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domingo, 15 de enero de 2017

Un siglo desafortunado (2)

   En 1974 llegan al mercado los primeros modelos de tomógrafos. Estos aparatos permitían la formación de imágenes a partir de la radiación de protones de algunas sustancias y, por tanto, el estudio de diferentes procesos en organismos vivos. Muy pronto fueron utilizados para obtener imágenes de cerebros durante la realización de tareas. Se inicia, pues, la identificación de las áreas celebrales encargadas de desempeñar diferentes cometidos.
   En 1977, H. Besedovsky y su equipo mostraron que el sistema nervioso podía responder a señales emitidas por el sistema inmunitario. La razón la encontraron Williams y Felten con sus respectivos equipos en 1981 y 1987: existen fibras nerviosas localizadas directamente en los órganos linfoides (timo, bazo, ganglios, etc.) Particular afinidad parecían tener por las células T y los macrófagos, algo un poco extraño porque las células que tienen receptores para los neurotransmisores en su membrana (entre otros, serotonina, acetilcolina, endorfinas, etc.) son los linfocitos B. Tradicionalmente se suelen definir las citoquinas como moléculas encargadas de transmitir señales entre las células del sistema inmunitario, pero, en realidad, diferentes células del cerebro presentan receptores para las citoquinas, particularmente en el hipocampo. Igualmente el cerebro posee la capacidad de fabricar citoquinas y, en reciprocidad, también el sistema inmunitario puede fabricar neurotransmisores. A estos datos hace falta añadirles dos matices. Primero que el 95% de la serotonina de nuestro organismo la genera el intestino. No se trata de un caso único cuando hablamos de neurotransmisores. Segundo que las relaciones entre sistema nervioso y sistema inmunitario se habrían visto claras mucho antes de haber prestado atención al sistema nervioso entérico pues el intestino constituye el órgano en torno al cual se mueve la mayor parte de las células implicadas en la reacción inmune.
   El mismo año en que Besedovsky muestra la indudable interacción entre sistema nervioso e inmunitario, I. Tiscornia publica “The Neural Control of Exocrine and Endocrine Pancreas”, artículo en el que pone de manifiesto que las secreciones pancreáticas se hallan bajo el control del sistema nervioso entérico.  
   En 1981, el filósofo Hilary Putnam publica “Brains in a vat”, en el que presenta la imagen un cerebro metido en una cubeta al que un científico loco mantiene con vida, presentándole estímulos que le llevan a recrear una realidad exactamente como la nuestra. A partir de este momento los filósofos se dedican a discutir si semejante argumento refuta el escepticismo o el realismo, pero lo que verdaderamente puede considerarse el logro de Putnam consiste en haber convencido a todo el mundo de que cuanto constituye nuestra realidad resulta un producto, exclusivamente, de nuestro cerebro, en el cual y únicamente en el cual, se desarrollan los procesos que podemos llamar “mentales”.
   Michael D. Gershon no olvidará ese año de 1981. Dedicado durante décadas al estudio del sistema nervioso entérico, se había acostumbrado a que lo trataran como la mascota de la Sociedad de Neurociencia norteamericana. En noviembre de 1981, durante la convención de Cinncinati, sin embargo, algunos de sus más fieles opositores mostraron datos que le daban la razón, la comunidad científica volvía a admitir que existen neuronas en el tracto digestivo, alrededor de cien millones. Muchos de los que ignoran la longeva historia del sistema nervioso entérico consideran a Gershon desde entonces el padre de la neurogastroenterología. 
   En 1991, Daniel Dennett publica La conciencia explicada. Aunque ya en las primeras páginas deja claro que no pretende explicar la conciencia y aunque se trataba de un libro para especialistas de diferentes procedencias, este escrito se convirtió en un bestseller, siendo leído habitualmente en un sentido fisicalista y reduccionista radical. Desde 1991, los debates en filosofía giran en torno a cómo habérselas con el hecho de que los contenidos mentales son, en última instancia, procesos químicos de nuestro cerebro, sin que nadie haya conseguido explicar qué otro verbo podría utilizarse en sustitución del verbo ser en la frase anterior.
   Ese mismo año aparecen los primeros estudios que elaboraban imágenes usando el contraste en el nivel de dependencia del oxígeno en sangre, la base de la técnica de fMRI, que proporciona localizaciones de hasta 1mm de exactitud en el desarrollo de actividades del cerebro.
   En 2004 el equipo de Jonathan Kipnis, demostró experimentalmente que la pérdida de linfocitos T en ratones provoca pérdida de habilidades cognitivas, habilidades cognitivas, por lo demás, que se recuperan en cuanto se les vuelven a inyectar sus correspondientes linfocitos. Numerosos experimentos, entre ellos algunos realizados con humanos, han confirmado posteriormente estos hallazgos.
   Desde 2012, diferentes equipos reportaron que las supuestas localizaciones cerebrales utilizando la técnica de fMRI se quedaban en nada cuando se utilizaban muestras de sujetos por encima del medio millar. Cuatro años después, Anders Eklund, Thomas E. Nichols and Hans Knutsson, publicaron “Cluster failure: Why fMRI inferences for spatial extent have inflated false-positive rates”, en el cual mostraban que un número indeterminado de imágenes obtenidas por la técnica de fMRI y que virtualmente podría incluirlas a todas, contenían errores de diversa magnitud.

domingo, 8 de enero de 2017

Un siglo desafortunado (1)

   En 1857 el anatomista y fisiólogo Georg Meissner publica "Über die Nerven der Darmwand", primera descripción de los ganglios nerviosos contenidos en las paredes del sistema digestivo. Aunque la fama le vino a Meissner por el descubrimiento de las terminaciones nerviosas responsables del tacto, su artículo atrajo la atención de otros fisiólogos, en particular de Leopold Auerbach, notable anatomista y neuropatólogo que en 1862 descubrió que tales ganglios componían toda una red encargada de controlar la motilidad intestinal. Semejante red recibe el nombre de plexo de Auerbach o plexo mientérico, de acuerdo con la denominación de Jacob Henle en su Handbuch der Nervenlehre des Menschen de 1871, escrito de tal calado que aún hoy puede comprarse en las librerías. 
   24 años después, en 1895, Jan von Dogiel, una vez más, anatomista y fisiólogo, en este caso ruso, describió los componentes de esa red y esos ganglios como neuronas, a las cuales clasificó en diferentes tipos en función de sus axones y dendritas. La clasificación de Dogiel generó rápidamente una polémica, entre otros, con Don Santiago Ramón y Cajal y, aunque todo el mundo le reconoce su carácter pionero, no ha dejado de causar disputas desde entonces. En cualquier caso, Dogiel asentó la idea de que los mamíferos y, por supuesto, el hombre, poseen neuronas más allá de su cráneo y su médula espinal, en concreto, a lo largo de todo el tubo que nos conforma y los órganos que a él afluyen.
   En 1913, Edmund Husserl publica sus Ideen zu einer reinen Phänomenologie und phänomenologischen Philosophie, escrito en el que aparece por primera vez una tematización explícita de la epojé. La conciencia, dice Husserl, debe estudiarse procediendo a una serie de “reducciones”, entendidas como una sucesión de desconexiones que van separando los fenómenos mentales de los procesos físicos, biológicos o de referencia a una realidad exterior a la propia conciencia.
   1921 debió ser el año en que el sistema neuronal de nuestro aparato digestivo entraba por la puerta grande en la medicina. Ese año Sir Johannes Newport Langley, razonó que si de la columna vertebral apenas si salen un centenar de nervios hacia el aparato digestivo y si en éste había varios millones de neuronas (hoy se calcula que unos cien millones), entonces éstas debían constituir un sistema nervioso por sí mismo. Le dio, por tanto, el nombre con el que se lo conoce hasta hoy, sistema nervioso entérico y, en la que se convertiría en obra de referencia, The Autonomic Nervous System, le reconocía el carácter de tercer sistema nervioso, junto con el sistema central (encéfalo) y el periférico (médula espinal). Paradójicamente, sin embargo, 1921 marca el año en que el sistema nervioso entérico desapareció de la medicina. Por razones que no resultan fáciles de explicar, el libro de Langley, como digo, todo un clásico, se convirtió en uno de esos libros más citados que leídos, hasta el punto de que todo el mundo lo recuerda como el primer escrito en el que se canonizaba la existencia de dos sistemas nerviosos en el cuerpo humano, el central y el periférico. El sistema nervioso entérico, simplemente, cayó en el olvido.
   Ese mismo año de 1921, el zoólogo ruso Segei Metal’nikov asentado en el Institut Pasteur de París publica "L’immunité naturelle et acquise chez la chenille de Galleria melonella", artículo en el que demuestra que las larvas de Galleria melonella no frenan la producción de anticuerpos a menos que se inactiven sus ganglios nerviosos. Metal’nikov sospecha ya del vínculo entre sistema inmunitario y sistema nervioso, algo que acabará probando en "Rôle des reflexes conditionnels dans l’immunité", artículo cinco años posterior publicado junto a Victor Chorine. En él reflejaban sus experimentos con cerdos de guinea a los que les inyectaban tapioca o bacilos de antrax inactivos a la vez que les aplicaban calor o un arañazo en una pequeña área de la piel. La sola presencia del estímulo condicionado provocaba una producción de leucocitos semejante a la inyección del antígeno. Aunque metodológicamente criticables, los experimentos de Metal’nikov y Chorine pudieron replicarse sin problemas en los años 70 con criterios más rigurosos. En esencia puede decirse que a principios del siglo XX se había demostrado que el sistema inmunitario puede aprender.
    Probablemente, en septiembre de 1948, en el simposio de la Fundación Hixon sobre mecanismos cerebrales en el comportamiento, celebrado en el Instituto Tecnológico de California, John von Neumann, matemático de origen húngaro, enunció por primera vez la metáfora del ordenador. No me detendré en exponerla minuciosamente pues todos la tenemos dentro de nuestras cabezas como si no hubiese otro modo de pensarnos: el cerebro es como un ordenador. Sí merece la pena señalarse, primero, que en esta metáfora se obvian como irrelevantes las diferencias físicas entre un cerebro y un ordenador; segundo, que las semejanzas funcionales quedan convertidas en una identidad categorial, pues ambos, cerebro y ordenador, son el mismo tipo de máquina. Cualquier discusión posterior sobre la naturaleza de los seres humanos partirá, pues, del supuesto de que sólo tenemos una unidad de procesamiento de la información y que ésta no resulta modificada o alterada en su estructura o funcionamiento por ningún otro de los elementos que nos componen.

domingo, 12 de junio de 2016

La solución al dilema mente/cerebro (2. "A veces veo [antígenos] muertos")

   Los neuroinmunólogos suelen denominar con cierta guasa al sistema inmunitario “el sexto sentido” ya que, efectivamente, funciona como un órgano sensorial que recoge información acerca de lo que no vemos, oímos, tocamos, paladeamos ni olfateamos. Procesa esa información y envía sus resultados, o las órdenes que tal procesamiento le lleva a tomar, al cerebro. Sin embargo, si uno sigue con cierto detenimiento las explicaciones científicas, podrá apreciar cómo en ellas, cosa bastante habitual, el énfasis se sitúa en su capacidad para percibir lo que no se ve. Por tanto, más que con un sexto sentido, resulta apropiado compararlo con el “tercer ojo”, ese ojo espiritual que el hinduismo situaba en el entrecejo y al que las versiones más new age no dudan en hundir hasta convertirlo en la epífisis, una vez más, la glándula pineal.
   El funcionamiento del sistema inmuntario implica la posesión de una sabiduría milenaria, de una especie de "verdad perenne" acumulada en nosotros por el proceso evolutivo, que incluye el reconocimiento de nuestra identidad, la capacidad para separar lo propio de lo ajeno, precisamente lo que solemos identificar como característico y definitorio de la conciencia y que aquí podemos ver aflorar (en directa relación pero) de modo independiente respecto de lo que se considera “actividad cerebral”. Del sistema inmunitario, como del tercer ojo, se afirma que tiene la llave del mundo interior y, aún más, de cómo lo percibimos, porque actúa como un distribuidor de las potencialidades del organismo. De hecho, si queremos ser materialistas y reducir toda la complejidad del sistema neuroendocrinoinmunológico a la pueril determinación de un La Mettrie, llegaremos a la inevitable conclusión de que a nuestro tercer ojo (tanto tiempo considerado la quintaesencia de lo espiritual) le corresponde determinar cómo percibimos, por ejemplo, si los estímulos externos nos van a resultar apetecibles o no, pues como ya dijimos, la “conducta de enfermedad” implica pérdida del apetito nutritivo y/o sexual.
   Insistiendo, como hizo la filosofía del siglo XX, en buscar las bases cerebrales de la mente y, en consecuencia, en identificar la conciencia con algún estado, proceso o área de nuestro cerebro, lograremos extraer de los resultados de la neuroinmunología cosas verdaderamente chocantes, porque el sistema inmunitario, como el esotérico tercer ojo, ve sin que lo vean, percibe lo que queda más allá de los sentidos, conduce a reinos interiores y, hemos de concluir inevitablemente, a nuevos estados de conciencia. De hecho, si tenemos en cuenta que hablamos de una conciencia no localizable ni identificable con el cerebro, a una conciencia difundida por todo nuestro organismo o bien, a una conciencia difusa, nos hallaríamos, en términos del siglo pasado, ante la famosa conciencia expandida o bien, ante "estados alterados de conciencia". Aún más, esta conciencia alterada, este estado expandido, lejos resultar el producto místico de experiencias suprasensoriales, constituye la base misma de la actitud natural. Cada día, en cada momento, nos hallamos en tal estado. Por contra, la conciencia producto, exclusivamente, de un mecanismo neuronal, la conciencia suspendida de cualquier contacto con la realidad por una decisión metodológica, aparece ahora como lo raro, lo alterado, lo carente de base empírica alguna que lleve a suponer su existencia.
   El conocimiento de que hace gala el sistema inmunitario parte de la pura empirie, nada hay en el sistema inmunitario que no provenga de la experiencia... salvo el sistema inmunitario mismo. Por una parte, produce inmunoglobinas de varios tipos con una región, la denominada Fab, extremadamente variable de unas a otras incluso dentro del mismo tipo o, dicho de un modo resumido, el sistema inmunitario produce millones de anticuerpos diferentes por un proceso de generación al azar que circularán por el organismo hasta que encuentren (o no), algo ajeno que puedan reconocer. Por otra parte, la experiencia o, si se quiere, la tactación directa de las toxinas y superficies proteínicas de virus y bacterias, dirige toda su reacción. Ahora bien, esa experiencia no se almacenará en cuanto tal, se almacena la modificación que causó en el sistema inmunitario, el modo en que lo alteró. Dicho de otro modo, reconocemos las cosas porque tenemos categorías previas a la experiencia, pero estas categorías no viven en el reino de las ideas de Platón, ni las ha engendrado el uso puro de la razón, ni constituyen ideas innatas puestas en nosotros por Dios, se hallan presentes desde poco después de nuestro nacimiento y deben su existencia al azar. Que acaben coincidiendo con algo que encontremos o no resulta una mera cuestión de combinatoria y probabilidad. Aún más, si hemos de seguir empleando los viejos pelucones que el siglo XX utilizó como conceptos, habremos de decir que el sistema inmunitario proporciona conocimientos y experiencias que vienen de fuera de la mente, de hecho, nos saca de ella. De modo que: sí, puedo percibir el mundo desde fuera de mi cerebro; sí, puedo tener un contacto con el mundo previo e independiente al lenguaje; sí, puedo crear una imagen especular de la realidad no condicionada lingüísticamente; y sí, hay una fuente de conocimiento estructuralmente idéntica en todos los seres humanos salvo pequeñas regiones que nos hacen a cada uno de nosotros diferente de los demás pero que en todos funciona exactamente igual. Todavía mejor, realizamos cotidianamente todas estas cosas que la filosofía del siglo XX se emperró en calificar de imposibles. En este sentido, el sistema inmunitario nos enseña que la resolución de los problemas no viene por el análisis lingüístico, ni por ningún género de refutación y mucho menos, por quedarnos escuchando la voz de algún papanatas que se nos presente como el ser. El camino que conduce a la resolución de los problemas pasa por trascenderlos, quiero decir, cambiar el marco en el cual se desenvuelven, por ejemplo, cambiando la fórmula leucocitaria, cambiando el ritmo normal del cuerpo, cambiando su temperatura, cambiando el nivel de inflamación del tejido... “De otro modo” y nunca “más” se llama el camino que conduce a solucionar los problemas. O, si lo prefiere, lo puedo explicar un modo diferente: el sistema inmunitario resuelve los problemas transformándose en otra cosa.