Mostrando entradas con la etiqueta significado como uso. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta significado como uso. Mostrar todas las entradas

domingo, 29 de enero de 2017

Que yo fuera o fuese interlocutado (1 de 2)

   El pasado viernes 13 de enero, la versión impresa de El País informaba que los propietarios de la torre Agbar de Barcelona habían decidido renunciar a sus pretensiones de convertir el citado edificio en hotel, debido al desgaste de varios años de tramitación “y a las dificultades para interlocutar con el gobierno de la ciudad”. El palabro tenía tal magnitud que cuando esa tarde intenté encontrarlo en la edición digital, había desaparecido. No obstante, me quedó la inquietud de quien ha tenido un encuentro en la tercera fase, así que me puse a buscar por Internet y, en efecto, allí encontré testimonios de otros avistamientos. En los foros de la Real Academia de la Lengua, quedaba constancia de su existencia al menos desde 2011. Se especulaba con que vio la luz en Chile, en Honduras o en la propia España y se afirmaba que, si bien aún no se halla recogida en el diccionario de la RAE, consta ya en el Diccionario de americanismos. Dada la práctica habitual de la academia de dar por bueno todo lo que se pronuncie, queda poco para la  canonización de semejante término. Dudo mucho, en cualquier caso, que tan feliz invento haya tenido su origen aquí. Los madrepatrios acostumbramos a maltratar el idioma por vía de la tergiversación gramatical o semántica más que por la vía inventiva, algo que me parece mucho más habitual allende los mares. En cualquier caso deben entenderme, aunque lo parezca, no me opongo a la innovación lingüística, bien al contrario, me fascina.
   La ingenua teoría de que el significado de una palabra viene dado por su uso, teoría que Wittgenstein se limitó a proponer para “la mayoría de los casos” y que sus epígonos han convertido en dogma de fe, nos deja en la absoluta inopia cuando se trata de explicar cómo surgen las palabras. Al parecer, una conjunción de letras se halla en el limbo de las palabras esperando que alguien la descubra y carente por completo de existencia mundanal, quiero decir, de significado. De repente, los hablantes comienzan a usarla, con lo que adquiere un significado ex nihilo. Dicho de otro modo el significado no existe y, súbitamente, comienza a existir, sin causa, razón ni motivo. Además, como Wittgenstein insistía en que no podía haber juegos del lenguaje privados, tenemos que no se trata de que alguien, de buenas a primeras, asigne un significado a lo que antes no constituía una palabra. Tiene que tratarse de un conjunto de hablantes, al menos dos, que comienzan a utilizar una palabra de la misma manera, quiero decir, asignan el mismo significado a una palabra a la vez. Dado que no han podido ponerse de acuerdo en ello, pues entonces habrían usado la palabra antes de que ésta tuviese significado, la única explicación consiste en que, por una telepatía extralingüística, han llegado a algún tipo de acuerdo. Si esto parece un poco raro, hay cosas mejores, por ejemplo, siguiendo semejante “explicación”, a los pañuelos de papel se los podría haber comenzado a llamar Kleenex antes de que tal empresa hubiese existido y “formica” designaría un tipo de plástico antes de que se hubiese fabricado por primera vez. En realidad, la teoría del significado como uso y la existencia de una comunidad de hablantes constituyen términos excluyentes porque no hay nada que garantice que yo uso un término exactamente de la misma manera que lo hacen los demás.
   El modo de evitar estas incongruencias pasa por anteponer un elemento al uso del término: la necesidad. Aparece una necesidad y, como consecuencia, algo, un artefacto, un producto, un partido político o una palabra, viene a satisfacerla. El propio Lamarck señalaba ya que la necesidad crea la función y Lázaro Carreter parece inclinarse por el bonito criterio de que no se deben admitir nuevas palabras en el idioma a menos que se necesiten, criterio que, de seguirse a rajatabla, nos tendría aún confinados en el latín. No obstante, a mi esta teoría siempre me han encantado, porque una versión de la misma aparece en Astérix en Bretaña. Allí se nos cuenta cómo los habitantes de las islas británicas bebían agua hervida, a veces “con una nube de leche”, hasta que Panorámix satisfizo su necesidad llevándoles unas hierbas de la India llamadas “té”. De modo semejante me imagino que durante siglos los europeos anduvieron dándose de cabezazos unos con otros debido al enorme mono de nicotina que tenían antes de que hubiese nacido Colón. Debió haber una especie de cuenta atrás que llegó al día en que, por fin, alguien trajo el tabaco al viejo continente, acabando con la inmensa necesidad que de él había. Y, todavía mejor, dado que las necesidades “están ahí” mientras no venga alguien a satisfacerlas, no se entiende por qué no hubo necesidad de productos para limpiar la vitrocerámica antes de que existieran las vitrocerámicas. Así llegamos a la cuestión que queríamos plantear: ¿qué necesidad había de crear un palabro como “interlocular”? Y si no había necesidad, ¿por qué hay quien ha comenzado a usarla, quiero decir, la ha dotado de significado?

domingo, 21 de julio de 2013

Bye, bye Wittgenstein's Pie

   Hacia principios de los ochenta, cierta empresa automovilística se encontró en una extraña situación. Los informes que obraban en su poder indicaban una expansión del mercado de los todoterreno, particularmente en los países de habla hispana. Habían diseñado un producto con notables innovaciones tecnológicas que causó expectación en las ferias por las que pasó. Su lanzamiento al mercado resultó brillante en los países asiáticos, no tanto en EEUU y fue un auténtico fracaso de ventas en Hispanoamérica. La casa matriz solicitó todo tipo de informes a sus filiales, pero ninguno de ellos explicaba el origen del problema. Se realizaron múltiples reuniones con los responsables en España e Iberoamérica, igualmente infructuosas. Finalmente, en una de ellas, con seguridad alguien joven que desconocía lo que no se de debe decir en una reunión de estas características, levantó la mano e indicó que, simplemente, era imposible vender un producto con ese nombre en un país donde se hablase español. Los directivos nipones sonrieron con suficiencia y le espetaron que el nombre había sido elegido pensando precisamente en esos países, de hecho, pertenecía a un felino de Sudamérica. “Bien, debió insistir el joven, ¿y cómo se llama ese felino?”. “Pues, Leopardus, Leopardus pajeros”. “De eso se trata, concluyó el joven, no es fácil conseguir que alguien que hable español se suba a un Pajero”. Los directivos acabaron por darle la razón al joven y así fue como el Mitsubishi Pajero pasó a denominarse Mitsubishi Montero. “Milagrosamente”, el cambio de nombre hizo que su ventas subieran como la espuma. Por desgracia, en Mazda nunca hubo un joven de estas características para explicarles por qué no se vendía entre las mujeres hispanas su modelo Laputa, ni en Toyota para explicar el fracaso en Francia del Toyota MR-2 (léase “merdeux” y recuérdese que en francés existe la palabra merde de obvio significado), ni en Lexus para explicar que ninguno de sus modelos debía llevar el nombre LF-A (léase “lefa”).
   Cambiemos de tercio. Supongamos ahora que vive Ud. en Milán y que tiene una hija de pocos meses a la que quiere dar una educación de élite desde su más tierna infancia. Una educación, por ejemplo, bilingüe. Así aprenderá español en casa, italiano e inglés. Le hablan muy bien de una guardería con esas características y decide ir a verla. ¿Se molestaría en traspasar el umbral de la Follador Nursey School? Follador es un apellido como otro cualquiera en Italia. De hecho, existen las bodegas Follador. Ud. puede pedirse un Follador en cualquier restaurante de postín y comprobará su solera, “Follador since 1769" podrá leer en la etiqueta. No siempre es buena idea ponerle el apellido familiar o cualquier otro nombre al que se está emocionalmente unido a unos vinos, en especial si uno vive en un Estado hispano como Texas y quiere llamar a sus vinos como a su barco, porque el resultado puede ser los vinos Kagan.
   A veces el problema está en una palabra que cambia de significado con el tiempo. “Gay”, por ejemplo, era un adjetivo que significaba “alegre” hasta los años 60 del siglo XX. De ahí el helado Golden Gaytime australiano. Hartos de ver caer las ventas, la empresa que lo comercializa, Streets, decidió coger el toro por los cuernos y relanzarlos con su eslogan original: “It’s hard to have a Gaytime on your own!” Esto debe contextualizarse, en Australia existe una potente comunidad gay y a ella se dirigía como público objetivo los anuncios de Streets. Ni que decir tiene que en otros países, como la vecina Nueva Zelanda, lo comercializan con otro nombre. No sabemos si el agua Sogay pretende seguir esa estrategia, tampoco sabemos si sus anuncios son del tipo: “Bebe Sogay”. La mayoría de las empresas son mucho más precavidas. Knorr, por ejemplo, no ha comercializado (todavía) en España sus sopas de verdura Pota, cosa que sí hace en Japón (1). 
   Encontrar el nombre adecuado para un producto es hasta tal punto difícil que se ha creado toda una rama del marketing, el naming. Es fácil de entender, ¿compraría Ud. el suavizante Rasrras? ¿la secadora Chofchof? ¿el sistema operativo Colga-2? ¿por qué si no los ha probado? En cambio sí está dispuesto a pagar por obtener “inmunitas”. El nombre es lo que hace oler a una rosa, saber bien a un refresco y curar a un medicamento. El problema está en que si intenta Ud. encontrar una explicación a estos hechos en la filosofía del lenguaje contemporánea, no la hallará. Toda esta disciplina está dominada por la doctrina de Wittgenstein de que el significado de una palabra es su uso y que el uso se produce en un contexto no exclusivamente lingüístico, lo que suele llamarse un juego del lenguaje. Aún más, Wittgenstein señalaba que las palabras no tienen “un” significado, tienen tantos significados como juegos del lenguaje de los que forman parte. A lo sumo, puede decirse que entre esos juegos del lenguaje hay cierto “parecido de familia”, pero no puede hablarse ni de evolución de un juego del lenguaje ni puede explicarse cómo y por qué una determinada palabra adquiere un significado o lo pierde.
   Nuestros políticos son todos wittgenstenianos convencidos y creen que si usan muy a menudo términos como “daños colaterales”, “contratos de formación” o “violencia de género” nos olvidaremos de los inocentes asesinados, del empleo precario o de las mujeres maltratadas. Si, efectivamente, el significado de una palabra dependiera de su uso en un juego del lenguaje, nadie se acordaría del onanismo, ni de prostitutas al hablar de coches, ni del priapismo al hablar de guarderías ni de vinos, ni de la homosexualidad paladeando un helado o refrescándose con una botella de agua. En este mundo en el que el centro de atención de los filósofos es lo que ocurre con sus cátedras, nadie parece haber descubierto lo que saben los especialistas en marketing desde hace décadas, que hay algo en las palabras que las aferra a significados concretos y que las lleva a arrastrar ese significado, digamos, plegado en su interior, por todos los juegos del lenguaje en los que van participando. Y ese algo no es otra cosa que la posición que ocupan en nuestras mentes. Pero, claro, para sacar este género de conclusiones hay que hacer lo que Wittgenstein pedía, pensar con él y no interpretarlo.


   (1) Pueden encontrar muchos más casos en la siguientes páginas:
   http://www.motorpasion.com/industria/nombres-de-coches-poco-afortunados-ford-corrida-mi
tsubishi-pajero
   http://www.comandopollo.com/2013/04/29/curiosiosidad-del-d%C3%ADa-productos-con-nombres-poco-afortunados/
   http://blogs.elpais.com/el-comidista/2013/04/nombres-inapropiados-comida.html
   http://ziza.es/2012/09/11/nombres_poco_afortunados.html