domingo, 29 de diciembre de 2013

Es tiempo de ilusión, es tiempo de mentiras

   La navidad es, básicamente, un período de regresión a estratos primitivos de nuestra cultura. Esto da lugar a una extraña mezcla y el hecho de que la vivamos con normalidad indica que satisface recónditas necesidades de nuestra mente. En primer lugar está el aspecto más evidente, gastamos, comemos y quedamos con gente de un modo desproporcionado y brutal. Hay un cierto aroma a potlach en el aire. El potlach, recordemos, era una festividad de los indios de la costa noroeste de los EEUU. Básicamente la gente se dedica a regalar todo cuanto tenía, de modo que el que más recibía se consideraba ofendido y sólo podía lavar semejante ofensa entregando más de lo recibido. Cuando ya no hay nadie a quien regalar, los bienes (pieles, aceite o esclavos) se destruían. Presentado con frecuencia como un ejemplo contra el materialismo cultural, Marvin Harris recordó que era una ceremonia desconocida hasta que la cultura occidental comenzó a atraer a los jóvenes indios de tal manera que los poblados se quedaban vacíos. Mediante una festividad del derroche, se trataba de mostrar lo abundante y rica de la forma de vida tradicional, con la esperanza de traerlos de vuelta al redil. La navidad cumple precisamente ese papel. Bajo las luces, los adornos y los buenos deseos a las personas que detestamos, tratamos de ocultar el poderoso deseo de abandonar nuestro modo de vida habitual, que nos domina el resto del año.
   Pero la navidad es algo más que el potlach. Es el tiempo de la ilusión. Resulta fascinante descubrir la cantidad de esfuerzo que los adultos emplean en engañar a los más pequeños de la casa, los cuales, por su propia naturaleza, son fáciles de engañar sin tanto esfuerzo. Se les habla de Papá Noel, de los Reyes Magos, de los camellos y de los renos que vuelan y entran por la cerradura de las puertas, se les explica la legión de elfos y de pajes que, por un contrato basura, montan y empaquetan juguetes fabricados en China. Hay todo tipo de libros, de cuentos, de películas, explicando el milagro de los regalos. La verdad es que los niños por debajo de los cinco años ni entienden ni saben de qué demonios se les está hablando. Los adultos se empeñan en sentarlos en el regazo de un desconocido con barbas que, como no podía ser menos, les espanta, sobre todo porque suele ir con una saca, que vaya Ud. a saber si está ahí para echar mano de un regalo o para engullir al niño. Por encima de los ocho años, quien más quien menos ha conocido a ese listillo que llega al colegio diciendo que los Reyes Magos son los papás. En medias quedan esos dos o tres años en que el niño elucubra acerca de Papá Noel, se impacienta con lo que falta para que llegue su visita y se queda en la cama con los ojos cerrados si se despierta antes de tiempo. Los padres, los padres que con dos contratos temporales de trabajo firmaron una hipoteca a cuarenta años con cláusula suelo y dedicaban uno de los sueldos a pagarla, miran a su niños y piensan: “¡qué inocente!” La verdad es que los niños de inocentes tienen poco. Saben que por escribir una carta chorra  les va a caer encima un aluvión de regalos y, como es lógico, por tan ventajoso intercambio están dispuestos a creer en la barriga de Papá Noel, en los renos voladores, en la felicidad de los elfos y en la inteligencia de Mariano Rajoy si hace falta. Al fin y al cabo es el mismo comportamiento que desarrollamos todos cuando estamos dispuestos a creernos que hemos decidido qué política se va a aplicar en el futuro después de votar.
   Hay quienes piensan que alcanzaron la madurez el día en que descubrieron a su padre dormido, abrazado a la copa de coñá que debía beberse Melchor y con los regalos sin envolver. La verdad es que la madurez está más adelante, cuando uno descubre que si Papá Noel y los Reyes Magos no existiesen habría que inventarlos, es decir, cuando llega a la conclusión de que el bien de las personas a las que quiere, implica actuar como si ciertas ficciones fuesen reales. El como si es fundamental para la convivencia. Con frecuencia tenemos que actuar como si no nos importasen nada los dos besos que nuestra novia le acaba de plantar a ese antiguo "amigo" o como si no estuviésemos mirando a esa escultural mujer que nos pasa al lado mientras estamos con nuestra pareja. Pero hay un aspecto en que ese como si es todavía más importante. Decía Kant que en todo momento debemos comportarnos como si el cumplimiento de nuestro deber fuese a recibir una recompensa en esta o en la otra vida. Quizás es ese como si el que tratamos de enseñarles a nuestros hijos al mentirles.
   Pero los regalos, el despilfarro, no son los únicos componentes de las fiestas navideñas. En multitud de culturas tradicionales, el nacimiento de un nuevo ciclo se celebra con fiestas orgiásticas, estruendosas procesiones que intentan expulsar a los demonios del poblado y algún tipo de conjuro por parte del jefe o el brujo. Nosotros, civilizados occidentales, inauguramos el nuevo año con cotillones abundantemente regados de alcohol, infinidad de petardos y cohetes, y discursos hasta del presidente de la comunidad. En nuestras muy ordenadas cabezas de ciudadanos del nuevo milenio, se mezclan de un modo difícilmente comprensible una concepción del tiempo lineal de origen judeocristiano y una concepción del tiempo cíclico, cuyo origen está en la observación de los fenómenos naturales por parte de nuestros más remotos antepasados.
   En fin, no quiero terminar sin desearles unas propicias danzas alrededor del fuego y que el nuevo año, más que próspero y feliz, sea eso, nuevo, y no se parezca a los que hemos vivido últimamente.

domingo, 22 de diciembre de 2013

No es país para investigadores

   Por diferentes motivos, estos últimos meses he conocido a tres jóvenes investigadores españoles. Me ha impresionado que alguien tenga hoy día el valor de decirle a sus familiares que se va a dedicar a la investigación. Les expresé en privado mi simpatía y admiración, que hoy quiero hacer públicas. 
   El primero de ellos es un profesor de instituto que cogió este verano su coche y se plantó en el corazón de Alemania para trabajar con los inéditos del autor objeto de su investigación. Sabía que no tendría tiempo suficiente, así que renunció también a su paga durante un par de meses hasta completar lo que había ido a hacer en tierras germanas. Su investigación, la investigación de la que, de un modo u otro, acabaremos beneficiándonos todos, no la hemos financiado, le ha costado el dinero a él.
   La segunda historia es la de un joven que está intentando iniciar su carrera investigadora. Pretende solicitar una beca para ello y ha tropezado conmigo en su laberíntico intento de rellenar todos los papeles que le piden. En esencia, el protocolo para solicitar una beca de investigación en este país se ha convertido en un proceso kafkiano, absurdo y mastodóntico, cuya única finalidad es desanimar a cualquier individuo con la pretensión de iniciarlo. Eso sí, se ata al pobre incauto que pretenda ampliar las fuentes de conocimiento de la ciudadanía, con gruesas cadenas, a todos los miembros de un grupo de investigación, que no tendrán demasiado difícil utilizarlo como negro en cuantas tareas le convengan.
   El tercer caso es todavía mejor. Me he encontrado a un joven que persigue acrecentar nuestros conocimientos mientras se gana la vida vendiendo casas o, mejor dicho, alimentando el proceso deflacionario de la vivienda que están llevando a cabo, concienzudamente, las empresas inmobiliarias. Cómo puede uno participar en la mentira de que estamos en una crisis y que todo aquello por lo que tanto pagamos no vale nada, mientras busca la verdad histórica, es algo que no me atreví a preguntarle. Siempre he dudado si yo hubiese podido escribir la tesis doctoral que quería a la vez que trabajaba, por lo que siento enorme respeto hacia quienes tienen que compatibilizar ambas cosas.
   Don Santiago Ramón y Cajal ya advirtió que “investigar en España es llorar”. El investigador es en este país un marginado, un predicador en el desierto, un apestado. Hasta aquí nada nuevo.  Lo novedoso es que, en la última década, a la marginación, a la burla, al deseo generalizado de enterrarlo vivo, se ha unido la voluntad de escarnio, el cinismo casi criminal, la intención franca de volverlo loco. Tomemos, precisamente, a Ramón y Cajal, no al insigne genio que hizo lo imposible en un país donde era imposible hacer nada semejante, sino al programa de becas que tomó su nombre. La idea con que se publicitó era excelente, traer de vuelta a la enorme cantidad de investigadores españoles que estaba dando los mejor de su carrera en el extranjero. Habría que ver sus caras al recibir la noticia. Seguro que les embargó la emoción. Podrían hacer lo mismo que estaban haciendo pero cerca de sus familiares y amigos. Podrían devolver a la ciudadanía lo que ésta había invertido en su formación. ¡Quién sabe! tal vez, podrían hasta obtener reconocimiento de sus compatriotas. ¿Cuál fue la realidad? Tras malgastar aquí unos años, sobre todo, rellenando papelotes inmundos, los que no consiguieron pegarse al catedrático de turno, precisamente lo que se habían negado a hacer cuando se marcharon al extranjero, tuvieron que volver a hacer las maletas. A los que lucharon contra viento y marea por quedarse les aguardaba lo peor: apenas asomó la crisis vivieron la vergüenza de que un burócrata de mierda les dijera que “carecían de capacidad de liderazgo”, o una mamarrachada parecida, antes de dejarlos sin beca.
  La crisis, o, por decirlo más exactamente, el deliberado plan de nuestros dirigentes para convertirnos en un país de zafios, ha hecho algo más. Los centros de investigación están recibiendo uno tras otro la carta en la que se les comunica que o se asocian con alguna universidad o con una empresa privada o cierran. El CSIC está en proceso de demolición (a lo mejor también se sospecha de él que está lleno de rojos, masones y ateos, como ciertas secciones de Hacienda o los departamentos de filosofía de los institutos). El investigador que, libre de politiqueos y de la presión del mercado, se puede dedicar a buscar resultados a medio y largo plazo, ha pasado a ser un proscrito. Hay precio por su cabeza. La fortuna astronómica empleada en formar esos investigadores, en dotar esos centros de lo necesario, en conseguir que adquiriesen un cierto nombre y respeto, se tira a la basura como si hubiese crecido en los árboles. Y para que el cinismo no tenga límites, se vende el mayor despilfarro de la historia de este país como un ahorro. Mientras tanto, unos y otros discuten acerca de si España dedica una cantidad ridícula o esmirriada a investigación. La realidad es que esa cantidad sólo da para que el politicastro de turno pueda salir por la tele diciendo que se financia la investigación. No porque sea pequeña o grande, sino porque el año que viene o el otro, será recortada o ampliada, se cambiarán los criterios o las finalidades, se encauzarán por un organismo nuevo o arcaico, de modo que se haga imposible una cierta continuidad en la política investigadora.
  Para esto, para que un día se construya el más lujoso centro de investigación sobre el cáncer y al día siguiente se lo entregue a la piqueta, para que alguien que ha obtenido su cargo a dedo tenga sus cinco minutos de telediario, para que cuatro catedráticos con amigotes en los puestos importantes mantengan su tajada habitual mientras los demás se rifan el botijo, para esto, insisto, mejor que se suprima el presupuesto de investigación y se dedique a carreteras. Todos, incluidos los jóvenes con deseos de investigar que ya no verían crecer falsos espejismos ante ellos, seríamos más felices. Al menos, hasta que las consecuencias de este desastre nos alcancen.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Retratos reales, reales retratos

  Esta historia es tan antigua como la propia historia del arte. Alguien con una buena fortuna, tiene la ocurrencia de que un personaje tan importante como él debería ser inmortalizado por cierto pintor de relumbrón. En realidad, a nuestro adinerado protagonista, le importa muy poco quién sea el pintor y cuál sea su estilo. Lo importante es tener un capricho que ninguno de sus conocidos pueda pagar. Las propuestas del pintor elegido le suelen resultar demasiado atrevidas. El quiere algo clásico, tradicional, reaccionario incluso, de hecho, algo que podría hacer, y mucho mejor, un pintor menos afamado. El pintor, por su parte, se encuentra ante una disyuntiva. Una posibilidad es plegar su arte a los deseos del garrulo de turno, cosa que le permitirá hacerse una clientela entre las amistades de aquél. La otra posibilidad es permanecer fiel a sus ideales estéticos, con la bronca consiguiente. Habitualmente ni el promotor de la obra ni su autor acaban satisfechos con el lance y, caso de que éste haya optado por la segunda posibilidad, el cuadro terminará en el rincón más oscuro de un palacete, hasta que alguien que entienda medianamente de arte, lo alabe ante su dueño, fecha a partir de la cual presidirá el salón principal.
  Una versión reciente de esta historia se ha vivido hace poco en Dinamarca, país del que sólo parecen salir imágenes escandalosas. La casa real quería un retrato modelno, actual, algo que alejase semejante institución de las oscuras tinieblas de la historia y la situase en el rabioso presente. El pintor elegido no podía ser otro que Thomas Kluge, enfant terrible del panorama artístico danés. Su última línea de trabajo son cuadros en los que las técnicas iluminísticas del XVII se aplican con enfoques extravagantes. Kluge no ha pintado realmente un cuadro de la familia real, sino un collage, en el que cada miembro o pareja, recibe un tratamiento independiente. Más que una composición, puede hablarse de una superposición de personajes, planos, puntos de luz y tamaños. Parece querer decírnos que la casa real danesa no es una familia, sino una pluralidad de individuos, con sus peculiaridades, sus ambiciones y sus intereses. El centro corresponde a un príncipe Christian, heredero al trono, solitario y aislado, al que el bueno de Kluge no ha tenido mejor idea que iluminarlo desde abajo.
Familia real danesa, Thomas Kluge, 2013
  Los seres humanos, por motivos obvios, tendemos a articular lo que percibimos como si estuviese iluminado desde arriba. Es un invariante perceptivo, una ley básica de la percepción, de carácter universal (al que, como otros muchos, tratan de ignorar los partidarios de la inconmensurabilidad cultural). El resultado es que cuando se ilumina un rostro desde abajo, nuestro cerebro insiste en hacer como si la luz procediera de arriba, resultado un rostro deforme, salpicado de sombras ininteligibles y, en definitiva, terrorífico. El príncipe Christian no escapa al efecto. Más que un príncipe parece el primo triste de Chucky el muñeco diabólico. Todo el cuadro, en realidad, oscila entre lo grotesco y lo terrorífico, adjetivos que, por otra parte, sirven para definir a cualquier casa real.
  Ni las técnicas ni las conclusiones que se pueden sacar de la obra de Kluge son nuevas. En realidad, tiene ilustres precedentes. Las alteraciones de la composición por motivos puramente estéticos, la pluralidad de focos de luz, el resultado tenebroso (y la consiguiente bronca de los representados) caracteriza nada menos que a La ronda de noche, de Rembrandt, pintada entre 1640 y 1642. 
La ronda de noche, Rembrandt, 1640-2
   En cuanto a lo de abofetear a la familia real con un encargo procedente de la misma, fue una de las señas de identidad de Don Francisco de Goya. El retrato de la Familia real de Carlos IV de 1800 dice todo lo que uno quiera saber sobre los entresijos de lo que estaba pasando en ella. El heredero, Fernando, poco menos que se está colando poco a poco en el centro del cuadro. A su hermado, Carlos María Isidro, le gusta más bien nada estar detrás del delfín. Carlos IV es un calzonazos bobalicón dominado por su mujer a quien Goya retrata fea, dominante y con un cierto aire casquivano. En las Meninas, Velázquez debaja claro su simpatía por los personajes menos rimbombantes de la corte. Goya no salva ni al apuntador que, en este caso, es él mismo, con pinta de sordo que va de oyente.
Framilia de Carlos IV, Goya, 1800

   Y, sin embargo, este cuadro se puede considerar comedido si lo comparamos con el Retrato de Fernando VII de 1814. 
Retrato de Fernando VII, Goya, 1814
   Siempre me he preguntado por qué Fernando VII no fusiló a Goya nada más tener noticias de este cuadro. Incluso siendo muy benévolo se llega fácilmente a la conclusión que estamos ante un chulo de playa, un borrico mezquino y vengativo, dispuesto a arruinar el país para acrecentar su vanidad. Quizás Fernando VII, no fusiló a Goya porque le gustaba verse así o tal vez porque los pintores, como en su día los bufones, son los únicos autorizados para decirle la verdad sin tapujos a los reyes.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Francia

   En cierta ocasión, un intelectual africano caracterizó la diferencia entre el colonialismo británico y el francés de la siguiente manera: los ingleses educaban a blancos y negros por separado, pero cada uno en su idioma natal; los franceses educaban a todos por igual, sin distinción de razas, pero todos en francés. Evangelizar, extender la civilización, luchar contra el salvajismo, fue para los británicos una simple excusa que ocultaba una lectura perversa de Darwin y un racismo poco disimulado. Los franceses, por contra, fueron mucho menos retóricos acerca de los valores de la civilización, de hecho, se los creyeron. En cierta medida veían sus correrías por África, Asia y América como una segunda oleada ilustradora tras la que protagonizó Napoleón en Europa. Esta diferencia fundamental marcó los respectivos procesos descolonizadores. La llegada de extranjeros a la metrópolis fue vista con recelos por los británicos que, con su habitual flema, siempre han guardado la secreta confianza en que, al final, asiáticos y africanos, acaben por admitir que no soportan el clima de las islas y se vuelvan a sus países. Los franceses acogieron poco menos que entusiasmados a todos aquellos que prefirieron la nacionalidad francesa a la correspondiente a su flamante país. Era una confirmación de que los ideales ilustrados conseguían atraer incluso a los habitantes de otras latitudes, una demostración de su valor y de lo justificado que había sido hacer posible que los conocieran muy lejos del París en el que nacieron. A los recién llegados, eso sí, se les exigía una prueba inequívoca de haber aceptado los valores republicanos, es decir, tenían que hablar un buen francés. El color de la piel, los rasgos exóticos, las nuevas costumbres eran bienvenidas siempre que se expresaran correctamente en la lengua de Voltaire.
   Con el paso de los años y la pérdida total de las colonias, más de uno se fue olvidando de cuál era el origen de esta tradicional buena acogida y el hexágono comenzó a poblarse de ciudadanos que sotto voce recelaban de los barrios de extranjeros, particularmente magrebíes, que se estaban formando. Hacia finales de los 70, un avispado político descubrió que se podía ganar un buen puñado de votos diciendo en voz alta lo que hasta entonces se consideraba de mal gusto decir en ese tono. Ese avispado político se llamó Jean-Marie Le Pen. Los partidos tradicionales fingieron taparse la nariz y hacerle el vacío o, dicho de otro modo, se alejaron prudentemente de él hasta ver cómo salía el experimento. Cuando descubrieron que el lepenismo había venido para quedarse, no dudaron en aliarse con él, encumbrarlo o criticarlo, según conviniese y, lo peor de todo, copiaron sus argumentaciones, objetivos y programa político para arañarle votos. El resultado es que la xenofobia se ha ido adueñando del discurso político hasta hacerse la tónica. De un punto del arco político a otro, es habitual oír comentarios, sarcasmos o, directamente, insultos, contra todo tipo de minorías.
   Hay que añadir que Francia no ha pasado un verdadero sarampión dictatorial, de modo que buena parte de la población siente la erótica de las bravuconadas, de la prepotencia, de los “caracteres fuertes”. Hace poco los franceses se enamoraron de un ridículo chulete de playa al que poco le faltó para montarse en un tanque como Yelsin y entrar a la carga en la banlieu, arrollando las barricadas levantadas por mozalbetes. No obstante, Francia sigue sin olvidar lo que fue, y sus propios votantes tardaron en avergonzarse de lo que habían hecho el tiempo de ver su primera foto en el Elíseo. Se fue como el presidente más detestado de la V República y eligieron al anti-Sarkozy por naturaleza, François Hollande. Ha pasado el tiempo suficiente como para que haya vuelto la cantinela de que la situación exige “una mano dura”, un gobierno que se atreva a tomar decisiones, un “carácter fuerte”. Una reciente encuesta demostraba el hartazgo de los franceses con sus políticos, Frente Nacional incluido. Sólo se salvaba la nueva estrella de la política gala, nuestro “compatriota” Manuel Valls, el Sarkozy de izquierdas. El Sr. Valls concilia en su persona todo lo que los franceses quieren ahora mismo. Es tan xenófobo, tan fascista, como el que más, pero, eso sí, es (supuestamente) de izquierdas y eso apacigua las mentes bienpensantes de los que quieren mantener los ideales republicanos. Pronto, quizás tras las próximas elecciones, descubrirán que el modelo Sarkozy, el modelo Valls, el modelo característico de cualquier dictadorzuelo de los que han llenado paginas en los libros de historia, no esconde altos ideales, no esconde propósitos claros, no esconde proyectos de país, es simple ambición de poder sin otro fin que el endiosamiento personal.

domingo, 17 de noviembre de 2013

¿Qué ha cambiado?

   Esta semana hemos vivido la confirmación oficial de algo que  se rumoreaba desde hacía algunas semanas: España (e Irlanda) ya no necesitan las medidas de emergencia que se adoptaron para ellas. Europa ha celebrado el éxito del rescate de estos dos países y el gobierno español ha obtenido la palmadita en la espalda que estaba buscando. El PP ha comenzado a colgarse medallas y hasta hay quien está empezando a vender optimismo. 2014 está ahí mismo y es el año de la recuperación. Si uno lee estas noticias y vive lejos de España pensará, sin duda, que la crisis ha comenzado a ser cosa del pasado y que ya sólo queda que las buenas noticias macroeconómicas lleguen a los hogares de una semana para otra. La realidad es muy distinta.
   La deuda pública se ha disparado en los últimos años. Cuando eso que se ha dado en llamar "crisis" nos alcanzó de lleno y el pánico cundió en los mercados, apenas suponía el 62% del PIB. En el tercer trimestre de 2013, alcanzó el 92,30%. Pocos dudan de que en los próximos años llegará al 100% e, incluso, puede superar esa cifra. Es extremadamente poco probable que tales porcentajes se reduzcan a medio plazo. Existen básicamente tres factores que han contribuido a este crecimiento geométrico. El primero es la necesidad del Estado de dinero para tapar el agujero que habían dejado en el sistema financiero las cajas de ahorro dirigidas por políticos retirados y otros en formación. El segundo es el aumento de los tipos de interés a pagar por culpa del aumento de la famosa “prima de riesgo”. El tercero es absolutamente incontrolable por parte del gobierno: la contracción brutal del PIB provocada por una retirada masiva de efectivo del mercado por parte del propio Estado. Evidentemente, si la  deuda se calcula respecto del PIB y éste no hace más que disminuir, el porcentaje aumentará. Así, desde 2008, la deuda pública per capita se ha duplicado (ha pasado de los 9.500 € a los 19.000) y otro tanto ha ocurrido en millones de euros (de 436 mil millones a 884 mil millones). En porcentaje, sin embargo, ha pasado del 40,20% al 86% del PIB.
   Exactamente el mismo problema podemos encontrar en el déficit público. Con una progresiva disminución del PIB, el objetivo de alcanzar un 4,5% este año apareció como imposible a las propias autoridades europeas. No obstante, el 6,5% en el vamos a acabar con toda probabilidad está por encima de lo que todo el mundo anunciaba. Claro que esto no es ningún problema si lo comparamos con lo que queda por delante. Europa nos exige estar por debajo del 3% del PIB en 2016. Con un crecimiento esencialmente nulo, estamos ante la exigencia de un ajuste al menos tan drástico como el que se ha producido en estos últimos años. Difícilmente se puede alcanzar un objetivo así sin recortar de nuevo el sueldo de los funcionarios, los servicios públicos, y las pensiones e incrementar los impuestos. De hecho, tras festejar la salida de España de la recesión, la Comisión Europea  ha advertido al gobierno que tiene que ir aclarando de dónde va a detraer los 35.000 millones que hay que quitar de las cuentas públicas de aquí a 2016. Por supuesto el gobierno se ha subido por las paredes. Si en 2011 España estaba gobernada por una mayoría absoluta que permitía hacer todas las barrabasadas que se propusiese sin problemas, 2015 es un año electoral y el partido gobernante no quiere llegar a esta cita con el anuncio de nuevos recortes fresco en la memoria de los electores.
   Falta un tercer elemento. Gracias a la última reforma laboral, la cifra de paro en España es descomunal. Casi uno de cada tres trabajadores potenciales está desempleado. Ni las previsiones más optimistas hablan de una reducción de esa cifra en el próximo lustro. Sin prestaciones por desempleo, sin ayudas, sin perspectivas de una mejora en su situación, viviendo de las pensiones de unos padres que acabarán por verse mermadas, la situación se puede tornar de aquí a poco en explosiva.
   El resumen de todo lo anterior es muy simple, la situación de España es hoy mucho peor que hace tres o cuatro años. Aún más, nada parece indicar que las cifras macroeconómicas vayan a mejorar a corto o medio plazo. Y, sin embargo, el diferencial con el bono alemán, es decir, la famosa “prima de riesgo” ha caído desde el 612 que alcanzó en el 30 de julio de 2012, al 215 del pasado viernes. En numerosas publicaciones económicas se está empezando ya a hablar de España como un país en el que existen grandes oportunidades para invertir y ha saltado a la primera página de los periódicos la entrada de Bill Gates en Fomento de Construcciones y Contratas, S. A.  Dicho de otro modo, todos los indicadores son iguales o peores que tres años atrás, la percepción que se tiene de nuestro país ha cambiado radicalmente. ¿Cómo explicar esto? Muy fácil, los operadores internacionales, los “mercados”, tienen hoy muy claro algo que hace dos, tres o cuatro años no tenían tan claro, a saber, que el inmenso agujero económico que dejó el despilfarro y la corrupción de políticos, banqueros y honrados emprendedores de la construcción, lo vamos a pagar todos aquellos que no participamos en el despilfarro y la corrupción. Es un hecho que los causantes de los males económicos van a quedar impunes financiera y judicialmente.  Aún más, sus ganancias y sus sueldos no han dejado de incrementarse en estos años de crisis. No obstante, en economía las promesas no valen de mucho. Los ciudadanos de a pie tenemos que pagar hasta el último céntimo que se dilapidó. Sólo entonces la economía comenzará a crecer, es decir, comenzará a montarse otra burbuja económica con la que puedan arrebatarnos lo que hayamos conseguido ahorrar quitándole el pan de la boca a nuestros hijos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Valor del trabajo y desempleo

   En una secuencia de Uno, dos, tres, genial película de Billy Wilder de 1961, los delegados comerciales de la URSS ofrecen al director de Coca-Cola en Berlín una caja de puros habanos. “Los cubanos nos envían puros y nosotros les mandamos misiles”, aclaran. Tras darle un par de caladas a uno de los puros, el americano lo tira violentamente al váter exclamando: “¡Pues les han engañado, estos puros son de la peor calidad!”. Con toda calma, uno de los miembros de la delegación soviética responde: “No se preocupe, nuestros misiles también son de la peor calidad”. Este diálogo encierra una de las paradojas típicas del modo en que se entiende en economía clásica el valor de un producto. Veamos, si un tendero vende un trozo de queso por 8€ es porque considera que el valor real de ese trozo de queso está por debajo de los ocho euros pues, de lo contrario, estaría vendiendo a pérdidas. Ahora bien, si el comprador considerase que 8€ es un precio superior al valor real del trozo que queso, no lo compraría. El modo habitual de resolver esta paradoja en economía clásica (marxista o no), pasa por aludir a la abundancia y escasez relativas de queso y de dinero en el caso del comprador y del vendedor o, dicho de otro modo, a sus necesidades objetivas cuya medida exacta sería el precio. En efecto, el equilibrio que se produce a la hora de fijar ese precio se rompe por un conatus derivado de la necesidad del tendero de vender para obtener dinero y del comprador para obtener alimento. El punto en que la escasez relativa de cada uno de ellos se encuentra, fija el precio justo de la mercancía.
   Apliquemos lo anterior al caso de los salarios. El empresario paga un sueldo a sus empleados por realizar un trabajo, pero, obviamente, el precio que paga está por debajo de lo que éstos producen, pues, de lo contrario, estaría abocado a las pérdidas. Pero aquí aparece una variante en nuestra paradoja: el trabajador no tiene la capacidad de ofrecer su trabajo por un precio que él considere superior al trabajo que realiza. La única variable que queda a su alcance es, una vez aceptado el contrato, ofrecer a cambio del salario un trabajo inferior al pactado. Como también el empresario está ofreciendo un precio inferior al que podría, las relaciones laborales se convierten en una partida de póker entre tahúres. El trabajador podría reclamar un salario acorde con su productividad si el empresario no tuviera más remedio que comprarle a él ese trabajo o si todos los trabajadores lo ofrecieran por el mismo precio. El elemento que garantiza que esto no sea así, es decir, lo que introduce un desequilibrio en nuestra paradoja original, es el desempleo. Si se tiene una masa de trabajadores en paro, el puro azar, es decir, circunstancias vitales y caracteriológicas, garantizarán que sus necesidades sean diversas, de modo que el empresario siempre podrá elegir a quién comprarle su trabajo y, por tanto, ser en última instancia quien fija el precio del trabajo.
   Aparece ahora una segunda paradoja, a saber, aquellas sociedades que logran fijar de un modo justo el precio de los salarios, es decir, aquellas sociedades cuyo mercado laboral funciona eficazmente son aquéllas que tienen una elevada tasa de paro. Sociedades donde el paro se sitúa por debajo de 5%, digamos, son sociedades en las que los empresarios se ven obligados a pagar el trabajo de sus asalariados por encima de lo que producen, por lo que tienen todas las papeletas para un colapso rápido y total de su economía. Dicho de otro modo, países como Japón o Alemania muestran mercados laborales extremadamente ineficientes y mejor sería no invertir en ellos pues no pueden tardar demasiado en hundirse. Por contra, países como España y Grecia muestran un modo de funcionamiento óptimo desde el punto de vista capitalista y, en cualquier caso, un mercado laboral extremadamente eficiente. Obviamente no es éste el modo habitual de considerar las cosas. Si la conclusión de nuestro razonamiento es errónea sólo puede deberse a que las premisas de las que hemos partido son erróneas. El precio de un producto no marca su valor porque éste es cualquier cosa menos objetivo.
   Volvamos al principio y sustituyamos nuestro queso por un coche. El vendedor puede haber calculado con bastante exactitud el precio de los elementos de su coche y el trabajo que ha costado ensamblarlo, pero a ello tiene que añadir una cantidad estimada que es la cantidad gastada en publicidad. Esa cantidad es estimada por varias razones. En primer lugar, no es fácil estimar cuántas ventas de un modelo concreto se deben a la publicidad de ese vehículo y cuántas a la publicidad de la marca en su conjunto. En segundo lugar el coste de la publicidad de ese vehículo ha de ser dividido entre el total de vehículos que se pretende vender. Y no se trata de una cuestión menor, hay estimaciones que sitúan el coste publicitario total por vehículo en torno a los 3.000 €. Por tanto, el precio que fija el vendedor depende de su percepción de las ventas futuras y del papel de ese modelo en el total de productos de la marca. Otro tanto cabe decir del comprador, está dispuesto a pagar un precio no por la necesidad que tenga de un coche, sino por la percepción que tenga del mismo, percepción que, en buena medida, viene constituida por la estimación que haga de cuáles son las percepciones que ese vehículo va a generar en su entorno. El punto en que las percepciones de uno otro confluyen, fija el precio en el que ambos están dispuestos a llegar a un acuerdo.
   Por supuesto que los individuos tienen necesidades, pero éstas, en nuestras modernas sociedades, no son necesidades biológicas más o menos objetivas, son necesidades creadas por el propio mercado. Son estas necesidades creadas las que aseguran que el empleado ofrezca siempre su trabajo por debajo de su productividad. En esencia, es una rata que corre sobre un tapiz rodante, intentando alcanzar una meta inexistente. Produce para satisfacer sus necesidades de ayer, a la vez que los objetos de su producción crean nuevas necesidades para mañana. Por eso, las sociedades más eficientes son las que mejor logran estimular a sus trabajadores con la ilusión de que la satisfacción de sus necesidades está extremadamente próxima, es decir, las que menores tasas de paro generan y mejores salarios ofrecen, a eso es a lo que Hull llamó gradiente de meta.

domingo, 3 de noviembre de 2013

Miedo

   Acabamos de celebrar Halloween, estupendo ejemplo de cómo las culturas vivas proceden a copiar y pegar sin mayores tapujos. A la mañana siguiente, tras la fiesta infantil en la que se invita a reírse de la muerte, hemos acudido serios como un luto a limpiar las lápidas de nuestros muertos y a llevarles flores un día de difuntos más, tratando de negar que se fueron y dejaron de estar entre nosotros. En menos de una generación ambas fiestas se ensamblarán y pocos apreciarán la incompatiblidad de tradiciones culturales que se solapan ya en nuestros cerebros. Son dos formas contrapuestas de consolarnos ante el miedo que infunde la muerte. En realidad, el miedo es una de las emociones básicas de las que ha sido dotado cualquier ser vivo con un mínimo entramado neuronal. Su función biológica es muy clara. Por un lado, intenta preservar al individuo, permitiéndole reaccionar ante los peligros que puedan surgir a su alrededor. Por otra parte, activa todos los componentes fisiológicos que pueden facilitar esa reacción. Al miedo le acompañan, en efecto, una descarga de adrenalina que provoca el cierre de los capilares más cercanos a la piel con objeto de que la aportación de nutrientes y oxígeno se concentre en los músculos. Esto es lo que genera la palidez en el rostro. Por el mismo motivo, la respiración y los latidos del corazón se aceleran. Las pupilas se dilatan para captar mayor información del entorno y la propia actividad neuronal se dispara, preparando la respuesta fisiológica esperada y analizando todos los datos que vienen del exterior. En el caso de los seres humanos es una experiencia común el “pensar más rápido” cuando se tiene miedo. No debe extrañarnos. Resulta difícil imaginar hasta qué punto el miedo ha acompañado a nuestra especie desde que comenzó a caminar por la superficie del planeta. Aquellos seres de aspecto simiesco, con andar torpe y carentes de defensas naturales, debieron parecer condenados al exterminio cuando tuvieron la ocurrencia de bajarse de los árboles. Sin ojos dotados para ver en la oscuridad, se acurrucarían unos contra otros en lo más profundo de una oscura cueva, temblando ante la proximidad de cualquier depredador. Era realmente poco lo que podían hacer frente a él. Tal vez sólo les cupiese desear que su sueño no se viese interrumpido por la cruel dentellada. Aún peor, debían ser capaces de prever lo que se avecinaba cuando el Sol comenzaba a declinar, de anticipar otra noche de duermevela, de imaginar lo que sentirían cuando los feroces colmillos desgarraran su carne. Hasta tal punto debió llegar su terror que les permitió vencer el miedo más universal entre los animales, aquél del que todos están dotados sin excepción, el miedo al fuego. Por mucho que lo dudaran, al final su miedo a ser presas de alguna bestia salvaje, los hizo vencer el miedo a una muerte no menos horrorosa, la muerte achicharrado y se acercaron a él y lo dominaron. Sin duda, los primeros de nuestros antepasados que lograron instalar una hoguera a la entrada de su cueva y dormir, al fin, sin miedo a despertar entre las fauces de un depredador, debieron sentirse como dioses al amanecer y ya no dejaron de buscar nuevos trucos que acrecentaran su poder y su tranquilidad... Inútilmente, como descubrimos hoy. Porque el miedo es una emoción que, una vez desatada, ya no frena jamás su impulso. Propiamente, cuando el niño aprende a tener miedo, el miedo ya no deja de tenerlo a él. A lo sumo, algunos de sus miedos se irán desplazando, cambiando su forma y su desencadenante, pero ya lo acompañarán siempre. Sus miedos serán proporcionales a su imaginación. Cuanta más imaginación tenga, cuanto más capaz sea de crear mundos maravillosos, heroicidades y posibilidades futuras, mayores serán sus miedos.
   Quiero insistir sobre este punto, decir de alguien que tiene miedo a algo es un modo inapropiado de expresarse. La verdad es que, para los seres humanos, el miedo nos posee. Cuando el miedo aparece, los factores racionales se esfuman, la propia velocidad del pensamiento anula su sensatez y, lo que es más importante, las barandillas que nuestra conciencia va poniéndole al mundo para que podamos andar con comodidad se desmoronan. Cuando llega el pánico, los amigos se traicionan, los pacíficos se vuelven asesinos y los abuelos son capaces de saltar muros. No hay nada suficientemente sólido cuando aparece el pánico. Eso que llamamos realidad se desvanece y todo lo espantoso que podamos imaginar se convierte en una posibilidad a punto de cumplirse. En medio del pavor, los enanos se convierten en gigantes, los pocos en muchos, los sonidos más banales en presagios de lo peor, las sombras en monstruos y los ruidos en clamores. Básicamente ya no hay indicio que llegue hasta nosotros que no sirva para incrementar el miedo que se hallaba en al comienzo de todo.
   Lo anterior puede resumirse muy brevemente diciendo que un individuo que viva atemorizado, como una sociedad que viva atemorizada, es fácilmente manipulable. Se puede hacer con ella lo que se quiera porque, esencialmente, cualquier control racional ha resultado abolido. A poco que se agiten un poco los fantasmas consabidos, se la puede conducir hacia donde se quiera. Si el peligro es inminente, si está a punto de ocurrir un terrible atentado o una plaga se avecina o, de hecho, ya ha caído sobre nosotros una invasión silenciosa, poco más resta que señalar en una dirección para que turbas enfurecidas se lancen hacia ella. Hay algo aún mejor, como ya explicamos en otra ocasión, una sociedad atemorizada es una sociedad que gasta, que consume, que compra a unos niveles muy superiores a cualquier sociedad feliz. Ya sólo queda el último elemento y es que, como nuestros antepasados se acercaron al terrible fuego para disipar sus miedos nocturnos, una sociedad atemorizada acudirá a cualquier bestia feroz para que le permita dormir bien por las noches. El miedo es, por tanto, la herramienta que jamás debe faltar en el repertorio del buen manipulador, por muy disparatado que pueda ser..