cómo hacer democracia sin el pueblo. No obstante, se me puede objetar, que estoy exagerando, que seguimos lejos de hacer del Corán la fuente de inspiración de las leyes y de obligar a las mujeres a cubrirse  con el velo. Sí, es cierto, estoy lejos porque todavía no hemos tratado el asunto clave, esto es, la presencia en el cristianismo (y en muchos gobiernos “cristiano-demócratas”) de miembros de ese sector a veces rigorista, a veces, lisa y llanamente integrista, del cristianismo llamado Opus dei. Al parecer, es contrario a la democracia obligar a la mujer a que se cubra con el velo, pero no aspirar a que tenga una educación separada del hombre. Es un peligro para la libertad que un predicador salafista pueda llegar a la presidencia de Egipto, pero no que un diputado español hable de la homosexualidad como algo característico de enfermos. Ofende la dignidad humana el castiga físico de diferentes "delitos", si con la presión de las buenas maneras se obliga a llevar un cilicio, no como castigo, sino como prevención de los malos pensamientos, eso es algo que podemos obviar.
   Integristas, radicales, gente dispuesta a quemar al prójimo para salvarlo, los hay en todas las religiones. Ocurre, sin embargo, que, junto con los rezos, los rituales y el amor a Dios, a todos se nos enseña a no ver los peligros de los puristas de nuestra religión y sí de los que proliferan en otras religiones.
   De todos modos, la verdad es que todavía no hemos pasado de arañar la superficie. Si los Hermanos Msulmanes se han repartido el pastel con el ejército en Egipto, si diversos grupúsculos integristas están controlando la situación sobre el terreno en Libia, si Enada ha llegado al poder en Túnez, si Justicia y Caridad ha alcanzado la jefatura del gobierno en Marruecos no es, como se nos suele decir, porque una oleada islámica avance al calor de la primavera árabe. La razón es mucho más pedestre. Se trata de una oleada, sí, pero de dinero. Detrás de todo este resurgimiento islámico lo único que hay es dinero, mucho dinero, una riada de dinero o, por decirlo mejor, dinero de Riad. Hace décadas que Arabia Saudí en primer lugar y Qatar después, están financiando movimientos nada moderados en todo lo que un día fueron territorios del Califato Omeya. De hecho, su financiación ha llegado hasta la mezquita de la M-30 o aquella cosa tan simpática que una vez se presentó a las elecciones autonómicas llamada Nación Andaluza. Así que, en el fondo, no hay de qué preocuparse, pues, por mucho que estos movimientos sean ya radicales o se puedan radicalizar, detrás de ellos, están nuestros buenos amigos, los miembros de la familia real saudí, famosos por su tolerancia religiosa y espíritu democrático. Sí, sí, sí, son tolerantes y demócratas, de lo contrario ya los habríamos invadido, ¿no?