domingo, 15 de septiembre de 2013

¿Es inhóspita la filosofía para las mujeres? (1)

   Las aguas filosóficas del mundo académico norteamericano bajan revueltas. La razón no es, naturalmente, alguna disputa teórica. Más bien las ha revuelto la dimisión de Colin McGin, prominente filósofo del lenguaje británico, defensor de la imposibilidad de llegar a entender el fenómeno de la conciencia, que ha tenido que dejar su puesto en la Universidad de Miami por acosar sexualmente a una estudiante. Hasta qué punto es un caso aislado puede mostrarlo el hecho de que existe, desde 2010, un blog llamado What Is It Like to Be a Woman in Philosophy?,  en el que se recogen testimonios acerca del desprecio hacia las mujeres en el entorno de la filosofía universitaria. Todo esto era lo suficientemente llamativo como para que el The New York Times, haya abierto una serie de entrevistas con cinco mujeres filósofas para dar cuenta de la situación de la mujer en la filosofía. Lo que surge de estos testimonios es una suerte de fuego graneado contra la filosofía en general con la conclusión unánime de que la filosofía es un territorio que la mujer sólo puede sentir extraño cuando no enemigo. Aún más, no se trata sólo de las mujeres, cualquier otra minoría encuentra escaso refugio en él. Los números son muy claros. Mujeres en particular y minorías raciales en general, están infrarrepresentadas en el mundo académico de la filosofía norteamericana. El número de mujeres que estudian filosofía o hacen tesis doctorales está por debajo de disciplinas como las matemáticas, la economía o la química, lo cual genera una especie de círculo vicioso porque también las publicaciones realizadas por mujeres son menos citadas que las de sus correspondientes colegas varones... 
   A partir de los datos, las teorías. Una posible explicación es que la filosofía es una disciplina construida por varones blancos. Mujeres, negros y chinos, son incapaces de identificarse con el modelo de filósofo imperante. Los filósofos fueron hombres y como tales hablaron. No es difícil encontrar todo tipo de mensajes sexistas, cuando no misóginos. La filosofía, como no podía ser de otra manera, ha sido construida de acuerdo con un modelo racional basado en el modo de pensar de los hombres, por no decir, en un modo de pensar machista, con el que las mujeres sólo pueden sentirse hostigadas. El propio carácter abstracto de la filosofía lo demuestra. Las mujeres están mucho más interesadas por cuestiones concretas, prácticas, alejadas del etéreo mundo de la filosofía, muy típico de la mentalidad varonil. De hecho, el propio alejamiento de las mujeres respecto de la filosofía demuestra ese espíritu práctico, porque, como concluye alguno de los escritos referidos a este tema, la filosofía es cosa del pasado, una disciplina anquilosada y a punto de desaparecer.
   No estará de más centrar el tema en medio de semejante diatriba. Para mí el problema es que en el mundo de la filosofía académica hay demasiados casos de acoso sexual porque si hay uno, ya hay demasiados. La cuestión es si esto es culpa de la filosofía o de una filosofía, es decir, cuál es el papel de la mujer en la filosofía y cuál es el papel de ciertas filosofías respecto de la situación de la mujer. Inevitablemente ambas cuestiones nos obligarán a plantearnos si la situación de la mujer en la filosofía es distinta a la que se presenta en otras disciplinas y otros países. Pero antes de empezar, me temo que es imprescindible decir algo acerca de “What Is It Like to Be a Woman in Philosophy?”
   Leer “What Is It Like to Be a Woman in Philosophy?” es una experiencia que yo les recomiendo. Cualquier jovencita que se esté planteando entrar en la carrera de filosofía sacará fácilmente la conclusión de que se va a adentrar en un campo minado en el que será violada en cuanto se descuide. Es un fenómeno sociológico que descubrieron hace tiempo las compañías farmacéuticas y del que han sacado un partido extraordinario. Ud. crea una enfermedad, por ejemplo, el síndrome de los dedos gordos inflamables, lo describe someramente, crea un blog sobre él y cuelga un par de testimonios. Al cabo de unos años tendrá tres centenares largos de personas describiendo el calvario que ha supuesto para sus vidas que los pulgares se les inflamen. Por supuesto no estoy diciendo que el acoso sexual sea una enfermedad inventada, pero sí que en ese cúmulo de testimonios hay algunos que deberían estar en un juzgado y otros que hablan de sexismo en la filosofía porque un profesor comparó la conclusión de un artículo con un orgasmo o porque un compañero de estudios borracho sostuvo la tesis de que las mujeres no pueden aprender lógica. Mejor aún, resulta que la situación del mundo académico de la filosofía norteamericana es el que hay en todo el globo porque un profesor europeo visitante en una universidad norteamericana acosó a una alumna con la excusa de que “era lo normal en Europa”. Para confirmarlo, nada mejor que un par de testimonios procedentes de Suecia, país al que el patriarcado romano no llegó ni en envases de plástico pero que compite con España por los primeros puestos en las estadísticas de violencia de género...
  Una de las cosas que me preguntó el Prof. Otto Saame la primera vez que hablé con él fue si yo sabía leer griego. Le dije que no y él me respondió que entonces yo no era un verdadero filósofo. No le tuve demasiado en cuenta ese comentario y acabé tomándole el aprecio que le tomaron todos los que tuvieron la suerte de conocerle, pues era una persona absolutamente encantadora. Haber estudiado matemáticas, química y geología en el bachillerato me convertía en miembro de una minoría dentro del campo de la filosofía y si alguien nos hubiese hecho conscientes de la discriminación de que éramos objeto, probablemente me hubiese tomado el comentario del profesor Saame como ofensivo contra mi minoría. Lo que quiero decir es muy incorrecto políticamente hablando pero real, una ofensa existe si hay alguien que ofende y alguien que se siente ofendido. El acoso sexual es acoso sexual y no tiene más vueltas. Referirse a una miembro del departamento como “el bello espécimen” sólo puede significar una cosa. Pero comentarle a una mujer que “la filosofía no es una disciplina para mujeres” puede ser un agravio, una ofensa, una descripción de los hechos, una provocación o un acicate, entre otras cosas, dependiendo del tono y el contexto en que se diga. Recuerdo haber oído una entrevista con el creador de un museo de la negritud. Afirmaba que decidió crearlo cuando uno de sus profesores comentó que “los negros no tienen historia”. Es un claro ejemplo de que un profesor, un buen profesor, debe saber lanzar semejantes provocaciones por mucho que alguien encuentre en ellas la excusa que estaba buscando para ofenderse.
(Continuará...)

domingo, 8 de septiembre de 2013

La liberación de Siria

   Alemanes y rusos siempre han considerado a Polonia su patio trasero. Cuando no la han invadido, se la han repartido como buenos amigos. Por eso, el ascenso al poder de Stalin primero y Hitler después, debieron suponer negros presagios para los polacos. Finalmente fueron los nazis los primeros en declararles la guerra, una guerra que duró realmente poco y sometió a toda Polonia. Hacia julio de 1944, las tornas habían cambiado. El ejército soviético avanzaba imparable hacia la frontera polaca y las tropas alemanes cedían doblegadas por su empuje. El gobierno polaco en el exilio albergaba pocas dudas acerca de qué era lo que les cabía esperar con la entrada de los rusos en su país. La propaganda soviética no desaprovechaba ocasión para acusar a los patriotas polacos de colaboracionistas con el régimen nazi y la matanza del bosque de Katyn, ocurrida cuatro años antes, dejaba claro que no se trataba de pura retórica. Pero la propaganda soviética no sólo trataba de desprestigiar al Ejército Territorial polaco, también llamaba a la población a levantarse contra la ocupación alemana y, particularmente, a cortar vías de transporte y abastecimiento. 
   La resistencia polaca y el gobierno en el exilio discutieron largamente cuál era la mejor opción a tomar y, finalmente, se decidieron por alzarse en armas en agosto de 1944. Los alemanes se llevaron un susto mayúsculo. Consideraban a Polonia una especie de colchón de seguridad entre el ejército rojo y la frontera alemana y, de pronto, se convirtió en una trampa con enemigos de frente y por la espalda. Sin embargo, los soviéticos, en lugar de continuar su tremendo empuje, se pararon justo a las puertas de Varsovia, lo cual permitió que los alemanes se centraran en la resistencia polaca. Tras dos meses de combates más de 250.000 polacos habían muerto y buena parte de Varsovia había sido devastada. De la magnitud del susto alemán da cuenta su respuesta una vez cesaron los combates. La población de Varsovia fue deportada “temporalmente” a campos de internamiento los más afortunados y de exterminio los menos. La ciudad quedó desierta para que las órdenes de Hitler pudieran ser ejecutadas sin estorbo y éstas no eran otras que convertir Varsovia “en un lago”. Buena parte de lo que quedaba en pie fue dinamitado o incendiado, de modo que cuando las tropas del ejército rojo entraron en la capital polaca (¡en enero de 1945!) había realmente muy poco que liberar.
   Los historiadores militares soviéticos han explicado reiteradamente que el repentino parón en el avance del ejército rojo se debió a cuestiones tácticas. La ofensiva realizada en los últimos meses había sido muy rápida, las líneas de abastecimiento se habían hecho peligrosamente largas y cuando por fin los alemanes se habían replegado más allá de la antigua frontera, nadie tenía ganas de arriesgar las pocas tropas frescas que quedaban por un objetivo, Varsovia, que estratégicamente, no tenía demasiada relevancia en ese sector del frente. La verdad es que estas razones no eran, desde luego, baladíes y, probablemente, fueron el motivo inicial del parón en la ofensiva. Que después el ejército rojo se llevara dos meses contemplando cómo, a unos pocos kilómetros, los ejércitos alemanes masacraban a la población de Varsovia, sólo pudo deberse a órdenes directas de Stalin que, desde luego, no quería tener que darle la mano a nadie, salvo a un gobierno impuesto por él, cuando visitase Polonia.
   Aunque, para nosotros, aquellos acontecimientos forman parte de uno de los tristes episodios de algo que ocurrió el siglo pasado, en Polonia las heridas siguen estando vivas. En la celebración del alzamiento de Varsovia realizada este año, ha habido algo más que palabras entre los partidos políticos cuando el ministro de Asuntos Exteriores acusó al gobierno polaco en el exilio de irresponsabilidad por poner en marcha un levantamiento que, obviamente, no conducía a ninguna parte.
   Hoy los vientos de guerra son otros. La habitual falta de noticias veraniega ha conducido a las portadas una guerra que parecía condenada al olvido. En estos días no puedo evitar acordarme de estos hechos cuando oigo hablar de Siria. Desde 2011 la población siria soporta una guerra (in)civil entre los ejércitos de un dictador sin escrúpulos y diferentes facciones armadas rebeldes con objetivos e ideologías dispares. Se pudo haber intervenido de un modo decisivo cuando comenzaron las deserciones en el ejército, porque se hubiese contribuido a ahondarlas. Se pudo haber intervenido cuando los soldados entraron a sangre y fuego en Homs y Alepo (cualquiera de las veces que lo han hecho). Se pudo haber intervenido cuando los servicios secretos sirios provocaron atentados en territorio turco. Se pudo haber intervenido la primera vez que se usaron armas químicas, evitando males mayores. Y si todo eso causaba recelos y resistencia en la opinión pública o en las monarquías del golfo (salvo la qatarí), se podía haber intervenido decisivamente poniendo los medios económicos y la adecuada política del palo y la zanahoria para conseguir la articulación de las fuerzas rebeldes en un frente amplio, con unos objetivos comunes y un mando unificado mínimos. Pero nada de eso se hizo. Como el ejército rojo nos hemos quedado a las puertas de Varsovia, amenizando nuestras tardes veraniegas con las luces lejanas de la masacre, eso sí, nosotros lo hemos hecho durante dos años. Y ahora, ahora que lo más presentable de las fuerzas rebeldes está criando malvas, ahora que nuestros presidentes no tendrán otras manos que estrechar cuando vayan a visitar el país que las de sus títeres, ahora parece que ya estamos preparados para liberar lo que queda en pie.

domingo, 1 de septiembre de 2013

"El arma soy yo"

   Oblivion es una película que se estrenó la pasada primavera. Sus confusos orígenes la sitúan como un típico producto de la industria cinematográfica, dentro de la más rigurosa ideología convertida en estándares a los que debe amoldarse todo para cobrar existencia. Teóricamente se basa en una “novela gráfica” que nunca ha sido publicada. Tal vez, quienes firman el guión aportaron algo más que un concepto a los estudios, lo cual no impidió que sus guionistas a sueldo trabajaran a destajo sobre él. No vemos en Oblivion nada que no se pueda ver en cualquier otra obra de artesanía industrial, un planeta devastado por los marcianos para que los cienciólogos, con Tom Cruise a la cabeza, apoyen el proyecto, mucha más atención a la estética que a los diálogos más allá de algún mensaje reaccionario y el consabido happy end para evitar que la gente se vaya del cine pensando. Y sin embargo... Sin embargo hay algo en Oblivion, algo cada vez menos habitual.
   El padre del proyecto es Joseph Kosinski. Kosinski aprendió lo que sabe de arte (cinematográfico) jugando con un modernísimo programa para generar imágenes en movimiento. De ahí saltó a los anuncios televisivos y, posteriormente, a los anuncios en gran formato, es decir, al cine, con la innecesaria Tron: Legacy. Nada bueno que esperar por tanto, salvo por el pequeño hecho de que uno de los anuncios que dirigió fue el celebérrimo spot de Gears of Wars. Los espectadores se quedaron pegados a sus asientos con aquellas violentas imágenes del videojuego acompañadas de una balada, la adaptación que Gary Jules realizó del Mad World de Tears for Fears. Lo divertido del asunto es que nunca quedaba claro si el mundo demente del que hablaba la canción era el mundo reflejado en las imágenes o este mundo en el que la gente, como en la época romana, disfruta viendo el sufrimiento ajeno.
   La otra firma vinculada al guión es la de Arvid Nelson, episcopaliano convertido al culto Bahá’i en sus tiempos de instituto que, tras andar dando tumbos por la vida, sufrió una especie de epifanía durante su estancia en París. De ahí nació Rex mundi, cómic en 38 entregas ambientado en una Europa con la estética de los años treinta pero en la que sigue existiendo el feudalismo y no se ha producido la separación entre Iglesia y Estado.
   La película comienza con una feliz pareja que es la viva imagen del sueño americano, versión finales del siglo XXI. Tras salir de la nada, residen ahora en un chalet de arquitectura super high tech, decorado por un interiorista dentro de los más estrictos cánones del minimalismo zen, cuando no del feng shui. A punto de emprender sus vacaciones en un dorado paraíso lejano, reciben cada día en casa las instrucciones de sus superiores, salpicadas de eslóganes sacados del manual del perfecto vendedor. Pero no son vendedores, supervisan y reparan unos drones encargados de matar a los marcianitos que amenazan el american way of life. Por supuesto es un modo de vida en blanco y negro. Ellos visten blanco inmaculado y respetan estrictamente la jornada de ocho horas diurnas, mientras los marcianos son más bien partidarios de una estética a lo Mad Max y se adueñan de la noche. En definitiva, nada distinto de la vida cotidiana de ciertos buenos pastores de Virginia, que hablan del último partido de fútbol americano o sueñan con su cabañita al lado de un arroyuelo, mientras ejecutan "quirúrgicamente" a alguien en Pakistán. 
   Al cabo descubrimos que el american way of life se basa en la invasión de otros mundos y su meticuloso esquilmado, que supervisar y reparar máquinas, ejecutar sumariamente a alguien de cuya culpabilidad sólo hay referencias de oídas, llevar el sueño americano en amorosos niditos de hierro y cristal, no es algo propio de seres humanos, sino de clones, clones malévolos que, evidentemente, no hacen más que mantener y propagar el mal, pues eso sí queda muy claro, cualquiera que colabore con los drones, aunque sólo sea poniéndoles combustible, no deja de colaborar con sus asesinatos. Los seres humanos, los seres humanos de verdad, no viven el american dream. Los seres humanos se unen, se separan, se dicen adiós y, al final, ella acaba con otro (que le recuerda a ti cuando vuelve de estar con los amigotes). Los seres humanos en este mundo de drones, tienen que vivir camuflados, pues son más raros que los marcianos, ocultando en la oscuridad cualquier vestigio de cultura, de racionalidad, de sensatez. 
   A partir de aquí Oblivion casi se convierte en una reflexión sobre lo que nos hace humanos, llega, incluso a asomarse al precipicio de si otro con mis recuerdos sería yo. Está a punto de decirnos que la memoria es un arma de doble filo, que apoya nuestra identidad a la vez que siega la hierba bajo nuestro pies. Es más, en una de las escenas finales, el protagonista cita a Macaulay ante el marcianito malo, diciéndole algo así como que  los seres humanos deben dar sus vidas para defender las cenizas de sus ancestros y a sus dioses. A lo cual el marcianito malo le recuerda que él es su dios, puesto que es el que lo ha creado. La réplica obvia a esta cuestión es: “pues ha llegado la hora de matar a mi dios”, respuesta que jamás firmarían un judío y un bahá’i y, mucho menos, sería filmada. La réplica de nuestro héroe es, pues, la que suelen dar los fascistas cuando tienen claro que vencerán, pero jamás convencerán: “que te jodan”.
   Y así llegamos a la escena en la que a nuestro ajetreado Jack le comentan que sus drones son unas armas magníficas. Él responde: “No, el arma soy yo”. En una primera lectura es una muestra de apoyo a los chicos de la National Rifle Association que, a comienzos de este año, pasaron por horas bajas. Así debieron tomárselo en los estudios de la Universal. Pero en su contexto, lo que está diciendo es otra cosa, a saber, que tan asesino o heroico es el aséptico empleado que mata a miles de kilómetros, drones mediante, como el suicida que lleva una bomba con él para  ver la cara de sus enemigos en la hora de su muerte. Aún más, “el arma soy yo” puede ser la divisa de esta película, que bajo los habituales estándares de la industria, introduce en nuestras cabezas cuestiones dispuestas a estallar en cualquier momento.
   En definitiva, Oblivion no es una película profunda, no es una obra maestra, quizás ni siquiera llegue a convertirse en un clásico. Sí es un sabotaje bastante digno, al que, seguramente, la posteridad tratará con más benevolencia que la crítica actual.

domingo, 25 de agosto de 2013

Contra la propiedad (y 2)

   Recorra mentalmente sus propiedades, especialmente, las que son para Ud. más valiosas. Da igual qué haga a partir de este momento, las perderá todas. Las que no se rompan, pasen de moda, sean superadas por otras, dejen de interesarle, deje de tener sitio, tiempo o salud para ellas, parecerán de verdad merecer el término de “propiedad”. Pero si tiene suerte, dejarán de estar asociadas a su nombre con su muerte o bien cuando sus familiares le internen en una residencia de ancianos. En cualquier caso, el destino de la mayoría de ellas será la basura. Quizás sus hijos sigan sus aficiones y esa colección de postales a la que tiene tanto aprecio, esas joyas, ese mueble, no irán a la basura. Pasará a la siguiente generación... y a la otra... y a la otra... hasta que alguien la tire a la basura. Si no tiene suerte, un robo, un incendio, un expolio de cualquier género, le arrebatará esas propiedades antes de que pierda el recuerdo de qué eran. La sacrosanta propiedad privada no es más que un género de alquiler, pagamos por usar una serie de cosas y acabamos quedándonos sin nada. La propia exigencia del capitalismo de crear nuevas necesidades acaba atentando contra su más sagrado principio, la propiedad privada. Nuestras propiedades son cosas que poseemos y que, por tanto, tienen un índice que dice durante cuánto tiempo estarán asociadas a nuestro nombre.
   No es así como entendemos las propiedades. Más bien las tomamos como un género de características que se asocian con nuestro nombre y que ya lo singularizan eternamente. Un hombre sin propiedades no es un pobre, es un pobre hombre, un don nadie, a todos los efectos, no es nada. Es lógico que haya jóvenes en nuestras ciudades que se dediquen a meterle fuego a los vagabundos. Su carencia de propiedades, más allá de unos cuantos cartones, hace de ellos, a nuestros consumistas ojos, algo indeterminado, sin características, semejantes a cualquier otro vagabundo, en definitiva, nada. Para ser algo hay que comprar, comprar mucho, hay que tener muchas propiedades porque las propiedades nos caracterizan, nos dan un nombre, nos individualizan, nos singularizan. Obviamente por aquí sólo se puede llegar a disparates y sinsentidos de todo género. 
   El electrón tiene la propiedad de comportarse como onda o como corpúsculo dependiendo del tipo de aparato con el que le hagamos interactuar. Por tanto hay algo así como una cosa llamada electrón que ahora aparece con una de sus propiedades y ahora con otra, luego ¿qué es el electrón en sí mismo? Vamos a ver, el electrón no es un señor que posee un Ferrari y un Porsche,  que hoy sale con uno y mañana con el otro y sobre el que se puede preguntar si es la misma persona. El electrón es onda o partícula, dependiendo de con qué interactue, nada más. A la inversa, un buen base de baloncesto tiene que tener la propiedad de leer bien los partidos, saber qué le conviene en cada momento a su equipo, correr, atacar pausadamente, molestar a los rivales... ¿Significa eso que cada una de las decisiones que toma son de su propiedad? ¿tiene derecho a registrarlas, a hacerles un copyright, a patentarlas? Un escritor sí que tiene la propiedad de escribir buenos relatos y sí que tiene derechos sobre cada uno de ellos. ¿Dónde está la diferencia? Lo más divertido de todo es que, en el fondo, no la hay. 
   La misma noción de propiedad intelectual encierra su refutación. Esos sagrados derechos de autor que todos estamos violando a mansalva (y que, de hecho, durante toda la historia de la cultura se han estado violando a mansalva), resultan pagados, en el mejor de los casos, con algo así como el 5% del precio de poseer un libro. Lo que realmente poseemos o, dicho más exactamente, lo que constituye la mayor parte de lo que creemos la posesión de una historia que queremos leer, es el papel. Preservar la propiedad intelectual del autor significa que éste tiene que renunciar al 95% de su propiedad es favor de los propietarios del papel y de los medios de impresión o de comercialización digital.  Una vez más, llegamos a la conclusión de que el destino último de la propiedad privada es el expolio.
   Supongamos que yo tengo dinero suficiente para comprar un cuadro de Barceló. Uno grande bonito, con muchos colorines y que figura en varios catálogos como una obra maestra. Pero cuando llego a mi casa descubro que esos colorines no van bien con el estampado de mis cortinas, así que cojo yo mismo y le pinto encima unos topitos de diferentes colores para que quede mejor. ¿Puedo hacerlo? ¿tiene el autor algún derecho a reclamar contra una acción sobre algo que es de mi propiedad? Aún más, si algún día ese cuadro llegase a un museo ¿qué legitimidad tendrían los restauradores para borrar mis topitos? Al fin y al cabo, cuando yo fui su propietario los puse, ahora que ellos son los propietarios los quitan, están haciendo lo mismo que yo, luego, ¿con qué derecho su intervención es más meritoria que la mía?
   El término “propiedad” debería suprimirse de cualquier discusión que pretenda ser medianamente seria. Para aquellas cosas que pueden ser asignadas a un nombre y que puedan quedar como marcadores de él (la propiedad que tenía Michael Jordan de quedarse como flotando en el aire, por ejemplo), lo correcto es hablar de rasgos. Aún más, yo me inclinaría por hablar de rasgo siempre que nos referimos a cosas que son compradas “para distinguirnos de los demás” o “porque nos hacen especiales”. En el resto de casos, hay que andarse con mucho cuidado. Un posesivo, por ejemplo, no indica una posesión, al menos legítima. En los pocos casos en los que sí la indica, esa posesión será puramente temporal y, en la mayoría de las ocasiones, momentánea. La moderna sociedad consumista ha convertido de facto cualquier adquisición de propiedades en un género de alquiler. Por tanto, hay que tener muy claro que cuando se habla de propiedad siempre se está aludiendo a un expolio, ya acaecido o a punto de producirse.

domingo, 18 de agosto de 2013

Contra la propiedad (1)

   No soy muy amante de los análisis lingüísticos, me parecen una manera enrevesada de conducir a ninguna parte. Por lo general, un acuerdo en torno a las definiciones es un camino mucho más recto hacia el fin perseguido. Sin embargo, hay ocasiones en las que no se puede ir por esta vía porque, simplemente, el problema no está ahí. Lo que ocurre con el término “propiedad” es un ejemplo. Tenemos una curiosa tendencia a tratar cualquier cosa a la que podamos aplicar un posesivo como una posesión de hecho. A su vez las posesiones las confundimos con propiedades. Omitimos el adjetivo “privadas” porque va de suyo que toda propiedad es una propiedad de alguien. Y, para rematarlo, consideramos que cualquier propiedad (privada) es algo así como una característica añadida a un nombre y quedará inevitablemente prendida de él por toda la eternidad. Lo peor de todo es que estos son los usos habituales y da igual lo que la jurisprudencia o la Real Academia de la Lengua establezcan al respecto. Si, efectivamente, somos wittgenstenianos y hacemos del uso el criterio último del significado de los términos, el resultado no puede ser otro que las absurdas paradojas que constituyen nuestra noción de propiedad. Pero vayamos por partes.
   Estamos acostumbrados a anteponer un posesivo a multitud de objetos que hemos intercambiado por dinero. Así tenemos mi casa, mi ropa y mi coche. Es algo muy simple que hemos aprendido desde pequeñitos. La moneda que intercambiábamos por una chuchería convertía a la golosina en mi chuche, cosa que le dejábamos claro a cualquier otro niño que viniese a babear nuestra golosina. Sin embargo, la cosa no es tan clara, también la moneda era mi moneda y ya no la tenemos. La manera de racionalizar esto es muy simple, decimos que la moneda era mía porque podía hacer con ella lo que deseara. Por tanto, simplemente, hemos cambiado de objeto de deseo. Ahora puedo hacer con mi chuche lo que desee. Pero esto es una racionalización, no un hecho. El modo de razonar que hemos adquirido consiste, por tanto, en que mi casa es mía porque puedo hacer en ella lo que quiera, mi ropa es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi coche es mío porque puedo hacer con él lo que quiera. Llegados aquí ya no sabemos parar, así que proseguimos: mi vida es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera, mi dignidad es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera y mi mujer es mía porque puedo hacer con ella lo que quiera... Todo lo cual es ridículo. Una cosa es tener razones para anteponer un posesivo a algo y otra cosa muy diferente es que eso convierta a ese algo en nuestra posesión. También mi primo es mío (y no del vecino del enfrente) sin que hayamos pretendido nunca hacer con él lo que queremos y mi hijo también es mío (y no del butanero) sin que pueda hacer con él lo que quiera (a partir de cierta edad). Aún más, aunque mi casa, mi ropa y mi coche sean míos, no puedo hacer con ellos lo que quiera. No puedo derribar mi casa y poner en ella una fábrica, ni puedo decidir un día que voy a dejar toda mi ropa en casa y traten Uds. de decirle al policía que como su coche es suyo, lo aparcan donde quieren. Utilizar un posesivo y poseer son cosas muy diferentes o, si lo quieren de otra manera, poseer no significa decidir qué se hace con algo. 
   Poseer, de hecho, tiene un claro índice temporal. Hay un matiz muy diferente en “yo poseo estas tierras” respecto de “estas tierras son de mi propiedad”. “Yo poseo estas tierras” parece implicar que yo las adquirí en un momento dado, por una vía u otra y que, por una vía u otra, dejaré de poseerlas más pronto o más tarde. Cuando hablamos de la propiedad de unas tierras, de la propiedad de una casa, de la propiedad de un negocio y, especialmente, del sacrosanto derecho a la propiedad privada, uno acaba creyéndose de verdad que tiene algo protegido por las leyes del universo y que, en todo caso, puede cambiar su naturaleza, pero no su valor. En realidad, lo único que está claro es, primero que nos hemos tragado una patraña y, segundo, que todas y cada una de nuestras propiedades dejarán de ser nuestras más pronto que tarde. Lo que realmente significa el derecho a la propiedad privada es: nada. Piense en un ejemplo muy simple. Ud. compra un coche. Lo saca del concesionario, nuevo, flamante. Lo aparca en su cochera. Ha recorrido 10 Kms. Trate de venderlo, perderá dinero. Su propiedad privada se ha visto reducida por el simple hecho de que el vendedor le entregó a Ud. las llaves de ese vehículo. El caso del coche es paradigmático, pero puede aplicarse prácticamente a cualquier cosa. Todo lo que cae bajo el concepto de propiedad privada pierde valor, simplemente, por podérsele aplicar esa noción y si no lo pierde de inmediato acaba por perderlo con el tiempo. Por supuesto el dinero lo hace, el proceso se llama inflación y conduce a que el paso del tiempo le hace tener cada día menos dinero. A veces la cosa es más drástica.
   Pensamos habitualmente que por haber intercambiado un objeto cualquiera por nuestro dinero nos hemos asegurado su propiedad. Lo cierto es que no hemos procedido más que efectuar un desastroso contrato de alquiler. Si ha comprado un televisor, por ejemplo, ni podrá disfrutar de él todo el tiempo que quiera ni podrá hacer con él lo que quiera por mucho tiempo. Antes de que se dé cuenta, las cadenas estarán emitiendo en un formato que su televisor no puede reproducir o necesitará un decodificador o un reproductor que no se adapta a los enchufes que tiene o tendrá que hacer un desventajoso anexo a su contrato de compra porque el producto se estropea inmediatamente después de cumplir su garantía. Por supuesto que esa antigualla seguirá siendo suya, tendrá un bonito montón de chatarra con el que ya no puede hacer lo que quiere. A todos los efectos se ha producido una expropiación de su bien. En el caso de la ropa el proceso es aún más rápido, cada año, una serie de prendas de nuestros armarios nos son arrebatadas por el simple procedimiento de volverlas “pasadas de moda”. 
   Piénselo bien, ¿no sería mejor alquilar un coche que comprarlo? Podría tener un monovolumen de siete plazas el mes de vacaciones, un coche eléctrico el mes en que su trabajo le obliga a circular por la ciudad y un Ferrari el mes en que tiene que acudir a una fiesta de alto copete. Además podría olvidarse del engorro de lavarlo, hacerle pasar revisiones, preocuparse por las averías, etc. Quizás le suene raro hacer lo mismo con la ropa, pero, si un día le invitan a una fiesta en la que se exige etiqueta, ¿se comprará un carísimo esmoking o lo alquilará? ¿Por qué no hacer lo mismo con todo el resto de nuestra ropa? Podría ir a la última por un precio realmente escaso. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades nos satisfacen tanto como el tener nuestras casas llenas de cosas que han quedado obsoletas, no en balde, desde pequeñitos hemos sido educados en la necesidad de poseer.

domingo, 11 de agosto de 2013

Delirios veraniegos

   Llevo toda mi vida ligado al mundo de los estudios, por tanto, es comprensible que el verano sea mi época del año favorita. Reconozco, no obstante, que tiene sus inconvenientes. Uno de ellos es que el calor dilata las cosas, incluyendo las sinápsis, con lo que se debilita la estructura del cerebro, como suele decirse, se reblandece. El resultado son las alucinaciones veraniegas. Algunas son pasajeras, por ejemplo, los ovnis o el monstruo del Lago Ness, típicos fenómenos del estío. Otras son más graves, ¿quién no se ha enamorado en verano? El fenómeno no sólo se produce a nivel individual, ocurre también con las instituciones. Hay que entenderlo, todo el mundo quiere coger vacaciones más o menos en las mismas fechas, así que la empresa o algún departamento, queda en manos del becario. Becario, por otra parte, que empezó a trabajar una semana antes de hacerse cargo de todo. A veces, la culpa no es del becario. Uno se va a la playa y con el Sol, la arena, el mar, el tinto del verano, las fiestas del pueblo y esas inocentes reuniones de amigotes que acaban con alguien tatuándose “amor de madre” en la frente, vuelve que, más que de las vacaciones, parece que regresa de la guerra de Vietnam o de Marte, sin recordar siquiera cuál era su mesa.
   Si creen que estoy exagerando, no tienen más que mirar las últimas recomendaciones del FMI para crear empleo en España. ¿Que cómo acabar con el paro? Muy fácil, se le recorta un 10% el sueldo a todos los trabajadores y listo. La idea es lo suficientemente estúpida como para que las autoridades europeas la hayan acogido con entusiasmo. Afortunadamente, una de las pocas ventajas que tiene ser español es que se aprende a mantener la cabeza fría aunque el termómetro marque 48ºC a la sombra. Gobierno, sindicatos y empresarios (con la boquita pequeña) se han lanzado en bloque a decir que ni de coña. Hay motivos para ello. Comencemos por hacer las cuentas como las ha hecho el FMI. Recordemos, el paro es España ronda el 30%. Supongamos que una empresa tiene diez empleados, cada uno de los cuales cobra 100€. Ahora le quitamos el 10% a cada uno de ellos y, según el FMI, con ese dinero podremos contratar... ¡¡¡Tres empleados!!!
   Bueno, bueno, no hay que exagerar. A lo mejor no es que se le esté pagando un sueldazo de mareo a unos imbéciles que no saben ni dividir. A lo mejor es que la propuesta era para mejorar la tasa de paro. Veamos, a una economía que lleva ya tres meses sin ir a peor, le retiramos, de golpe y porrazo, el 10% del poder adquisitivo de todos los trabajadores y el resultado será... ¿Que la economía crecerá hasta el punto de animar a los empresarios a contratar más gente? ¿No habrá una contracción brutal de la demanda? ¿no generará eso un empeoramiento de la situación de todas las empresas y, por tanto, más crisis, más quiebras, más paro? Imaginemos que en el FMI no trabajan cerebros reblandecidos por el calor, ni imbéciles a prueba de cambios climáticos. Imaginemos que, efectivamente, han realizado cálculos exactos que llevan a la conclusión de que la economía mejorará y el paro disminuirá. Aún en este caso, es seguro que hay un factor que no ha entrado en sus cálculos.
   Como creo que ya he explicado alguna vez, en EEUU o en Japón, cuando surge la crisis lo primero que hacen las empresas es desarrollar nuevos productos o nuevos modos de elaborar los ya existentes. Después buscan nuevos mercados. Después racionalizan los gastos de la empresa. Finalmente, se redimensionaliza su tamaño (dicho en plata, se echa gente a la calle). En España, la primera medida que se toma ante la crisis es mandar a todo el mundo a la calle. A continuación se les explica a los que quedan que o bien hacen el trabajo de todos los despedidos por la mitad del salario o bien la empresa se cierra. Finalmente, transcurridos seis meses en que los beneficios empresariales no alcanzan los niveles de antes de la crisis, se cierra de todos modos. ¿Qué ocurriría si la propuesta del FMI se pusiese en marcha? Simple, los beneficios empresariales aumentarían un 10%, que sería empleado en contratar nuevos trabajadores... Un año de estos, cuando la economía remonte.
   En fin, mientras escribía estas líneas, he llegado a la conclusión de que mi supuesto inicial era erróneo. La razón por la cual el FMI ha lanzado semejante propuesta, no es el reblandecimiento del cerebro de sus integrantes, ni su imbecilidad permanente. La razón, la verdadera razón, es que FMI son las siglas de Fumamos Musssha Ierba.

domingo, 4 de agosto de 2013

Progresar, ¿hacia dónde?

   Hace unos años, la delegación del servicio de Sanidad Exterior en Sevilla estaba en la Avenida de la Raza, en unos pabellones prefabricados que le daban el triste aspecto de un dispensario de metadona. Me sorprendió encontrar allí unos cuatro o cinco hombres jóvenes, con los modos habituales de los barrios menos favorecidos de nuestra capital: largas y ensortijadas melenas de color azabache, gruesas cadenas de oro, pobreza léxica y riqueza de expresiones soeces. Para acabar de rematarlo, se oyeron, mediadas por intervalos, un par de carcajadas sonoras desde una de las consultas. Me sentí incómodo durante un rato, más por el hecho de que algo no encajaba allí (o ellos o yo o aquel escenario) que por temor. El caso es que mereció la pena. La consulta la atendía un señor mayor extremadamente simpático e inteligente. No tardó mucho en develar mi estupidez, había compartido sala de espera con uno de los muchos grupos flamencos que pasaban por allí camino de alguna remota embajada española donde amenizaban las fiestas de postín. En cuanto al tema de la visita, fue muy claro: desde un punto de vista sociosanitario, ir a la India o a otro país semejante, era como viajar a la España de hacía treinta años. Me acordé de sus palabras nada más parar en el primer restaurante de carretera saliendo de Nueva Delhi. Allí estaban la sillas de formica con patas a las que les faltaba un remate de goma que yo recordaba de los bares a los que iba con mis padres cuando era niño.
   La India que yo vi era el país en el que comenzaba a hacerse notar una clase media loca por los coches japoneses, el aire acondicionado y los pequeños chalets unifamiliares. Se habían subido al carro de las nuevas tecnologías, pululaban los teléfonos de última generación (importados de China) y había cibercafés, literalmente, en cada esquina. En el paisaje podían apreciarse radicales edificios de arquitectura high-tech, sede de las empresas que estaban permitiendo crecer el PIB a un ritmo del 10% anual. Al lado de estos monstruos de cristal y acero, familias enteras vivían debajo de su única propiedad, un plástico, pululaban los tenderetes llenos de mugre, la circulación de novísimos coches japoneses  se veía interrumpida por las vacas sagradas, las mujeres seguían llevando el sari tradicional como uniforme, había grupos de niños pidiendo allí donde iban los turistas, las calles conformadas por los chalets unifamiliares estaban sin asfaltar...
   Uno se imagina que en países como Sudán, Kenia o Somalia la gente se comunica golpeando los troncos huecos de los árboles. Lo cierto es que en Jartum, los taxistas conducen con una mano mientras teclean en el Whatsapp con la otra, los Masái han añadido un bolsillo a su tradicional túnica roja para llevar el iPhone 5 y todo el que puede en Somalia se compra una camiseta del Barça porque siguen la liga española por satélite. Lo característico de los países en vías de desarrollo o del Tercer Mundo no es continuar viviendo en el siglo XVI, sino tener un pie en el siglo XVI y otro en el XXI. En cambio, cuando llegué a Alemania por primera vez, me sorprendió encontrar que los ordenadores de la universidad funcionaban todavía con disquetes de 8 pulgadas, en la época en que para los españoles el disquete de tres y medio era el estándar. Eso sí, había paneles en las paradas de autobuses que indicaban el punto exacto de la ruta en el que se hallaba el autobús de línea y cuánto tardaría en llegar. Con un simple sistema de código de barras, uno podía pedir los libros que quisiera en la biblioteca, se pasaba a recogerlos un rato después y en menos de dos minutos el trámite había terminado. Yo también alucinaba con todo aquello porque era algo impensable en la Sevilla que conocía. 
   Cada vez que surge la discusión de si España ha avanzado en los últimos treinta años o no, hay quien recuerda  la cantidad de cosas que han cambiado y quien enumera la cantidad de cosas que siguen exactamente igual. Entonces se inicia la eterna discusión acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío. Yo, que soy lo suficientemente viejo como para haber visto todo lo que he visto, me acuerdo entonces de la India y de Alemania. En los países industrializados, en las potencias que año tras año están ahí, las cosas avanzan acompasadas. A lo mejor no hay cambios tan drásticos en diez años, pero en veinte, todo ha cambiado, simplemente, el vaso está lleno. Eso crea una sinergia por la que un euro invertido en cualquier cosa redunda en beneficio del todo, no hay desperdicios de dinero porque en algún lugar del sistema no se pueda aprovechar la novedad. Todo avanza, quizás no mucho, pero casi simultáneamente. Por eso, la propia polémica acerca de si el vaso está medio lleno o medio vacío me produce inquietud, denota que no estamos entre esos países. Está muy bien que tengamos AVE, el mayor número de líneas ADSL y el mayor número de móviles de Europa. Pero si sigue siendo imposible ir de Sevilla a Almería en tren, nadie sabe cuántas empresas públicas hay exactamente y seguimos teniendo los índices de lectura del franquismo, mucho me temo que continuamos estando más cerca de Africa que de Europa.