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domingo, 7 de julio de 2013

El panóptico global (y 4): La ejecución de Snowden.

   Michel Foucault abría su Vigilar y castigar, con una pormenorizada descripción del modo en que fue ejecutado Robert François Damiens el 28 de marzo de 1757. Cierta profesora de facultad tuvo a bien leérnosla un día a primera hora de la mañana, justo cuando nuestro desayuno comenzaba a ser digerido. Creo recordar que hubo quien se salió de clase. No tendré yo el mal gusto de repetir lo que cuenta Foucault, que, además, lo cuenta mucho mejor de lo que yo podría reproducirlo. Baste decir que Damiens atentó contra Luis XV causándole heridas leves y que, a consecuencia de ello, fue juzgado sumariamente, condenado y ejecutado de un modo tan brutal como simbólico. Foucault lo pone como ejemplo del poder barroco, desmesurado, ostentoso, recargado de simbolismo. A partir de ese momento comienza una evolución que pretende hacerlo menos aparente, menos llamativo, menos puntual y lo lleva actuar de modo continuo, sin por ello perder su capacidad para doblegar voluntades, someter a las mayorías, homogeneizarnos a todos. Si el poder barroco se ejerce sobre los cuerpos, grabando a fuego las marcas de su dominio, el panóptico es ya una demostración de cómo, a través de los cuerpos, se puede ir más allá. El panóptico no deja trazas en los cuerpos sino en el aire, en la luz, en lo que se ve.
   Los clásicos son clásicos porque, aunque estén alejados en el tiempo, siguen siendo actuales y Foucault lo es, el panóptico lo es, Vigilar y castigar lo es y mucho. A los asesinos en serie se les proporciona un abogado de oficio que los defiende con todas las garantías ante un tribunal. Los miembros de una banda terrorista gozan de juicios cubiertos por los medios de comunicación en los que hasta les es dado señalar con el dedo a sus jueces y amenazarlos. Pero si alguien atenta contra el poder, quiero decir, si alguien atenta realmente contra el poder, será perseguido sin piedad, encarcelado violando las más elementales normas del derecho penal, sentenciado de antemano, condenado a las más elevadas penas y cumplirá íntegramente su castigo si no acaba muriendo olvidado en el archivo de algún juzgado. Hoy podemos ver, (quiero decir, no ver, porque los medios de comunicación lo están ignorando bochornosamente) el juicio que se está celebrando contra el soldado Bradley E. Manning.
   Manning “clavó un alfiler” (como dijo Voltaire de Damiens) en el costado del actual Luis XV, arrojó luz sobre el modo en que se hace política internacional, sobre los procedimientos reales del ejército de los EEUU en sus victoriosas guerras de liberación y documentó algunas de sus matanzas. Los apaños, los chanchullos, el compadreo generalizado con el imperio global, el modo absolutamente sistemático en que los Estados violan sus propias leyes, la más absoluta carencia de dignidad, de vergüenza, de respeto a los seres humanos por parte de gobernantes de todas las tendencias políticas, quedó plenamente al descubierto. Pudimos tener constancia de cómo ministerios de asuntos exteriores aconsejaban a las autoridades norteamericanas esperar a que determinado juez, fácilmente influenciable, estuviese de guardia para presentar sus demandas legales. Supimos cómo las máximas autoridades de la muy libre Europa miraban hacia otro lado cuando ciudadanos de sus respectivos países eran secuestrados, torturados y hechos desaparecer en cárceles secretas. Alcanzamos a entender hasta qué punto todo código jurídico, toda legislación, toda ley fundamental de una democracia es una pura tela de araña para atrapar a ciudadanos de a pie mientras quienes las tejen atraviesan sus huecos como el aire puro de la mañana. Nadie dimitió, ninguna estructura de poder, ningún organismo, ningún político, revisó sus protocolos habituales de actuación, ninguna nueva ley ha sido puesta en vigor para limpiar de una vez las podridas cañerías de nuestros supuestos Estados libres y democráticos. Eso sí, Manning fue detenido, mantenido durante meses en aislamiento absoluto sin que se formularan acusaciones contra él, sometido a una presión psicológica brutal y, finalmente juzgado, en una pantomima de procedimiento legal.
   Ahora Edward Snowden se ha atrevido a clavar otro alfiler en el costado del nuevo monarca absoluto. Que llegue a ser detenido o no es indiferente, está condenado a vivir en un agujero, bien para esconderse, bien porque haya sido apresado. Son los nuevos Damiens, los regicidas frustrados contra los que el poder tiene que demostrar todo su exceso, toda su infinita gama de modos de tortura para escarmentarnos por adelantado a todos nosotros, los que todavía no hemos hecho nada por desmontarlo. De este modo espera mantenernos a raya. Pero para quienes están hartos de que se recorten sus libertades en nombre de la libertad, para quienes no toleran que haya gente por encima de la ley con objeto de mantener la ley, para quienes pretenden, un día, elegir entre posibilidades que no vengan impuestas por quienes saben que, sea cual sea la elección, ellos ganarán, Manning, Snowden, sólo pueden merecer el calificativo de héroes. Héroes que generan el imperativo moral de actuar como ellos, cada uno en la medida de sus posibilidades, hasta donde sienta que alcanza su compromiso. Porque, queridos amigos míos, se acerca el momento de cambiar algo para que todo cambie.

domingo, 16 de junio de 2013

El panóptico global (1): Sociedades carcelarias.

A mis fieles lectores de la NSA.

Un año antes de su muerte, acaecida en 1728, Antoine Desgodets recuperó, para su proyecto de un Hotel-Dieu, la planta circular a la que aspiraron tantos arquitectos renacentistas. Casi cincuenta años más tarde, M. A. Petit, en su Mémoire sur la meilleure maniere de construire un hôpital de malades justificaba el empleo de una planta de estas características en base a dos principios. El primero era la ciudad vitruviana, con calles orientadas según la procedencia de los vientos. El segundo era el funcionamiento del horno inglés, una suerte de embudo invertido, que ponía la circulación de ese aire al servicio de la producción. Petit entiende el hospital como la confluencia de dos discursos, el discurso urbanístico y el discurso fabril. El hospital debe ser una ciudad en miniatura y un taller ampliado. Nada mejor, pues, que colocar los diferentes bloques de salas en torno a una capilla central, desde la que los médicos y enfermeras pudieran observar continuamente la evolución de los pacientes(1). Ciertamente, el discurso médico ilustrado, es un discurso que no habla acerca de enfermos ni de enfermedades. Su marco de referencia no es el pequeño sector de la población que padece algún mal, sino la sociedad en su conjunto. Sobre esta sociedad  intenta imponer un tipo de reglamentación que ya ha demostrado tener éxito en los talleres y que se generalizará con la llegada de la revolución industrial. En Vigilar y castigar, Foucault cita cierto ordenamiento del siglo XVIII que exigía dividir la ciudad en sectores, impedir el libre movimiento de ciudadanos y obligarlos a permanecer en sus casas cada vez que el arbitrio de un funcionario nombrado al efecto lo decidiese. ¿La causa? El miedo, el miedo a la enfermedad, el miedo a la peste(2).
Lo que hizo Jeremías Bentham en 1830 fue muy simple, tomó el discurso de Petit, el discurso de la medicina ilustrada y lo depuró hasta su esencia, que no es otra que el dominio, el control. De este modo, el hospital se transformó en una penitenciaría, el paciente en un recluso, la libre circulación del aire en la no menos libre circulación de la mirada. Así nació el panóptico. El panóptico es una estructura penal en la que las celdas de los reclusos están dispuestas en círculo, con una de sus paredes sustituidas por una simple cancela de barrotes. El centro de dicho círculo está ocupado por una torre con una sucesión de ventanucos, tales que, desde el lado de las celdas, apenas puede verse una pequeña mirilla que impide al reo saber si está siendo observado o no. 
    El panóptico obedece a un claro ideal productivo, es un dispositivo productor de vigilancia, de control, de disciplina con una inversión mínima. Esencialmente un sólo carcelero puede vigilar a un número indeterminado de presos, pues buena parte del control, de la vigilancia, ha sido transferida a la cabeza de éstos. Ante la perpetua posibilidad de ser observados, los individuos interiorizarán la normalidad, ejerciendo de carceleros de sí mismos, controlando su propio comportamiento. Pero hay más, la posibilidad de ver sin ser visto, de observar desde la inobservabilidad, desequilibra irremediablemente la relación de vigilancia. El carcelero ya no puede ser examinado en el riguroso cumplimiento de su horario por parte del reo. De este modo, lo que, en principio, es un ejercicio de control, se convierte en una relación de poder. Cada preso está sometido en cada momento a un poder omnipresente, que amenaza perpetuamente con la posibilidad de castigarlo. El poder se ha vuelto capilar, vigila cada uno de los actos de cada individuo singular. Lo que fue un poder disciplinario sobre una multitud, sobre toda una población, se vuelve ahora un poder atento a la singularidad de cada sujeto, capaz de sancionar de modo singular y concreto, sin por ello perder su capacidad de normalizar a todos a la vez. Por eso, argumenta Foucault, el poder carcelario, el poder panóptico, deviene un contraderecho. Si las leyes son válidas para todos, si son enunciados de carácter general, su aplicación concreta en las instituciones es una sucesión de casos concretos y singulares, un desequilibrio permanente de deberes y obligaciones, una sucesión de castigos contra los que no hay defensa jurídica posible.
Pero nuestra época no es la de la Luces. No aspiramos al progreso, no publicamos enciclopedias, no nos asusta la minoría de edad. Vivimos en la época de la imagen, de la aldea global. Ya saben, el medio es el mensaje, el individuo es el protagonista, los pequeños acontecimientos tienen grandes consecuencias, todos estamos enlazados, por tanto, somos mutuamente dependientes, no hay otro remedio que ser solidario... ¡Qué genio fue Marshal McLuhan! ¡Qué visionario! ¡Qué magnífico constructor de cortinas de humo! Es difícil imaginar una sociedad más disciplinaria que la de una aldea. En el grupo reducido de casas, todas al alcance de la mirada, nadie puede salirse de la norma sin recibir su sanción social inmediata. Las modernas sociedades globalizadas, interconectadas, internautizadas, son el ideal de cualquier panoptista. Cada ciudadano, cada mente pensante, ha sido moldeada para ignorar los más feroces sistemas de control. El proyecto de vida de todos y cada uno de nosotros es exhibir nuestras intimidades, mostrar nuestras fotos, nuestros vídeos, nuestras imágenes para que el ojo de cualquiera que quiera hacer de carcelero nos escrute, nos analice, determine si hemos de recibir algún género de sanción. Somos incapaces de ver nada malo en la vigilancia perpetua, aceptamos con naturalidad que se nos filme por las calles, preferimos el rastreable pago con tarjeta antes que el anonimato de la moneda corriente. Asumimos, con un candor infantiloide que la posibilidad de convertirnos nosotros mismos en observadores de la vida de los demás, nos hace a todos iguales, garantiza nuestra libertad, como si eso hubiese hecho desaparecer la posibilidad de un omnímodo poder inobservable. Hasta tal punto vivimos en sociedades carcelarias que el simple hecho de pintar los barrotes de rosa fosforito para que nadie pueda cerrar los ojos a su existencia, se ha convertido en un acto subversivo.


    (1) Cfr.: Vidler, A. El espacio de la Ilustración. Una teoría arquitectónica en Francia a finales del siglo XVIII, versión española de J. Sainz, Alianza Editorial, Madrid, 1977, pág. 93.
    (2) Cfr.: Foucault, M. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Siglo XXI, Madrid, 1990, pág. 99.