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domingo, 16 de febrero de 2014

¡Que vienen los zombis! ¡que vienen los zombis!

   Entre las propiedades de la membrana celular, una muy destacada es la semipermeabilidad.Cuando la concentración de moléculas de poco tamaño a un lado y a otro de la membrana son diferentes, se genera un flujo para igualarlas, fenómeno éste conocido como ósmosis. Semejante mecanismo permite que nutrientes y otras sustancias necesarias para la célula, pasen a su interior sin generar gasto energético. El problema está en que, naturalmente, no todas las sustancias que entran deben estar en la célula o, al menos, no en la misma concentración en que se hallan en su medio o no todo el tiempo. Existen por tanto, unas enzimas (proteínas) encargadas de bombearlas hacia fuera de la célula, aunque en ello sí se consuma energía. Entre las más conocidas están las bombas de sodio y de potasio, que mantienen un equilibrio esencial para la vida. El problema está en que esas bombas sólo pueden funcionar hasta una velocidad máxima. Por aquí aparece el peligro de que la diferencia de concentración a un lado y otro de la membrana celular o bien acabe atiborrándola de esas sustancias, pese al esfuerzo de las bombas, o bien, el caso contrario, acabe atiborrándola de agua, hasta el punto de que la célula explota. Al microscopio esto se puede observar con glóbulos rojos puestos en agua del grifo. Pero el efecto se produce también macroscópicamente. Tomemos una hoja de lechuga que lleve algunos días cortada. Se la pone en un recipiente con agua y en poco tiempo, lucirá fresca. Al tener las células de la lechuga mayor contenido en sal que el agua potable, ésta ha penetrado en ellas, haciendo que se hinchen y recobren vigor. Si por el contrario añadimos sal al agua, observaremos cómo la lechuga se pone rápidamente pocha. El agua, ahora, fluye hacia el exterior celular.
   Por alguna estúpida razón, los seres humanos siempre han creído poder construir fronteras más eficientes que las creadas por la naturaleza tras millones de años de selección. En cuanto sale un majadero proponiendo impermeabilizarlas, encuentra quien lo encumbre a instancias más altas desde las que sus soflamas pueden oírse mejor, retroalimentando el proceso. Ya hemos explicado que en nuestras muy democráticas sociedades de mercado libre, el miedo se utiliza con la misma falta de pudor que en las dictaduras fascistas. Y cuando el miedo interviene, la razón se bloquea. Hemos tenido dos recientes ejemplos de ello. El primero es un referéndum en Suiza, para restringir la libre circulación  de ciudadanos europeos. ¿La razón? La marea de inmigrantes que iban a asaltar el país helvético como consecuencia de la crisis. Se trata de un ejemplo palmario de lo que venimos diciendo. Primero porque es una demostración de que “votación” y “referéndum” no son sinónimos de democracia cuando la opinión pública ha sido convenientemente intoxicada. Segundo porque las cifras muestran clarísimamente que ni hay, ni ha habido, ni va a haber nada semejante a una marea de inmigrantes. Y, last but not least, porque ninguna votación, referéndum o ley ha impedido jamás el surgimiento de una marea, salvo la ley de gravitación universal.
   Otro ejemplo de lo mismo, por supuesto, más burdo, lo tenemos en nuestro país. Después de poner cámaras de vigilancia en las alambradas que rodean Ceuta y Melilla, después de colocar una doble alambrada con patrullas circulando en su interior, después de poner cuchillas en las alambradas, ahora sale a la luz pública la devolución ilegal de inmigrantes por el heroico procedimiento de ponerlos en la puerta y darles una patada en el trasero. Mientras nuestro gobierno encuentra una excusa más para mantener esa cara de poker con la que va a pasar a la historia, mientras esperamos la próxima revelación de lo que ocurre allí donde nadie quiere saber lo que ocurre, en las fuentes de transmisión de ideología, quiero decir, en el cine y en la televisión, hacen furor las series y películas sobre zombis. De modo poco disimulado se acostumbra a la población a la necesidad de luchar contra “los otros”, contra los invasores, contra esos que asaltan en avalancha nuestras fronteras y que no vienen a integrase, sino a integrarnos. De paso, los heroicos protagonistas de Guerra Mundial Z o de The Walking Dead, van dejando allanado el camino a la idea de que todos los que visten con harapos, tienen hambre insaciable y costras en la cara, merecen que se les reviente el cráneo con un bate de béisbol.
   En medio de este pánico alimentado por tanto sinvergüenza con ganas de medrar, nadie parece recordar la más elemental de las lecciones que nos proporciona el fenómeno de las ósmosis, a saber, que la única manera de disminuir la presión contra una frontera es equilibrando los contenidos de riqueza, libertad y bienestar social que hay a un lado y otro de ella.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Miedo

   Acabamos de celebrar Halloween, estupendo ejemplo de cómo las culturas vivas proceden a copiar y pegar sin mayores tapujos. A la mañana siguiente, tras la fiesta infantil en la que se invita a reírse de la muerte, hemos acudido serios como un luto a limpiar las lápidas de nuestros muertos y a llevarles flores un día de difuntos más, tratando de negar que se fueron y dejaron de estar entre nosotros. En menos de una generación ambas fiestas se ensamblarán y pocos apreciarán la incompatiblidad de tradiciones culturales que se solapan ya en nuestros cerebros. Son dos formas contrapuestas de consolarnos ante el miedo que infunde la muerte. En realidad, el miedo es una de las emociones básicas de las que ha sido dotado cualquier ser vivo con un mínimo entramado neuronal. Su función biológica es muy clara. Por un lado, intenta preservar al individuo, permitiéndole reaccionar ante los peligros que puedan surgir a su alrededor. Por otra parte, activa todos los componentes fisiológicos que pueden facilitar esa reacción. Al miedo le acompañan, en efecto, una descarga de adrenalina que provoca el cierre de los capilares más cercanos a la piel con objeto de que la aportación de nutrientes y oxígeno se concentre en los músculos. Esto es lo que genera la palidez en el rostro. Por el mismo motivo, la respiración y los latidos del corazón se aceleran. Las pupilas se dilatan para captar mayor información del entorno y la propia actividad neuronal se dispara, preparando la respuesta fisiológica esperada y analizando todos los datos que vienen del exterior. En el caso de los seres humanos es una experiencia común el “pensar más rápido” cuando se tiene miedo. No debe extrañarnos. Resulta difícil imaginar hasta qué punto el miedo ha acompañado a nuestra especie desde que comenzó a caminar por la superficie del planeta. Aquellos seres de aspecto simiesco, con andar torpe y carentes de defensas naturales, debieron parecer condenados al exterminio cuando tuvieron la ocurrencia de bajarse de los árboles. Sin ojos dotados para ver en la oscuridad, se acurrucarían unos contra otros en lo más profundo de una oscura cueva, temblando ante la proximidad de cualquier depredador. Era realmente poco lo que podían hacer frente a él. Tal vez sólo les cupiese desear que su sueño no se viese interrumpido por la cruel dentellada. Aún peor, debían ser capaces de prever lo que se avecinaba cuando el Sol comenzaba a declinar, de anticipar otra noche de duermevela, de imaginar lo que sentirían cuando los feroces colmillos desgarraran su carne. Hasta tal punto debió llegar su terror que les permitió vencer el miedo más universal entre los animales, aquél del que todos están dotados sin excepción, el miedo al fuego. Por mucho que lo dudaran, al final su miedo a ser presas de alguna bestia salvaje, los hizo vencer el miedo a una muerte no menos horrorosa, la muerte achicharrado y se acercaron a él y lo dominaron. Sin duda, los primeros de nuestros antepasados que lograron instalar una hoguera a la entrada de su cueva y dormir, al fin, sin miedo a despertar entre las fauces de un depredador, debieron sentirse como dioses al amanecer y ya no dejaron de buscar nuevos trucos que acrecentaran su poder y su tranquilidad... Inútilmente, como descubrimos hoy. Porque el miedo es una emoción que, una vez desatada, ya no frena jamás su impulso. Propiamente, cuando el niño aprende a tener miedo, el miedo ya no deja de tenerlo a él. A lo sumo, algunos de sus miedos se irán desplazando, cambiando su forma y su desencadenante, pero ya lo acompañarán siempre. Sus miedos serán proporcionales a su imaginación. Cuanta más imaginación tenga, cuanto más capaz sea de crear mundos maravillosos, heroicidades y posibilidades futuras, mayores serán sus miedos.
   Quiero insistir sobre este punto, decir de alguien que tiene miedo a algo es un modo inapropiado de expresarse. La verdad es que, para los seres humanos, el miedo nos posee. Cuando el miedo aparece, los factores racionales se esfuman, la propia velocidad del pensamiento anula su sensatez y, lo que es más importante, las barandillas que nuestra conciencia va poniéndole al mundo para que podamos andar con comodidad se desmoronan. Cuando llega el pánico, los amigos se traicionan, los pacíficos se vuelven asesinos y los abuelos son capaces de saltar muros. No hay nada suficientemente sólido cuando aparece el pánico. Eso que llamamos realidad se desvanece y todo lo espantoso que podamos imaginar se convierte en una posibilidad a punto de cumplirse. En medio del pavor, los enanos se convierten en gigantes, los pocos en muchos, los sonidos más banales en presagios de lo peor, las sombras en monstruos y los ruidos en clamores. Básicamente ya no hay indicio que llegue hasta nosotros que no sirva para incrementar el miedo que se hallaba en al comienzo de todo.
   Lo anterior puede resumirse muy brevemente diciendo que un individuo que viva atemorizado, como una sociedad que viva atemorizada, es fácilmente manipulable. Se puede hacer con ella lo que se quiera porque, esencialmente, cualquier control racional ha resultado abolido. A poco que se agiten un poco los fantasmas consabidos, se la puede conducir hacia donde se quiera. Si el peligro es inminente, si está a punto de ocurrir un terrible atentado o una plaga se avecina o, de hecho, ya ha caído sobre nosotros una invasión silenciosa, poco más resta que señalar en una dirección para que turbas enfurecidas se lancen hacia ella. Hay algo aún mejor, como ya explicamos en otra ocasión, una sociedad atemorizada es una sociedad que gasta, que consume, que compra a unos niveles muy superiores a cualquier sociedad feliz. Ya sólo queda el último elemento y es que, como nuestros antepasados se acercaron al terrible fuego para disipar sus miedos nocturnos, una sociedad atemorizada acudirá a cualquier bestia feroz para que le permita dormir bien por las noches. El miedo es, por tanto, la herramienta que jamás debe faltar en el repertorio del buen manipulador, por muy disparatado que pueda ser..