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domingo, 20 de julio de 2014

Programación Neurolingüística (y 4. ¿Qué queda?)

  Si repasa la primera entrada de este tema, podrá observar que me negué a definir la PNL como una “teoría”. Más bien se trata de una amalgama de observaciones, generalizaciones empíricas y técnicas diversas. Nunca se ha hecho gran cosa para sistematizarlas, más allá de esa “N” y esa “L” que figuran en sus siglas. La “N” pretende hacer referencia a la neurología, pero de ella apenas si se toma una confusa alusión a la formación de redes neuronales y el disparate, por lo demás, tan fácil de escuchar, de que los hemisferios cerebrales están especializados en determinadas funciones o aptitudes. En cuanto a la “L” se refiere a la lingüística o, para ser más precisos, a la corriente que en la época de su nacimiento dominaba por completo semejante campo del saber, la gramática generativa. Lo único que hay de gramática generativa en la PNL son múltiples metáforas construidas sobre la famosa distinción entre la estructura profunda y la estructura superficial del lenguaje, nada más. La verdad es que no siento pudor alguno en confesar que no soy capaz de resumir de un modo conciso qué teoría acerca del lenguaje sostiene hoy Noam Chomsky (algo que sí podría hacer y, muy fácilmente, si de sus teorías políticas se tratase). Bandler se dio cuenta del giro que estaban tomando los acontecimientos lingüísticos mucho antes y no tardó en alejarse de la gramática generativa con la excusa de que, bueno, en el fondo, tampoco había tanto de ella en la PNL. De modo que, después de todos los fuegos artificiales, sólo nos hemos quedado con la “P”, la cual, no deja de ser, una vez más, una metáfora, una vaga analogía, una alusión a un objetivo. ¿Merece, pues, cuatro entradas tanto humo? 
   Durante mucho tiempo, la cuestión de qué es la realidad y cómo la construimos, en quién y por qué confiamos, qué poder tienen las creencias, fueron cuestiones filosóficas. Alguien, durante el siglo XX, decidió que su existencia sería más fácil si desertara de tales cuestiones y se dedicase a hablar del ser de los entes o de cómo se usan las palabras. Las grandes cuestiones de la filosofía quedaron en manos de psudocientíficos de la mente, truhanes y especialistas en marketing (espero que me agradezcan haber intentado hacer distinciones entre unos y otros) que, dicho sea de paso, han avanzado más en esas cuestiones en un siglo de lo que la filosofía hizo en veinticinco. Ha llegado la hora de reclamarles la devolución de lo que es nuestro. Pero, para conseguir tal restitución, no estaría mal que primero nos informásemos de qué han venido haciendo hasta ahora. 
  La vida, por lo demás, bastante infeliz, de Richard Bandler, puede seguirse sin muchas complicaciones por Internet. Grinder ha llevado una existencia mucho más gris. Dicen las malas lenguas que la razón está en que fue reclutado por la CIA mucho antes de conocer a Bandler. La “pseudociencia new age” que ambos crearon se imparte con todo lujo de detalles en las academias para interrogadores del ejército de EEUU. Personal de seguridad de sus aeropuertos fue instruido en sus técnicas más básicas tras los atentados de 11 de septiembre de 2011. Se habla de cursos que adiestran en PNL a altos cargos de gobiernos de diferentes países, a espías, estrategas... Si uno lee algo sobre el tema, pronto empezará a recordar lo que ha leído apenas hable con personal de ventas u observe detenidamente algunos anuncios. Casi se puede oír la voz de Erikson a través del soniquete de las operadoras que ofrecen seguros por teléfono. Como siempre en la PNL resulta difícil distinguir qué es realidad y qué es ficción, qué es lo que estamos percibiendo y qué es lo que creemos percibir, qué está ocurriendo y qué es lo que queremos o tememos que ocurra.
  En 1961, William S. Burroughs, inició su Nova Trilogy, una serie de novelas en torno a la capacidad para controlar la mente por medios psíquicos, sexuales, farmacéuticos y subliminares, entre otros. En el segundo volumen, The Ticket That Exploded, aparece explícita la idea que movió toda su obra, a saber, que el lenguaje es un virus. Un virus que penetra en nuestros cerebros y atrapa nuestra existencia, provocando alucinaciones tales como la constancia de las cosas. Un virus sin el que no podemos ya entendernos, porque no deja de hablar y de hablarnos en un infinito relato interior, espasmódico, caótico y definitorio. Y es que, ese relato interior, nos constituye, porque el ser humano tiene miedo al silencio. Pese a ello, y durante mucho tiempo, ni para la filosofía, ni para la psicología, ni para la ciencia, ha existido. 
  En marzo de 2012, Gerd Kempermann del centro de Terapias Regenerativas de Dresde publicó un artículo titulado "Youth Culture in the Adult Brain", en la revista Science. Mostraba Kempermann cómo ratones genéticamente idénticos  se van diferenciando en su comportamiento por la experiencia adquirida. Aunque el entorno en el que vivían era el mismo, el jugar con unos juguetes y no con otros, meterse en unos laberintos y no en otros, iba creando configuraciones en sus cerebros que los predisponían para nuevos aprendizajes. Iniciaban así una deriva que los iba haciendo cada vez más diferentes. En realidad, se trataba, simplemente, de la confirmación de algo que Ramón y Cajal había dicho hace ya tiempo, que somos los arquitectos de nuestro propio cerebro. Y nuestro cerebro, no lo olvidemos, está continuamente creando una red, una malla, en la que desarrollamos nuestro comportamiento cotidiano. A esa malla solemos llamarla “realidad”.