domingo, 15 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (y 2)

   La conexión de la belleza con el mal nos permite entender por qué existe mal en el mundo: porque los seres humanos necesitamos que haya belleza en él. De hecho, la belleza o, de un modo más amplio, los ideales estéticos, son el principal motor de nuestra conducta. No creo que los seres humanos obremos buscando el bien, obramos buscando la belleza. Piensen en un fumador. Se envenena, procura la aparición de la enfermedad y el debilitamiento de su cuerpo, simplemente por el placer estético que supone arrojar humo por las ventanillas de la nariz. El bien, la acción buena, no produce la satisfacción personal que conlleva saber que se ha realizado una acción bella. Vivimos la belleza como no sabemos vivir el cumplimiento del deber. Si ayudamos a cruzar la calle a una ancianita o si nos ponemos chulos con la persona a la que impedimos sacar su coche de su cochera porque hemos aparcado mal el nuestro, es por la grandeza, o la belleza, que creemos ver en semejante pose. Una civilización entregada a la imagen, a la estética, a la apariencia bella, sólo puede ser entonces una civilización engolfada en el mal. Ahora podemos comprender a Goya. Lo que Goya vio fue que si la realidad era espantosa, buscar la belleza, refugiarse en ella, era otorgarle un respiro al mal para que siguiera avanzando, cuando no una cínica burla hacia sus víctimas. 
Francisco de Goya, Saturno devorando a sus hijos
El arte, por tanto, debía ser una indagación acerca de lo feo, de lo horrendo, para no dejar ningún resquicio a nada que no fuese la pura denuncia. En buena medida, éste es el eje rector de la Estética de Th. W. Adorno, la pregunta de si debe haber belleza después del horror o, como él la formula, si debe haber poesía después de Auschwitz. Pero, con independencia de si debe haber poesía después de Auschwitz o no, lo cierto es que sí la hubo en Auschwitz. 
   Auschwitz, Treblinka, Dachau y un número indeterminado de otros campos de concentración y exterminio nazis, tuvieron sus orquestas de prisioneros, entre cuyas funciones estaban recibir los trenes de deportados para tranquilizarlos mientras se seleccionaba a los que serían asesinados de modo inmediato, sofocar los gritos de las cámaras de gas y acompañar las ejecuciones públicas. La música de los campos ayudó a confundir no pocas inspecciones internacionales y a tranquilizar muchas conciencias de los vecinos de los mismos. El lirismo de Beethoven y, por supuesto, de Wagner, se fundieron en ellos con la cotidianidad del horror. Aún más, las SS no dejaron escapar la oportunidad de utilizar la música para humillar a los prisioneros, intentando la aniquilación completa de su personalidad mediante la traición impuesta de sus ideales. Se les obligaba, pues, a escuchar música o a cantar en condiciones infrahumanas. Pero aquí no acaba la historia de la música en los campos de concentración. En numerosas ocasiones los propios prisioneros se sirvieron de ella para mostrar un atisbo de resistencia, para insuflarse ánimos y otorgarse la esperanza de sobrevivir, renovando una ambivalencia que ya se había producido con los negros en las plantaciones de América(1). Incluso hubo quienes, en medio de las atrocidades, en medio del espanto cotidiano, fueron capaces de componer como forma de autoafirmación de su identidad. Tal fue el caso de Wladyslaw Szpilman en el gueto de Varsovia o el mucho más conocido de Oliver Messiaen, quien estrenó el Cuarteto para el final de los tiempos en el campo de prisioneros de Görlitz. El propio Pärt, tan ensimismado, tan espiritual, tan elevado, no ha dejado de producir por y contra el horror. Da Pacem Domine fue compuesta en una noche, en plena conmoción por los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y en su encuentro con la prensa no dudó en calificar a Putin de “un verdadero peligro para cualquier país”. 
   De lo dicho hasta aquí no debe deducirse que debamos huir de la belleza. Sería como prescribirle a un pájaro que dejara de volar. Ya lo hemos señalado, los seres humanos necesitamos de la belleza y necesitamos de la melodía por mucho que se empeñen los papanatas que siguen haciendo música como en el siglo pasado. La aparición de nuestra especie, el homo sapiens sapiens, es inseparable de la aparición del arte. Decoramos, grabamos y pintamos desde el mismo día en que comenzamos a ser lo que somos. Nuestra necesidad de belleza, es por tanto, de otro orden que la necesidad que podamos tener de un móvil, de un coche lujoso o de un buen televisor. No necesitamos el arte para poseerlo, para coleccionarlo o para ponerlo en una vitrina. Necesitamos la belleza como necesitamos todas las cosas que son esenciales para nosotros, que forman parte de nuestra naturaleza: hablar, proyectar o recordar. Por eso el arte no nació como algo que hubiera de ser contemplado, como algo que pudiera existir por sí mismo y a lo que se le pudiera dedicar una visita ocasional. Tenía que estar siempre ahí, en los objetos de uso cotidiano o en las paredes de cuevas habitadas, tenía que formar parte de nuestra vida diaria porque tiene una utilidad: atestiguar la existencia del orden.
   Nuestro cerebro, este cerebro de homo sapiens sapiens, es una máquina de hacer, buscar e inventar orden. Lo bello es, precisamente, la manifestación de un orden que, con frecuencia,  permanece oculto para nosotros. La trampa del mal consiste en que nos negamos a aceptar que algo, aparentemente, arbitrario, contrario a todo orden, sin razón, lo sea verdaderamente. De ahí que nos afanemos por entenderlo, que nos quedemos absortos en su contemplación rastreando esa justificación de la cual carece. Por eso ni basta con buscar la belleza, ni es un hecho que la belleza sea una forma de protesta, ni, mucho menos, debemos conformarnos con la actitud derrotista de quien intenta refugiarse en ella. Bien al contrario, hacer de la belleza una forma de denuncia que nos saque de nuestra somnolencia mortecina es un reto, el reto de cualquier arte futuro que quiera hacer algo más que colaborar con lo dado.


   (1) Sobre el tema de la música en los campos de concentración, puede consultarse con provecho esta página.

domingo, 8 de marzo de 2015

Acerca de la belleza (1)

   Durante varias décadas fui un fiel oyente de “Diálogos 3", el programa de Ramón Trecet en Radio 3 de Radio Nacional de España. Trecet era un personaje peculiar al que se amaba o se odiaba. Yo no conseguí hacer ni una cosa ni otra, pero sí le quedé inmensamente agradecido por haber puesto en mi vida un sin fin de músicas hermosísimas. Gracias a él conocí a minimalistas como Michael Nyman (antes de que le dieran un Oscar y lo estropearan), Wim MertensPhilip GlassSteve ReichJohn Adams, o Arvo Pärt; a grupos renovadores del folclore escandinavo como Hedningarna o Värttinä; y, en fin, a inclasificables como NigthnoiseDead Can Dance o Bel Canto. La mayoría de ellos fueron ninguneados de mala manera por la industria musical y vapuleados por puristas de toda índole. Del minimalismo y de los minimalistas podrán decirse muchas cosas, pero nadie podrá negar que sus músicas están más cercanas al público de lo que Ligeti, Stockhausen y el cúmulo interminable de sus epígonos han conseguido jamás. Y si alguien no considera tal constatación un mérito, habrá que recordar que La flauta mágica fue un espectáculo concebido para las masas.
   Después de alguna de sus filípicas o en medio de alguno de sus estados depresivos, Trecet solía despedir sus programas con una orden taxativa: “buscad la belleza, es la única forma de protesta que merece la pena en este asqueroso mundo”. Me he acordado de ella escuchando el podcast del programa de “Sinfonía de la mañana” de Matín Llade en Radio Clásica (como ven, la cabra siempre acaba tirando al monte) del pasado viernes.
El protagonista de dicho programa no era otro que Arvo Pärt, que ofreció recientemente en Madrid uno de sus contadísimos encuentros con la prensa. De su actitud y sus silencios, más que de sus palabras, de la hermosa recreación que Martín Llade realizaba de ellos, se extraía la misma idea: que la belleza es el único refugio que nos queda en medio del caos. Martín Llade efectuaba, de hecho, una apología de la emoción, del estremecimiento de lo bello frente a la intelectualidad cerebral de tantas músicas contemporáneas empeñadas en echar al público de las salas. Desgraciadamente, la cosa no es tan simple.
   La identificación de la belleza con el bien y la verdad, procede de Platón. A la hora de encontrar una idea suprema a partir de la cual estructurar todas las demás, Platón se enfrentó al problema de elegir una de las tres. La tarea era poco menos que imposible, así que la eludió haciéndolas a las tres aspectos diferentes de la misma idea. Hasta donde yo recuerdo no hay una argumentación posterior que apoye tal identidad más allá de la afirmación de que el ser humano aspira a ellas y como no es posible que aspire a cosas contradictorias, hay que suponer que la verdad implica al bien del mismo modo que éste implica la belleza. Aunque esta identidad fue plenamente asumida por la filosofía cristiana y pulula por nuestras cabezas como un axioma, nunca he conseguido encontrarle mucho sentido. Me parece a mí que la verdad no tiene por qué ser buena, al menos si “bueno” y “malo” son referidos al ser humano. Pienso, por el contrario, que, como decía Nietzsche, la verdad es un veneno que sólo soportamos en pequeñas cantidades. Aún menos evidente me parece que la verdad tenga que ser bella. En cuanto a la belleza en sí misma, tiene mucho más parecido con el mal que con el bien. Como el mal es algo puntual, discreto, que si aparece continuamente dejamos de apreciarlos. Como el mal, causa fascinación y quedamos absortos en su contemplación. Como el mal, produce escalofríos pues nos muestra algo que parece estar más allá de lo que pueden hacer los seres humanos. De hecho, del mismo modo que las flores necesitan del estiércol, la belleza se empeña por surgir allí donde se niega su posibilidad, parece necesitar un sustrato terrible para salir a la luz, la propia vida de los artistas que la engendran debe ser una tortura sin par con objeto de que ella pueda nacer.

domingo, 1 de marzo de 2015

Tan iguales, tan distintos

   El único rato que me permitía tener en español durante mi primera estancia en Alemania era el almuerzo. En el restaurante universitario al que acudía, los hispanohablantes solíamos ocupar una larga mesa en la que departíamos hasta mucho después de haber terminado de comer para desesperación del personal encargado de la limpieza. A miles de kilómetros de casa, valencianos, catalanes, madrileños, andaluces, bolivianos, venezolanos, colombianos y demás, estábamos, de verdad, unidos por un idioma común. Por supuesto, existía la notable excepción de los argentinos que o se sentaban con los españoles o se sentaban separados del resto de hispanoamericanos, pero bueno, ésa es otra historia. Hasta donde recuerdo, era casi una tradición hacer la comida en la lengua materna. Los franceses también solían sentarse con los franceses, los egipcios con los egipcios y, naturalmente, los alemanes con los alemanes. Había, sin embargo, un caso particular: dos chicos orientales que, pese a ser ambos indonesios, jamás los vimos comer juntos. En cierta ocasión uno de nosotros trabó conversación con uno de estos chicos indonesios y le preguntó por semejante comportamiento. “Es que él, respondió refiriéndose al otro chico, es chino” y se llevó los dedos a los ojos para hacerlos parecer (más) rasgados. “¿Y tú qué eres?” pensó el español.
   En Indonesia la minoría china es una minoría poderosa y acaudalada, de modo que cada vez que se produce una situación fuera de lo común, la gente se lanza a asaltar sus comercios y linchar al primero que se encuentran a su paso. Da un poco igual que se trate de la caída del gobierno, de un golpe de Estado, de un tsunami o de la celebración de un triunfo futbolero, asaltar los comercios chinos es una tradición. Naturalmente no hay español que sea capaz de distinguir entre un chino y un indonesio, pero ellos sí que se distinguen y muy bien. En realidad, ningún español es capaz de distinguir tampoco entre un chino y un japonés, aún más, buena parte de la población confunde ambos países. Chinos y japoneses no se distinguen entre sí, se odian. Japón siempre ha temido a su enorme vecino y los chinos nunca han perdonado la carnicería que organizaron los japoneses en su país durante la Segunda Guerra Mundial.
   La cosa va más allá. La última vez que residí en Alemania tuve que empadronarme en cierta localidad cercana a Hannover. Llegué a la oficina de turno, di los buenos días y allí que me quedé viendo cómo los funcionarios que estaban al otro lado del mostrador hacían como si yo no existiera. Después de muchos minutos, una señora se acercó con cara de palo y escuchó con poco menos que asco mis explicaciones de lo que deseaba hacer. Entonces, tomó mi documento de identidad y su cara cambió de expresión. “¡Ah! Pero si es Ud. español”, me dijo casi con una sonrisa. Desde ese momento trató de entablar una conversación amigable conmigo. Dado mi aspecto, probablemente, me había confundido con un turco o un árabe, confusión que algunos turcos y árabes también sufrieron. De hecho, algunos alemanes me confesaron azorados que la primera vez que oyeron hablar español, les sonó a árabe. Teniendo en cuenta que yo hablo andalú cerrado, no me extraña lo más mínimo. No obstante, siempre que he relatado anécdotas de este tipo en mi país, la gente se ha quedado extrañada. Aquí todo el mundo piensa ser muy distinto de marroquíes, argelinos o egipcios. Por contra, los españoles no sabemos distinguir entre alemanes, polacos, daneses y holandeses, aunque todos ellos bien que se distinguen entre sí y se miran con algo más que recelo. Sí sabemos distinguir entre gitanos y payos, proeza que me parece comparable a la que permite a los indonesios diferenciarse de los ciudadanos chinos de su país.
   Los seres humanos somos especialistas en trazar fronteras, mentales cuando no físicas, entre nosotros, aunque no existan. Los blancos discriminan a los negros, pero cuando todos son negros los negros más claritos discriminan a los más oscuritos y cuando todos tienen ya el mismo color de piel, los más altos discriminan a los más bajos y si todos tienen la misma estatura y el mismo color de piel, entonces los cristianos discriminan a los musulmanes, menos cuando todos somos cristianos, en cuyo caso los católicos discriminan a los protestantes o cuando todos son musulmanes, en cuyo caso los sunníes discriminan a los chiíes o viceversa. Lo importante nunca es qué sea cada cual o el color de la piel de cada uno o qué religión profese, lo importante, lo realmente importante, es tener siempre una excusa para matarnos los unos a los otros.

domingo, 22 de febrero de 2015

El sentido de la vida

   No sé a qué vienen tantas dificultades para definir qué es lo que nos hace humanos, es muy fácil: el hombre es el animalito que busca el sentido de las cosas. Tome a un ser humano cualquiera, colóquelo junto a un río o en una playa y proporciónele un puñado de piedras de pequeño tamaño. No pasará mucho tiempo antes de que las vaya tirando al agua. Si le pregunta por qué lo hace, probablemente se encogerá de hombros. Sin embargo, si una de esas piedras le golpea a él, sí que pedirá una explicación, un motivo o un sentido a ese acontecimiento. Buscamos el sentido en todo lo que nos rodea, por pequeño, trivial o aleatorio que pueda resultar. Reconocemos formas en las nubes, caras en las manchas de humedad de las paredes o figuras en las estrellas. Es la ficción del orden en la que nos atrapa ese gran titiritero que es nuestro cerebro. Somos la única especie capaz de reconocer una presa o un depredador tras una huella, un rastro de sangre o un jirón de pelo. Ni siquiera los chimpancés son capaces de hacerlo. Evolutivamente eso nos salvó, permitió que nuestros antepasados pudieran escapar de un león o un tigre antes de que su olfato nos detectara o seguir el rastro de un animal herido más allá de lo que ellos hubiesen podido hacerlo. Pero esta facultad se ha exacerbado hasta tal punto que nuestro mundo es un mundo ordenado, donde todo tiene que tener su lugar, su causa, su motivo, su sentido claro y definido. Habitamos en un universo que nos protege o nos castiga, la vida de los seres humanos es algo maravilloso o algo contra lo que hay que pelearse, pero nos produce un profundo desasosiego sospechar que, simplemente, es. Como consecuencia, nos atrapamos muchas veces en círculos viciosos tratando de imponer orden a una naturaleza que, por sí misma, tiende al desorden. Las amas de casa saben mucho de esto. Buena parte de sus tareas cotidianas van contra los principios básicos de la termodinámica. Lavan la ropa, la tienden, la recogen, la ordenan, la planchan y la colocan en su correspondiente lugar únicamente para comprobar cómo el bombo de la ropa sucia vuelve a estar lleno. Lavamos nuestro coche, limpiamos sus cristales, le pasamos la aspiradora, para que la lluvia típica que cae al día siguiente de hacer todo esto nos lo vuelva a dejar tal y como estaba. Aprovechamos cada festividad para ganar todos aquellos kilos de peso que después nos pasaremos meses intentando perder en un ciclo que, desde el punto de vista de nuestro metabolismo, es lo peor que se puede hacer.
   Es este cerebro empeñado en poner orden contra natura el que, más pronto o más tarde, acaba pidiendo un sentido para la vida en su conjunto. Se trata de una de las preguntas más pueriles del ser humano. El niño pregunta para qué sirve una llave, para qué sirve un coche y para qué sirve una flor. Le explicamos entonces que la llave, el coche, han sido fabricadas por el ser humano y que, por tanto, tienen una utilidad, pero que la flor es algo natural a cuya existencia no se le puede encontrar un sentido del mismo modo que a las cosas artificiales. Sin embargo, nosotros los adultos que damos esa respuesta tan sensata, después miramos al cielo esperando que alguien nos conteste para qué sirve nuestra vida.  Es algo así como si un pez que circulase por el río o el mar donde hemos tirado nuestra piedra asomase la cabeza y nos preguntara qué sentido tenía haberle dado la pedrada que le hemos dado. Pese a ello, este pequeño piojillo que se arrastra sobre la superficie de un minúsculo planeta, insiste en que sí, que su vida tiene que tener un sentido aunque la existencia de una flor, de los peces, del sol y de las estrellas no lo tenga.
   Naturalmente, siempre que los seres humanos tienen una necesidad, alguien acude presto a satisfacerla con lo que sea. ¿Que cuál es el sentido de la existencia humana? Bueno, tal vez Ud. no lo sepa ni lo sabrá nunca, pero al igual que el coche y la llave, también la flor y Ud. mismo tienen un Hacedor, que sí que sabe para qué está Ud. aquí y que a lo mejor se lo explica cuando vaya a verle. O, mejor aún, ¿la vida? la vida no tiene sentido alguno, todo es un caos, un despropósito, un absurdo que debe conducirnos al llanto desesperado a ver si así el Hacedor se apiada de nosotros y baja a convencernos de lo contrario. Cabe también proponer que la vida tiene un sentido no más allá de las nubes, sino aquí abajo, ayudando a los demás, procurando hacer el mundo un poquito mejor o, al menos, no empeorándolo. 
   En realidad, todas las respuestas anteriores son la misma pues presuponen que el sentido de nuestra vida tiene que ser hallado, como si fuese algo puesto ahí por otro, que tuviésemos que desenterrar y sobre cuya forma, materia y función no tuviésemos nada que aportar. Pertenecemos a una especie privilegiada y es privilegiada porque, a diferencia de las demás especies, nuestra existencia carece de sentido. Los peces, las flores, los tigres y leones, los chimpancés, los conejos y los lobos, tienen una razón para estar aquí, podrían hallar, si tuvieran inteligencia para ello, un sentido a su existencia: mantener los maravillosos equilibrios que se producen en la naturaleza. No hay equilibrio que nosotros no podamos romper casi sin proponérnoslo. Quizás la naturaleza se ha cansado de existir sobre el planeta tierra y por eso ha fabricado un bichito capaz de aniquilarla. Pero, mientras que lo hacemos, tenemos la posibilidad de crear el sentido de nuestra existencia. Si nuestra vida tuviese un sentido, sería terrible, sería lo peor, pues tendríamos que amoldar nuestros planes, nuestro futuro, nuestros deseos, nuestra existencia toda, a ese plan que no hemos elegido. Tenemos suerte de que no sea así. Está en nuestras manos decidir qué sentido poner en este mundo que, afortunadamente, por sí mismo, no tiene ninguno. Lo importante, por tanto, no es qué elijamos como sentido para nuestra vida. Puede ser acabar con la pobreza, eliminar las fronteras o inventar nuevos peinados para los caniches. Lo importante es que se convierta en el sentido de nuestra vida, es decir, que sea resultado de mi elección y no de lo que hayan decidido para mí el párroco, la tele o la desesperación.

domingo, 15 de febrero de 2015

Hacia la democracia por la dedocracia

   Entre mis primeros recuerdos relacionados con la política figura un debate televisivo en el que participaban miembros de los recién autorizados partidos políticos y destacados representantes del franquismo. Uno de ellos planteó la cuestión de cómo podía un partido hacer frente a la doble tarea de satisfacer los intereses de sus miembros y las necesidades de los votantes sin ser un partido único. Eduardo Sotillos, que, por primera vez en el debate pareció crisparse, respondió de mala manera algo así como que ése era el funcionamiento normal de los partidos en democracia. Debió parecerme que allí había algo más pues, a pesar de lo jovencito que yo debía ser, todavía lo recuerdo. Lo cierto es que “el funcionamiento normal de los partidos en democracia” encierra una curiosa paradoja: pedir a los demás que los voten sin que sus miembros estén dispuestos a votarse unos a otros. Conozco más de un caso en que la “sorprendente” victoria de un candidato ha respondido a que cierta facción del otro partido había decidido dejar de votar a su propio candidato. No es de extrañar que políticos de diferente signo traben amistades personales entre ellos, lo extraño es que alguien pueda ser amigo de un correligionario. A los del otro partido uno los ve venir de frente, los de tu partido son los que te clavan el puñal por la espalda. La vida misma de un partido político consiste en las zancadillas que sus integrantes se van poniendo unos a otros. Sobre el escenario todos se saludan, sonríen y se abrazan, entre bastidores la guerra no tiene cuartel.
   Por supuesto, el punto álgido de la batalla perpetua que es la vida de un partido político es la elección de candidatos para lo que sea. En EEUU se instauró, desde los tiempos de la independencia, un sistema de elecciones internas. Quien acaba aspirando al Congreso, al Senado o a la presidencia, lo hace tras superar una larga carrera electoral que comienza en las asambleas de su distrito y que, en el caso de congresistas y senadores, no le va a permitir estar en su cargo más de dos años sin acudir nuevamente a las urnas. En teoría este sistema tiene la ventaja del permanente escrutinio de los electores sobre sus elegidos. En la práctica significa que cualquiera que quiera desarrollar una carrera política de mediano calado, más vale que se arrime a un conglomerado económico dispuesto a enchufarle la riada de dinero que va a necesitar para tantas campañas electorales por las que tendrá que pasar. El resultado es que los políticos son mucho más fieles a su fuente de financiación que a sus partidos y no es extraño que una ley se saque adelante con los votos del partido que la ha propuesto, menos algunos de sus representantes que se han negado a votarla, más algunos representantes del partido rival a los que se ha podido convencer para que la voten.
   En EEUU, lo que se llama “la máquinaria del partido”, tiene un peso más que relativo en muchos casos. Un ejemplo es el ascenso del Tea Party dentro del Partido Republicano. Ante todo, hay que entender la realidad sociológica del país. Como en casi todos sitios, la mayoría sociológica de los EEUU (en contra de lo que pudiera parecer) está en el centro izquierda. El Partido Republicano debe contar siempre con que el candidato del Partido Demócrata sea incapaz de movilizar a sus votantes potenciales para tener opciones reales de lograr algo. Presentados como “anti-sistema”, alejados de las componendas típicas de los políticos tradicionales y profesionales, los candidatos del Tea Party se caracterizan por un radicalismo que suele movilizar al electorado demócrata contra ellos, particularmente cuando de unas elecciones presidenciales se trata. El tirón que suelen tener entre el electorado republicano se suele ver compensado por el terror que causan en el resto. A veces, como en las últimas elecciones, el cansancio de un presidente que, después de haber pasado a la historia, no ha hecho nada más, agota a los demócratas lo suficiente como para que los ultramontanos barran y podemos comprobar su cerrazón de mollera llevando al país al borde de la suspensión de pagos antes que estrechar la mano de un demócrata. Lo que todo ello implica para la cúpula del Partido Republicano puede apreciase en el sudor frío que recorre sus mejillas cada vez que vuelve a mencionarse la candidatura para la presidencia del alma mater del movimiento, Sarah Palin.
   En Europa, donde las elecciones suelen estar más espaciadas, los candidatos viven del dinero que le enchufan sus respectivas formaciones. Por tanto, la disciplina de voto es fundamental, dicho de otro modo, quien controla el partido controla las candidaturas. El resultado vuelve a ser el del Tea Party, la presentación de una serie de candidatos con escaso o nulo tirón popular, cuyo único mérito reside en conocer bien los entresijos del partido. Para evitarlo numerosos partidos europeos han propuesto y llevado a cabo un sistema de primarias cuyo resultado habitual lo hemos podido ver esta semana en el PSOE madrileño. El candidato elegido en primarias, Tomás Gómez, ha sido fulminantemente destituido por el secretario general del partido porque “llevaba al partido a un descalabro electoral”. Teniendo en cuenta que el PSOE va camino de convertirse en la tercera fuerza política del país, cabe preguntar por qué no se ha destituido el secretario general del partido a sí mismo. Y es que, en el corazón de cualquier partido político late siempre la misma cuestión: ¿para qué la democracia pudiendo tener dedocracia?

domingo, 8 de febrero de 2015

Je suis Chazerans

   Es posible que esta noticia no haya salido de los medios de comunicación franceses, así que me extenderé un poco explicando lo sucedido. El pasado 8 de enero, con motivo de los atentados de Paris, se decretó un minuto de silencio en todos los centros públicos de Francia. Es fácil de entender que, dada la situación emocional de la ciudadanía, la edad de los alumnos/as y su multiculturalismo, el acto dejara de ser mero protocolo en los centros de enseñanza media. En el liceo Victor Hugo de Poitiers, como, probablemente, en muchos otros, hubo algunos incidentes de escasa relevancia. Su rector, convencido por los dirigentes del país y los firmes voceadores de cuál debe ser la opinión pública de que estaba ante una situación de guerra, decidió ponerse a la vanguardia de la misma abriendo su despacho y sus oídos a cuanto buen francés estuviese dispuesto a delatar a cualquier conocido. Así fue como el señor Jean-François Chazerans, profesor de filosofía en dicho instituto, acabó recibiendo una notificación en la que se le acusaba de haber tenido una conducta inapropiada durante el minuto de silencio y de haber hecho declaraciones de apoyo al terrorismo en sus clases. 
   El enemigo, el enemigo de Francia, de los ideales republicanos, de la libertad y la democracia, no había sido especialmente difícil de encontrar. El Profesor Chazerans es conocido en Poitiers por su militancia en la extrema izquierda y por sus peculiares métodos y objetivos a la hora de enseñar. Dicen quienes le conocen que aprovecha la mínima ocasión para abrir debates en sus clases en los que, a través de las bromas y la provocación, trata de mover los cimientos de las creencias de sus alumnos/as para que abandonen el reposado mundo de los lugares comunes y se atrevan a pensar por sí mismos. Pretende el Profesor Chazerans forjar mentes críticas, capaces de examinar por sí mismas la realidad; pretende, nada menos, que hacer de los adolescentes ciudadanos libres, alérgicos a la intoxicación de todo aquello que se dice, se piensa y se cree. En las pocas declaraciones públicas que ha efectuado, reconoce haber realizado un debate en seis de sus clases, con el propósito de abordar el tema del terrorismo de un modo racional y alejado de las emociones. Difícilmente podrá recordar todo lo dicho en seis horas de debates con entre ciento veinte y ciento ochenta alumnos/as en plena pubertad y conmocionados por lo ocurrido. En cualquier caso, anhela que llegue el 12 de febrero, fecha en la que podrá tener acceso a su expediente y averiguar finalmente por qué se le ha encausado. Desde luego no será, como declaró su rector en un principio (y después ha ido dejando de lado), por su incorrecta actitud ante el minuto de silencio. Al igual que otros profesores y miembros de la comunidad educativa, no acudió a dicho acto.
   Según parece, basándose en el testimonio de cinco alumnos y un padre, el rectorado procedió a separarlo inmediatamente de sus alumnos/as y a suspenderlo sumariamente por cuarenta días, el máximo que la legislación vigente le permite. El 13 de marzo, el Profesor Chazerans tendrá que acudir ante la comisión disciplinaria académica, que podría expulsarlo de la enseñanza. Peor aún, el ministerio público le ha abierto diligencias por presunto delito de apología del terrorismo, el cual conlleva penas de hasta cinco años de cárcel. Mientras estas fechas llegan, sus compañeros y alumnos/as del Victor Hugo de Poitiers se han manifestado repetidamente en solidaridad con él. Diferentes sindicatos han denunciado la barbaridad que se está cometiendo y le van a prestar asistencia jurídica. Poco a poco, la red se va llenando de comentarios cada vez más escandalizados con el clima que se está creando en las escuelas francesas. Francia, en efecto, ha caído en la dinámica que genera la aparición del terrorismo y que tan bien resumiera nuestro insigne ministro de interior (y posterior reo de la justicia) José Barrionuevo. En un discurso ante el parlamento con ocasión del “caso Zabalza” dijo: “sólo hay dos versiones de lo sucedido, la de quienes ponen bombas y la de quienes están con las fuerzas de seguridad del Estado”. En medio, en medio de las dos versiones, en medio de dos raquetas que la golpean sin parar como si fuera un macabro partido de tenis, sólo queda la inmensa mayoría de la población.
   Cuando quienes mandan consiguen convencer a un país de que sólo hay dos bandos, que los acontecimientos sólo pueden encerrar dos versiones y ninguna verdad, que estamos “nosotros” y “ellos”, que o eres Charlie y vas a las manifestaciones de la mano de Bibi Netayahu o matas, los que están empeñados en que haya ciudadanos libres, los que persiguen la libertad del pensamiento, los que aspiran a remover el confortable suelo de las creencias compartidas, los que utilizan el humor para agitar las conciencias, en definitiva, los que son como los creadores del Charlie-Hebdo o como el Profesor Chazerans, están condenados a las balas o a un procedimiento más civilizado pero no menos aniquilador: la utilización de la justicia como arma para defender el país (es decir, lo que algunos quieren hacer de él).


https://www.facebook.com/jeanfrancois.chazerans
http://www.dal86.fr/2015/02/07/soutien-inconditionnel-a-jean-francois-chazerans/

domingo, 1 de febrero de 2015

Apertura griega

   Poco a poco, el partido gobernante en Grecia, Syriza, va demostrando que lo pregonado durante la campaña no era el habitual programa electoral que se arroja al cubo de la basura al día siguiente, sino un auténtico programa de gobierno. Teniendo en cuenta que acaban de ganar las elecciones podían haber mirado para otra parte mientras tratan de averiguar qué hay en los cajones de los respectivos ministerios. Sin embargo, ha rechazado el nuevo paquete de sanciones contra Rusia, ha otorgado el honor de la primera recepción oficial, que tradicionalmente correspondía al embajador norteamericano, a su homólogo ruso y, para terminar la semanita, le han largado a la delegación conjunta de la Comisión Europea, el BCE y el FMI, que no están dispuestos a hablar con ellos, aunque sí con las instituciones a las que representa. El objetivo parece consistir en renegociar los términos del plan de rescate. 
   Dudo mucho que los miembros del actual gobierno ignoren la magnitud del reto que supone tal objetivo. Yanis Varufakis, ministro de finanazas, por ejemplo, es autor de un libro de referencia sobre teoría de juegos aplicada a la economía y un firme defensor de la idea de que los flujos económicos en un mercado libre no tienen por qué tender hacia el equilibrio. De lo que ya no estoy tan seguro es de si ha llegado a ser consciente de las consecuencias últimas de tal afirmación. Porque negar que el capitalismo tienda a un equilibrio, además de ser una obviedad, implica tirar por la borda los fundamentos de toda la teoría económica tal y como la conocemos. De hecho, la única manera de racionalizar entonces los flujos económicos es tomarlos conjuntamente con su ambiente o, en jerga, con su Umwelt. Dicho de otro modo, para comprender cómo funciona un mercado hay que tomar en consideración las cantidades monetarias que van de un lado para otro, junto con los cambios ecológicos que producen y el coste social que comportan. Ciertamente, es el único camino para hacer de la economía algo más que ideología con una pátina matemática. Este tipo de planteamientos presenta, eso sí, el inconveniente de que, tras cuarenta años, ha proporcionado un sin fin de estudios empíricos, pero ningún modelo general capaz de proporcionar guías de actuación para casos tan complejos como la deuda externa de un país. Tampoco hay que entender esto como una crítica. Cuando Roosevelt lanzó el New Deal, el keynesianismo era poco más que una nebulosa de ideas. Por otra parte, la economía clásica ha sido capaz de engendrar todo tipo de modelos que proporcionan guías muy eficaces de actuación cuando todo va bien, pero que conducen al abismo en cuanto aparece la menor crisis, ella misma siempre impredecible. En resumen, los griegos tenían que elegir entre las ortodoxas soluciones que conducen al desastre o las nuevas ideas de su ministro de finanzas que nadie sabe a donde conducen. No es de extrañar el resultado de su elección.
   Por otra parte, el pulso llega en un momento en que ha quedado claro que la austeridad rigurosa que Frau Merkel recetó para el enfermo europeo acabará por matarlo. Hasta el BCE se ha atrevido a contravenir sus deseos. Pero, claro, estamos hablando de políticos. Un político jamás se equivoca y si lo hace da igual, porque persevera en su error, aunque eso conduzca a una situación en la que todo el mundo pierde. Recordemos que si los tramos de ayuda pactados no llegan a Atenas, el Estado griego no podrá afrontar los sucesivos vencimientos de su deuda y que si se hace efectiva dicha suspensión de pagos, los primeros en irse por el desagüe van a ser los tenedores de la misma, es decir, entre otros, los bancos alemanes. Por eso es probable que Berlín se saque de la manga un as antes del vencimiento de la deuda, un as llamado Turquía.
   La rivalidad entre griegos y turcos procede de la época en que éstos formaban parte del imperio persa. Son los dos únicos países a punto de enfrascarse en una guerra pese a pertenecer ambos a la OTAN. Los turcos hace meses que olieron sangre y están maniobrando. Para Erdogan y los suyos la entrada en la Unión Europea no es ningún leitmotiv, pero si se la ofrecen a buen precio y a cambio de una humillación para los griegos no la van a rechazar. Por eso han arrastrado a las facciones clave de un bando del conflicto libio a Ginebra para que firmaran el acuerdo de formación de un gobierno de unidad en el que tan interesado están los europeos. Libia es, en efecto, una perita en dulce, un país necesitado de reconstrucción con abundante petróleo para pagarla y con presencia de empresas europeas sobre el terreno. Al fin los turcos tienen algo que Europa quiere. Casualmente, además, los primeros choques del nuevo gobierno griego con sus socios europeos, han coincidido con una gira por el viejo continente del negociador turco para la adhesión. 
   La partida que el gobierno griego ha abierto es de largo alcance y con un resultado menos previsible de lo que parece. Habrá que ver, en efecto, si los votantes de Syriza, que tan dispuestos están a salirse del euro si hace falta, también están dispuestos a ver su plaza ocupada por los turcos. Habrá que ver si el acercamiento de Grecia a Rusia es una estrategia decidida o la moneda de cambio que se va a poner sobre la mesa para renegociar la deuda. Lo segundo, desde luego, es brillante; lo primero, una estupidez. Rusia, con los actuales precios del petróleo y enfrascada en la guerra de Ucrania, difícilmente va a estar en condiciones de prestar ayuda duradera a nadie. Habrá que ver cuántos aliados consigue reclutar Grecia pues si el desafío griego logra despertar la simpatía de los ciudadanos, el gobierno de Hollande, que vuelve a tener constantes vitales en las encuestas tras los atentados de París, podría apoyar sus reclamaciones. Habrá que ver, finalmente, cómo se toma EEUU todo este asunto. De su actitud dependerá, en buena medida, la del FMI y, cuestión también de cierta relevancia, la unidad de acción con Berlín para conseguir un gobierno de concentración nacional entre PP y PSOE en España que cierre el paso a esa formación política desde la que tanto se está aludiendo como modelo a Syriza.