domingo, 17 de junio de 2012

¿Por qué confiamos?

   Hace algunos años, mi amigo y profesor en la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad Pablo de Olavide, Joaquín García Cruz, inició una investigación sobre confianza y compromiso en el mundo empresarial. Aprendí una barbaridad mientras seguía el camino que él iba abriendo en el bosque que, por aquel entonces, era la bibliografía sobre confianza. Lo primero de todo, por supuesto, la enorme trascendencia de este concepto en el mundo de la ética y la economía. Si trabajamos cada lunes sin recibir una recompensa por ello hasta treinta días más tarde, si le damos la espalda a un desconocido en la calle sin ponernos nerviosos, o si rechazamos la proposición de una atractiva mujer sin plantearnos que, tal vez, nuestra pareja nos espera en casa con una petición de divorcio, es porque confiamos. Cada mañana nos levantamos llenos de confianza en que todo cuanto consideramos seguro y estable lo es con absoluta firmeza. Lo cierto es que la relación es exactamente la inversa, cuanto de inamovible hay a nuestro alrededor se apoya únicamente en nuestra absoluta confianza de que las cosas no van a cambiar. La prueba es que, en el mismo momento en que perdemos esa confianza, todo lo sólido se desvanece en el aire (que decía Marx).
   Esencialmente los seres humanos necesitamos confiar en algo o en alguien. En las primeras formaciones sociales de nuestra especie, los pequeños grupos de cazadores-recolectores, aprendimos a confiar los unos en los otros, dividiendo nuestro trabajo y coordinando las acciones de caza. A los niños se les enseña a confiar en que sus papás siempre estarán ahí para ayudarles y sacarles de cualquier apuro. Cuando somos adultos y nos damos cuenta de que, en realidad, no deberíamos confiar en nada ni en nadie, siempre ponemos un colchón de salvaguardia por debajo que, curiosamente, es el mismo factor que sabemos que nos lo arrebatará todo, el tiempo. Por supuesto, nada nos garantiza que nuestra relación vaya a durar eternamente o que el dinero que hemos invertido no se vaya a volatilizar, pero eso es a largo plazo. Hoy, ahora mismo, todo está bien atado y nada se nos puede escapar.
   Es muy difícil establecer qué factores nos hacen confiar en determinadas cosas o personas y no en otras. Cedemos nuestros ahorros a personas con las que no nos iríamos de copas, nos vamos de copas con amigos a quienes no cederíamos nuestros ahorros y confiamos que nos ayudará a ganar un partidillo de fútbol alguien con quien no queremos compartir ahorros ni copas. Los más desconfiados, acaban sucumbiendo a los trucos de un estafador y personas desbordantes de confianza no son capaces de invertir en nada que no puedan ver o tocar. En ciertas personas confiamos nada más verlas, pero resulta extremadamente difícil restaurar la confianza perdida en alguien con quien llevamos media vida compartiendo colchón.
   Todo lo anterior se vuelve un poco más inteligible si nos damos cuenta de que, en realidad, no confiamos en otras personas o, por lo menos, no confiamos en ellas en tanto que personas, sino en la medida en que se hallan insertas en una situación, en un entramado social u organizativo. La razón es que esa situación, la estructura de esa sociedad o institución, hace su comportamiento predecible. Cuanto más predecible sea el comportamiento de una persona, más confiaremos en ella. Por eso decía Cicerón que la confianza se basa en la justicia y la sabiduría. El hombre sabio, como el hombre justo, rigen su comportamiento por unas reglas muy claras y esto nos induce a confiar en ellos. Pongamos un ejemplo, si un gobierno quiere generar confianza no se puede permitir tener un ministro como el Sr. Wert que siembra sus declaraciones de datos falsos o burdamente manipulados. Un hombre sabio, se informa concienzudamente antes de hablar y si tiene seis meses para elaborar un plan de ajuste, éste no se hará metiendo las tijeras por donde más bulto hay (por ejemplo, el sueldo de su personal), sin buscar formas más inteligentes de reducir gasto. Para ello hay una razón adicional, hacer recaer sobre personas que no han tenido la culpa de algo, la obligación de repararlo, es casi una definición de injusticia. Por tanto, cualquier gobierno que obligue a pagar los platos rotos a personas que no los han roto, estará haciendo lo posible para que los ciudadanos dejen de confiar en él.
   Frente a los dos factores que menciona Cicerón, la comunicación es algo menos relevante para generar confianza, sin dejar de ser importante. Al hablar de comunicación referida a la confianza, de lo que se está hablando no es tanto del contenido de esa comunicación. Más importante es cuándo y la forma en que se haga. La comunicación debe ser frecuente y detallada, la univocidad del mensaje debe ser absolutamente patente, por más que adquiera diferentes expresiones y matices, y, por encima de todo, debe ser un camino de ida y vuelta, es decir, se deben admitir preguntas y sugerencias. Observados estos preceptos, que, efectivamente, se esté contando todo lo que se puede contar o no, resulta poco importante, de hecho no es necesario. Una persona que, como todos nosotros, necesita confiar, ni puede ni, probablemente, quiere, tener toda la información. Como decía uno de los mayores teóricos de la confianza, William Godwin, en su Enquiry Concerning Political Justice and Its Influence on Morals and Happines de 1793, un cierto grado de ignorancia es fundamental para que exista confianza en un gobierno.
   ¿Qué ocurrirá si un presidente del gobierno hace declaraciones cada vez que hay eclipse de luna, si no admite preguntas en sus intervenciones, si los ministros se creen tan listos que sonríen con suficiencia ante cualquier propuesta, si un banco quiebra y en el plazo de una semana se dan tres cifras distintas para nacionalizarlo sin nacionalizarlo, si cada ministro, cada secretario general, cada subsecretario y hasta cada diputado del partido del gobierno dice una cosa distinta a cada momento, si hoy se afirma lo contrario de mañana que, en cualquier caso, resultará lo contrario de lo que se hace, si se habla de un rescate exigido mientras se deja constancia escrita de que se suplicó? Muy fácil, un gobierno de esa naturaleza sólo podrá conducir al país cuyos destino rija al más oscuro de los abismos, porque sus ciudadanos, sus aliados internacionales y los merkados, dejarán rápidamente de confiar en él.

domingo, 10 de junio de 2012

Gracias, Miss Hendricks

   Debería ser obligatorio en todos los centros de secundaria el visionado de la serie Mad men. Obviamente no porque sea una serie muy buena. Sigue la línea que marcó hace tiempo el sobrevaloradísimo David Lynch con Twin Peaks: cuidada ambientación, fotografía exquisita y mucho marear la perdiz sin contar realmente nada. Las televisiones se han lanzado en masa a fabricar series de culto como ésta. De culto porque son como una misa, nadie puede criticarlas sin convertirse en un blasfemo, todas son iguales y asisten en directo a su emisión el mismo número de personas que asisten a un oficio religioso. El caso es que Mad men está ambientada en una agencia de publicidad cerca de los años sesenta, pero de su vaciedad da cuenta el hecho de que lo que se ve en pantalla también podría haber sucedido en una mercería de la época. La enjundia del asunto, cómo el mundo de la publicidad se desmelenó, pasando a crear realidades y manipular mentes, se pierde entre tanto acostarse unos con las otras. Nada se cuenta del tránsito de “beba Ud. Coca-Cola” a vestir de rojo a Santa Claus, ni se menciona el progresivo interés de las agencias publicitarias por lo más puntero de los estudios psicológicos, por no citar la progresiva introducción del sexo en los anuncios. Hay, no obstante, una lección de marketing absolutamente fundamental que aparece en la serie y que no se menciona en ninguna facultad, a saber, que una campaña publicitaria no se diseña para convencer a la gente de que compre, se diseña para convencer a los poderes ejecutivos de la empresa que paga por ella. El cliente en el que debe pensar un técnico en marketing no es el cliente de la compañía que promociona sino su cliente, los propietarios y/o directivos que toman la decisión de pagar, o no, por esa campaña publicitaria. El producto a promocionar es la propia campaña publicitaria. Sin entender esto no se entiende nada del mundo de la publicidad. El poco realismo que hay en la serie se centra precisamente en mostrar que las decisiones clave de las empresas, no se toman por motivos racionales, por análisis fríos, ni por cálculos bien asentados. Todo se basa en la empatía personal, en la capacidad para nublar la mente del otro haciéndole beber más de lo que es capaz de soportar y, cómo no, en proporcionarle la compañía adecuada. Así pueden entenderse anuncios como el famoso “me siento orgullosa de ser mujer”, el tío del detergente que siempre habla con amas de casa o ése famoso anuncio con el que nunca tuvimos muy claro qué demonios era lo anunciado.
   Pero ese atisbo de realismo que recorre implícitamente Mad men no es el motivo por el que debería proyectarse obligatoriamente en los centros de secundaria. La razón por la que se debería obligar a los jóvenes a ver Mad men es porque en ella trabaja Christina Hendricks, mujer que demuestra, capítulo a capítulo, cómo ser explosivamente sexy con una talla XXL mientras se sobrevive en una jungla de machotes y machismo. Ella y sus curvas rotundas deberían ser el modelo a seguir por una generación de jóvenes cuya dieta es la de un plato de macarrones al día. Para entender a qué me estoy refiriendo, hay que poner las cosas en perspectiva. Hace cincuenta años, las mujeres más deseadas del planeta lucían unas formas que las hubiesen excluido hoy día de cualquier papel de primera línea. Liz Taylor, Ann Margret,  Ava Gardner o Sofia Loren, jamás hubiesen entrado en los modelitos que lucen Jessica Alba y compañia. Comparada con ellas a la señorita Hendricks no le sobran más que un puñado de gramos. Pero si se compara la misma Hendricks con el resto de compañeras de reparto puede observarse fácilmente que abulta como dos cualquiera de ellas. Christina Hendricks es una mujer de otra época, un bellezón decimonónico, la excepción a una norma que viene recorriendo la historia de la humanidad desde la implantación de sistemas productivos cada vez más cerca del industrialismo.
   Lo cierto es que ni la señorita Hendricks ni la inmensa mayoría de nuestras mujeres hubiese llamado la atención de nuestros antepasados. Las primeras imágenes pornográficas de las que disponemos son, precisamente, figurillas de mujeres desnudas, de rostro impreciso y que, para los cánones actuales padecerían obesidad mórbida. Durante mucho tiempo, el ideal de mujer atractiva fue precisamente éste, el de una mujer entrada en carnes y de piel exageradamente blanca. Es el modelo de sexualidad de la práctica totalidad de culturas cuyo sistema productivo está basado en la agricultura. La razón es simple, la naturaleza hace que nos atraiga sexualmente lo exótico, lo ajeno, lo que vemos pocas veces. Cuanto mayor sea la variabilidad genética de una población, mayores serán sus probabilidades de supervivencia, así que, todo aquello que no solemos ver, cobra un valor sexual añadido. Pocas mujeres que trabajen en el campo pueden permitirse tener una piel blanca y estar obesas. Conforme el modelo productivo va cambiando, conforme las poblaciones se van asentando en ciudades, el patrón de atractivo sexual también se modifica. En Rubens las mujeres, las “venus”, son todavía obesas, celulíticas, pero en Goya, la maja ya ha sufrido un proceso de estilización que la sigue dejando muy por encima de nuestro canon de lo deseable sexualmente.
   La llegada del capitalismo y, más aún, la incorporación de la mujer al mundo productivo, exigió un cambio radical en los modelos sexuales. El ideal del capitalismo siempre ha sido convertir el sexo en una mercancía a la vez que asexuaba a los productores de la misma. Los protagonistas de Mad men se meten en todo tipo de enredos sexuales, precisamente, porque el sexo en la oficina tiene el morbo de lo prohibido, de lo que bordea la legalidad. La consecuencia es que nuestras opulentas sociedades occidentales, matan de hambre a sus mujeres para hacerlas entrar en un patrón de medidas corporales que es, esencialmente, el masculino. Es difícil encontrar una adolescente que llame “desayuno” a algo compuesto por un trozo de pan de tamaño mediano. A clase, a recibir seis horas de clase, a pasar seis horas y media enclaustradas en un centro público o privado, acuden con un vaso de leche las que más. En el recreo no las encontrará Ud. en la cola para comprar el bocadillo. Un paquete (pequeño) de patatas fritas o similar será todo lo que entre en sus estómagos. Después del recreo es difícil que se concentren en clase alguna. La mayor parte del tiempo se lo pasan pensando en el hambre que tienen. En casa comerán, sí, pero no cenarán. La siguiente ingesta de alimentos puede tardar otras 24 horas. Este es el patrón alimenticio real de muchas adolescentes españolas entre los trece y los diecisiete años. Por eso estoy dispuesto a darle las gracias a Christina Hendricks y a pedirle que, ¡por Dios! no pierda ni un gramo de sus rotundas curvas.

domingo, 3 de junio de 2012

Basura

   Hacia mediados de los años noventa, casi cualquier residencia de estudiantes alemana tenía su sistema de separación de basuras. Por un lado estaban los envases, de todo tipo, con un símbolito de dos flechas entrelazadas a modo de Ying-Yang. Por otro estaban los residuos orgánicos. Aparte se depositaban el papel y los cartones. Pilas y cristales se repartían los dos depósitos restantes. Me hablaron de un centro de investigación en donde había no menos de una docena de cubos de basura diferentes. En los parques podían verse igualmente papeleras con cuatro o cinco secciones para cada tipo de residuos. Alguien medio salvaje como yo, acostumbrado a tirar las cabezas de gambas al suelo de los bares y a mear en las esquinas de la catedral de Sevilla cada madrugada de juerga, no podía dejar de considerar todo aquello cierto síntoma de esquizofrenia.
   Estuve en una residencia en la que se organizaban turnos para tirar los diferentes tipos de basura. Yo quería ir a tirar la basura con la francesita que me enseñó cómo funcionaban las cosas por allí el primer día. Pero, entre ella y una polaca que lo mangoneaba todo, se las apañaban para que el cubo con los cristales lo llevásemos siempre un nigeriano y yo. Me recuerdo casi cogido de la mano del nigeriano, cargando con tres quintales de botellas y peregrinando de un contenedor a otro. Porque el vidrio, como es lógico, se tiraba en diferentes contenedores según fuese su color. En medio de un cierto cachondeo, que ningún alemán hubiese aprobado, sorteábamos a qué contenedor tirar las botellas de colores exóticos. Muchos años después, los contenedores para el vidrio llegaron hasta mi hogar en el salvaje Sur. Pero el Sur demostró ser mucho más avanzado que el civilizado Norte. En Andalucía estamos tan avanzados en el reciclaje que no necesitamos separar los vidrios por colores. Me imagino que aquí tenemos unas máquinas en las que, por un lado se meten trozos de botellas de todos los colores y, dependiendo del botón que se pulse, salen botellas perfectamente transparentes, marrones, verdes o azules. Algo semejante ocurre con el contenedor de las flechitas. Ahí metemos el plástico, con independencia de que tenga o no flechitas. En cambio, los embalajes de cartón con las flechitas se meten junto con el papel... si se puede, claro. Aunque han ido agrandándola, la bocana sigue siendo estrecha y, como no huele, es el que de más tarde en tarde se recoge. El resultado es que no siempre es fácil meter los papeles y cartones en él.
   Hubo una época en que el papel reciclado era casi omnipresente. Se lo podía comprar en cualquier parte, la administración lo adoptó por norma y en el papel higiénico se hallaban trocitos de periódicos. En Alemania se pusieron muy contentos. No por cuestiones ecológicas, no. Se pusieron muy contentos porque el papel reciclado que usábamos era suyo. Por más que se subvencionaba a las empresas españolas, eran incapaces de competir con las germanas, que llevaban mucho más tiempo dando satisfacción a una amplia demanda.. De este modo, cada uno de nosotros pagaba con sus impuestos la subvención a una serie de empresas que recogían y procesaban el papel, pero no lo vendían. Lo vendían las empresas alemanas que, al transportarlo desde allí, anulaban por completo los supuestos beneficios ecológicos del reciclaje. Rápidamente los españoles cogimos onda y hoy en día, el papel que Ud. y yo depositamos en un contenedor azul, suele acabar en China, donde es convenientemente reciclado y devuelto en forma de, por ejemplo, embalaje de ese iPad que está Ud. pensando comprarse. Las estadísticas dicen que España es uno de los mayores consumidores y recicladores de papel de Europa. Lo que la estadística no dice es que el papel que consumimos sea el mismo papel que reciclamos. "Bueno, al menos se está evitando la destrucción de bosques", pensará Ud. Sí, se estaría evitando la destrucción de bosques si el papel se elaborase a partir de hayas y robles. El caso es que la principal fuente de celulosa son los pinos y eucaliptos que, la verdad, más que bosques, en nuestro país conforman plantaciones de uso industrial. Otra cosa, por supuesto, es que muchos bosques quemados por el fuego, hayan sido replantados con pinos y eucaliptos para uso y disfrute de la industria papelera nacional. En cualquier caso, si aún sigue pensando en comprarse un iPad para que se ahorre papel, debo comunicarle que la mayor parte del papel que se consume en el mundo no está destinado a fabricar libros (¡ojalá!) sino el embalaje de su iPad, el papel de regalo que lo envuelve y el ticket de compra, papeles que, estos sí, acabarán en la basura, rumbo a China para volver a iniciar el proceso.
   Por si la cosa no fuese ya bastante confusa, una serie de municipios vascos gobernados por la izquierda abertzale, han decidido implantar un sistema personalizado de recogida y reciclado de residuos. Cada vivienda debe colocar un tipo de basura en un lugar identificado individualmente en un día señalado de la semana. Para cerciorarse de que el sistema funciona, unos operarios se encargan de inspeccionar la basura e iniciar los trámites para multar a quien saque basura que no corresponde o bien las mezcle inadecuadamente. La iniciativa, jaleada por ciertas instituciones dado su valor medioambiental, ha sido criticada por el resto de formaciones políticas. Naturalmente, critican el cómo y el quién, no el qué. El control de la basura es el control de la población y en ese objetivo desde la muy radical izquierda abertzale a la no menos radical derecha españolista, todos están de acuerdo. Y si cree que estoy exagerando, piénselo por un momento. La basura lo cuenta todo acerca de nosotros, nuestro sexo, edad, estado civil, nivel de ingresos, intereses, aficiones, cuáles son nuestros familiares o amigos (¿nunca ha tirado una foto a la basura?), tipo y frecuencia de compras, cuánto nos crecen las uñas y si tenemos por costumbre hurgarnos la nariz. Si Ud. practica el sexo con frecuencia, si su pareja usa preservativo o anticonceptivo, si se tiran Uds. los platos a la cabeza, de todo ello queda registro en la basura. Los servicios de inteligencia lo saben y el primer paso para espiar a alguien es recoger sistemáticamente su basura. Desde luego, cualquiera que viva en uno de esos municipios vascos y pertenezca a un partido no nacionalista o, simplemente, haya agitado una banderita española en su casa para animar a la selección, hará bien en comprarse una buena trituradora de papel.
   Reciclar está muy bien. Ahorra agua, energía y materias primas. Pero el reciclaje es un parche, no la solución. Y ni siquiera llega a parche cuando se hace de él una industria, porque entonces, queridos amigos, la basura se convierte en un bien, un bien con el que se comercia y trafica, un bien que, por definición, siempre será escaso y del que hace falta cantidades cada vez mayores, hasta que quedemos enterrados en nuestros propios bienes, es decir, en nuestras propias basuras. La solución, por tanto, no es el reciclaje. La solución es buscar un nuevo modelo económico en el que riqueza y derroche no sean sinónimos.

domingo, 27 de mayo de 2012

¡Cumpleaños!

   El próximo jueves hará un año que apareció la primera entrada de este blog. Había comenzado a sentir la necesidad de responder a muchas cosas que estaban sucediendo. El 15-M fue el catalizador final que me trajo hasta aquí. Aquel día de mayo no me planteé como reto lograr que este blog llegase vivo a su primer año de existencia. De hecho, mi reto fue mucho más modesto. Sabía que tenía material para escribir dos o tres entradas, después, todo era un proceloso mar de oscuridad en el que no tenía muy claro cuántas semanas podría durar mi singladura. En cualquier caso, tracé una línea roja que me propuse no traspasar,  escribir por escribir. Las entradas habrán sido mejores o peores, pero siempre han respondido a la necesidad que he ido teniendo de escribir acerca de eso. No sé lo que motiva a los demás a emborronar las hojas con palabras. Yo necesito escribir sobre determinados temas del mismo modo que necesito leer, investigar, averiguar su estructura interna. Ambas necesidades van unidas. Naturalmente, miro las estadísticas, pero, para mí, el trabajo está terminado cuando la entrada ha sido colgada. No siento satisfacción ni orgullo, simplemente, siento paz. No suelo releerme si puedo evitarlo. Releerme es sinónimo de rescribir. Ahí es cuando aparece la satisfacción y el orgullo, cuando, por un motivo u otro, tengo que releer lo escrito y no encuentro manera mejor de expresar lo que quería decir. Pero esa situación rara vez se produce.
   Después está lo otro. Ya lo había comprobado con mi página web y con mis libros, pero no puedo dejar de asombrarme cuando se produce: ¡soy leído! Me resulta muy difícil explicar hasta qué punto me siento asombrado y agradecido hacia las personas que me leen y, aún más, hacia las que me escriben. Me resulta asombroso que alguien pueda perder una fracción de su tiempo leyendo cosas que, por otra parte, yo no he escrito para nadie en concreto, sino porque tenía la necesidad de hacerlo. Por ello, me siento profundamente agradecido hacia esas personas. Esa sorpresa y agradecimiento va en aumento cuando uno va descubriendo cosas de sus lectores. Algunos son muy cercanos, personas con las que se comparte el día a día pero con las que no se tiene tiempo de hablar más que de las cosas cotidianas. Otros son lejanos, extremadamente lejanos. Es fabuloso saber que hay gente, tan lejana geográficamente, que, sin embargo, se interesa por lo que escribes.
   Otra de las sorpresas que me ha proporcionado estre blog es su propia temática. En realidad, es casi monotemático, sólo hablo de España. Y es una sorpresa porque la inmensa mayoría de noticias que leo no hacen referencia a este país. Cuando cojo un periódico leo de modo sistemático noticias internacionales. Cada vez que tengo tiempo, ojeo la Neue Zürcher Zeitung, el Moscow Times, el Mail & Guardian nigeriano y hasta la versión en español del Diario del pueblo chino, entre otros. En la sección "nacional" de un periódico español, rara vez paso de los titulares. Sigo el malestar de los estudiantes chilenos, el desgobierno hacia el que se encamina Malí, la violencia interminable en Sudán, la expansión del terrorismo en Nigeria, la aparente evolución hacia la democracia de Birmania... No me pregunten quién gobierna en Cantabria. Sin embargo, ahí está España, en una entrada y en otra también. El caso es que este país me asfixia, me cansa, me irrita, pero no puedo decir que me importe. Para mí es más una nube tóxica que un problema. Desesperé de encontrarle una solución hace ya mucho tiempo. Siempre hemos sido lo mismo, una potencia aparente y huera y no creo que vayamos a cambiar, al menos, en el próximo milenio. La única explicación que encuentro para una obsesión que no me apasiona es que, en el fondo, muy en el fondo, más allá de donde puede alcanzar mi razón, sigue existiendo un pequeño rescoldo de esperanza de estar equivocado.
   Me hubiese gustado equivocarme en muchas cosas que he escrito. Ya lo he dicho, intento no releerme si puedo evitarlo. Tampoco me gusta autocitarme y mucho menos recordar que no me equivoqué allí donde quise hacerlo. No es mi estilo. Siento alivio cuando leo un comentario, una reseña, un editorial, con ideas que yo ya había tenido pero sobre las que no había encontrado ocasión de escribir. Me libera de tener que hacerlo. No forma parte de mi manera de entender las cosas el escribir para decir lo que dice todo el mundo. Si es eso lo que pienso que estoy haciendo lo dejo de inmediato y me dedico a otra cosa. Por eso, aunque la referencia a noticias de actualidad ha sido inevitable, tampoco he querido seguir fielmente lo publicado en la prensa. Tal vez, en ocasiones, he dado la imagen de estar verdaderamente en una torre de marfil hablando de filosofía mientras lo que estaba en boca de todo el mundo era otra cosa, pero, siempre que he encontrado, aunque sea indirectamente, citado en lo ya escrito, por mí o por otro, un comentario oportuno de la actualidad, me he escabullido de repetir los temas.
   También ha habido cosas que no salen. Algunas porque al releerlas no las he encontrado de suficiente calidad u originalidad. Otras porque no hubo ocasión. Al menos dos veces he intentado escribir sobre baloncesto hasta que una cuestión de última hora se ha metido de por medio. Prometo, eso sí, que acabaré escribiendo sobre fútbol americano.
   En fin, gracias por venir, graciaspor estar ahí, gracias por leerme, gracias por escribirme. Intentaré hacerlo mejor a partir de ahora.

lunes, 21 de mayo de 2012

¿Falta sensatez o falta vergüenza?

   Se está discutiendo mucho acerca de si esta es una crisis financiera o fiscal, de si demuestra el predominio de los mercados o de la democracia, de si estamos ante una crisis más o ante el inicio de una nueva época. Para mí, la cuestión, la gran cuestión que se está dilucidando en este momento, es si lo que más escasea entre la clase política en el poder es la sensatez o la vergüenza.
   Veamos, desde que Tales de Mileto abrió los ojos al cielo estrellado, Grecia ha sido siempre un ejemplo para el resto del mundo, ejemplo en el sentido de que se podía aprender mucho de ella. La semana pasada pudimos ver cómo los políticos del país heleno lo arrojaban por el precipicio por un quitáme de ahí esa poltrona. En lugar de preocuparse por el desastre que significaba acudir a unas nuevas elecciones, su principal preocupación ha sido cuántos diputados iban a obtener en ella. Frente a semejante interés ¿qué importancia podía tener lo demás? Entre otras razones para esta actitud está el que gobernar en medio de la bancarrota es mucho más fácil si uno está particularmente falto de inteligencia y/o vergüenza. En un país mucho más joven, Argentina, comenzaron a salir de la crisis del “corralito” el día en que los ciudadanos asaltaron la Casa Rosada y De la Rúa y buena parte de la clase política que ascendió con él, tuvo que salir por piernas (cargados de billetes, eso sí). Tras él vino una generación de políticos quizás no mejor ni peor, pero sí capaz de tener un ojo puesto en la calle mientras el otro controlaba los juegos de salón. En España estamos lejos de tener una clase política de esa naturaleza. Aquí lo más importante son los jueguecitos de despacho y las colas para recoger comida en Cáritas son despachadas con una sonrisa autosuficiente. Este gobierno, que va camino de convertirse en el peor que hemos tenido desde la llegada de la democracia (¡ahí es nada!), no deja pasar día sin demostrarnos hasta qué punto es ajeno a la desesperación en que está cayendo la ciudadanía y resulta muy difícil decidir si este desprecio a la calle se debe a falta de vergüenza o de inteligencia.
   Hace una semana, las manifestaciones para conmemorar el nacimiento del 15-M, semilegales, como no podía ser de otra manera, estuvieron rodeadas por un fuerte dispositivo de policías preparados para la tercera guerra mundial. Está claro que los ciudadanos sólo pueden ser rehenes de unos y otros en forma de números de una estadística. En cuanto pretenden hacer algo más que dejarse abducir por televisión, se los encarcela. Y es que, ahora que se va a tener mano blanda con los terroristas, es necesario endurecerla con quienes no están dispuestos a optar por la violencia por mucho que el gobierno los incite a ello. No de otra manera cabe entender los cambios en la legislación que equiparan la resistencia pasiva con el atentado contra la autoridad. De un modo nada disimulado se nos anima a cargar contra los policías, pues la pena que nos puede caer por ello será la misma que la que nos ganaremos por resistirnos pasivamente. Lo cierto es que la legislación es tan disparatada que, de acuerdo con ella, esta insinuación por parte del gobierno debería acarrearle a todos sus miembros pena de cárcel, por lo que volvemos, nuevamente, a la cuestión de la inteligencia y la vergüenza.
   Una vez zarandeados los ciudadanos, magullados algunos perroflautas por hacer gala de verdades como puños y disueltas las acampadas de quienes no tienen vivienda, quedaba la segunda parte, mofarse de ellos. Nadie mejor que el Sr. Wert para cumplir esta misión. En una entrevista televisada, a la pregunta del presentador de si no se sentía mal por ser el ministro peor valorado del gobierno (y no se sabe qué es más sorprendente si esa pregunta por parte de un vocero oficial o conseguir tal calificación entre una caterva de pésimos ministros), respondió algo así como que su hermano estaba extrañado de que él, el Sr. Wert, que lloraba en sus tiempos de estudiante por sacar un notable, ahora se mostrase la mar de ufano con semejante valoración. Mientras el ministro reía su astuta autoalabanza, el espectador medio comprendía lo que el hermano no pudo (está claro que la falta de luces es congénita): está tan tranquilo porque ahora tiene asegurada una pensión millonaria y vitalicia.
   Y, después de todo esto, lo importante, gobernar, es decir, prolongar las intrigas de palacio. En el consejo de política autonómica, las cuentas presentadas por el gobierno andaluz, fueron rechazadas de entrada sin mayor problema. Al fin y al cabo, son poco más del 13% de las cuentas públicas y con el país bajo una prima de riesgo cercana a medio punto sobre el bono alemán, sólo era un suicidio no aprobarlas. Afortunadamente, intervino el consejero económico catalán, en una demostración más del alto sentido de responsabilidad de Estado de los nacionalistas catalanes, dicho de otro modo, en una demostración más de que el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, en realidad, siempre actúan con un guión pactado. Los técnicos, esos políticos de segunda fila cuya función principal es acompañar siempre al ministro para que no se quede solo (porque cuando un ministro se queda solo la lía, es decir, tiene ideas), estos técnicos, decía el consejero catalán, estaban allí, ¿por qué no trataban de llegar a un acuerdo? Lo lograron en sólo una hora. La diferencia, la diferencia real, la diferencia entre dar la excusa perfecta para un incendio generalizado o apagar la cerilla, era de unos 200 millones (algo así como el 0,62% del total). Pero para eso están De Guindos y el propio Rajoy, para destrozar todo lo que Montoro no logra reventar.
   Vamos a ver, ¿a qué cabeza de chorlito se le puede ocurrir que, precisamente en este momento, lo mejor que se puede hacer es criticar al gobernador del Banco de España? ¿De verdad es el mejor momento para demostrar los desacuerdos internos que existen en la supervisión de las entidades financieras? ¿Le daría Ud. un crédito a una empresa cuyos dos socios principales están peleados? Pues buena parte de los miembros del partido gobernante piensan que sí. “Son tontos”, pensarán Uds. No está tan claro. El Banco de España lleva más de una década clamando en el desierto contra las arriesgadas maniobras del las cajas en el mercado inmobiliario, mientras los políticos las empujaban cada vez con mayor ahínco, a comer tanto ladrillo como abarcaran sus fauces. Y ahora, ahora que han reventado de tanto tragar, el culpable resulta ser... quien advirtió de la catástrofe. Está claro que Esperanza Aguirre, quien forzó todos los chanchullos imaginables para no perder la mayoría en el consejo cuando la entidad se tambaleaba, que Rodrigo Rato, que, aparte de forrarse el riñón, ha hecho menos por su barco que el capitán del Costa Concordia, y el propio consejo de Bankia, lleno de gente nombrada a dedo por el PP, no han tenido culpa de nada, la culpa ha sido del supervisor. ¿De verdad estas excusas son debidas únicamente a la estupidez? Pero ¿por qué conformarse con desautorizar al gobernador del banco de España? ¿no sería mucho más desastroso entregar sus funciones a gestores privados y al Banco Central Europeo? De ese modo, quedamos intervenidos desde ya, anulando cualquier margen de maniobra que nos pudiera quedar. Y, lo más divertido, mientras se les hace entrega de las llaves del país, ministro de economía y presidente de gobierno, andan preguntando, cual Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall, si los que están ya pilotando la nave van a venir en algún momento a rescatarnos.
   A estas alturas ya resulta difícil responder a la cuestión de si nos gobierna una general falta de inteligencia o de vergüenza, pero la cosa empeora cuando uno se asoma a los gobiernos autonómicos. En una entrevista en El país, el consejero económico de Murcia, un chico joven, que llegará lejos, sin duda, aseveraba que no merecía la pena intentar averiguar cómo hemos llegado a esta situación. Desde luego a él no le merece la pena ya que ha llegado. A los demás, que si lo hiciéramos descubriríamos hasta qué punto todo lo que está ocurriendo es responsabilidad exclusiva de nuestro políticos, no sé. Y, para rematarlo, está el gobierno andaluz, ¿recuerdan? ése al que todos los trabajadores de Europa estaban mirando. Se les deben haber caído los clisos. Primera medida: reducción del sueldo de los “trabajadores públicos” (no se va a especificar cuántos son empleados públicos y cuántos funcionarios, no vaya a acabar descubriéndose el gran secreto de Estado, a saber, cuántas empresas públicas hay, a qué se dedican y cómo están sus cuentas), mileurización de los interinos, recortes sociales generalizados... Los que anteayer defendían las redistribución de la riqueza han aclarado, una vez llegados a la poltrona, que se referían a la riqueza de los asalariados, porque los ricos de verdad, ya se sabe, son poderosos y mejor no importunarlos con la milonga de la justicia social. Eso sí, ellos también se recortan sus salarios, pero no un 30% como la izquierda francesa, no, un 5%, no vaya a ser que los tachen de radicales. Naturalmente, todo esto se hace “por imperativo legal”, aunque también porque “otra política económica es posible”... con otros gobernantes, claro.

domingo, 13 de mayo de 2012

El futuro de la ciencia

   Un aspecto frecuentemente olvidado de la teoría de la evolución de Darwin es que la selección natural no es el único mecanismo que preserva individuos dentro de la variedad que presentan las especies. Junto a ella está la selección sexual. Darwin la describe como una competencia, típicamente, de los machos por las hembras, que lleva a unos ejemplares a aparearse  con más frecuencia que otros, es decir, a tener mayor descendencia. Desde un punto de vista evolutivo no es un factor trivial. Si todo el juego dependiese, como suele decirse, de la supervivencia del más apto, las especies no evolucionarían. La clave está en que, al sobrevivir, los más aptos pueden dejar descendencia con sus caracteres. Por tanto, dependiendo de las circunstancias, ambos tipos de selección tendrán, o no, el mismo peso en el devenir de una especie, pero es fundamental comprender que los caminos evolutivos a los que conducen una y otra pueden ser absolutamente divergentes (piénsese en el mimetismo del plumaje de las perdices frente a la cola de los pavos reales). Aún hay otra diferencia entre estos dos tipos de selecciones. La selección natural consiste en que sobreviven (y se aparean) los individuos que son mejores que el resto en un aspecto u otro. La selección sexual permite tener descendencia a los individuos con mejor apariencia en un sentido u otro. Y, como todos sabemos, ser no es lo mismo que parecer.
   Normalmente no se suele aludir a la selección sexual cuando el darwinismo es usado como modelo en otros campos. Es divertidísimo oír hablar a los economistas de que el mercado es una jungla en la que sólo sobreviven los mejores. Si el mercado fuese, de verdad, una jungla, no se venderían coches grandes, no sería importante la moda, ni existiría el packaging. Más bien, el mercado es como ese típico bar de copas al que todo el mundo va a ligar... y al final sólo folla el camarero. Algo parecido está ocurriendo en la ciencia. También aquí las teorías deben superar una criba en todo comparable a la selección natural. Sólo ganan nuevos adeptos (es decir, procrean), las que son capaces de sobrevivir a su confrontación con los datos y con teorías rivales. Pero, como observó Kuhn hace tiempo, existe, igualmente, una selección sexual. Teorías bien promocionadas, teorías apoyadas por buenos vendedores de las mismas o, más simplemente, teorías de moda, pueden ocupar una buena cantidad de tiempo de los investigadores. Esta deriva ha existido siempre, pero da la impresión de que se ha acentuado con los años. Las revistas científicas tienden a seguir la línea marcada por Science y Nature, con artículos cada vez más breves e impactantes. Como consecuencia, ha comenzado a confundirse la estructura de un artículo con la propia de ponencias y conferencias. Las ilustraciones ocupan ahora mayor espacio, se han hecho más grandes y más vistosas. A la información transmitida por palabras, se sobreimpone una información icónica, que, como en el caso de los congresos y simposios, roza lo superfluo. Estos, por su parte, sufren de una powerpointitis aguda que ya ha llevado a algunos a preguntarse si las presentaciones no nos estarán volviendo estúpidos a todos.
   Una presentación con PowerPoint tiene la expresa intención de captar la atención del público y es un hecho comprobado que los seres humanos prestamos más atención cuanto menos información escrita estamos viendo. El resultado es que se escamotean los argumentos, se sustituye la conexión causal por la jerarquización, a ser posible, simplificadora y parca en detalles y, por tanto, se hace extremadamente fácil introducir asunciones no siempre clarificadas. La correcta exposición de los hechos ha comenzado a ser sustituida por la adecuada selección del tipo de gráficos, el orden correcto de la explicación por la correcta asignación de colores y, en definitiva, lo que se dice ha perdido importancia respecto de lo que se ve. En ciencia, como en tantas otras cosas áreas de nuestra vida, lo más importante ha comenzado a ser la imagen que se proyecta.
   Se nos dirá, “el PowerPoint no lo es todo, únicamente es el acompañamiento de la exposición”. Así debiera ser, por supuesto, pero quien argumente de esta manera sólo está mostrando su candidez ante la dinámica que toda imagen impone. La palabra no está ahí para ser subrayada por la imagen que se proyecta. Es exactamente a la inversa, la palabra está ahí para subrayar la imagen. De otro modo no podría entenderse que el conferenciante pare su discurso hasta que el pantallazo adecuado ha sido proyectado. Lo único que hace la palabra en una presentación al uso es ofrecerle una continuidad a la gramática de la imagen de la que ésta, por sí misma, carece, pero que necesita para hacerse inteligible. Una presentación con PowerPoint tiene, de hecho, dos tiempos diferentes que muy pocos saben integrar adecuadamente, el tiempo de una imagen que, en principio, es la instantaneidad y el tiempo que tarda en leerse lo escrito en ella. Pero, como siempre que se trata de imágenes, ellas se quedan en exclusiva con el tiempo, distribuyéndolo entre las palabras a su antojo. Hacer correlativos ambos tiempos sólo es posible asimilando la palabra a la pobreza informativa de la imagen, diciendo lo mínimo que se puede decir, o, mejor aún, diciendo lo que ya todo el mundo sabe.
   Hubo un día en que congresos y simposios fueron lugares de intercambio de información, eficaces distribuidores de innovaciones, acontecimientos clave en la difusión de nuevas ideas. Todo eso se hace hoy de un modo mucho más discreto, a través de Internet o, cada vez con mayor frecuencia, no se hace. El fabuloso congreso que adorna los curricula de los investigadores no pasa de ser una brillante exhibición de colas de pavo real. La selección sexual, el reino de la apariencia, el predominio de la imagen, es ya la clave para entender la ciencia contemporánea. Hasta qué punto esto es así puede comprobarse siguiendo el rastro de los recientes escándalos por fraude. La mayor parte de ellos han sido detectados no porque alguien repitiera los experimentos con otros resultados (algo mucho más frecuente de lo que se piensa), sino porque alguien acabó por darse cuenta de la reiterada utilización de los mismos gráficos o las mismas fotografías. Hacia dónde vamos es fácil de predcir. Dentro de poco, los científicos serán marcas comerciales, las teorías más aceptadas las que más anuncios pueden permitirse y las publicaciones científicas un género de Bild-Zeitung pero sin foto de jovencita desnuda en la contraportada.

miércoles, 9 de mayo de 2012

De poleas y cuerdas

   El lunes, cuando ya casi había terminado de leer un libro de matemáticas, me encontré que, en la demostración de un teorema, se aludía, de modo algo críptico, a la teoría de poleas (no sé si es la traducción habitual de “theory of sheaves”). Sospechando que no se trataba de lo que me habían enseñado a mí en el instituto acerca de garruchas y correas, me puse a indagar por Internet. Conseguí averiguar que son complejos operadores que permiten analizar datos vinculados a conjuntos abiertos de un espacio topológico. Como seguía (por cierto, sigo) sin ver el vínculo con el teorema que se pretendía demostrar, estuve dando vueltas hasta que encontré una conferencia en la página del Institute for Avanced Study. La gente de este centro de investigación privado (ahora que ya tenemos algunas fortunas en la lista Forbes me imagino que comenzarán a proliferar este tipo de instituciones en nuestro país), ha tenido la encomiable idea de colgar los vídeos de las conferencias que se van impartiendo en dicha institución sobre las cuatro áreas de interés del centro: historia, matemáticas, ciencias sociales y ciencias naturales. Y no es moco de pavo, pues por allí pasaron Einstein, von Neumann, Weyl o Panofky.
   Entre tanta conferencia rutilante y tantas estrellas del mundo de la ciencia actual, no puede evitar la tentación y empezar a ver una de Edward Witten sobre nudos y teoría cuántica. Había visto fotos suyas e, incluso, alguna entrevista para un documental. Los años no han sido misericordes con él. En su autobiografía, Max Planck explicaba que, en ciencia, realmente, uno no logra convencer a nadie de las nuevas ideas. Hay que esperar a que la generación anterior de físicos vaya muriendo y generaciones coetáneas de esas nuevas ideas y, por tanto, ya habituadas a ellas, vayan accediendo a los cargos académicos, para que una teoría acabe por imponerse. Eso es lo que, posteriormente, Kuhn identificó con los paradigmas (que, como los extraterrestres, no existen, por lo menos en ciencia). Witten ha librado una larguísima batalla por las supercuerdas y ahora que la generación de teóricos, de la que él ha sido un exponente bien visible, está entrando en la cuesta abajo, no parece que la haya ganado. La verdad, es una pena. Siento real simpatía por la magia de las supercuerdas. Tengo varias razones para ello. La primera es que estamos, por fin, ante una teoría acerca de todo o, por decirlo mejor, es la teoría total. Las supercuerdas explican desde la asimtería del universo, pasando por su conformación hasta la interacción entre partículas elementales. Si, además, a estas cuerdas les hacemos “nudos”, las convertimos en sistemas capaces de asimilar y producir información, dicho de otro modo, se convierten en ácidos nucleicos o en quipus incas, es decir, en lenguaje, pues la gramática es el modo en que las cuerdas interactúan. En verdad, cualquier red es un conjunto de cuerdas anudadas. Pero, claro, hay un pequeño problema. El pequeño problema es que nadie sabe qué demonios es una supercuerda. Las diferentes descripciones matemáticas no casan entre sí y, como los propios partidarios de la teoría reconocen, serían necesarias cantidades de energía varios órdenes de magnitud superiores a los que manejan los aparatos cientíificos más grandes, para hacer algo parecido a un experiemento sobre supercuerdas.
   Dada mi formación filosófica, estoy acostumbrado a hablar de cosas que no sé muy bien qué son realmente y me importa bastante poco si una teoría está comprobada empíricamente o no (ya lo estará). Tampoco le preocupa mucho a los matemáticos la proliferación de dimensiones a la que da lugar la teoría de las supercuerdas. Para ellos, una dimensión es, simplemente, un modo de caracterizar un sistema, así que puede tomar cualquier valor entre los números racionales, esto es, incluyendo los fraccionarios, pues eso son los fractales (¿o, más bien, entre los reales, es decir, podría ser un número negativos? ¿o, quizás, entre los complejos?). Pero a los  físicos, todas estas cosas les ponen nerviosillos. En general, ven con escepticismo la teoría de las supercuerdas y acusan a Witten y compañía de hacer “pura matemática”. Esa acusación tiene su gracia. Parafraseando un famoso chiste acerca de los bioquímicos, puede decirse que un físico es un señor que cuando está con matemáticos habla de tecnología, cuando está con ingenieros habla de matemáticas y cuando está con otros físicos habla... de mujeres. Hoy día, si se quiere ser físico, hay que ser estrábico, pues es preciso tener un ojo centrado en los desarrollos matemáticos más abstrusos y el otro en los desarrollos tecnológicos más innovadores. Por lo demás, lo de “hacer pura matemática” es muy habitual en la historia de la física. Recordemos la famosa constante λ, a la que Einstein otorgó un valor “puramente matemático” y, como reconoció más tarde, encerraba la forma que puede tener el universo.
   En cualquier caso, ocurra lo que ocurra con Witten y sus secuaces, su destino no será el de las cuerdas, pues éstas han acompañado a los sistemas de pensamiento desde la antigüedad. No hay que olvidar que fue precisamente el modelo de una cuerda vibrante el que llevó a los pitagóricos a la idea de que la realidad es matematizable y que existe armonía en el universo, es decir, que es un cosmos. Al describir esta armonía, Plotino decía que cada uno de nosotros es una cuerda colocada en el lugar oportuno. Hay, además, un tipo de cuerdas con posiciones no definidas, llamados esquemas, los cuales, según Kant, conforman el necesario elemento intermedio entre conceptos e intuiciones y son proporcionados por la imaginación. Pero, cuando Eduard von Hartmann quiso explicar la memoria no encontró otro modo de hacerlo que aludiendo a la resonancia que una cuerda afinada en una determinada tonalidad provoca en otra de la misma afinación (obviamente, Hartmann quería decir que la base de la memoria es la gramática). De hecho, cualquier tubo puede entenderse como el resultado de la unión de dos cuerdas cerradas y eso incluye los microtúbulos celulares a los que Penrose otorga tanta importancia para explicar el funcionamiento de la mente. A ello cabe añadir que, según algunos descubrimientos neurofisiológicos, la base de la conciencia sería cierta coherencia rítmica entre neuronas, cierta vibración monocorde, el ya famoso “ritmo gamma”...
   La apasionante historia de las cuerdas vibrantes es una historia (hasta donde yo sé) por escribir.