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domingo, 12 de marzo de 2017

Cortina de humo

   Tengo tantos años que conozco muchas historias. Conozco la historia de dos jóvenes que comenzaron a salir juntos cuando estudiaban en el instituto. Compartieron casa en cuanto tuvieron dinero para comprarla y después de unos cuantos años de convivencia, se casaron. Un día ella le dijo a él que necesitaba tiempo para replantearse su relación e inició un viaje sola. Cuando volvió, le comunicó que había conocido al hombre de su vida y que tenía cinco días para abandonar la vivienda común, porque el hombre de su vida venía de camino y su marido sobraba. El le respondió dándole un guantazo. A la mañana del día siguiente ella apareció en su lugar de trabajo contando a todo quien quería escucharla que su ya ex-pareja la maltrataba.
   Conozco la historia de quienes se jugaron el pellejo por todos nosotros, por un mundo mejor y más justo y pagaron la frustración de no conseguirlo con sus mujeres. Conozco el proceso. Al principio no resulta muy distinguible de eso que todo el mundo cree connatural al amor, los celos. Después el control asfixiante deja paso a la degradación. Pegan porque han arrasado con todo lo reconocible como persona en una mujer.
   Conozco la historia del trabajador sin cualificación alguna, que se mata a trabajar por cuatro perras y se gasta tres y media en alcohol antes de llegar a casa. Vengará su rabia contra el primero que se le cruce, preferentemente su mujer, aunque también podría tocarle a sus hijos. Conozco los rumores de las vecinas después de la paliza y los insultos que se mascullan en voz baja sin que nadie llame a la policía mientras se espera que se repita la situación. Conozco los llantos de las viudas ante la caja en la que reposa el cuerpo de su marido, lamentando su marcha, “con lo que me quería, aunque me pegara”. Conozco los intentos de suicidio de mujeres desesperadas que ya no saben cómo escapar. Conozco los golpes, los llantos, el sonido que hace el cuerpo de una mujer al caer al suelo y cómo gritan sus hijos tratando de protegerla, porque pasé mi infancia en un barrio en el que nada de eso resultaba infrecuente y en verano se dormía (o se intentaba) con las ventanas abiertas.
   Conozco jovencitas a las que pone muy cachondas que su novio la emprenda a hostias con el primer desgraciado que las ha empujado sin darse cuenta. Conozco cómo lo jalean, lo orgullosas que se sienten de él y cómo lo maldicen cuando los golpes los han recibido ellas. Conozco su concepto de amor, el que le han inculcado desde tantas imágenes y que no tiene nada que ver con una relación entre personas, sino que consiste en la pura posesión, igual que se posee un coche, un perro o una pistola. El amor aflora cuando se juguetea con otro, cuando se le hace sentir que va a perder lo que posee, cuando se lo trata como a ese niño al que hacemos rabiar fingiendo quedarnos con su peluche o su caramelo. No hay amor sin daño, sin peligro, sin muerte.
   Conozco esa pareja que ha tenido una pelea brutal y ella, de los nervios, trata de sacar el palo de una fregona por el procedimiento de tirar de él mientras pisa las tiras que la componen. El palo se desprende bruscamente y la golpea en el mentón. Cae hacia atrás e impacta contra el filo de un mueble. Medio inconsciente, sangrando, su marido la lleva al hospital. Ha parado la hemorragia, la ha reanimado, le preocupa que se haya hecho más daño del que ya aparenta. Nervioso, aturdido, trata de explicar en el triage lo que ha ocurrido. “Es un poco torpe”, se le escapa. Nadie le volverá a preguntar nada, nadie le mirará ya igual, nadie que sepa la historia volverá a sentarse a su lado. Al principio no lo entiende, pero, de pronto, cae en la cuenta. A ella la han hecho entrar sola en consulta, sabe lo que le van a preguntar y un sudor frío recorre su espalda.
   Conozco a los niños que han vivido el maltrato de sus madres de modo cotidiano. Nunca abandonarán ya el hogar familiar porque no pasará un solo día de sus vidas que no lo recuerden. Conozco cómo respiran al día siguiente de tener que declarar contra sus padres. Conozco la historia de los que tratan de huir hasta de sí mismos y la de los que, de tan acostumbrados a las palizas, consideran normal o, mejor aún, recomendable, que se les pegue a las mujeres como una forma cotidiana de relacionarse con ellas. Se los puede calificar también de víctimas de los malos tratos y no tardarán mucho en encontrar sus propias víctimas.
   Conozco a los que de verdad se creen las consignas feministas y dan por supuesto que la masculinidad tiene que ver con la testosterona, con la violencia, con el poder. Encomian tanto las virtudes viriles que uno no entiende por qué andan por ahí persiguiendo faldas. Conozco su mirada de miedo ante la posibilidad de perder lo que les han convencido que son sus privilegios y que, en realidad, apenas se distinguen de morbosas inclinaciones, miserias y mutilaciones. Resulta enternecedor ver el pánico que les genera la posibilidad de encontrar una mujer más culta, más inteligente, con un futuro profesional mejor, alguien capaz de decirles "no" o "estás equivocado", una persona en fin. De tan débiles, frágiles y delicados, no soportan compartir sus vidas con un ser humano. Quieren tener a su lado un saco de boxeo, un bobblehead, una muñeca hinchable que sólo rechine cuando la penetren. Como las feministas, ellos también creen en la magia del verbo "ser" y que ser hombre o mujer consiste en que unas propiedades asombrosas te acompañan de la cuna al féretro.
   Conozco la historia de esa mujer de 91 años asesinada, por la que se guardó un minuto de silencio y a la que se la incluyó en las cifras de violencia de género a pesar de una carta de sus hijos en la que explicaban que había sido “un acto de amor” por parte de un anciano marido que siempre la cuidó, pero que no soportaba más verla sufrir por una enfermedad de esas que no matan ni dejan vivir.
   Conozco las estadísticas que señalan que la violencia contra las mujeres se halla más extendida en países mucho más ricos, mucho más cultos que nosotros, incluso esos países que figuran a la cabeza de los resultados educativos, pero en los que el alcohol y el control social corren como la sangre por nuestras venas. Conozco las estadísticas que señalan que no hay denuncias falsas por violencia de género porque en este país poner una denuncia falsa sale siempre gratis, conozco a quienes las airean y conozco la imposibilidad de cuantificar todas las denuncias que no se presentan o que se retiran. Conozco la ufana sonrisa de los políticos de turno, esos que parecen aguardar con ansia el próximo asesinato para poder hacerse la foto correspondiente, afirmando que, gracias a ellos y a sus leyes, la violencia de género ha bajado un 7% ó un 10% ó tanto que somos el país con menos muertes por ese tema de toda Europa, como si una sola mujer asesinada no constituyera ya una cifra inaceptable.
   Conozco la bochornosa historieta que le echa la culpa de la violencia de género al machismo, a la testosterona, al patriarcado romano o a cualquier otra memez semejante, historietas de las que se deduce que los romanos llegaron a Kiruna, que existe más machismo en los países en los que las mujeres presiden los gobiernos y las iglesias o que el cuerpo produce más testosterona a partir de los treinta y cinco años, edad media de los agresores. Conozco la vergonzosa mentira de que “cualquier hombre puede ser un maltratador”, la sueltan muy a menudo quienes se escandalizan cuando oyen que “cualquier musulmán puede ser un terrorista”, o que “cualquier extranjero puede ser un criminal”. No encierra más que la falta de voluntad para buscar la verdad.
   Tenemos una ley que incita a denunciar sin fundamento, pero que no ayuda a denunciar a quien realmente teme por su vida o la de sus hijos. Tenemos una ley que convierte a cualquier hombre en sospechoso, que elimina en la práctica el respeto a la presunción de inocencia y que así va preparando el camino para abolir tan obsoleta garantía de las libertades individuales. Y, sin embargo, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos a jueces y fiscales que, aplicando rigurosamente la ley, juzgan, condenan y firman órdenes de alejamiento que la policía no tiene tiempo de supervisar, haciéndonos llegar a la obvia conclusión de que los problemas sociales se solucionan con más policías, más fuerzas del orden, más coacción estatal. Y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos al Estado metido en las casas, en medio de las familias, entre las sábanas y, mientras tanto, sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos decenas de asociaciones feministas financiadas con dinero estatal que, casualmente, reivindican el aumento del control del Estado sobre los ciudadanos, mientras sigue habiendo asesinatos de mujeres. 
   Tenemos montones de estómagos muy agradecidos en nuestras universidades que realizan estudios de género, que visibilizan a las mujeres en la ciencia, en la música, en las artes, pero, curiosamente no en los campos de exterminio, en los centros de tortura, en los genocidios, para así acostumbrarnos a la idea de que no hay hechos históricos, únicamente hay las interpretaciones que el poder quiera subvencionar. Y, mientras, sigue habiendo asesinatos de mujeres.
   ¿En serio que a nuestros políticos les interesa la violencia de género? ¿En serio que a todos esos/as expertillos/as en los efectos de la testosterona les interesa la violencia de género? ¿En serio que alguien quiere erradicar esta lacra? ¿En serio que alguien quiere saber la verdad? Más allá de las mujeres que ayudan cada día a las maltratadas, más allá de quienes se juegan la vida interponiéndose entre un agresor y su víctima, más allá de quienes quieren construir un nuevo concepto de masculinidad, sólo hay cortinas de humo que tratan de ocultar la incómoda verdad, el mal del cual la llamada violencia de género constituye mero síntoma. Actúen contra todas las formas de atontamiento social, empezando por el consumo de drogas y alcohol, actúen contra el riesgo de exclusión social, contra la idea de anteponer la competencia entre individuos al respeto mutuo, contra este nocivo concepto de propiedad que tenemos y que iguala posesiones y relaciones humanas, contra todos los elementos de control que hacen de nuestras muy libres sociedades remedos de sociedades carcelarias y habrán acabado con la violencia de género. Pero claro, si hicieran eso, no sólo habrían acabado con la violencia de género.

jueves, 6 de octubre de 2011

Hoy me siento orgulloso de ser hombre

   Hay días en los que no me siento nada orgulloso de ser hombre. Este no es uno de ellos. La Asociación de Hombres por la Iguadad de Género, ha convocado una manifestación en Sevilla para el próximo 21 de octubre bajo el lema: "Planta cara a la Violencia - Ponle cara a la igualdad". Me caen simpáticos estos chicos de la AHIGE. Hace un tiempo organizaron una planchada, en Málaga, si no recuerdo mal. Acudieron allí con sus generadores de electricidad, sus planchas y sus camisas a demostrar que a uno no se le cae el pito por quitar arrugas. Este tipo de acciones es fundamental para desmontar todo ese cúmulo de tópicos que se van acumulando para ocultar la gravedad de una situación escandalosa. Nuestras valientes y democráticas sociedades occidentales parecen haberse vuelto ciegas ante el asesinato gratuito de algunos de sus miembros por ser trabajadores y/o mujeres. "Accidente laboral", "violencia de género", "cualquiera puede ser un agresor", son las nítidas etiquetas con las que se tapan los cadáveres y ya podemos mirar hacia otro lado y tragarnos otra noticia predigerida. Desde AHIGE, hay gente esforzándose por mostrar que la realidad es, como siempre, más compleja y que si estos problemas se han enquistado es porque responden a pautas muy alejadas de las que suelen vociferar los medios de comunicación. No son las mujeres o los hombres quienes tienen un problema llamado "violencia de género", son nuestras sociedades las que tienen un problema y tenemos que tratar de resolverlo todos desde nuestro ámbito de actuación, nuestras responsabilidades y nuestros niveles de compromiso.
   Lo anterior incluye, por supuesto, a los jueces. Como ya dije con anterioridad, hay algunos a los que parece que el cargo les tocó en la tapa de un yogurt. Recientemente, cierto juez ha considerado que decirle a una mujer "te voy a regalar una caja de pino" es desvelarle el obsequio de cumpleaños, que llamarla "zorra" es alabar su astucia y, cabe suponer, que gritarle "perra" será alabar su fidelidad o que etiquetarla de "puta" será recalcar la antigüedad de su trabajo. No quiero imaginarme qué pensará la mujer en cuestión de su marido, del juez y de la justicia. Por si las mujeres no estuvieran suficientemente desamparadas ante la violencia, el silencio de la sociedad, la insuficiencia de los recursos para protegerlas y la lentitud de los medios judiciales, cuando por fin se dictan sentencias, es para esto.
   ¿Qué está pasando para que un país añada sin sonrojo a las brutales cifras de asesinadas por sus maridos o novios, el encogimiento de hombros generalizado? ¿Cuál es el problema al que nos enfrentamos? La respuesta es simple y fácil es: el machismo, esa perversa ideología por la que los hombres se consideran superiores/mejores a las mujeres. Mi formación filosófica me hace huir de las respuestas simples y fáciles. ¿De verdad es ése el problema? Veamos. Uno de los tópicos de cualquier pensadora feminista que se precie es que la pornografía cosifica a la mujer, la convierte en una mercancía más, una mercancía intercambiable, esencialmente, por dinero. Una vertiente de esa pornografía son las revistas eróticas y, entre ellas, una de las más conocidas es Playboy. La cosificación, la fetichización que Playboy hace de las mujeres llega a tal límite que ni siquiera las trata como verdaderas mujeres, sino como "conejitas". Playboy no presenta despampanantes mujeres desnudas (según me han contado), presenta animalitos carentes de razón, a los que no se debe respeto y que, cualquier hombre que se precie de serlo, debe estar deseando cazar. Difícilmente se puede pensar en un mejor ejemplo de cosificación de la mujer. Pues bien, no sé en otras partes del país o del continente, en el pequeño trocito de globo terráqueo por el que suelo pasear, se ha convertido en una plaga entre las mujeres la típica conejita símbolo de Playboy. Las jóvenes llevan pegatinas en su coche con su silueta, se la cuelgan del cuello o se la tatúan en los brazos. Son las mismas jóvenes conductoras a las que si un varón no les cede el paso en una calle, lo insultarán prestamente llamándolo "machista".
   Pero el problema no es de esta generación de jóvenes. Cada año suelo pedir a mis alumnas que se pongan en la misma situación. Supongamos, les digo, que vuestra madre está tendiendo la ropa. Supongamos que vuestro hermano (caso de que lo tengáis) está viendo la televisión y vosotras, estudiando. Si necesita ayuda ¿a quién llama vuestra madre? Cada año suelo encontrarme la misma respuesta. Una inmensa mayoría de mis alumnas con hermanos me cuentan que sus madres las llaman a ellas para ayudarlas. La razón fundamental que aducen para disculpar a sus madres es que sus hermanos "no saben" hacer semejantes cosas. Una joven puede saber su madre es una persona con los mismos derechos y deberes que su padre gracias a la educación recibida en el colegio acerca de la igualdad de género, pero nada de eso tendrá el menor efecto si se la confronta con una realidad cotidiana en la que ella tiene que realizar todas las labores que los hombres "no saben" hacer. Y, obviamente, no las saben hacer porque nadie ha considerado conveniente enseñárselas.
   Las cosas van más allá. Muchas mujeres son perfectamente conscientes de que su "liberación" ha consistido en que ahora pueden trabajar fuera de casa casi tanto como lo hacen en casa. Incluso, las hay tan "liberadas" que han conseguido trabajos tan bien retribuidos como para que otra persona haga las tareas de casa... Otra persona no, más bien otra mujer. Y aquí, las cuestiones comienzan a volverse realmente delicadas y, sinceramente, no tengo respuestas fáciles a ellas. Supongamos que sea Ud. mujer, ¿contrataría a un hombre para hacer las tareas del hogar mientras está Ud. trabajando? ¿y para cuidar a los niños? Recientemente he tenido una discusión (creo que absolutamente cordial) con mis alumnas por un comentario ocasional en clase. Me dijeron y prácticamente todas estaban de acuerdo, que si su novio aparecía un fin de semana vestido de un modo hortera, le exigirían inmediatamente que se cambiase de ropa. Les pregunté, malintencionadamente, qué pensarían si fuesen sus novios los que las mandasen a casa a ellas a cambiarse de ropa por lucir minifalda. Ese comportamiento ya no era "lógico" ni "normal", era "machismo". Lo digo con toda honestidad, no sé si tenían razón. Hagamos abstracción del sexo de los implicados en esta situación. En una relación entre iguales, si el otro hace comentarios acerca de mi indumentaria, yo puedo hacer comentarios acerca de la indumentaria del otro. Si introducimos el sexo en los implicados la cosa no cambia mucho: si mi novio no puede ir vestido de un modo que a mí me parece inapropiado, mi novia no puede ir vestida de un modo que a mí me parece inapropiado. Pero si ahora concretamos en qué consiste ese carácter inapropiado, esto es, un escote demasiado amplio, por ejemplo, la naturaleza de la situación cambia por completo. ¿Por qué? ¿qué es lo que estamos buscando? ¿qué debemos perseguir? ¿unas relaciones entre sexos igualitarias? ¿más equilibradas? ¿armónicas? ¿O, quizás, no es ahí donde radica el problema? ¿Y si el problema fuese ese "mi"? ¿y si el problema consistiese en que ya no sabemos tratarnos unos a otros de un modo diferente a como tratamos el resto de nuestras propiedades? Al fin y al cabo, si yo tengo un televisor y lo puedo poner al volumen que quiera, tengo un coche y lo puedo aparcar donde quiera, también tengo una novia/mujer (o un novio/marido) y puedo...
   De ningún modo creo que sean identificables todas las ideas que hay en las cabezas de los hombres con un modo de pensar machista, ni todas las ideas que hay en las cabezas de las mujeres con un modo de pensar feminista. Me parece que hay hombres que están trabajando muy duro por desmontar los planteamientos sexistas que imperan en nuestras cabezas, caso de AHIGE, y que hay mujeres reproduciendo constantemente esos esquemas mentales, por más que después se quejen de sufrirlos. Nadie tiene automáticamente la razón por pertenecer a una minoría perseguida igual que nadie está inevitablemente equivocado por pertenecer a una mayoría opresora. Es totalmente cierto que los hombres tenemos que desterrar determinadas ideas de nuestra mente que hacen de nosotros algo verdaderamente patético, siempre buscando la competición, demostrar lo grande que la tenemos o lo gallitos que podemos llegar a ser. Es totalmente cierto que hay que construir otro patrón de masculinidad mucho más apegado a nuestras sociedades culturales y lejano de los cazadores-recolectores que hace ya milenios que no somos. Pero, como siempre, tampoco esto seremos capaces de hacerlo solos.