domingo, 25 de agosto de 2013

Contra la propiedad (y 2)

   Recorra mentalmente sus propiedades, especialmente, las que son para Ud. más valiosas. Da igual qué haga a partir de este momento, las perderá todas. Las que no se rompan, pasen de moda, sean superadas por otras, dejen de interesarle, deje de tener sitio, tiempo o salud para ellas, parecerán de verdad merecer el término de “propiedad”. Pero si tiene suerte, dejarán de estar asociadas a su nombre con su muerte o bien cuando sus familiares le internen en una residencia de ancianos. En cualquier caso, el destino de la mayoría de ellas será la basura. Quizás sus hijos sigan sus aficiones y esa colección de postales a la que tiene tanto aprecio, esas joyas, ese mueble, no irán a la basura. Pasará a la siguiente generación... y a la otra... y a la otra... hasta que alguien la tire a la basura. Si no tiene suerte, un robo, un incendio, un expolio de cualquier género, le arrebatará esas propiedades antes de que pierda el recuerdo de qué eran. La sacrosanta propiedad privada no es más que un género de alquiler, pagamos por usar una serie de cosas y acabamos quedándonos sin nada. La propia exigencia del capitalismo de crear nuevas necesidades acaba atentando contra su más sagrado principio, la propiedad privada. Nuestras propiedades son cosas que poseemos y que, por tanto, tienen un índice que dice durante cuánto tiempo estarán asociadas a nuestro nombre.
   No es así como entendemos las propiedades. Más bien las tomamos como un género de características que se asocian con nuestro nombre y que ya lo singularizan eternamente. Un hombre sin propiedades no es un pobre, es un pobre hombre, un don nadie, a todos los efectos, no es nada. Es lógico que haya jóvenes en nuestras ciudades que se dediquen a meterle fuego a los vagabundos. Su carencia de propiedades, más allá de unos cuantos cartones, hace de ellos, a nuestros consumistas ojos, algo indeterminado, sin características, semejantes a cualquier otro vagabundo, en definitiva, nada. Para ser algo hay que comprar, comprar mucho, hay que tener muchas propiedades porque las propiedades nos caracterizan, nos dan un nombre, nos individualizan, nos singularizan. Obviamente por aquí sólo se puede llegar a disparates y sinsentidos de todo género. 
   El electrón tiene la propiedad de comportarse como onda o como corpúsculo dependiendo del tipo de aparato con el que le hagamos interactuar. Por tanto hay algo así como una cosa llamada electrón que ahora aparece con una de sus propiedades y ahora con otra, luego ¿qué es el electrón en sí mismo? Vamos a ver, el electrón no es un señor que posee un Ferrari y un Porsche,  que hoy sale con uno y mañana con el otro y sobre el que se puede preguntar si es la misma persona. El electrón es onda o partícula, dependiendo de con qué interactue, nada más. A la inversa, un buen base de baloncesto tiene que tener la propiedad de leer bien los partidos, saber qué le conviene en cada momento a su equipo, correr, atacar pausadamente, molestar a los rivales... ¿Significa eso que cada una de las decisiones que toma son de su propiedad? ¿tiene derecho a registrarlas, a hacerles un copyright, a patentarlas? Un escritor sí que tiene la propiedad de escribir buenos relatos y sí que tiene derechos sobre cada uno de ellos. ¿Dónde está la diferencia? Lo más divertido de todo es que, en el fondo, no la hay. 
   La misma noción de propiedad intelectual encierra su refutación. Esos sagrados derechos de autor que todos estamos violando a mansalva (y que, de hecho, durante toda la historia de la cultura se han estado violando a mansalva), resultan pagados, en el mejor de los casos, con algo así como el 5% del precio de poseer un libro. Lo que realmente poseemos o, dicho más exactamente, lo que constituye la mayor parte de lo que creemos la posesión de una historia que queremos leer, es el papel. Preservar la propiedad intelectual del autor significa que éste tiene que renunciar al 95% de su propiedad es favor de los propietarios del papel y de los medios de impresión o de comercialización digital.  Una vez más, llegamos a la conclusión de que el destino último de la propiedad privada es el expolio.
   Supongamos que yo tengo dinero suficiente para comprar un cuadro de Barceló. Uno grande bonito, con muchos colorines y que figura en varios catálogos como una obra maestra. Pero cuando llego a mi casa descubro que esos colorines no van bien con el estampado de mis cortinas, así que cojo yo mismo y le pinto encima unos topitos de diferentes colores para que quede mejor. ¿Puedo hacerlo? ¿tiene el autor algún derecho a reclamar contra una acción sobre algo que es de mi propiedad? Aún más, si algún día ese cuadro llegase a un museo ¿qué legitimidad tendrían los restauradores para borrar mis topitos? Al fin y al cabo, cuando yo fui su propietario los puse, ahora que ellos son los propietarios los quitan, están haciendo lo mismo que yo, luego, ¿con qué derecho su intervención es más meritoria que la mía?
   El término “propiedad” debería suprimirse de cualquier discusión que pretenda ser medianamente seria. Para aquellas cosas que pueden ser asignadas a un nombre y que puedan quedar como marcadores de él (la propiedad que tenía Michael Jordan de quedarse como flotando en el aire, por ejemplo), lo correcto es hablar de rasgos. Aún más, yo me inclinaría por hablar de rasgo siempre que nos referimos a cosas que son compradas “para distinguirnos de los demás” o “porque nos hacen especiales”. En el resto de casos, hay que andarse con mucho cuidado. Un posesivo, por ejemplo, no indica una posesión, al menos legítima. En los pocos casos en los que sí la indica, esa posesión será puramente temporal y, en la mayoría de las ocasiones, momentánea. La moderna sociedad consumista ha convertido de facto cualquier adquisición de propiedades en un género de alquiler. Por tanto, hay que tener muy claro que cuando se habla de propiedad siempre se está aludiendo a un expolio, ya acaecido o a punto de producirse.

domingo, 18 de agosto de 2013

Contra la propiedad (1)

   No soy muy amante de los análisis lingüísticos, me parecen una manera enrevesada de conducir a ninguna parte. Por lo general, un acuerdo en torno a las definiciones es un camino mucho más recto hacia el fin perseguido. Sin embargo, hay ocasiones en las que no se puede ir por esta vía porque, simplemente, el problema no está ahí. Lo que ocurre con el término “propiedad” es un ejemplo. Tenemos una curiosa tendencia a tratar cualquier cosa a la que podamos aplicar un posesivo como una posesión de hecho. A su vez las posesiones las confundimos con propiedades. Omitimos el adjetivo “privadas” porque va de suyo que toda propiedad es una propiedad de alguien. Y, para rematarlo, consideramos que cualquier propiedad (privada) es algo así como una característica añadida a un nombre y quedará inevitablemente prendida de él por toda la eternidad. Lo peor de todo es que estos son los usos habituales y da igual lo que la jurisprudencia o la Real Academia de la Lengua establezcan al respecto. Si, efectivamente, somos wittgenstenianos y hacemos del uso el criterio último del significado de los términos, el resultado no puede ser otro que las absurdas paradojas que constituyen nuestra noción de propiedad. Pero vayamos por partes.
   Estamos acostumbrados a anteponer un posesivo a multitud de objetos que hemos intercambiado por dinero. Así tenemos mi casa, mi ropa y mi coche. Es algo muy simple que hemos aprendido desde pequeñitos. La moneda que intercambiábamos por una chuchería convertía a la golosina en mi chuche, cosa que le dejábamos claro a cualquier otro niño que viniese a babear nuestra golosina. Sin embargo, la cosa no es tan clara, también la moneda era mi moneda y ya no la tenemos. La manera de racionalizar esto es muy simple, decimos que la moneda era mía porque podía hacer con ella lo que deseara. Por tanto, simplemente, hemos cambiado de objeto de deseo. Ahora puedo hacer con mi chuche lo que desee. Pero esto es una racionalización, no un hecho. El modo de razonar que hemos adquirido consiste, por tanto, en que mi casa es mía porque puedo hacer en ella lo que quiera, mi ropa es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi coche es mío porque puedo hacer con él lo que quiera. Llegados aquí ya no sabemos parar, así que proseguimos: mi vida es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera, mi dignidad es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi mujer es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera... Todo lo cual es ridículo. Una cosa es tener razones para anteponer un posesivo a algo y otra cosa muy diferente es que eso convierta a ese algo en nuestra posesión. También mi primo es mío (y no del vecino del enfrente) sin que hayamos pretendido nunca hacer con él lo que queremos y mi hijo también es mío (y no del butanero) sin que pueda hacer con él lo que quiera (a partir de cierta edad). Aún más, aunque mi casa, mi ropa y mi coche sean míos, no puedo hacer con ellos lo que quiera. No puedo derribar mi casa y poner en ella una fábrica, ni puedo decidir un día que voy a dejar toda mi ropa en casa y traten Uds. de decirle al policía que como su coche es suyo, lo aparcan donde quieren. Utilizar un posesivo y poseer son cosas muy diferentes o, si lo quieren de otra manera, poseer no significa decidir qué se hace con algo. 
   Poseer, de hecho, tiene un claro índice temporal. Hay un matiz muy diferente en “yo poseo estas tierras” respecto de “estas tierras son de mi propiedad”. “Yo poseo estas tierras” parece implicar que yo las adquirí en un momento dado, por una vía u otra y que, por una vía u otra, dejaré de poseerlas más pronto o más tarde. Cuando hablamos de la propiedad de unas tierras, de la propiedad de una casa, de la propiedad de un negocio y, especialmente, del sacrosanto derecho a la propiedad privada, uno acaba creyéndose de verdad que tiene algo protegido por las leyes del universo y que, en todo caso, puede cambiar su naturaleza, pero no su valor. En realidad, lo único que está claro es, primero que nos hemos tragado una patraña y, segundo, que todas y cada una de nuestras propiedades dejarán de ser nuestras más pronto que tarde. Lo que realmente significa el derecho a la propiedad privada es: nada. Piense en un ejemplo muy simple. Ud. compra un coche. Lo saca del concesionario, nuevo, flamante. Lo aparca en su cochera. Ha recorrido 10 Kms. Trate de venderlo, perderá dinero. Su propiedad privada se ha visto reducida por el simple hecho de que el vendedor le entregó a Ud. las llaves de ese vehículo. El caso del coche es paradigmático, pero puede aplicarse prácticamente a cualquier cosa. Todo lo que cae bajo el concepto de propiedad privada pierde valor, simplemente, por podérsele aplicar esa noción y si no lo pierde de inmediato acaba por perderlo con el tiempo. Por supuesto el dinero lo hace, el proceso se llama inflación y conduce a que el paso del tiempo le hace tener cada día menos dinero. A veces la cosa es más drástica.
   Pensamos habitualmente que por haber intercambiado un objeto cualquiera por nuestro dinero nos hemos asegurado su propiedad. Lo cierto es que no hemos procedido más que efectuar un desastroso contrato de alquiler. Si ha comprado un televisor, por ejemplo, ni podrá disfrutar de él todo el tiempo que quiera ni podrá hacer con él lo que quiera por mucho tiempo. Antes de que se dé cuenta, las cadenas estarán emitiendo en un formato que su televisor no puede reproducir o necesitará un decodificador o un reproductor que no se adapta a los enchufes que tiene o tendrá que hacer un desventajoso anexo a su contrato de compra porque el producto se estropea inmediatamente después de cumplir su garantía. Por supuesto que esa antigualla seguirá siendo suya, tendrá un bonito montón de chatarra con el que ya no puede hacer lo que quiere. A todos los efectos se ha producido una expropiación de su bien. En el caso de la ropa el proceso es aún más rápido, cada año, una serie de prendas de nuestros armarios nos son arrebatadas por el simple procedimiento de volverlas “pasadas de moda”. 
   Piénselo bien, ¿no sería mejor alquilar un coche que comprarlo? Podría tener un monovolumen de siete plazas el mes de vacaciones, un coche eléctrico el mes en que su trabajo le obliga a circular por la ciudad y un Ferrari el mes en que tiene que acudir a una fiesta de alto copete. Además podría olvidarse del engorro de lavarlo, hacerle pasar revisiones, preocuparse por las averías, etc. Quizás le suene raro hacer lo mismo con la ropa, pero, si un día le invitan a una fiesta en la que se exige etiqueta, ¿se comprará un carísimo esmoking o lo alquilará? ¿Por qué no hacer lo mismo con todo el resto de nuestra ropa? Podría ir a la última por un precio realmente escaso. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades nos satisfacen tanto como el tener nuestras casas llenas de cosas que han quedado obsoletas, no en balde, desde pequeñitos hemos sido educados en la necesidad de poseer.

domingo, 11 de agosto de 2013

Delirios veraniegos

   Llevo toda mi vida ligado al mundo de los estudios, por tanto, es comprensible que el verano sea mi época del año favorita. Reconozco, no obstante, que tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es que el calor dilata las cosas, incluyendo las sinápsis, con lo que se debilita la estructura del cerebro, como suele decirse, se reblandece. El resultado son las alucinaciones veraniegas. Algunas son pasajeras, por ejemplo, los ovnis o el monstruo del Lago Ness, típicos fenómenos del estío. Otras son más graves, ¿quién no se ha enamorado en verano? El fenómeno no sólo se produce a nivel individual, ocurre también con las instituciones. Hay que entenderlo, todo el mundo quiere coger vacaciones más o menos en las mismas fechas, así que la empresa o algún departamento, queda en manos del becario. Becario, por otra parte, que empezó a trabajar una semana antes de hacerse cargo de todo. A veces, la culpa no es del becario. Uno se va a la playa y con el Sol, la arena, el mar, el tinto del verano, las fiestas del pueblo y esas inocentes reuniones de amigotes que acaban con alguien tatuándose “amor de madre” en la frente, vuelve que, más que de las vacaciones, parece que regresa de la guerra de Vietnam o de Marte, sin recordar siquiera cuál era su mesa.
   Si creen que estoy exagerando, no tienen más que mirar las últimas recomendaciones del FMI para crear empleo en España. ¿Que cómo acabar con el paro? Muy fácil, se le recorta un 10% el sueldo a todos los trabajadores y listo. La idea es lo suficientemente estúpida como para que las autoridades europeas la hayan acogido con entusiasmo. Afortunadamente, una de las pocas ventajas que tiene ser español es que se aprende a mantener la cabeza fría aunque el termómetro marque 48ºC a la sombra. Gobierno, sindicatos y empresarios (con la boquita pequeña) se han lanzado en bloque a decir que ni de coña. Hay motivos para ello. Comencemos por hacer las cuentas como las ha hecho el FMI. Recordemos, el paro es España ronda el 30%. Supongamos que una empresa tiene diez empleados, cada uno de los cuales cobra 100€. Ahora le quitamos el 10% a cada uno de ellos y, según el FMI, con ese dinero podremos contratar... ¡¡¡Tres empleados!!!
   Bueno, bueno, no hay que exagerar. A lo mejor no es que se le esté pagando un sueldazo de mareo a unos imbéciles que no saben ni dividir. A lo mejor es que la propuesta era para mejorar la tasa de paro. Veamos, a una economía que lleva ya tres meses sin ir a peor, le retiramos, de golpe y porrazo, el 10% del poder adquisitivo de todos los trabajadores y el resultado será... ¿Que la economía crecerá hasta el punto de animar a los empresarios a contratar más gente? ¿No habrá una contracción brutal de la demanda? ¿no generará eso un empeoramiento de la situación de todas las empresas y, por tanto, más crisis, más quiebras, más paro? Imaginemos que en el FMI no trabajan cerebros reblandecidos por el calor, ni imbéciles a prueba de cambios climáticos. Imaginemos que, efectivamente, han realizado cálculos exactos que llevan a la conclusión de que la economía mejorará y el paro disminuirá. Aún en este caso, es seguro que hay un factor que no ha entrado en sus cálculos.
   Como creo que ya he explicado alguna vez, en EEUU o en Japón, cuando surge la crisis lo primero que hacen las empresas es desarrollar nuevos productos o nuevos modos de elaborar los ya existentes. Después buscan nuevos mercados. Después racionalizan los gastos de la empresa. Finalmente, se redimensionaliza su tamaño (dicho en plata, se echa gente a la calle). En España, la primera medida que se toma ante la crisis es mandar a todo el mundo a la calle. A continuación se les explica a los que quedan que o bien hacen el trabajo de todos los despedidos por la mitad del salario o bien la empresa se cierra. Finalmente, transcurridos seis meses en que los beneficios empresariales no alcanzan los niveles de antes de la crisis, se cierra de todos modos. ¿Qué ocurriría si la propuesta del FMI se pusiese en marcha? Simple, los beneficios empresariales aumentarían un 10%, que sería empleado en contratar nuevos trabajadores... Un año de estos, cuando la economía remonte.
   En fin, mientras escribía estas líneas, he llegado a la conclusión de que mi supuesto inicial era erróneo. La razón por la cual el FMI ha lanzado semejante propuesta, no es el reblandecimiento del cerebro de sus integrantes, ni su imbecilidad permanente. La razón, la verdadera razón, es que FMI son las siglas de Fumamos Musssha Ierba.

domingo, 4 de agosto de 2013

Progresar, ¿hacia dónde?

   Hace unos años, la delegación del servicio de Sanidad Exterior en Sevilla estaba en la Avenida de la Raza, en unos pabellones prefabricados que le daban el triste aspecto de un dispensario de metadona. Me sorprendió encontrar allí unos cuatro o cinco hombres jóvenes, con los modos habituales de los barrios menos favorecidos de nuestra capital: largas y ensortijadas melenas de color azabache, gruesas cadenas de oro, pobreza léxica y riqueza de expresiones soeces. Para acabar de rematarlo, se oyeron, mediadas por intervalos, un par de carcajadas sonoras desde una de las consultas. Me sentí incómodo durante un rato, más por el hecho de que algo no encajaba allí (o ellos o yo o aquel escenario) que por temor. El caso es que mereció la pena. La consulta la atendía un señor mayor extremadamente simpático e inteligente. No tardó mucho en develar mi estupidez, había compartido sala de espera con uno de los muchos grupos flamencos que pasaban por allí camino de alguna remota embajada española donde amenizaban las fiestas de postín. En cuanto al tema de la visita, fue muy claro: desde un punto de vista sociosanitario, ir a la India o a otro país semejante, era como viajar a la España de hacía treinta años. Me acordé de sus palabras nada más parar en el primer restaurante de carretera saliendo de Nueva Delhi. Allí estaban la sillas de formica con patas a las que les faltaba un remate de goma que yo recordaba de los bares a los que iba con mis padres cuando era niño.
   La India que yo vi era el país en el que comenzaba a hacerse notar una clase media loca por los coches japoneses, el aire acondicionado y los pequeños chalets unifamiliares. Se habían subido al carro de las nuevas tecnologías, pululaban los teléfonos de última generación (importados de China) y había cibercafés, literalmente, en cada esquina. En el paisaje podían apreciarse radicales edificios de arquitectura high-tech, sede de las empresas que estaban permitiendo crecer el PIB a un ritmo del 10% anual. Al lado de estos monstruos de cristal y acero, familias enteras vivían debajo de su única propiedad, un plástico, pululaban los tenderetes llenos de mugre, la circulación de novísimos coches japoneses  se veía interrumpida por las vacas sagradas, las mujeres seguían llevando el sari tradicional como uniforme, había grupos de niños pidiendo allí donde iban los turistas, las calles conformadas por los chalets unifamiliares estaban sin asfaltar...
   Uno se imagina que en países como Sudán, Kenia o Somalia la gente se comunica golpeando los troncos huecos de los árboles. Lo cierto es que en Jartum, los taxistas conducen con una mano mientras teclean en el Whatsapp con la otra, los Masái han añadido un bolsillo a su tradicional túnica roja para llevar el iPhone 5 y todo el que puede en Somalia se compra una camiseta del Barça porque siguen la liga española por satélite. Lo característico de los países en vías de desarrollo o del Tercer Mundo no es continuar viviendo en el siglo XVI, sino tener un pie en el siglo XVI y otro en el XXI. En cambio, cuando llegué a Alemania por primera vez, me sorprendió encontrar que los ordenadores de la universidad funcionaban todavía con disquetes de 8 pulgadas, en la época en que para los españoles el disquete de tres y medio era el estándar. Eso sí, había paneles en las paradas de autobuses que indicaban el punto exacto de la ruta en el que se hallaba el autobús de línea y cuánto tardaría en llegar. Con un simple sistema de código de barras, uno podía pedir los libros que quisiera en la biblioteca, se pasaba a recogerlos un rato después y en menos de dos minutos el trámite había terminado. Yo también alucinaba con todo aquello porque era algo impensable en la Sevilla que conocía. 
   Cada vez que surge la discusión de si España ha avanzado en los últimos treinta años o no, hay quien recuerda  la cantidad de cosas que han cambiado y quien enumera la cantidad de cosas que siguen exactamente igual. Entonces se inicia la eterna discusión acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío. Yo, que soy lo suficientemente viejo como para haber visto todo lo que he visto, me acuerdo entonces de la India y de Alemania. En los países industrializados, en las potencias que año tras año están ahí, las cosas avanzan acompasadas. A lo mejor no hay cambios tan drásticos en diez años, pero en veinte, todo ha cambiado, simplemente, el vaso está lleno. Eso crea una sinergia por la que un euro invertido en cualquier cosa redunda en beneficio del todo, no hay desperdicios de dinero porque en algún lugar del sistema no se pueda aprovechar la novedad. Todo avanza, quizás no mucho, pero casi simultáneamente. Por eso, la propia polémica acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío me produce inquietud, denota que no estamos entre esos países. Está muy bien que tengamos AVE, el mayor número de líneas ADSL y el mayor número de móviles de Europa. Pero si sigue siendo imposible ir de Sevilla a Almería en tren, nadie sabe cuántas empresas públicas hay exactamente y seguimos teniendo los índices de lectura del franquismo, mucho me temo que continuamos estando más cerca de Africa que de Europa.

domingo, 28 de julio de 2013

Rugby

   Me gustan todos los deportes que no practicaría ni loco. El rugby es uno de ellos. Como la mayoría de los españoles lo descubrí con las retransmisiones del torneo de las (por entonces) Cinco Naciones en La 2. Me fascinó aquella mezcla de caballerosidad, honor y brutalidad. Por aquel entonces, el rugby era un deporte amateur hasta límites insospechados para alguien acostumbrado al fútbol. Recuerdo imágenes del vestuario de Escocia tras una impresionante victoria sobre Inglaterra. Los jugadores trataban de localizar sus carteras para comprar las camisetas con las que habían jugado. Como aficionados, su indumentaria pertenecía a la federación y si querían llevársela a casa, tenían que comprarla. 
   Poco a poco, con las retransmisiones televisivas, el dinero comenzó a afluir y empezaron a menudear los jugadores de “profesión no declarada”, eso sin contar que las ligas de rugby profesional hacían estragos llevándose a las grandes figuras. Hoy día no queda prácticamente nada de aquel juego de aficionados. No se trata ya de las grandes potencias. Si uno va descendiendo por el ranking mundial, países como Samoa, Tonga, Fiji, incluso Georgia, tienen un buen número de sus jugadores en las ligas francesa o inglesa. Inevitablemente, el rugby se debate entre caer en el mercantilismo o devenir puro espectáculo, debate que, más para mal que para bien, ya han resuelto el resto de los deportes multitudinarios. Hace unos años, se cambiaron algunas reglas para hacer los partidos más espectaculares. Se permitió el uso de estrategias en los lanzamientos de banda y se exigió que el jugador caído soltase inmediatamente el balón. Desde luego, los partidos se han hecho más vistosos, pero hubo que vencer la resistencia de los puristas que se habían atrincherado contra los cambios. Ahora mismo hay una comisión para reformar las melés y no parece que haya generado ningún resquemor. La propia aceptación de Italia como sexta nación en el famoso torneo del hemisferio Norte, fue, en buena medida, por cuestiones de ingresos televisivos, pues quien merecía ese honor, según los expertos, era Rumanía.
   Pese a ello, sigue estando prohibido engañar al rival, discutir con el árbitro, perder el tiempo, intentar cobrar cualquier ventaja que no sea por el uso de la inteligencia o de la fuerza, no dejar lugar para las pillerías. Las aficiones siguen bebiendo juntas (y revueltas) en las gradas, mientras animan a sus equipos sin que haya incidentes, sigue existiendo el tercer tiempo, siguen existiendo los Barbarians y los British & Irish Lions. ¿Se lo imaginan Uds? Un combinado formado por los mejores jugadores de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda. Los jugadores que se enfrentan a muerte en el Cinco Naciones forman un equipo y hacen una gira, cada cuatro años, por una de las potencias del Sur: Australia (este años), Nueva Zelanda y Sudáfrica. Pues bien, olvídense del fútbol y esas pachangas llamadas "partidos amistosos". Los jugadores son capaces de renunciar al Cinco Naciones por acudir a esa gira. Aún más, los British & Irish Lions son uno de los conjuntos que más aficionados mueven. Ingleses, galeses, escoceses, irlandeses, uniformados todos con camisetas rojas, han llegado a formar amplia mayoría del público en los partidos contra Australia, bebiendo y animando juntos a su equipo.
   Durante las retransmisiones del Cinco Naciones oí hablar por primera vez de una selección apodada los All Blacks que bailaban una danza de guerra maorí antes de los partidos y de otra, famosa por sus delanteros, en aquellos momentos excluida de las competiciones internacionales por culpa del apartheid. Algunos  años después, Nelson Mandela fue liberado, el régimen racista se fue, por fin, a las cloacas de las historia y pudimos disfrutar de la primera Copa del Mundo de rugby. TVE hizo una de sus famosas jugadas arrebatándole a Canal + la retransmisión del evento a base de poner millones sobre la mesa para emitir después únicamente dos partidos, una semifinal y la final. Afortunadamente la semifinal fue el Australia-Francia, uno de los mejores partidos que yo había visto hasta ese momento.
   Después he ido descubriendo competiciones por mi cuenta, la Heineken Cup, la Premiership, el Tres Naciones (Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica), que el año pasado admitió, por fin, a Argentina y ahora se llama Rugby Championship y, por encima de todo el Super XV (antes Super XIV, y antes Super XIII y al principio de todo Super XII). El Super XV es un torneo de clubes de Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica. En mi opinión, es el torneo más divertido de todos. No tiene el “Tierra de mis padres” cantado por todo un estadio, como ocurre en Gales durante el Cinco Naciones, no tiene hakas, no tiene Calcuta Cup, pero juegan delanteros espectaculares, se prima el juego a la mano y los ensayos, se busca siempre la ruptura de la línea contraria... Este fin de semana se juegan las semifinales y el próximo la final. Si están interesados por el rugby, se lo recomiendo.
   Veo mucho rugby, he visto mucho rugby, de modo que tampoco nadie tiene que descubrirme la cara oculta de este deporte. El famoso tercer tiempo, esa quedada de los jugadores para beber juntos después de los partidos, se ha vuelto peliagudo. Son públicos y notorios los problemas con el alcohol de más de un jugador de talento, como Zac Gildford o Kurtley Beale. Alguna gira de un combinado maorí por Sevilla ha terminado con la intervención de la policía. Claro que, para batalla en la capital hispalense, la que protagonizaban día sí, día también, jugadores de rugby y lanzadores de peso que compartían pista de entrenamiento. Aún recuerdo a un delantero de Gales al que su homólogo inglés (de profesión policía por más señas) le partió la nariz por dos sitios de un puñetazo.
   En fin, aquí les dejo las dos hakas que bailan habitualmente los neozelandeses. La más habitual es la Ka mate, cuya letra dice algo así como “venid que todos somos hermanos y vamos a darnos la mano”. La otra, Kapa o pango, creo que se puede traducir como “Démonos un abracito y después un besito”. El último vídeo es una nueva técnica inventada por George North en la última gira de los British & Irish Lions que podría calificarse como “placa a tu placador”. Que lo disfruten.








domingo, 21 de julio de 2013

Bye, bye Wittgenstein's Pie

   Hacia principios de los ochenta, cierta empresa automovilística se encontró en una extraña situación. Los informes que obraban en su poder indicaban una expansión del mercado de los todoterreno, particularmente en los países de habla hispana. Habían diseñado un producto con notables innovaciones tecnológicas que causó expectación en las ferias por las que pasó. Su lanzamiento al mercado resultó brillante en los países asiáticos, no tanto en EEUU y fue un auténtico fracaso de ventas en Hispanoamérica. La casa matriz solicitó todo tipo de informes a sus filiales, pero ninguno de ellos explicaba el origen del problema. Se realizaron múltiples reuniones con los responsables en España e Iberoamérica, igualmente infructuosas. Finalmente, en una de ellas, con seguridad alguien joven que desconocía lo que no se de debe decir en una reunión de estas características, levantó la mano e indicó que, simplemente, era imposible vender un producto con ese nombre en un país donde se hablase español. Los directivos nipones sonrieron con suficiencia y le espetaron que el nombre había sido elegido pensando precisamente en esos países, de hecho, pertenecía a un felino de Sudamérica. “Bien, debió insistir el joven, ¿y cómo se llama ese felino?”. “Pues, Leopardus, Leopardus pajeros”. “De eso se trata, concluyó el joven, no es fácil conseguir que alguien que hable español se suba a un Pajero”. Los directivos acabaron por darle la razón al joven y así fue como el Mitsubishi Pajero pasó a denominarse Mitsubishi Montero. “Milagrosamente”, el cambio de nombre hizo que su ventas subieran como la espuma. Por desgracia, en Mazda nunca hubo un joven de estas características para explicarles por qué no se vendía entre las mujeres hispanas su modelo Laputa, ni en Toyota para explicar el fracaso en Francia del Toyota MR-2 (léase “merdeux” y recuérdese que en francés existe la palabra merde de obvio significado), ni en Lexus para explicar que ninguno de sus modelos debía llevar el nombre LF-A (léase “lefa”).
   Cambiemos de tercio. Supongamos ahora que vive Ud. en Milán y que tiene una hija de pocos meses a la que quiere dar una educación de élite desde su más tierna infancia. Una educación, por ejemplo, bilingüe. Así aprenderá español en casa, italiano e inglés. Le hablan muy bien de una guardería con esas características y decide ir a verla. ¿Se molestaría en traspasar el umbral de la Follador Nursey School? Follador es un apellido como otro cualquiera en Italia. De hecho, existen las bodegas Follador. Ud. puede pedirse un Follador en cualquier restaurante de postín y comprobará su solera, “Follador since 1769" podrá leer en la etiqueta. No siempre es buena idea ponerle el apellido familiar o cualquier otro nombre al que se está emocionalmente unido a unos vinos, en especial si uno vive en un Estado hispano como Texas y quiere llamar a sus vinos como a su barco, porque el resultado puede ser los vinos Kagan.
   A veces el problema está en una palabra que cambia de significado con el tiempo. “Gay”, por ejemplo, era un adjetivo que significaba “alegre” hasta los años 60 del siglo XX. De ahí el helado Golden Gaytime australiano. Hartos de ver caer las ventas, la empresa que lo comercializa, Streets, decidió coger el toro por los cuernos y relanzarlos con su eslogan original: “It’s hard to have a Gaytime on your own!” Esto debe contextualizarse, en Australia existe una potente comunidad gay y a ella se dirigía como público objetivo los anuncios de Streets. Ni que decir tiene que en otros países, como la vecina Nueva Zelanda, lo comercializan con otro nombre. No sabemos si el agua Sogay pretende seguir esa estrategia, tampoco sabemos si sus anuncios son del tipo: “Bebe Sogay”. La mayoría de las empresas son mucho más precavidas. Knorr, por ejemplo, no ha comercializado (todavía) en España sus sopas de verdura Pota, cosa que sí hace en Japón (1). 
   Encontrar el nombre adecuado para un producto es hasta tal punto difícil que se ha creado toda una rama del marketing, el naming. Es fácil de entender, ¿compraría Ud. el suavizante Rasrras? ¿la secadora Chofchof? ¿el sistema operativo Colga-2? ¿por qué si no los ha probado? En cambio sí está dispuesto a pagar por obtener “inmunitas”. El nombre es lo que hace oler a una rosa, saber bien a un refresco y curar a un medicamento. El problema está en que si intenta Ud. encontrar una explicación a estos hechos en la filosofía del lenguaje contemporánea, no la hallará. Toda esta disciplina está dominada por la doctrina de Wittgenstein de que el significado de una palabra es su uso y que el uso se produce en un contexto no exclusivamente lingüístico, lo que suele llamarse un juego del lenguaje. Aún más, Wittgenstein señalaba que las palabras no tienen “un” significado, tienen tantos significados como juegos del lenguaje de los que forman parte. A lo sumo, puede decirse que entre esos juegos del lenguaje hay cierto “parecido de familia”, pero no puede hablarse ni de evolución de un juego del lenguaje ni puede explicarse cómo y por qué una determinada palabra adquiere un significado o lo pierde.
   Nuestros políticos son todos wittgenstenianos convencidos y creen que si usan muy a menudo términos como “daños colaterales”, “contratos de formación” o “violencia de género” nos olvidaremos de los inocentes asesinados, del empleo precario o de las mujeres maltratadas. Si, efectivamente, el significado de una palabra dependiera de su uso en un juego del lenguaje, nadie se acordaría del onanismo, ni de prostitutas al hablar de coches, ni del priapismo al hablar de guarderías ni de vinos, ni de la homosexualidad paladeando un helado o refrescándose con una botella de agua. En este mundo en el que el centro de atención de los filósofos es lo que ocurre con sus cátedras, nadie parece haber descubierto lo que saben los especialistas en marketing desde hace décadas, que hay algo en las palabras que las aferra a significados concretos y que las lleva a arrastrar ese significado, digamos, plegado en su interior, por todos los juegos del lenguaje en los que van participando. Y ese algo no es otra cosa que la posición que ocupan en nuestras mentes. Pero, claro, para sacar este género de conclusiones hay que hacer lo que Wittgenstein pedía, pensar con él y no interpretarlo.


   (1) Pueden encontrar muchos más casos en la siguientes páginas:
   http://www.motorpasion.com/industria/nombres-de-coches-poco-afortunados-ford-corrida-mi
tsubishi-pajero
   http://www.comandopollo.com/2013/04/29/curiosiosidad-del-d%C3%ADa-productos-con-nombres-poco-afortunados/
   http://blogs.elpais.com/el-comidista/2013/04/nombres-inapropiados-comida.html
   http://ziza.es/2012/09/11/nombres_poco_afortunados.html

domingo, 14 de julio de 2013

Una de viajes

   Hubo una etapa en mi vida en la que solía viajar al extranjero con cierta regularidad. En aquella primera época de la aviación comercial, los cielos estaban dominados por las compañías de bandera, que trataban a sus clientes a cuerpo de rey. Iberia solía dar un rancho medianamente apetecible,  Lufthansa te cebaba. Recuerdo que en vuelos que no llegaban a las tres horas, te daban cinco comidas, incluyendo un refresco acompañado de anacardos. Más de uno aprovechaba para pedir champán y no solía faltar la prensa del país de partida y del país de destino. Las autoridades aeroportuarias iban en la misma línea. Una vez me perdí en Heathrow y, con mi inglés macarrónico, sacado de las películas, conseguí que una empleada me diera acceso a un pasillo prohibido a los viajeros para acceder a la terminal en la que debía estar. Pasé varias veces por el aeropuerto de Frankfurt, un aeropuerto en permanente alerta roja por los atentados que había vivido en los 70. Allí la policía patrullaba habitualmente con perros y con el dedo apoyado en el gatillo de los subfusiles. Pero si uno obviaba estas circunstancias, aquel aeropuerto no era en nada diferente de los demás.
   Cualquier pasajero que se preciara hacía gala de sus horas de espera en un aeropuerto como los pilotos lo hacen con sus horas de vuelo. No obstante, a poco que uno se supiera mover y tuviera ganas de conversación, la estancia en las salas de espera era una experiencia provechosa. En el aeropuerto de Barcelona aprendí el truco de irme hasta el puente aéreo con Madrid, porque allí podía obtenerse El País gratuitamente. Llegase donde llegase, me daba mi paseíto hasta la sala de espera del puente aéreo para conseguir mi periódico gratis si no me lo habían dado durante el vuelo. Pero la cosa iba más allá. En cierta ocasión me fue imposible encontrar billete para ir de Barcelona a Hannover, así que tuve que realizar un curioso periplo Sevilla-Madrid-Frankfurt-Sttutgart-Hannover. En esencia, todo un largo día volando o, mejor dicho, esperando en los sucesivos aeropuertos. A Frankfurt ya llegué cansado,  pero las sorpresas comenzaron en Stuttgart. Iba con la idea de buscar alguna tienda donde poder comprar algo de comida porque en Hannover me esperaba un frigorífico vacío. Apenas desembarqué, me vi conducido a la sala de espera de mi vuelo. Era una sala de reducidas dimensiones y cerrada, con lo que se esfumaba la posibilidad de buscar una tienda. En medio de la sala había una enorme fuente de varios pisos con sándwiches, yogures, fruta, barritas energéticas, alguna chuchería... Nada tenía precio. No había báscula alguna donde pesarlo. Ningún cartel que hiciera referencia a la fuente, ningún empleado estaba presente. Estaba solo allí. Como buen español, mi primer impulso fue abalanzarme sobre la fuente y coger un poco de todo. Me contuvo la idea de que entrase de repente un alemán y pensase precisamente eso: “ya está aquí el típico español arramblando con todo”. Me senté a observar qué ocurría. Durante largos minutos no ocurrió nada. Se acercaba la hora de mi vuelo y no entraba nadie. De pronto comenzaron a llegar alemanes. Los primeros mostraron ante la fuente el típico gesto de sorpresa alemán, es decir, no movieron ni una pestaña. Al cabo, uno se acercó y cogió algo. Fueron llegando cada vez más alemanes que cada vez se lo pensaban menos a la hora de coger cosas. Uno encontró algo en lo que yo no había reparado: ¡había bolsas de papel para quien quisiera llevarse más de un producto! Tomó su bolsa y bien que la llenó. Como mi madre me había enseñado que allí donde fuese hiciera lo que viese, lo imité. Me llevé comida para la cena, para el desayuno del día siguiente y casi para el almuerzo. 
   Pero las sorpresas no habían terminado. De todos los que acabamos por estar en aquella sala de espera, sólo cinco o seis íbamos a Hannover. El resto tenía por destino un vuelo posterior. En el avión nos aguardaban cuatro azafatas, como las que se gastaba la Lufthansa por entonces, con unas ganas soberanas de cachondeo porque llegaríamos a Hannover en pleno sábado por la noche. En fin, no sé si el Alzheimer logrará borrar de mi memoria aquel vuelo.
   La última vez que estuve en Heathrow un calvete me hizo quitarme los zapatos y me magreó entero. Si mi inglés me lo hubiese permitido le habría dicho que lo que él quería se pide en mi país de otra manera. Espero que fuese policía porque no iba de uniforme e igual es que le gusté a uno que pasaba por allí. Peor fue en Orly, un tipo con aspecto de hindú estuvo a punto de reconocerme la próstata. Por cierto, Orly es ese modelo de edificio por el que a los arquitectos les dan premios pero que son insufribles para quienes tienen que utilizarlo. Muy bonita la idea de hacer una terminal con forma de ameba, pero ¿alguien ha estudiado cómo se orientan los seres humanos en el interior de un ameba o cómo puede organizarse óptimamente la circulación por su interior? Por mi propia experiencia la respuesta es: muy mal. En el Charles de Gaullle tuvieron la brillante idea de retirar las papeleras. Me tiré una hora con una lata de Coca-Cola vacía en la mano, de hecho, la tuve que pasar por un detector de metales. Es cierto que con tanto registro, tantos impedimentos, tantas colas ante los controles, uno no tiene tiempo de aburrirse con las interminables esperas. De hecho es todo lo contrario, resulta casi milagroso poder enlazar dos vuelos. Y lo de conocer a gente en los aeropuertos ya pueden olvidarlo, después de que te hayan sobado tantos desconocidos, ¿para qué vas a hablar con uno/a más?