domingo, 29 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (¡y 5!)

   Salvando las distancias, me ha ocurrido un poco lo que a Leibniz con la Teodicea, comencé creyendo que tenía un par de cosas que decir sobre la felicidad y esto ha acabado con más capítulos que la serie esa de Amar los huevos revueltos. Lo peor es que se han quedado unas cuantas cosas en el tintero. Amarrarlas todas llevaría a alargarme más de lo que resulta pertinente. Me limitaré, pues, a anticipar la posible respuesta a algunas críticas muy evidentes.
   Empezaremos por el final. Ciertamente hay historias personales que, da igual cómo se las cuente, son terribles. Ser capaz de encontrar una perspectiva que haga narrable una de esas historias con algo mínimamente positivo es, entonces, un reto, muy difícil en la mayoría de los casos, aunque no imposible. Habrá, con todo, vidas para las que sí sea, de verdad, imposible. ¿Qué hacer entonces? Bien, hay un truco que no deja de ser arduo aunque factible: si no puede encontrar una perspectiva que haga de su vida algo agradable de recordar, invéntese una vida. Es lo que han hecho siempre infinidad de escritores. ¿Recuerdan a Cervantes? Su padre era sordo, estuvo en la cárcel por deudas y no tenía "sangre limpia". Cervantes, hijo, pasó su infancia de un lado a otro, probablemente, sin poder consolidar amistades, fue perseguido por la justicia, perdió el movimiento de una mano, fue hecho prisionero de guerra, esclavizado y torturado en Argel, tuvo un par de matrimonios infelices y lo encarcelaron como a su padre. En una cárcel española, este héroe de los ejércitos españoles, hizo lo único que podía hacer, inventarse la historia de alguien más hidalgo, triste y desgraciado que él, la historia de Don Quijote. No es una excepción, más bien, es un regla. Buena parte de los grandes escritores de todos los tiempos lo fueron para huir de sus propias y terribles historias. Fabulando vidas que no fueron las suyas, hallaron el modo de exorcizar los demonios, de soportar su propio dolor, de disfrutar de una cierta estabilidad emocional. Lo hemos dicho ya, inventar y recordar son dos procesos muy semejantes.
   Señalamos que una vileza no hace a una persona vil, que una sucesión de fracasos no hace de una persona un fracasado... luego, ¿una sucesión de borracheras no hace a una persona alcohólica? El autorrelato no es bueno por sí mismo, sencillamente, es lo que estamos haciendo en todo momento. Lo que resulta bueno por sí mismo es cobrar conciencia de esa elaboración continua, porque eso nos permitirá distinguir entre el modo salvífico y el modo tóxico de narrarnos nuestra vida.
   Otro flanco abierto a las críticas tiene que ver con Adorno y una larga tradición de filosofía de izquierdas. Para ellos, la felicidad era algo vergonzante. Hablar de felicidad después de Auschwitz o, más simplemente, después de una jornada de trabajo, forma parte de la típica hipocresía burguesa. Nadie puede ser feliz antes de la revolución porque lo contrario supone reconocerle a la formación capitalista contra la que se lucha, la posibilidad de ofrecer felicidad, siquiera, a un puñado de seres humanos. Además, dado el materialismo de que hacían gala, difícilmente podían imaginarse una felicidad fundamentada en algo más que en lo que decían sus antagonistas, esto es, la acumulación de bienes. Por tanto, cualquier propuesta de ser felices, sonaba a sospechosa traición de los ideales. Ser feliz era ser egoísta, tonto y/o criptoburgués.
   Conforma todo lo anterior un modo de ver las cosas que no comparto. Cederle a lo establecido, de entrada, el poder de hacernos infelices, es aceptar su idea de que los seres humanos rinden más y mejor cuando son infelices, que la felicidad debe ser la zanahoria que mueve al burro en una dirección elegida por otro, que seremos felices teniendo cosas que no tenemos. Nuestro jefe puede hacérnoslas pasar canutas, obligarnos a desperdiciar el tiempo en inutilidades, despedirnos y dejar a nuestros hijos sin sustento. Entregarle, además, el poder de decidir sobre si vamos o no a ser felices es darle demasiado poder. No, la felicidad debe estar en nuestras manos y no debemos permitir a nadie ni a nada que nos la arrebate. Y, desde luego, lo que prefieren nuestros hijos no es que traigamos dinero a casa, lo que prefieren es vernos felices.
   Es difícil eliminar la sospecha de que una persona feliz, con independencia de los hechos concretos que la rodean, mostraría un cruel egoísmo. No creo que esta sospecha deba inquietarnos si aprendemos a distinguir dos tipos de egoísmo. Por una parte está el egoísmo que yo llamaría de las personas cortas de vista. Este es el egoísmo del que se come el último trozo de tarta sabiendo que otra persona también lo desea. Por otra, está el egoísmo inteligente. Las personas verdaderamente egoístas, rara vez se comen el último trozo de tarta si sospechan que otra persona lo desea. Saben que, como mínimo, compartir ese trozo de tarta, aumenta las probabilidades de que lo vuelvan a invitar a comer tarta. Ya lo hemos dicho, el objetivo de ser feliz es que, las personas felices, suelen tener una irrefrenable tendencia a actuar bien y quien considere sinónimos felicidad y egoísmo tendrá que demostrar que actuar bien puede ser pernicioso.
   En los propios textos de Adorno se asoma la idea de que, dado el estado actual de cosas, el hecho de ser feliz es absolutamente revolucionario. Si se consiguiese extender la felicidad hasta alcanzar un porcentaje mínimo de la población, el efecto sería tan devastador, que difícilmente el sistema de poder imperante podría soportarlo. Resulta extremadamente fácil demostrar esto. Si alguna vez han utilizado la provocadora táctica de responderle al superior que les abronca con una cándida sonrisa y un rotundo "me da igual, yo soy feliz", sabrán lo que suele ocurrir. Quien está intentando acogotarles recurrirá a la cruda violencia o a las amenazas más brutales. No lo hace porque crea que esa respuesta refuerza su poder. Bien al contrario, lo hace porque sabe perfectamente que su aparente poder se acaba de esfumar en el aire. ¿Qué ocurriría si ésa se convirtiese en nuestra respuesta habitual a todos los intentos de hacernos sentir mal, de conducirnos por un camino que no hemos elegido, de convertirnos en personas que no queremos ser? ¿Qué ocurriría si respondiésemos así, a los agravios, a los anuncios, a quienes nos exigen ser más productivos, más competitivos, más agresivos? ¿Cuántas cosas dejaríamos de comprar y aún de desear? ¿A qué se dedicarían los fabricantes de productos de lujo?

domingo, 22 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (4)

   Tener un fin en la vida nos ayuda a justificar los esfuerzos, a racionalizar los malos momentos y a no fijarnos demasiado en cosas que, de otro modo, nos parecerían trascendentales e inquietantes. Pero para llegar a la felicidad hacen falta también otros componentes. Cuántos y en qué cantidad depende, en buena medida, de la persona de la que se trate. Sin embargo, dos de ellos deben entrar inevitablemente en la fórmula. El primero lo hallaron los estoicos. Estos filósofos, cifraron el objetivo del sabio en la imperturbabilidad, en la absoluta tranquilidad de espíritu. Para ello recomendaban alejarse de las pasiones y llevar una vida enteramente racional. Sinceramente, no creo que los seres humanos pudiésemos ser felices comportándonos como si fuésemos Robby, el robot de Planeta prohibido. Sin embargo, algo de tranquilidad de ánimo sí que hace falta para alcanzar la felicidad. La proporción que se necesita es, aproximadamente, la que reduce a la mitad nuestras preocupaciones. Voy a explicarme.
   El término "preocupación" tiene dos sentidos, emparentados aunque diferentes. El primero implica ocuparse con antelación de algo. Nos preocupamos por un viaje cuando reservamos habitación en un hotel, compramos un billete de avión, hacemos la maleta... Pre-ocuparse de algo en este sentido es bueno, de hecho, es imprescindible para que las cosas rueden por el camino adecuado. El otro sentido del término "preocupación" es la inquietud o temor que genera un acontecimiento presente o futuro. Nos preocupamos en este sentido si nos da miedo volar y, desde el momento en que compramos el billete, estamos dándole vueltas a la cabeza con lo que va a suponer para nosotros ese trance. En este sentido, las preocupaciones son malas, nefastas de hecho. "Preocuparse" en este sentido significa vivir anticipadamente el dolor o sufrimiento que va a conllevar una situación todavía por venir. Pueden ocurrir dos cosas, la primera es que resulte que la experiencia en cuestión no sea para tanto, con lo que habremos pasado unos días de sufrimiento absolutamente inútiles. La segunda es que la experiencia sí fuese para tanto, es decir, con nuestra preocupación habremos pasado dos veces un trago que no queríamos pasar ni siquiera una vez.
   Los estoicos recomendaban alejar todas las preocupaciones con un razonamiento muy simple. Si el problema en cuestión está en nuestras manos, no hay que preocuparse porque lo resolveremos. Y si no lo está, ¿para qué preocuparse? va a ocurrir de todas maneras... Obviamente, este argumento no dice nada, porque lo que realmente nos mantiene en vilo es si el problema que nos traemos entre manos va a caer en la primera categoría o en la segunda. Quizás lo mejor es pre-ocuparnos de tomar todas las disposiciones que nos puedan llevar a salir ilesos de la tormenta y, una vez hecho esto, abandonarnos tranquilamente a disfrutar del paisaje porque, al fin y al cabo, ni se nos puede exigir nada más ni tampoco podríamos haberlo hecho.
   Si ha conseguido despejar de preocupaciones el futuro, el otro ingrediente de la felicidad le resultará fácil de conseguir, pues se trata de despejar de preocupaciones también nuestro pasado. En esencia se trata de eliminar esa malévola tendencia de nuestra memoria a machacarnos con recuerdos dolorosos. Conseguirlo pasa por comprender que, en realidad, no recordamos las cosas como fueron, sino como las hemos contado (a nosotros o a los demás) una y otra vez. Los recuerdos no son testimonios de lo ocurrido, sino partes de algo que en psicología se llama el "autorrelato" o la "autonarración". En el género de vida que llevamos es muy normal la esquizofrenia autonarrativa. Uno va al banco a contarle al encargado de darnos el crédito que nuestra empresa tiene más de mil clientes y genera unos beneficios de seis cifras anuales. A continuación nos entrevistamos con un inspector de Hacienda y le contamos que casi todos nuestros clientes son morosos y que hemos ganado un 50% menos que el año anterior. Lo más probable es que ambas historias sean verdaderas, por tanto, ¿cómo va nuestro negocio? Pues... depende de cómo lo contemos. Otro tanto ocurre con nuestras vidas.
   No se trata de mentirnos a nosotros mismos ni de pintar nuestra historia con bonitos y falsos colores rosas. De lo que se trata es de aprender a narrarnos nuestra propia historia de modo que, por un lado, queden resaltados esos logros que todos tenemos y, por el otro, se dote a todo lo demás de un carácter constructivo. Cierto que hubo una ocasión en que nos comportamos de un modo vil y que el recuerdo de aquellos hechos nos causa dolor. Ahora bien, precisamente ese dolor, me muestra que no soy una persona vil, que aprendí de aquello y que gracias a esa experiencia sé mucho mejor quién soy y cómo me comportaré en el futuro, es decir, fue una experiencia necesaria. O, si lo prefieren, me expresaré como lo hacen los psicólogos. El modo correcto de contar la historia es "yo intenté conseguir un trabajo mejor y fracasé" y no "yo soy un fracasado". Este pequeño tránsito es fundamental porque convierte nuestro pasado en algo que no determina el futuro y nos lleva a buscar las causas de nuestras desgracias más allá de un destino inevitable o una conspiración universal.

domingo, 15 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (3)

   Supongamos que algo de lo que he dicho hasta ahora tiene sentido. Supongamos que, efectivamente, los libros de ética serían más leídos y seguidos si comenzaran dando la receta para la felicidad y, después, explicando en qué consiste ser bueno. ¿Cuál podría ser esa receta? Debe ser algo simple y alcanzable por la inmensa mayoría de los lectores, de lo contrario, perderíamos clientela. De hecho, si quitamos todas las teorías que sitúan la felicidad en el otro mundo, el resto no piden demasiado para ser felices. ¿Cómo podríamos caracterizar la felicidad para que estuviese al alcance de la mayoría? Por varias razones, que sería aburrido argumentar aquí, me inclino a pensar que la felicidad es un estado. Si ahora seguimos a Aristóteles, podemos decir que es el estado superior al cual puede aspirar el ser humano, por tanto, debe apoyarse en lo mejor que tenemos: la mente. La felicidad es un estado mental. Realmente acabamos de descubrir el Mediterráneo. La práctica totalidad de los filósofos lo habían dicho ya. Pero si la felicidad es un estado mental, entonces, no hace falta que ocurra nada en nuestras vidas, no hace falta que consigamos nada, no hace falta que compremos nada para alcanzarlo, basta con pensar de la manera adecuada. ¿Cuál es la manera adecuada de pensar? Vayamos por partes.
   Difícilmente se puede ser feliz durante largo tiempo si se va en contra de los hechos. En concreto hay dos hechos de los que no se puede escapar. El primero es que nuestra especie logró sobrevivir esencialmente gracias a esa singular característica de nuestro cerebro que consiste en ser capaz de ver señales allí donde el ninguna otra especie puede verlas. Sin tener gran olfato, sin ser grandes corredores, sin capacidad para mimetizarnos demasiado con el medio, adquirimos la habilidad de dotar de sentido a una huella, algo de pelo animal atrapado en una zarza o unos arañazos en un tronco. El resultado es que tenemos un cerebro que ama el orden, busca continuamente el significado de las cosas, trata de hallar un sentido en todo lo que le rodea, incluyendo las cosas más peregrinas. Existe un arte adivinatorio chino que utiliza palillos arrojados al azar, todos descubrimos caras y figuras en las nubes, aunque el mejor ejemplo de cómo hallar un sentido en algo que, objetivamente, carece por completo de él, son las constelaciones.
   El otro hecho insoslayable es que los acontecimientos del universo carecen de un sentido aparente más allá de lo que marca el segundo principio de la termodinámica, a saber, que la energía se transforma en formas menos utilizables o, dicho de otro modo, que la naturaleza tiende al desorden o, todavía, que la información siempre se degrada. Así que tenemos un cerebro al que le complace el orden en un mundo que hace todo lo posible por alejarse de él. Cómo habérnoslas con esta circunstancia es clave para la felicidad pues, in nuce, aquí está ya la intranquilidad que produce la muerte. Esencialmente existen tres posibles soluciones. La primera es la que bendecimos todos cuando consideramos que los tontos son más felices, esto es, dado que el universo carece de sentido, lo mejor es desconectar los intentos de nuestro cerebro por encontrar un orden en él. La segunda es decir que si bien el universo carece de un sentido aparente, en el fondo, contra toda lógica, sí lo tiene. Esto es lo que hacen los creyentes. Pero hay todavía una tercera opción.
   A Kant corresponde el enorme mérito de haber descubierto el valor filosófico de la expresión "como si". En efecto, el "como si" es la base del deber kantiano. ¿Qué es lo que debemos hacer? Lo que debemos hacer es actuar como si deseáramos que nuestro modo de comportarnos se convirtiese en una regla de carácter universal. Y aquí es donde interviene Nietzsche. Lo que Nietzsche propone no es que nos comportemos como si todo el mundo estuviese mirándonos para tomar nota de qué hacemos e imitarnos. De lo que se trata es de hacer como si el mundo tuviese efectivamente un sentido. ¿Cuál? Muy simple, el que nosotros queramos inventar. Podemos decir que el sentido del universo es hacer la revolución. O podemos decir que consiste en fabricar pececitos de oro para, una vez hechos, desmontarlos escama a escama, fundirlas y volver a empezar el proceso. O, incluso, podemos decir que radica en hacer lo primero hasta que alcancemos una determinada edad y pasar a hacer lo segundo a partir de entonces, que es lo que elige el coronel Aureliano Buendía en Cien años de soledad. Lo importante no es qué se elija, lo importante es que se elija, que sea una elección personal y que hagamos de ella el sentido pleno y absoluto de nuestra vida. Con esto ya hemos recorrido la mitad del camino hacia la felicidad.

domingo, 8 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (2)

   Quizás, la razón por la que tememos tanto a la felicidad es porque los cuentos terminan, precisamente, cuando ésta comienza. Parece que todo lo interesante, todo lo que merece la pena ser contado, ocurre mientras los personajes son infelices, porque cuando son felices lo único digno de mención que hacen es comer perdices. ¿Creen de verdad que Blancanieves vivió toda su vida feliz mientras perdía la línea de tanto comer tiernas avecillas? Tras unos meses comprendería que bueno, que sí, que era feliz, pero que lo sería realmente si tuviera azulados hijos del príncipe. ¿Por qué? Pues porque éste es el procedimiento básico para alejar la felicidad durante años y, quizás para siempre. Todo el tiempo que la mujer quiere quedarse embarazada sin conseguirlo es tiempo de rabiosa intranquilidad (“¿y si no puedo?”) ¿Alcanza la felicidad cuando, efectivamente lo consigue? A lo mejor, si no tiene mareos, ni vómitos, ni le prohíben comer algo, ni le da pánico el dolor, ni el embarazo le impide descansar por las noches, ni... A los pocos meses, la joven madre primeriza, se descubrirá llorando una noche y no de felicidad, no, llorará de agobio, de angustia, al comprobar cómo ha cambiado su vida y hasta qué punto se siente desbordada.
   ¿Y qué decir del príncipe azul? Este es el primero en descubrir que lo de vivir con Blancanieves está bien, pero que, quizás por su prolongado letargo, la noche que no está cansada, le duele la cabeza y si no le duele la cabeza, tiene la regla y si no tiene la regla, es domingo y hay fútbol. Así que, más pronto que tarde, llega a la conclusión de que, en realidad, lo suyo, no era comer perdices para siempre, sino ir besando por ahí a jóvenes narcotizadas de piel pálida. Tanto tiempo portándose bien para llegar a ser feliz y, al final, resulta que la felicidad no merece la pena y que lo mejor es portarse muy, pero que muy mal. Es la historia de todos nosotros. Comenzamos a leer los libros de ética y éstos, indefectiblemente, nos dicen que nos van a enseñar a ser buenos para que seamos recompensados con la felicidad. Llegados a este punto pensamos: “pero, si yo no quiero ser feliz, ¿para qué voy a seguir leyendo?” Esta es la razón por la que tan pocas personas intentan ser buenas en el sentido en que lo proponen los tratados de ética.
   Si queremos que la gente lea los manuales de ética y apliquen los principios que en ellos se describen, quizás deberíamos invertir los términos. En primer lugar, habría que explicar qué hacer para ser felices y, después, explicar cómo debemos comportarnos para actuar bien. Platón lo sabía. Siempre me ha sorprendido el enorme realismo que existe en su teoría erótica. Platón no pretende que debamos ser buenos, comportarnos de modo generoso, hacer el bien, para enamorarnos. Es justamente al contrario. Primero nos enamoramos y es el amor el que saca de nosotros lo mejor que hay. Implícito queda que nunca nos enamoramos de un ser humano real. Nuestro amor se dirige en primer lugar, hacia un ideal, una ficción que, por pura coincidencia o ceguera deliberada, creemos encontrar en un ser humano de carne y hueso. Pero ésta es otra historia.
   Lo cierto, es que, la mañana siguiente al primer beso, los pajarillos cantan, el tiempo es magnífico y la vieja cascarrabias que siempre empujamos porque está en mitad de la entrada del metro, se convierte en una débil ancianita a la que nos produce enorme satisfacción ayudar. Ignoro si alguien ha conseguido, a lo mejor en la otra vida, ser feliz tras largos ejercicios de bondad. Sin embargo, todos nosotros nos hemos portado mejor cuando nos hemos sentido queridos. Esto es algo que se puede generalizar. En las ocasiones en que, por un cierto azar, las cosas nos salen bien, todo parece encajar, el mundo tiene trazas de estar encaprichado en que los acontecimientos fluyan a nuestro favor, sentimos algo así como que el universo nos quiere y tratamos de devolverle ese cariño con un comportamiento más que correcto. Esa sensación de que estamos en lo alto de una ola universal, es algo muy cercano a la felicidad. Pues bien, el funcionario feliz no llega tarde, el empleado feliz rinde por encima de lo exigido, si todos fuésemos felices, las cárceles estarían vacías. Nadie hace el mal siendo feliz. Otra cosa es que haya una minoría que halle su felicidad en meterle el ojo al vecino. Pero ésta no es ninguna refutación, pocos son los que llegan hasta ahí habiendo tenido una infancia feliz.
   Ahora estamos en el extremo diametralmente opuesto a Aristóteles. Ser feliz ha dejado de ser una finalidad, cabe preguntar para qué queremos ser felices. Y la respuesta a esta cuestión es: para ser buenos.

jueves, 5 de enero de 2012

¿Para qué ser felices? (1)

   Aunque Aristóteles me parece un filósofo muy interesante, hay un punto en el que nunca he conseguido estar de acuerdo con él. Decía Aristóteles que los seres humanos buscan por naturaleza la felicidad y que no cabe preguntar para qué queremos ser felices, pues la felicidad se busca por sí misma. Si bien es cierto que eso es lo que solemos responder cuando nos preguntan cuál es el objetivo último de nuestras vidas, rara vez hacemos algo para conseguirlo. Me costaría trabajo decir si he conocido a alguien que, de un modo consciente y deliberado, haya dado un paso tras otro, sin descanso, en el camino hacia la felicidad. De la mayor parte de las personas que conozco, o que he conocido, puedo decir exactamente lo contrario, hacen todo lo que está en sus manos para no ser felices. Existen multitud de hechos que avalan esta tesis. Para empezar, ser felices no puede ser tan complicado. El propio Aristóteles explica que basta con tener las necesidades básicas cubiertas y dedicarse a la contemplación. Con tales presupuestos, media humanidad está en condiciones de ser absolutamente feliz.
   Pero la realidad es otra. Habitualmente, la inmensa mayoría de los eventos que recordamos son tristes, dolorosos o humillantes y este tipo de recuerdos acude de modo espontáneo a nuestra mente. Con independencia de cómo le haya ido en su vida, tendrá que hacer un esfuerzo, en ocasiones intenso, para recordar un buen momento. Nuestra memoria es, de hecho, un maravilloso pretexto para que nuestra felicidad no dure más de unos minutos. Probablemente, sólo se trate de un mecanismo evolutivo que estamos empleando mal. Nuestra memoria se agarra a los malos momentos para que no perdamos la tensión, para que no nos relajemos, algo que, en los bosques en los que nuestra especie ha vivido la mayor parte de su existencia, debió ayudarnos a estar alerta y evitar situaciones peligrosas. Ya no vivimos acechados por depredadores y este mecanismo es más una molestia que otra cosa.
   Encuestas hechas entre universitarios demuestran que, alrededor del 90% de los jóvenes, están descontentos con su apariencia física. Si hacemos un cuerpo con la media de las proporciones de los jóvenes de esa edad, es imposible que el 90% de ellos esté significativamente alejado de esa media. Esta desproporción es un filón para los cirujanos plásticos. Son multitud los clientes que, en realidad, no van a ganar nada importante (físicamente hablando) con la operación en la que van a invertir los ahorros de una vida. Lo explicaré de otra forma. Esas actrices, actores y modelos, que sirven de prototipo de belleza y cuyas narices, pechos y barbillas son copiados mediante cirugía en los rostros de tantas personas, se sienten tan o más insatisfechos con su cuerpo como la media de los ciudadanos.
   Probablemente hubo un momento en su vida en el que Ud. bien podría haberse enamorado de dos personas distintas. Una era una buena persona, generosa, amable, que hubiese estado en todo momento pendiente de sus necesidades. La otra era una persona destinada a martirizarle de todos los modos posibles. ¿De quién acabó por enamorarse? En el amor buscamos siempre la persona de la que no debemos enamorarnos o de la que sabemos que nos va a maltratar. Por eso existen tantos flechazos en el trabajo, nos atrae lo extraordinariamente difícil que se volvería la situación si saliera mal.
   La primera imagen de la felicidad que llega a nuestras cabezas es la de una vida sin problemas. Una vida sin problemas es una vida feliz... o aburrida. A los seres humanos nos gustan los problemas, de modo que hacemos todo lo posible por tenerlos en abundancia, es decir, hacemos todo lo posible para no ser felices. Hemos inventado infinidad de estrategias para sentirnos profundamente infelices. La más fácil es poner un nivel de exigencia tal que haga imposible alcanzar la felicidad. Por ejemplo, podemos pedir que se acabe el hambre del mundo, que no haya niños o animales que sufran, o podemos recordar, como decía Adorno, que cualquier atisbo de felicidad es obsceno después de Auschwitz. Más sutil es considerar que no podemos ser felices si las personas de nuestro entorno inmediato (padres, pareja, familiares) no lo son. En esta estrategia se esconde la secreta esperanza de que alguno de ellos cifre en nuestra propia felicidad la imposibilidad para alcanzar la suya. De este modo el círculo vicioso está servido y nuestra infelicidad garantizada.
   La península ibérica goza de buen clima y de abundantes suelos fértiles, el agua no es demasiado escasa, las mujeres guapas y la gente alegre por naturaleza. A poco que nos hubiésemos descuidado podríamos haber sido un pueblo feliz. Por eso inventamos una estrategia infalible para impedir la felicidad, se llama envidia. Al envidioso no le basta con tener o ser tal o cual cosa. Además, nadie que él o ella conozca debe tenerlo siquiera sea en un grado mínimo. La envidia garantiza la infelicidad perpetua. Así hemos salido todos los que vivimos en este bonito territorio: cejijuntos y con aire cabreado.
   A veces, los seres humanos se encuentran en una situación terrible, por más que busquen, no consiguen encontrar ningún problema a su alrededor. Enfrentados a la posibilidad de ser felices, conseguimos eludirla por el procedimiento de inventarnos los problemas. Hay multitud de ejemplos de problemas inventados. Uno muy típico es buscar una infidelidad de nuestra pareja, infidelidad que, de tanto buscarla, acaba por existir. Otras veces es una enfermedad, esa molestia de estómago después de comer, ese reiterado dolor de cabeza, esa punzada del oído, ese síntoma que es lo más normal del mundo y que carece de toda importancia... a menos que se investigue. Pero el problema inventado más generalizado de nuestra sociedad es la depresión. La depresión puede aparecer por tres motivos: ingesta de algún tipo de medicamento o droga; que, en realidad, no haya ningún motivo para estar deprimido; o que se haya pasado una etapa tan difícil, que, cuando se sale de ella, se teme poder ser feliz y todo. Y, ya lo hemos dicho, si tenemos que elegir entre ser felices o pasarlo fatal, los seres humanos rara vez dudamos, ¡a sufrir que son dos días!

viernes, 30 de diciembre de 2011

Por qué soy neomachista (2)

   Una de las características del feminismo teórico es su alianza con el Estado. El feminismo del siglo XX es un feminismo de Estado. No se trata ya de que los Estados hayan adoptado políticas de discriminación positiva, es que esto es lo único que podía ocurrir. ¿Por qué? Voy a contar un cuento. Érase una vez que se era, una miembro* numeraria del Opus casada y con tantos hijos como Dios había querido mandarle. Un día descubrió que tendría más facilidad para publicar, recibiría más becas y subvenciones si, en vez de dedicarse a los temas de investigación que le permitía la Obra, se dedicara al feminismo. Se salió del Opus, se divorció del tirano de su marido y fue feliz y comió perdices a costa de los fondos de los congresos sobre feminismo que organizó. Esta bonita historia lleva a una pregunta: ¿cuántas teóricas feministas van a seguir haciendo gala de su militancia ahora que las ayudas públicas van a sufrir un drástico recorte? Puedo formular esta pregunta de un modo todavía peor. Las investigaciones financiadas por las empresas farmacéuticas, casualmente acaban concluyendo que sus productos sirven para el tratamiento de determinadas enfermedades. Las encuestas encargadas por un partido político, casualmente dan resultados favorables a ese partido político. ¿Es también casualidad que los estudios feministas subvencionados con dinero público, acaben exigiendo, en este o aquel ámbito, la intervención del Estado? ¿Por qué tantas propuestas feministas pasan por apelar a papá el Estado?
   Decir que buena parte del feminismo, al menos del feminismo teórico, es pensamiento subvencionado no constituye, con todo, lo más duro que se puede decir. Los documentos de las grandes teóricas del feminismo son poco más que una colección de chistosas anécdotas acerca de hombres de Marte y mujeres de Venus, una pormenorizada casuística obtenida de novelas y otros relatos de ficción (y esto es aplicable a las mismas madres fundadoras del movimiento), denuncias en las que no se mencionan nombres, victimismo a raudales, el consabido presupuesto de que los hombres somos testosterónicos, alusiones al patriarcado romano y, en el caso de la línea más radical, reivindicación de los métodos del apartheid sexual decimonónico, ahora amparado en motivos especularmente distintos.
   Es inútil pedirles una cierta lógica, algo de coherencia, la más mínima fundamentación histórica. La lógica, la coherencia, la exigencia de fundamentación histórica, son típicos corsés masculinos, cuya utilización sólo puede conducir a la reproducción de los esquemas machistas. No vale decir que el patriarcado romano no pudo surgir de la nada y que otras sociedades, sin antecedentes romanos, son tan o más machistas que la nuestras, por lo que ahí no puede buscarse la razón de lo que está ocurriendo hoy. Huelga afirmar que por las venas de las mujeres también circula testosterona. Y si se nos dice que menos, la cosa se pone todavía mejor. Si la testosterona fuese la culpable de todo, los hombres que producen más testosterona que la media serían más machistas, tesis que difícilmente resistiría la más mínima contrastación empírica. Ni siquiera se puede reclamar que la idea de que los hombres somos "por naturaleza" algo, además de haber sido la base para todo tipo de discriminaciones a lo largo de la historia, lleva a la conclusión lógica de que, si efectivamente somos así "por naturaleza", nada ni nadie va a cambiar las cosas, con lo que sólo queda plegarse a los hechos. Como digo, nada de esto es argumentable porque el deseo de argumentar es ya una clara muestra de pensamiento masculino, es decir, machista. Sin embargo, insisto, la apertura de librerías en las que sólo pueden entrar mujeres no ha detenido las violaciones, las humillaciones, ni los asesinatos.
   Está muy bien que haya organizaciones feministas, subvencionadas por papá Estado, apoyando a las mujeres maltratadas. Estaría mejor que las hubiera dedicadas a denunciar a los maltratadores que cobran pensiones de viudedad por sus mujeres y víctimas y que no fuese papá Estado quien tenga que descubrir estas cosas. Está muy bien que papá Estado multe a las empresas que discriminan a las mujeres. Sería mucho mejor que las organizaciones feministas hicieran listas públicas de los establecimientos y empresas multados y promovieran el boicoteo de sus productos. Está muy bien que se enseñe igualdad de género en las escuelas de papá Estado. Más eficaz sería negarse a comprar productos cuyos anuncios reproduzcan lo más rancio de la asignación de roles sexistas (productos de limpieza del hogar o adelgazantes promocionados por mujeres, coches deportivos que sólo conducen hombres, etc.) Es muy bonito que papá Estado obligue a hacer listas electorales "cremallera". Mucho más hermoso serían los programas deportivos "cremallera", es decir, que cada minuto de información deportiva masculina fuera correspondido por un minuto de información de deportes femeninos y que las mujeres protagonizaran una campaña de apagado de televisiones hasta que eso ocurriese. Las historias de la ciencia "de género" subvencionadas por papá Estado son fabulosas. Una fábula mucho más útil sería que las científicas pudieran incluir en sus curricula la maternidad, pues ésta suele ir acompañada de una ralentización en sus investigaciones que las pone en inferioridad respecto de sus compañeros varones. Luchar por la igualdad de género en nombre de papá Estado está muy bien. Lo ideal, sin embargo, es luchar por la dignidad de las personas, con independencia de qué les cuelgue en la entrepierna. Pero, claro, esto es peligroso, pues no sólo acabaría con los acosadores, los maltratadores y las discriminaciones por razón de sexo.

   * ¿O miembra? Ahora bien, si toda parte femenina integrante de un organismo es una miembra, mi pierna no es uno de mis miembros, sino una de mis miembras.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Sí, Sres. ministros

   Hubo una época en que TVE emitía series de la BBC. Así llegaron hasta nosotros Yo, Claudio o la desternillante Sí, Sr. Ministro. Esta última contaba la historia de James Hacker, un político tontorrón y engreído, que alcanzaba el cargo de ministro. En Inglaterra, inmediatamente por debajo del ministro, hay un Secretario Permanente, esto es, un funcionario nombrado por la reina. A nuestro protagonista le caía en suerte el taimado Sir Humphrey Appleby, cuyo lema era que a los ministros no se los puede dejar solos porque tienen ideas. Hacker, en efecto, tenía numerosos ocurrendos que el alto funcionario trataba en todo momento de frustrar. Al final de cada episodio, solían llegar a un "compromiso", una solución tan equilibrada como disparatada. Entre las risas, se podía adivinar el funcionamiento real de un gobierno. Recuerdo esta serie cada vez que se nombra un nuevo ministro.
   Como cabía esperar, los nombramientos de Don Naniano Rajoy han dado lugar a pocas sorpresas. Desde el principio ha quedado claro que los elegidos serían miembros de la "derecha civilizada" o "europea", esa derecha estupenda para un país porque obliga a la izquierda a hacer algo más que enseñar dóbermans en sus campañas electorales. Además, pertenecen casi todos al círculo íntimo del líder. Es éste un arma de doble filo. La ventaja de un gobierno cohesionado es que responderá al unísono, el inconveniente es que si uno de sus elementos resulta erosionado, el gobierno en su totalidad se tambalea. Basta con que uno de los miembros del gobierno sea cuestionado para que el propio líder pierda credibilidad. Y aquí es donde entra en juego Ruiz-Gallardón.
   Los jugadores de ataque del fútbol americano suelen llevar colgada del pantalón una toalla. Su función esencial es actuar como señuelo. Con frecuencia, cuando un defensa está desesperado por agarrar al delantero, echa mano de lo primero que se mueve, esto es, de la toalla. Ésta se desprende sin dificultad y el defensa se queda con la toalla en la mano y cara de tonto. El segundo que tarda en darse cuenta de que ha caído en la trampa, es el que aprovecha el atacante para sacar una ventaja definitiva. Ruiz-Gallardón es el señuelo. Se espera de él que se mueva, que haga cosas y atraiga la mayoría de las críticas (al menos, de dentro del partido).
   Pero el nombramiento que todo el mundo esperaba era el correspondiente al Ministerio de Economía. Su titular, ya veremos por cuánto tiempo, es Luis de Guindos. Tengo noticias de que es una persona brillante, capaz de explicar las ideas de otro como si fuesen revelaciones propias y de convencer a todo el mundo con sus explicaciones. Otra cosa es que aquello de lo que va a tratar de convencernos tenga fundamentos para ser convincente. Ya ha advertido que no viene a cosechar aplausos y es cierto, trae dos ideas muy claras en mente: hay que reestructurar el sector financiero y hay que llevar a cabo una reforma laboral (de hecho, cualquier reforma laboral con tal de que sea) bastante dura. Vayamos por partes. La reestructuración del sector financiero que tiene en mente pasa porque los bancos y cajas cuantifiquen, por fin, sus pérdidas reales debidas a esta crisis. Una vez hecho esto, mediante fusiones o intervenciones, se sanearían las entidades insolventes y redimensionarían las solventes. Es una buena idea. Tan buena que deberían llevarla a cabo todos nuestros socios europeos, empezando por nuestro líder financiero, Alemania. Porque si no lo hacemos todos, corremos el riesgo de que, al final, bancos (alemanes) podridos hasta el tuétano acaben comprando entidades (españolas) sanas y eso no puede ser bueno para nadie.
   Una reforma laboral es necesaria para afrontar un futuro mejor, siempre ha sido necesaria y siempre lo será. Llevo treinta años oyendo hablar de reformas laborales. Las he vivido por consenso e impuestas, grandes y pequeñas, sectoriales y generales, reformas laborales al limón, a la naranja y a la malvasía. Todas ellas han terminado de la misma manera, generando un crecimiento moderado del empleo cuando las cosas iban bien y paro a raudales en cuanto las cosas se torcían lo más mínimo. ¿Cuántas reformas laborales más vamos a necesitar? Veamos, Grecia es un país con una economía en coma, su déficit público va camino del 127% del PIB y su deuda pública alcanza el 165% del PIB, tasa de paro: 16%. España no es Grecia. Nuestro déficit público estará algo por encima de 6% y nuestra deuda pública en torno al 66%, tasa de paro: ¡¡22%!! Crear empleo parece cosa fácil: empeoremos nuestras cifras macroeconómicas.
   ¿Todavía necesitamos abaratar más el despido? Semejante dislate se asienta en un sofisma ubicuo. Se argumenta, por ejemplo, que la pena de muerte disuade a los asesinos y, del mismo modo, se pretende que el cálculo de cuánto costaría despedir a los empleados disuade a los empresarios de contratarlos. Si de verdad los seres humanos pensásemos en las consecuencias últimas de nuestros actos antes de llevarlos a cabo, simplemente no habría delitos (ni matrimonios). Si los empresarios, antes de contratar a alguien, calculasen el coste de despedirlo, jamás contratarían a nadie. Los seres humanos somos muy malos calculando a largo plazo así que, habitualmente, no lo hacemos. Desde luego, el Sr. de Guindos no es una excepción a este respecto. Al menos no lo hizo mientras estuvo en Lehman Brothers. Y ahora les propongo un acertijo, se trata de averiguar cuántos antiguos miembros de la división europea del quebrado banco, detonante de la crisis actual, encabezan instituciones que dicen conocer las fórmulas para sacarnos de ella.
   En cualquier caso, lo peor que se puede decir del Sr. de Guindos no es que, por acción u omisión, perteneciera al selecto grupo de los que precipitaron esta crisis. Lo peor que podemos decir de él es todo lo bueno que ya hemos dicho. La verdad es que no está ahí para tener ideas ni para promover reformas, está ahí para explicar los planteamientos de otro. Sin Hacienda, la cartera de Economía es una pistola sin balas. De Guindos es el portavoz y, por tanto, el parachoques, de Montoro que es quien de verdad va a trazar las grandes líneas de la nueva política económica. Esta bicefalia en una época tan delicada puede ser nefasta.
   De este primer gobierno de Don Naniano se puede extraer aún otra enseñanza muy clara. Para ser profesor de latín se debe haber estudiado latín, para ser camionero hay que saberse el código de la circulación, para tener una tienda hay que saber vender, pero, ¿qué hay que saber para ser ministro? Pues pregúntenselo a la Sra. Pastor. Ha sido ministra de Sanidad y ahora lo es de Fomento. Caben dos posibilidades. Una es que lo que pedía Platón, que los reyes fueran sabios o los sabios reyes, ya se haya cumplido. La otra es que, para ser ministro, en realidad, no hace falta saber de nada, como le ocurría a James Hacker.